Mi ánimo es el reflejo del clima que está haciendo esta semana. Unos días
son cálidos, más parecidos a los que inician la primavera, y otros son
lluviosos, fríos, ventosos y grises. Yo adoro los días de lluvia y sobre todo
esos días en los que el sol no puede atravesar con sus rayos la densa capa de
nubes que cubre el cielo; pero, actualmente, deseo con mucha fuerza que llegue
ya la primavera. No sé por qué necesito tanto que llegue ya la primavera. Tal
vez mi alma esté agotada de buscar cobijo. Yo adoro los días de invierno, pero
también estoy cansada de que las tardes duren tan poco, de que enseguida la
noche se apodere del cielo y apague esos preciosos haces de luz que nos entrega
el crepúsculo. Ya los días son un poco más largos, pero estoy ansiosa por
sentir ya el influjo de la llegada de la primavera, del mes de abril, sobre
todo, que, junto con el mes de septiembre, es uno de los que más me gustan del
año. El mes de abril me parece precioso. Marzo es bonito, también, e incluso, ,
lamentablemente, con el cambio climático, la primavera parece llegar antes de
tiempo, antes de que por fin llegue a nosotros el equinoccio de primavera, pero
el mes de abril tiene una magia muy bonita y especial. Parece como si el cielo
brillase más en abril, como si las flores tuviesen más vida, como si toda la
naturaleza sonriese, como si el aire portase aromas revitalizantes que nos
llenan el corazón y nos limpian el alma. Una de las cosas que más me gustan de
la vida es pasear por el bosque cuando por fin la naturaleza estalla en esa
explosión de vida que atrae la presencia de los pájaros, de los animales de la
tierra, de las mariposas que quieren polinizar las flores, de esos aires que
templan esas horas que tan frías fueron en invierno. Esos colores relucientes,
esas brisas tibias, ese olor a flores, tan intenso, y sentir que toda esa magia
te rodea, todo eso, no tiene precio. Cuando esa magia me rodea, se me llena el
alma de gratitud y adoro detenerme entre los árboles, aspirar profundamente la
intensa cantidad de fragancias que impregnan el bosque y sentirme viva junto a
la naturaleza, junto a los árboles, las flores, los animales, el sonido del
viento cálido de la primavera, y mirar al cielo para seguir con los ojos el
descenso de la preciosa luz de los atardeceres primaverales. Y sobre todo las
lluvias de primavera me insuflan una vida que la lluvia no sabe transmitirme en
otro momento del año. Las lluvias de abril fortalecen el renacer de la
naturaleza, no destruyen las flores, sino que las alimentan, y llenan el bosque
de ese aroma a humedad que tanto y tanto me gusta. Estoy deseando que llegue la
primavera para poder ir con Agnes al bosque que queda cerca de nuestra casa y
pasarnos las horas allí mientras atardece. En invierno es más difícil que
podamos ir. Solamente podemos pasear por el bosque los fines de semana porque,
entre semana, como las tardes duran tan poco, apenas tenemos tiempo para
disfrutar de esa calma tan bonita que puede entregarnos; pero, poco a poco, los
días irán haciéndose más largos, irán trayéndome el recuerdo de esos momentos
en los que al fin amanecía sobre la oscuridad y sobre todo me devolverán la
pequeña parte de mi personalidad que el invierno me quita.
Yo también decaigo muchísimo cuando llega el invierno, a pesar de que me
guste tanto esa estación; pero me gusta si puedo combatir el frío con el
amoroso calor de una lumbre, si puedo encerrarme en casa cuando más grita el
frío, si puedo protegerme con bufandas y gorritos de lana cuando voy por la
calle, pero no me gusta cuando, día tras día, Agnes tiene que madrugar tanto y
salir al encuentro del aire cuando éste es tan gélido, cuando yo misma tengo
que esforzarme por salir a la calle sabiendo que el frío me arrebatará toda la
templanza que me entregó mi hogar.
No sé por qué siempre empiezo hablando de estos temas cuando escribo una
entrada de mi diario. Hoy quería contar que soñé esta noche con Agnes. Soñé que
volvía a vivir esa primera noche que compartimos después de mi regreso, después
de permanecer separadas durante cuatro años. Pude sentir en ese sueño, con una
plenitud absoluta, todas las sensaciones que experimenté aquella noche; de la
cual todavía no me he atrevido a hablar con toda sinceridad. Y no sólo sentí en
sueños las mismas sensaciones que me anegaron todo el cuerpo cuando compartí
con Agnes esos momentos tan inmensamente intensos, sino también las emociones
que me dominaron, que se me aferraron del alma para no soltarse de ella nunca,
para no abandonarme jamás.
Esa noche comenzó siendo muy triste. Cuando llegamos del hospital, Gilbert
nos sirvió la cena y, durante unos largos minutos, mientras cenábamos, ninguno
de los tres sabía cómo quebrar el silencio que se había apoderado de nuestra
voz y de todos los rincones de la casa. Además, yo notaba que Gilbert no se
atrevía a mirar a Agnes a los ojos. Cuando le hablaba, le dedicaba miradas que
no la protegían, que no la envolvían en ese cariño que yo sabía que él seguía
sintiendo por ella y hasta su voz, a veces, sonaba temblorosa. Cuando detectaba
la inseguridad con la que Gilbert trataba a Agnes, me preguntaba,
inevitablemente, cuánto tiempo llevaba Gilbert sin ver a Agnes, si, durante
aquel tiempo que ella había permanecido en el hospital, él no había ido a
visitarla nunca. Sin embargo, Agnes le demostraba, continuamente, que no le
guardaba ni el menor ápice de rencor. Seguía hablándole con la misma serenidad
y el mismo respeto con los que siempre se dirigía a él, le sonreía fugazmente
cuando convenía y yo notaba que deseaba tomarlo de las manos cuando
intercambiaba con él alguna frase. Incluso puedo afirmar sin equivocarme que,
desde que Agnes había entrado en la casa de Gilbert, ansiaba abrazarse a él
para buscar en sus brazos ese cariño paternal con el que él siempre la había
amparado, pero Agnes no se atrevía a acercarse a él más de lo debido, tal vez
porque percibía la inseguridad con la que él la trataba.
Lo que sí sé es que, cuando Agnes miraba a Gilbert, se podía leer en sus
ojos una tristeza que yo no sabía explicar. Parecía como si Agnes conociese una
información sobre él que la apenaba profundamente y de la cual no se atrevería
a hablarle nunca. Incluso, a veces, detectaba que de los expresivos ojos de
Agnes brotaba un “¿por qué, Gilbert?”, pero yo no era capaz de saber por qué
ella le lanzaba esa pregunta silente tan cargada de dolor. Creo, incluso, que
Gilbert captaba a la perfección lo que Agnes pensaba y sentía.
Por esos motivos, yo comencé a hablarles de mi estancia en la isla. Empecé
a explicarles lo que sentí cuando llegué allí, cuando me recibió Ethlinn,
cuando me mostraron las tareas que realizaban, cuando comencé a impartir mis
clases y cuando empecé a formar parte de los hermosos rituales que
celebrábamos. Les hablé también de las sacerdotisas y de las alumnas a las que
yo más quería, con las que mejor me avenía y con las que establecí una amistad
que todavía no he olvidado. De vez en cuando, nos escribimos alguna carta, pero
la comunicación entre nosotras está espaciándose cada vez más. Creo que, poco a
poco, todas entenderemos que solamente pudimos estar juntas durante una etapa
de nuestra vida.
Gilbert y Agnes me escuchaban con una atención muy tierna que me animaba a
seguir hablando, sin descanso, cada vez más motivada y feliz de poder compartir
con ellos esas experiencias; pero, al mismo tiempo, notaba que la forma como yo
les narraba las experiencias que había vivido en aquella isla los entristecía. Me
pareció que Agnes pensaba que habría sido mucho mejor que yo no volviese para
que pudiese seguir siendo feliz siempre. Hubo un momento en el que ella agachó
levemente la cabeza y entornó los párpados para evitar que sus ojos confesasen
lo que sentía y pensaba en esos momentos; pero yo, aunque captase el desaliento
que se había apoderado del alma de Agnes, no me callé. Seguí hablando, seguí
confesándoles cuán feliz había sido en aquellos lares, pero también les revelé
que, aunque fuese tan feliz allí, no había dejado de desear volver durante los
años que había habitado en aquella isla. Les confesé que nunca había dejado de
recordarlos (y sobre todo miré a Agnes cuando pronuncié aquellas palabras) y de
echarlos de menos, muchísimo, y también les aseveré con mucha convicción que no
me arrepentía nada de haber vuelto, que tendría que haberlo hecho mucho antes y
que mi estancia en aquella isla se había convertido ya en una etapa más de mi
vida que nunca podré olvidar, de la cual aprendí muchísimo, pero ya era eso,
una etapa pasada, y que anhelaba comenzar junto a ellos una que nunca se
terminase. Y, durante esos instantes, no dejé de mirar a Agnes en ningún
momento. Ella seguía sin poder mirarme, con los ojos húmedos, todavía pensando
que habría sido mucho mejor para mí que me quedase allí, protegida de la
oscuridad que en esos instantes reinaba en su alma, protegida de su
profundísima tristeza y sobre todo de la inmensa pena que yo sentiría cuando
Gaya se fuese. Yo ardía en deseos de pedirle que nunca más pensase que a mí me
convenía más vivir lejos de ella, de la única mujer que amaré en mi vida, pero
no me atrevía a hacerlo porque sabía que esos pensamientos eran solamente suyos
y ella misma tenía que ser quien se convenciese de que yo prefería vivir junto
a ella siempre, aunque tuviese que experimentar la horrible tristeza nacida de
perder a un ser tan y tan querido. Al mismo tiempo, cuando les hablaba de mis
experiencias en la isla, podía leer en los ojos de Agnes una terrible vergüenza
que seguramente nacía de saber que mi vida y la suya habían sido tan distintas
durante ese tiempo. Yo leía en sus ojos que ella se avergonzaba de estar tan
enferma, de haber recaído de ese modo, de haberse hundido tanto, de haber
luchado tanto en balde, para acabar así, tan y tan destruida. Sinceramente, me
cuesta mucho entender cómo era posible que percibiese tan nítidamente todo lo
que Agnes pensaba y sentía. Era como si entre su alma y la mía se hubiese
establecido un lazo a través del cual se me transmitían sus sentimientos y sus
emociones; pero no dudo de que todo lo que yo percibía era real, tan real como
mi propia respiración. Podía notar su desaliento, su vergüenza, su inseguridad,
su tristeza y a la misma vez la emoción que le llenaba el alma al saberme por
fin a su lado, al verme a su lado, al saber que había vuelto para no marcharme.
Y también podía advertir que, bajo toda esa maraña de pensamientos y
sentimientos tristes y turbios, susurraba la voz de su alma asegurándose a sí
misma que esta vez se esforzaría lo indecible para hacerme feliz, para darme
todo lo mejor de ella, para protegerme de cualquier lágrima que pudiese
quemarme la piel, para construir para mí una vida de la que jamás quisiese
huir, y aquello me halagó tanto que no supe cómo podía corresponder a todo lo
que ella ansiaba hacer por mí. Sé que se prometía a sí misma que no me dejaría
sola nunca, que se esforzaría lo indecible por mí para curarse, para ser lo que
yo me merecía que ella fuese para mí.
Cuando terminamos de cenar, surgió a nuestro alrededor otra energía que no
provenía de ninguna de las emociones o de los pensamientos que habían inundado
nuestro ser durante aquellos momentos. Yo sentí que entre Agnes y yo fluía otra
energía; una energía casi eléctrica que me hacía sentir unos escalofríos muy cálidos
recorriéndome el vientre y la espalda. Cuando terminamos de cenar y Gilbert se
levantó con la intención de empezar a llevar los platos a la cocina, antes de
que Agnes y yo lo imitásemos, nos miramos fugazmente, sabiendo, perfectamente,
lo que podía ocurrir entre nosotras en cuanto nos quedásemos solas. y en esos
momentos empecé a sentir unos nervios que jamás había experimentado antes, pero
también supe que aquella vez yo no buscaría la vuelta atrás, aquella vez sería
definitiva y jamás huiría de lo que empezaría a ocurrir entre nosotras ni del
camino que estábamos a punto de comenzar a recorrer juntas. No obstante,
mientras fregábamos los platos y todo lo que habíamos usado en la cena, yo
sentía que, antes de que pudiese suceder cualquier cosa que dejase atrás esa
época tan dolorosa, debía pedirle perdón a Agnes como fuese, con toda mi alma,
poniendo mi corazón en cada palabra, y aquellos pensamientos me hacían sentir
ganas de llorar, sobre todo porque Agnes me había demostrado, desde que yo
había llegado, que no era necesario que le pidiese perdón y a mí eso no me
entraba en la cabeza, no me entraba en la cabeza que ella no necesitase que yo
le entregase una disculpa por haberla dejado tan sola. Me costaba entender que
ella no esperase que yo le pidiese perdón, sobre todo porque para el mundo
entero era evidente que yo me había comportado muy mal con Agnes; pero ella me
demostraba continuamente que ni siquiera se acordaba de que existía la
posibilidad de que yo le suplicase que me perdonase para remediar el daño que
le había hecho. Parecía como si ella pensase que marcharme así era algo
ineludible para mí, que formaba parte de mi destino y de lo cual jamás podría
huir. E incluso creo que ella se sentía orgullosa de que yo hubiese sido tan
valiente, de que hubiese sido capaz de irme tan lejos e iniciar una nueva vida
allí donde no conocía a nadie y de que hubiese sido capaz de habitar allí
durante tanto tiempo sin caer, siendo feliz siempre y apreciando cada momento
que yo vivía allí.
Ya hablé de lo que ocurrió cuando Gilbert se marchó a su habitación y Agnes
y yo nos quedamos a solas en el comedor. Ya conté la forma como le pedí perdón,
el modo como ella aceptó mis palabras y me acarició el alma con sus gestos
cariñosos, de cómo ella me aseguró que no era necesario que le pidiese perdón
porque entendía que yo, simplemente, había querido vivir mi vida, y punto, y de
cómo ella me acobijó entre sus brazos, en su alma, aceptando todo lo que yo
era, amando todo lo que yo había sido y podía ser para ella, queriéndome en
esos momentos en los que tan desalentada me sentía y sobre todo haciendo para
mí un hogar en su corazón, del cual jamás me expulsaría. Me sentí tan arropada
y tan acogida cuando ella me abrazó y me permitió llorar durante largos minutos
junto a su pecho... protegida por sus cariñosas manos, por su entrañable modo
de hablar, por su dulcísima voz, por los besos fugaces y tiernos que ella me
daba en la frente, en la cabeza, entre mis cabellos. Por fin, por fin Agnes me
amparaba del mundo, de la tristeza de la vida y por fin me acariciaba el alma,
cerrando las heridas que yo misma me había horadado al separarme de ella.
Entendí en esos momentos que, cuando un sentimiento es puramente sincero, no
podemos huir de él nunca, que, cuando nuestro destino está ya demasiado
escrito, escrito con fuerza en el cielo, es imposible borrar las letras que lo
escriben, que, cuando una persona está destinada a vivir junto a nosotros, por
mucho que lo neguemos, siempre formará parte de nuestro hado, y Agnes era mi
vida, toda mi existencia, mi destino, mi único amor, la única persona que yo
amaría y había amado siempre.
Y quería demostrarle también que para mí no había nada mejor que estar con
ella, que el tiempo que habíamos permanecido separadas no había atenuado ni un
ápice el amor que yo sentía por ella, que la amaba todavía con una fuerza que
no dejaría de crecer con cada momento que viviésemos juntas. Yo sabía que Agnes
había llegado a pensar con una convicción indestructible que yo no la amaba,
que me había ido porque quería huir del amor que ella sentía por mí, y yo
quería destruir esos pensamientos que tanto daño le hacían tan inútilmente.
Por eso me desprendí de la vergüenza que podía detenerme cuando supe que
había llegado el momento de demostrarle cuánto la amaba, con gestos, caricias y
besos que tanto tiempo llevaba deseando entregarle. Cuando nos encerramos en la
habitación que Gilbert me había asignado (tal vez intuyendo que no dormiría
sola ni una sola noche), nos miramos con timidez, pero también con alivio, sabiendo
que por fin había llegado el momento que nos uniría para siempre, que
desvanecería cualquier mota de inseguridad que todavía nos latiese en el
corazón. Nos miramos sonriéndonos felices y también con una inocencia que nos
hacía reír más y nos tomamos de las manos sin saber qué decirnos. Fue un
momento muy bonito, muy mágico, que contrastaba mucho con los momentos más
duros en los que tanto la había extrañado. Por fin la tenía allí, delante de
mí, al alcance de mis brazos. Ya no existía ninguna frontera que nos separase,
que pudiese separarnos otra vez. Yo había destruido todos esos pensamientos que
me alejaban de ella, de la portadora de mi felicidad.
Yo notaba que Agnes todavía se sentía muy vergonzosa e incluso puedo
asegurar que tenía mucho miedo. Estaba asustada tal vez porque intuía todo lo
que iba a pasar entre nosotras. Yo sé que su miedo y su inseguridad nacían de
pensar que, tal vez, no podría corresponder a lo que yo esperaba de ella; pero
Agnes no me demostró sólo que me amaba con todo su corazón y que su amor era
totalmente sincero y pleno, sino también que me conocía mejor que yo a mí
misma, mucho mejor de lo que nadie me conocería jamás. Adivinaba enseguida cómo
podía hacerme sentir la magia de la vida tan sólo con una caricia, me entregó un
cariño y un amor que me hicieron olvidar la soledad que había sentido sin ella,
estando lejos de ella, y que incluso me hicieron preguntarme si merecía la pena
que me profesase a mí misma tanto rencor. Su amor, su respeto y su infinito
cariño me demostraron que no tenía sentido que yo me detestase así si ella me
quería tanto.
Me cuesta mucho hablar de esos momentos porque en ellos se mezclaban tantas
sensaciones y emociones que me resulta muy complicado distinguir entre unas y
otras. Me cuesta definir lo que sentía en realidad, lo que empecé a sentir
desde que comenzamos a besarnos hasta que me quedé dormida entre sus brazos.
Todo empezó con un abrazo, siempre lo recordaré; un abrazo que comenzó a
distanciarnos del mundo que nos rodeaba. Después, venciendo por fin la timidez
que nos inundaba todavía el alma, empezamos a besarnos de un modo muy tierno,
casi con cuidado, como si nos diese miedo deshacernos la piel; pero, conforme
transcurrieron los instantes, esos besos que habían comenzado siendo tan
cautelosos y dulces empezaron a teñirse de pasión y deseo. A partir de esos
momentos, todo empezó a ocurrir tal vez demasiado rápido, con una rapidez
nacida de la desesperación con la que nos habíamos extrañado, con la que
habíamos deseado vivir aquellos instantes, aquella noche. De repente me
encontré entre sus brazos, tendida sobre ella, en aquella cama que estaba
protegiéndonos tanto, y no dejábamos de besarnos. Yo sentía que ambas
respirábamos a través de esos besos que estaban dándonos la vida, que estaban
devolviéndonos tantas sensaciones que creíamos perdidas y que estaban
entregándonos emociones que ni siquiera sabíamos que existían. No era la
primera vez que nos besábamos, pues, antes de que yo me alejase de ella, ya nos
habíamos entregado besos inolvidables, cargados de frenesí e incluso impotencia;
pero nunca nos habíamos besado así, con tanto descontrol, tan entregadamente, como
si se terminase el mundo, como si aquellos besos pudiesen devolvernos el tiempo
que habíamos perdido, que habíamos permanecido separadas, y yo sentía que,
rápidamente, mi cuerpo se volvía volátil y que perdía la sensación de que tenía
materia. Me volvía volátil como si estuviese convirtiéndome en aire y, mientras
nos besábamos poniendo toda nuestra alma en esos besos, deseaba, cada vez con
más desesperación, fundirme con ella, mezclarme con su cuerpo hasta que su piel
y la mía se volviesen una sola piel, mezclarme tanto con ella hasta no saber
dónde empezaba mi cuerpo y dónde terminaba el suyo. Quería ser totalmente suya,
irrevocablemente suya, y no pensaba en nada, sólo en ser una con ella, en
acariciarla por todos los rincones de su ser para descubrir el tacto de su
piel, en entregarle con cada abrazo, cada caricia y cada beso todo lo que
sentía por ella. Quería demostrarle, a través de la pasión y el deseo que
sentía hacia ella, todo lo que la había extrañado, quería asegurarle que para
mí no existía nadie más, que ella era la única luz de mi vida, y quería
conseguir, con aquella entrega, que nunca más, jamás, volviese a pensar que a
mí me convenía más vivir lejos de ella.
Yo sentía que a Agnes le costaba mucho más que a mí desprenderse por
completo de la vergüenza que sentía, pero, aún así, nos desnudamos la una a la
otra con rapidez y precisión, como si ya no pudiésemos soportar que hubiese
barreras entre nosotras. La luz que iluminaba aquellos instantes era muy tenue,
procedía solamente de una lámpara de sal cuyo matiz rojizo volvía mucho más
íntimo aquel rincón que estaba amparándonos tanto; pero yo sentía que Agnes me
deslumbraba, que la luz que irradiaban sus ojos, su piel y sobre todo las
preciosas sonrisas que me dedicaba me encandilaba hasta hacerme creer que la
oscuridad se había desvanecido para siempre.
Además, aunque estuviese desesperada por el deseo que me dominaba, puedo
asegurar que lo que más sentía en aquellos momentos era una inmensa
tranquilidad que solamente brotaba de saber que, al fin, había conseguido
vencer mis miedos y por fin estaba con Agnes, de saber que nada volvería a
separarme de ella nunca más.
Y aquellos besos que tanto nos templaban el alma nos habían lanzado a una dimensión
totalmente ajena al mundo en el que nos encontrábamos y sabía que no
regresaríamos a la realidad hasta que hubiésemos saciado todo el deseo que
sentíamos. Y sobre todo sentía que quería alargar esos momentos hasta tornarlos
en mi única realidad. No quería que aquella noche se terminase nunca, quería
estar así, acariciándola tan íntimamente, besándola así, con tanta entrega y
sobre todo fundiéndome con ella hasta sentirme parte de su esencia hasta el fin
de mi vida. Nunca creí que podría gustarme tanto estar con ella. Yo había
fantaseado muchísimo con ella, me había imaginado muchas veces que vivíamos
aquellos momentos tan delirantes. Me lo había imaginado ignorando la vergüenza
y la inseguridad que me dominaban; pero nunca me figuré que pudiesen ser tan
maravillosos, que el hecho de amarla así fuese tan mágico, tan increíblemente
intenso. Jamás había vivido algo similar, jamás. Yo sentía que Agnes no sólo
estaba entregándose a mí físicamente, sino sobre todo anímicamente. Estaba
dándome todo lo que ella era, todo lo que podía ser para mí, y, entre sus brazos,
sintiendo mi piel bajo sus dedos ágiles, cariñosos y dulces, me sentía tan
feliz, tan volátil, tan irrevocablemente satisfecha y aliviada que ni siquiera
yo misma sabía cómo podía experimentar esas sensaciones tan hermosas.
No daré más detalles sobre cómo conseguimos, con tanta facilidad, sentir el
cielo en nuestro cuerpo, de cómo lográbamos sin esfuerzo que la otra tocase las
estrellas con sus dedos. Sólo diré que aquella noche me sirvió para
reconciliarme con el mundo, pero sobre todo conmigo misma. Mientras nos
amábamos, iban deshaciéndose definitivamente todos mis prejuicios y mis
inseguridades. Mientras juntas ascendíamos a ese cielo al que solamente se
accede a través del amor, sentí que me reencontraba conmigo misma e incluso que
me conocía después de tantos años lejos de mí, lejos de aceptarme tal como fui
siempre, y sobre todo pude descubrir que no había nada de malo en amar así, en
amarla a ella, y me arrepentí de haberme negado tanto la posibilidad de ser
feliz junto a Agnes, de no haberle demostrado qué sencillo era amarla y darle
todo lo mejor de la vida. Incluso, durante aquellos momentos tan hermosos y
pasionales, en los que compartíamos unas sensaciones que no pueden ser
descritas con palabras, sentí la tentación de pedirle perdón con un susurro
cargado de amor, de dulzura y de fidelidad; pero no podía pensar ni siquiera en
la posibilidad de que ella oyese en mi voz el arrepentimiento que aún me
llenaba el corazón. No obstante, sé que Agnes leía en mis ojos todos esos
perdones que yo deseaba entregarle. Lo sé porque, cada vez que nos mirábamos a
los ojos, con esa profundidad que solamente saben emplear quienes se aman de
verdad, me apretaba más contra sí, se acercaba a mi oído y me susurraba que me
amaba con una dulzura que me emocionaba, que me incitaba a cerrar los ojos para
que ella no percibiese que se me habían humedecido. Cada vez que me declaraba
lo que sentía por mí, el corazón se me aceleraba todavía más, notaba un calor
muy potente repartiéndose por todo mi ser y sobre todo advertía que mi alma se
engrandecía por dentro de mí. Y, durante aquellos momentos, no existió la
tristeza nacida de saber que Gaya estaba muriendo, tampoco existió la nostalgia
que siempre había sentido hacia Agnes ni tampoco existió el miedo al futuro. Sólo
existía para mí su amor, el placer que compartíamos, la forma como ella me
miraba, me sonreía, me besaba, me acariciaba y me abrazaba y sobre todo la
confianza que cada vez me entregaba con más fuerza, también el modo como decía
mi nombre, con esa dulzura que únicamente ella ha sabido y sabe emplear al
llamarme, con su precioso acento, con ese infinito amor que ni siquiera le cabe
en el corazón, tan fuerte que siempre fue, tanto que la desconsoló de
desesperación; pero todo lo malo había quedado atrás para siempre, absoluta e
irrevocablemente para siempre, y sabíamos las dos que ya no volveríamos a
sufrir tanto por estar separadas. Ya se había iniciado para nosotras la vida en
la que tanto nos merecíamos existir.
Después, cuando todo terminó, Agnes se abrazó a mí, se apoyó en mi pecho,
cerró los ojos y empezó a deslizar sus suaves dedos por mi vientre, por mi
cuello y los detuvo después entre mis cabellos, enredándolos en mis rizos,
jugando con mis tirabuzones. Abrió los ojos después y, sonriéndome con muchísimo
amor, me miró con los ojos anegados en gratitud, en alivio y en una ternura que
me envolvió como si fuese una nube dorada, blanquecina y cálida. Nunca podré
olvidar ese momento porque para mí es la prueba más fehaciente de que es
posible vencer los miedos y luchar con amor contra la impotencia, la tristeza y
el arrepentimiento y también porque me demuestra que es posible que existan
personas que no guardan en su corazón ni la sombra más sutil de rencor. La
forma como Agnes se comportó conmigo desde que llegué me demostró que es
posible amar plenamente, sin darle importancia a los instantes delirantes y
terribles, amar sólo dándole voz a ese sentimiento tan intenso que puede
iluminar una vida entera para siempre. Yo creía incluso que me hallaba en un sueño
y que despertaría mucho antes de que aprendiese a saborear su mágica esencia;
pero los minutos transcurrían, y el fin a aquella vida que había comenzado no
llegaba y sabía que nunca llegaría.
Además, me parecía que no era la primera vez que compartía con Agnes una
noche tan hermosa. Me parecía que llevábamos mucho tiempo viviendo esos
momentos tan bonitos, tan entregados y pasionales. La forma como ella me
abrazaba me demostraba que ya, en otro tiempo, habíamos dormido así, tan
juntas, sin tener miedo, sin sentir vergüenza ni ninguna sensación que pudiese
mitigar la magia de esos instantes.
Ardía en deseos de confesarle cómo me sentía, pero sabía que no era
necesario que se lo revelase con palabras. Agnes lo sentía en su piel, en su
alma, en su corazón, pues la tibia sonrisa que me había dedicado me lo
demostraba. Además, me miraba con tanta complicidad y conformidad que sería
imposible dudar de lo que ella y yo sentíamos.
También pensé, antes de dormirnos, que era la primera vez que Agnes
dormiría protegida por alguien que la quería de verdad. Me pregunté incluso si
alguna vez ella habría dormido así, tan feliz, sintiéndose tan resguardada. Me
sentí tentada de preguntarle si antes había conseguido dormir profunda y
calmadamente, pero no me atreví. No obstante, me pareció que el silencio tibio
en el que ella había encerrado su voz me respondía. Me pareció oír la voz de su
alma diciéndome: “por fin, Artemisa, por fin podré dormir tranquila, contigo,
por fin”.
Y, de pronto, cuando creí que solamente las caricias hablarían suavemente
por nosotras, Agnes me miró de nuevo y, con mucha ternura, me preguntó si
estaba bien. Yo le sonreí también y, entornando los ojos, aunque sin dejar de
mirarla, le confesé que me sentía mucho mejor que nunca, que nunca me había sentido
tan bien, que estaba totalmente feliz y que no quería que aquella noche se
terminase nunca. Entonces ella me prometió que todas las noches serían así, que
siempre podría dormir entre sus brazos, que nunca me dejaría sola y que siempre
me protegería, ocurriese lo que ocurriese. Noté que se emocionaba, que le
brillaban más los ojos, pero ella no lloró, tal vez porque se tragó sus
lágrimas. Sin embargo, yo sabía que, si lloraba, aquel llanto solamente manaría
de la felicidad más intensa.
Entonces, antes de cerrar los ojos, me pidió que yo tampoco dejase de
abrazarla nunca, que no la soltase en toda la noche, que quería dormir
sintiendo continuamente que estaba a su lado, que ya no estaba sola. Yo le
prometí que nunca más dormiría sola mientras yo respirase y entonces ya cerró
los ojos, con calma, y se quedó dormida entre mis brazos, apoyada en mí,
respirando cada vez más serenamente. Se durmió ella antes que yo, tal vez
porque su agotamiento nacía de muchas noches sin dormir bien, durmiendo en un
lugar en el que nadie la protegía así, en un lugar lleno de soledad, y, durante
unos largos minutos, solamente me dediqué a sentir su inaudible respiración, la
tibieza de su cuerpo y la suavidad con la que ella iba sumergiéndose en el
sueño, cada vez respirando más silenciosamente. Y qué felicidad sentí entonces,
cuánto amor, cuánta dicha, cuánta gratitud, sobre todo gratitud. Y yo también
me dormí con los ojos humedecidos por la emoción más hermosa.
Y todas las noches siento lo mismo cuando nos dormimos juntas, que soy la
persona más afortunada del mundo por tenerla conmigo, por poder dormir junto a
ella, por poder protegerla entre mis brazos y calmarla cuando tiene alguna
pesadilla. Me siento afortunada por saber que ella confía en mí más que en
nadie y que soy la persona con la que desea dormirse siempre, hasta el fin de
sus días.
Y debo confesar que, cuando nos amamos, cuando nos entregamos así, con
tanta plenitud, y disfrutamos juntas de las sensaciones más potentes y
placenteras de la vida, es cuando más viva me siento, es cuando entiendo por
qué estoy aquí en este mundo y son esos momentos los que dotan de sentido todo
el esfuerzo que hacemos para poder mantenernos en esta existencia que a veces
tanta energía nos quita. Cuando estamos juntas, al fin protegidas en nuestros
abrazos, el mundo, con sus agobiantes estímulos, queda atrás y solamente
existimos en esos instantes que tanto nos unen, que despiertan nuestros
instintos más profundos, que nos hacen volar y volar sin necesidad de tener
alas, que nos vuelven un solo ser. No puedo negarlo, es cuando la vida más
brilla para mí, cuando la tengo así conmigo, suspirando entre mis brazos,
demostrándome cuánto me ama con esas caricias, esos abrazos y esos movimientos
que tanto nos funden, que tanto nos deshacen.
Mi hermana me demuestra muchas veces que no comprende que sea tan
importante para nosotras vivir esos momentos, pero es que de veras son la
muestra de que es posible que la felicidad se concentre en unos instantes que
deseamos volver eternos, es posible sentir de pronto toda la felicidad de la
vida. Y eso solamente me ha ocurrido con Agnes.
Estoy como Artemisa, deseando que llegue la primavera. Estoy cansado del frío, del viento, de estar malo, sin poder salir, sin energías..."La primavera la sangre altera" es verdad, pero bueno, lo prefiero a estar bajo las mantas, oscureciendo pronto y sin ganas de salir por el viento y el frío. Me siento muy identificado con Artemisa, pues yo también adoro el invierno, pero este año...estoy colapsado.
ResponderEliminarTodo lo que piensa de Agnes es precioso. Sienten un amor de verdad, lejos de rencores y miedos superficiales. Agnes no sabe lo que es el rencor,y menos con la persona a la que ama.Al contrario de lo que suele suceder o lo que uno pudiese pensar, su amor va en aumento. No hay nada enquistado entre ellas, Agnes le perdonó, incluso no sintió que la tuviese que perdonar nada. Artemisa sentía mucha culpabilidad, pero Agnes se encargó de que ese sentimiento desapareciese con el tiempo, al menos en gran medida. El momento de su unión es fantástico. Debe ser maravilloso sentirse así, protegido, amado, deseado y feliz, inmensamente feliz. Yo creo que todo el que lea esta entrada, tiene que sentir envidia, aunque sea de la sana. Está claro que están unidas para siempre, y no de una forma cutre o por costumbre. Su amor es intenso y entre ellas existe algo que es difícil de encontrar, que es la pasión.
Gilbert como ya he comentado en más ocasiones, me decepcionó. No lo esperaba, pues de un personaje como él esperas una reacción más inteligente, más cercana y cariñosa, pero se equivocó, como cualquier otro mortal. Quizás en su caso sea más doloroso, pues lo consideraba un padre, una figura protectora...pero no lo fue, en realidad fue alguien que le ayudó en un momento crucial en su vida. Artemisa es esa figura protectora, y viceversa.
Una entrada intensa, muy pasional, muy íntima. Envidia de la buena siento jajajaja. Como siempre, maravilloso, Ntoch.
Son muchas las reflexiones que Artemisa se hace en esta entrada. Es curioso que "el tiempo" es para los hispanohablantes un concepto ambiguo, que los ingleses desdoblan claramente en time/weather. Artemisa los mezcla, en el sentido de reflexionar a la vez sobre ambas cosas, yo tiendo a pensar que son conceptos que se relacionan, porque las estaciones, la primavera por ejemplo, sucede al invierno, y es el cambio de clima lo que nos hace conscientes del paso del tiempo cronológico. Ella tiene un pie puesto en el invierno pero ya quiere que venga la primavera, que pase, pues, el tiempo... aparentemente eso no tiene nada que ver con el recuerdo de la primera noche con Agnes ¿o sí? Aunque ella dice que siempre empieza hablando del tiempo para luego pasar a otras cosas, yo creo que es porque una cosa lleva a la otra; en este caso, el ciclo de las estaciones, ese movimiento circular que parece eterno contrasta con la fijación en la memoria de un momento exacto, en este caso de la noche en que por fin pudo estar plenamente en amor con Agnes. Y es así, no podemos separar una cosa de la otra. Siempre recordamos que en los momentos importantes de nuestra vida hacía frío, o soplaba el viento, o hacía calor, porque eso va unido al recuerdo.
ResponderEliminarA partir de ahí, viene un recuerdo precioso de cómo transcurrió esa noche entre ellas. El relato de Agnes seguramente habría sido muy diferente, aunque sin duda coincidirían en lo fundamental, pero cada persona en momentos así tiende a recordar pequeñeces que fija para siempre. Artemisa se acuerda, por ejemplo, de que todo empezó con un abrazo, imagino la emoción y el temblor con que se lo dieron. Y luego... seguramente hay muchas cosas que no recuerda bien, porque tengo la impresión de que fue uno de esos momentos en que se abre un paréntesis y todo lo que no sea la realidad del momento es borroso. Gilbert, Gaya... la hermana de Artemisa... sí, están ahí, se mencionan, son necesarios para la historia... pero todo desaparece cuando llega el momento del amor. Artemisa se sentía culpable (y razones no le faltaban para ello), pero eso da igual; Agnes estaba muerta de vergüenza, pero también da lo mismo: en el momento del amor nada es real, solo quienes se aman, y hasta el tiempo, ese que se mide con reloj o con termómetro, se detiene, y lo hace para siempre. Luego, no se sabe cómo... vuelve a latir y la vida sigue... pero de algún modo ese momento eterno vive ya eternamente. Esa es la brasa que mantiene el amor, por eso Artemisa puede decir algo tan bonito como esto:
Y todas las noches siento lo mismo cuando nos dormimos juntas, que soy la persona más afortunada del mundo por tenerla conmigo, por poder dormir junto a ella, por poder protegerla entre mis brazos y calmarla cuando tiene alguna pesadilla. Me siento afortunada por saber que ella confía en mí más que en nadie y que soy la persona con la que desea dormirse siempre, hasta el fin de sus días.
Es un hermoso canto de amor y de futuro.