Te ibas, y yo no podía hacer nada para
evitarlo, pero tampoco quería detenerte. Lo habíamos hablado miles de veces, lo
habíamos planeado otras tantas y en esos momentos me parecía que te
precipitabas a un vacío que no tenía fin. Te miré desde allí, desde esa barrera
que ya me separaba de ti, creando los primeros metros que nos distanciaban, apartándome
de tu mundo. Yo seguía estando en ti, me llevarías en tu corazón, pero
físicamente ya no estaba en tu realidad y no volvería a estarlo hasta que
transcurriese, al menos, medio año. ¿Cómo volver a casa sin ti? Tan sólo con
imaginarme entrando en nuestro hogar, sin ti, sentía que el mundo se me caía
encima. Qué gran silencio inundaría las estancias, los pasillos, todos los
rincones de nuestro nido, el que tanto nos había protegido desde que nos
mudamos allí, y qué oscuridad se apoderaría de nuestra habitación, ésa que
siempre estuvo tan llena de luz para mí, porque estaba contigo, porque era una
reducción del mundo que solamente era nuestra, porque era muy nuestro todo lo
que había allí.
Ya no soportaba el dolor que me causaba
el nudo que tenía en la garganta. Los ojos ya se me habían llenado de lágrimas
y apenas podía verte ya, entre la gente que pasaba el control de seguridad,
poniendo sus grandes maletas sobre esa cinta que las introduciría en ese túnel
en el que las analizarían hasta lo más profundo, y no me mirabas, no te
girabas, tal vez porque sabías que, si me veías llorar, tu voluntad podía
temblar, y ya muchas veces me dijiste que tenías mucho miedo a arrepentirte,
que querías ser muy fuerte, mucho más que nunca, y miles de veces nos repetimos
la una a la otra que esto sería temporal, que solamente tendríamos que estar
separadas unos meses, hasta que yo consiguiese arreglar todos los papeles para
hacer allí las oposiciones autonómicas, y nos serenaba saber que todavía estaba
lejos el momento en que te subirías a ese tren que, al cabo de trece horas, te
llevaría de regreso a Galicia; pero ya estaba allí, estaba sobre mí,
inevitablemente ineludible, ese momento en que nuestra vida se dividía, se
partía en mil pedazos, y yo no había querido demostrarte cuánto me dolía el
corazón, cuánto me costaba respirar sabiendo que en breve perdería la
oportunidad de tomarte de la mano y de abrazarte, cuánto me asfixiaba saber
que, dentro de nada, ya no estarías a mi lado.
Sentí ganas de correr tras de ti y pedirte
a gritos que no te fueses todavía, que esperases a que yo pudiese irme contigo,
pero estaba ya todo tan hablado que sabía que aquello lo empeoraría todo y te
obligaría a regresar a esa realidad en la que tanto te había costado existir,
en la que, a duras penas, habías encontrado la motivación que te permitiese
vivir, a la que pudieses aferrarte para creer que todos tus esfuerzos merecían
la pena; pero creí en ese momento que jamás habías hecho un esfuerzo como
aquél. Me parecía imposible creer que fueses capaz de separarte de mí así y de
irte a Galicia, tan lejos, dejándome tan y tan y tan sola, en esa casa que ya
no era mía, porque, si lo había sido, era porque también era tuya, pero, si te
ibas, todo lo que era mío dejaba de serlo porque ya había dejado de
pertenecerte a ti; pero no te dije nada de eso porque sabía que, si lo hacía,
iba a ahondarte la herida que ya tenías en el alma. Y cuántas veces, al
insinuarte cuánto me dolía que te fueses, me sonreías diciéndome que sería
temporal, que nunca dejarías de esperarme, que íbamos a ser muy felices allí,
en tu aldea, en el rincón del mundo en el que naciste, y yo quería creerte,
pero no porque tuviese la esperanza de que realmente podríamos ser felices
allí, sino porque quería estar segura de que ese esfuerzo merecería la pena.
No mirabas atrás y yo no podía saber si
me dolía o me serenaba que no lo hicieses. Seguías adelante. Te vi coger tu
gran maleta y luego seguir adelante, luego miraste un panel para comprobar en
qué vía estaba detenido el tren que te llevaría directamente a Ourense y
después seguiste avanzando entre la gente, con un paso decidido, sin temblar
nada, con una seguridad que me hizo preguntarme si de veras eras consciente de
cuánto de ti estabas dejando en esa estación, tras de ti. Y entonces me acordé
de cuando yo me marché a aquella isla que fue mi hogar durante cuatro años, me
imaginé cuánto deberías haber sufrido al verme partir, al ver y sentir que me
iba de tu lado, que te abandonaba, y entonces noté que mi interior se
desgarraba, como si alguien me arañase por dentro con unas garras afiladas, y
no pude evitar que todo mi ser comenzase a temblar y tampoco pude detener las
lágrimas que empezaron a resbalarme por las mejillas. Se me aceleró la
respiración, tuve que aferrarme con fuerza a esa barandilla que te había
separado de mí y lloré por fin sin importarme quién estuviese a mi lado.
Tampoco oía mis sollozos ni mi respiración porque lo único que podía sentir era
que estaba deshaciéndome, que me sentía totalmente incapaz de moverme de allí,
de irme de allí sin ti, de coger ese tren que podía llevarme a la ciudad en la
que entonces habíamos habitado, de regresar a casa, de entrar sin ti en nuestro
hogar y de seguir viviendo sabiendo que te ibas cada vez más lejos, que estabas
en un tren que me separaba cada vez más de ti. Y tampoco me sentía capaz de
dormir sola, sin ti, sin poder desearte las buenas noches mientras te abrazaba,
mientras te daba los últimos besos del día y sentía cómo te dormías entre mis
brazos. Y despertar sin ti, tampoco, eso tampoco podía imaginármelo, sonando tu
despertador y no ser tú la primera
persona que oiría mi voz, que me besaría, que me abrazaría y me desearía que
tuviese un buen día. No podía dejar de desear que volvieses, que, por favor,
regresases a mí y me dijeses que te lo habías pensado mejor y que preferías
esperar a que yo lo tuviese todo preparado; pero sabía que aquello era
imposible, básicamente porque tu madre estaba muriéndose y quería hablar
contigo antes de irse para siempre, pero sobre todo quería hacerte su heredera
delante de todos los que la conocían, quería que tú supieses que se arrepentía
de lo mal que se comportó contigo, y tal vez por eso tampoco yo fuese capaz de
pedirte que te lo pensases mejor, porque, al fin y al cabo, te merecías muchísimo
que tu madre te pidiese perdón, que te suplicase que no le guardases ni el
menor ápice de rencor.
Entonces escuché el anuncio de tu tren:
“Albia, con destino A Coruña...”, y entonces la tierra tembló bajo mis pies. Me
aferré con más fuerza a la barandilla que sostenía mi equilibrio porque de
veras sentí que me mareaba, que algo fallaba en mí, y las luces se volvieron
sombras, los ruidos se tornaron un zumbido y de repente no supe dónde estaba,
qué pasaba, qué quedaba de mí en mí misma. Seguía aferrándome a la barandilla,
pero cada vez tenía menos fuerza en las manos, y no quería, no quería
desmayarme, pero me encontraba al borde de un abismo en el que caería sin que
tú pudieses tomarme de la mano para rescatarme. Ansié pronunciar tu nombre a
gritos para que lo escuchase toda esa gente que llenaba la estación, para que
tú lo oyeses desde el andén, desde donde estuvieses, pero tu nombre se hundió
en el mar de desolación que inundaba mi garganta y todo mi ser y no pude
respirar, me ahogaba.
Alguien me colocó una mano en mi hombro
derecho y oí que me preguntaban si me encontraba bien. Era la voz de una mujer
mayor y olía mucho a una colonia muy fuerte que me hizo sentir mucho más
mareada. Yo le negué con la cabeza y entonces ella me tomó del brazo para acompañarme
a unos asientos que ni idea tenía de que existían. Estaba mareadísima y no
podía dejar de llorar. La mujer me puso un paño húmedo en las sienes, después
en la nuca mientras me preguntaba cosas que yo no entendía.
Poco a poco, fui recuperando la noción
de mi alrededor. Los sonidos que inundaban la estación se volvieron cada vez
más nítidos hasta parecerme insufribles, estruendosos, y me molestaron de
repente las luces que tanto iluminaban aquel lugar que tan oscuro se había
tornado para mí. La mujer que se había preocupado por mí todavía estaba a mi
lado, pendiente de mis reacciones, y me miraba con una ternura que me recordó
mucho a la que me entregaba mi madre cuando me enfermaba. Todavía tenía muchas
ganas de llorar, pero me esforcé muchísimo por tragarme las lágrimas que
luchaban por manar de mis ojos ya enrojecidos y torpes. No sabía a dónde mirar
si no estabas, si sabía que no podría hallarte en ninguna parte; pero no sabía
cómo podría explicar lo que me ocurría si alguien me preguntaba por qué estaba
tan triste, por qué me encontraba tan mal. La mujer que me había auxiliado no
parecía dispuesta a marcharse sin arrancarme una explicación.
Le dije que ya me encontraba mucho mejor
y ella se acomodó en la silla que ocupaba junto a mí. Me encontraba mejor
físicamente, pues el mareo ya se había desvanecido, pero anímicamente estaba
hecha polvo, estaba abatida, como si un huracán hubiese arrasado con mi
interior, con mi alma y mi corazón. No obstante, de pronto lo único que sentí
fueron unas ganas tremendas e irresistibles de regresar a casa para poder
protegerme en la alcoba que hasta entonces tú y yo habíamos compartido, en la
que tantas veces nos habíamos refugiado del mundo que tanto podía herirnos, en la
que habíamos compartido los momentos más íntimos de nuestra vida y también los
más bonitos que puede vivir una pareja de personas que se aman de verdad. Al
pensar en eso, volví a sentir que la tierra temblaba bajo mis pies. Me pregunté
qué tendría que hacer cuando necesitase amarte, cuando necesitase hasta la
locura tenerte entre mis brazos y tener al alcance de mis dedos todos los
rincones de tu piel; pero me deshice de esa pregunta como si quemase, con miedo
a que pudiese derretir todo mi interior.
Me levanté dispuesta a marcharme, pero
la mujer me agarró del brazo con delicadeza y me recomendó que todavía no me
moviese, pero yo le dije que tenía prisa, le di las gracias de todo corazón por
haberme atendido, le apreté la mano con cariño y después me marché sin mirarla
una última vez. En esos momentos ni siquiera sabía lo que decía. Actuaba como
si no estuviese en el mundo de siempre, como si mi cuerpo estuviese allí, pero
mi alma estuviese ya muy lejos de todo lo que había conocido hasta entonces, de
todo lo que conocía, y no dejaba de preguntarme si ya estarías acomodada en el
asiento que habías escogido cuando sacamos los billetes por internet. La
megafonía anunciaba tu tren de vez en cuando y, cuando oí: “está a punto de
efectuar su salida”, volví a notar que el suelo se tornaba tembloroso, pero me
agarré a los pocos ápices de fortaleza que aún me quedaban en el alma y seguí
andando hasta los tornos, pasé la tarjeta y bajé a la vía ocho. La megafonía
anunció la llegada del tren que iba a Terrassa justo cuando yo estaba bajando
las escaleras a toda prisa, queriendo huir del último rincón del mundo en el
que había estado contigo.
Me parecía imposible creerme que no
estuvieses a mi lado, pidiéndome que corriese más, que íbamos a perder el tren.
Me parecía oír tu voz en cualquier parte, proveniente de cualquier persona que
estuviese cerca de mí, y me parecía incluso que cualquiera que hablase a mi
lado tenía tu acento, pero, no, nadie se parecía a ti, tu voz no estaba en
ninguna parte, y yo tenía que acostumbrarme a vivir sin ti, allí, para siempre,
porque tú ya no volverías, no regresarías junto a mí, ya no estaríamos nunca
más en la vida que tanto nos había costado construirnos.
Eran casi las diez de la noche cuando
llegué a casa. Era muy tarde. El trayecto lo hice mirando continuamente el
móvil, escribiéndote cuando me decías algo, pero te notaba lejos, quizás porque
no quisieses agobiarme con palabras que podían entristecerme más, pero yo sabía
que estabas feliz, que estabas viviendo algo que no tenía comparación con nada,
y tampoco quería enturbiar ese momento que para ti era tan importante, aunque
me arrepentía mucho de no haberme ido contigo pasando de todo, ignorando todas
las gestiones que todavía me quedaban por hacer, porque sabía que esos momentos
eran muy intensos para ti, eran muy importantes, y sabía también que estarías
muy nerviosa, que a la vez que ilusionada también estarías asustada, ya que
ibas a reencontrarte con tu pasado, con tu madre, con tu aldea, con la casa en
la que naciste, y todo eso ibas a vivirlo sola, sin mí.
Y entonces, cuando entré en nuestro
hogar y la oscuridad y el silencio que lo inundaban me agarraron de las manos
para atraerme hacia sí, noté que mi alrededor comenzaba a desvanecerse, lenta,
pero intensamente, hasta que una oscuridad densa se posó tras mis párpados cerrados.
Entonces sentí que alguien me acariciaba los cabellos, con muchísima ternura,
como si no quisiese asustarme, pero también queriendo despertarme, y descubrí
que tenía los ojos llenos de lágrimas y que respiraba interrumpidamente, como
si hubiese llorado muchísimo, y entonces me di cuenta de que estaba despierta,
que quien me acariciaba los cabellos eras tú y que estabas a mi lado,
llamándome con la inmensa ternura con la que siempre pronuncias mi nombre.
Artemisiña, Artemisiña, y oí que me preguntabas si estaba bien, si me
encontraba bien, y, sin pensar en nada, te abracé muy fuerte, te apreté contra
mí, escondí mis manos entre tus cabellos y volví a apretarte contra mí mientras
te besaba en el cuello, en las mejillas y en los labios, alternativamente, como
si no supiese dónde dejar caer mis besos, como si quisiese llenarte de todos
los besos que me quedaban por darte, y tú te reíste con mucha dulzura y también
extrañeza mientras te dejabas abrazar, besar y mimar con delicia, mientras
correspondías a mi intenso abrazo y a mis dulces besos, sin preguntarme nada,
entendiendo que mi reacción era la respuesta más clara a tu pregunta,
entendiendo que me sentía feliz por haber vuelto a la realidad. Sin embargo,
todavía tenía ganas de llorar y tenía los ojos llorosos. Necesitaba contarte mi
sueño, pero no porque ansiase que lo conocieses, sino para pedirte, a través de
él, que nunca lo volvieses realidad, que nunca te marchases a Galicia sin mí;
pero fui incapaz de explicártelo. NO pude, y por eso te lo cuento aquí, porque
la otra noche no pude, Agnes, y no podré contártelo nunca en persona porque sé
que te entristecería mucho saber cuánto puedo llegar a sufrir si te marchas,
así, aunque después yo te siga, que yo te seguiría hasta el fin del mundo; pero
así no, Agnes, así nunca, por favor.
Es una entrada que muestra lo que se siente cuando un ser querido, no uno cualquiera, un ser querido de verdad se marcha. No muere, pero se va y sabes que no lo verás cada día, ni tanto como te gustaría. Lo verás, pero no sabes cuando. Yo creo que esta entrada refleja perfectamente eso, la ansiedad que provoca alejarse de alguien a quien amas.
ResponderEliminarPobre Artemisa, lo pasa fatal con esta pesadilla. ¿Es así cómo ocurrirá en realidad? ¿Le hará recapacitar y cambiar el rumbo de las cosas? Quizás ahora, habiendo vivido en esa pesadilla lo que supondrá la marcha de Agnes, se lo piense mejor y se marche con ella. Si estás con la persona que amas, ¿que más da todo? Quizás deje a un lado todo y decida marcharse con ella. Claro, a Agnes hasta dónde yo sé, nunca le ha dicho "ve tú, yo iré cuando arregle todas mis cosas por aquí", así que a Agnes esa decisión también le llegaría por sorpresa. Es preferible que diga que ya irá, a que decida no ir.
Aquí entran en conflicto dos formas de vida, el amor, la tierra y la distancia. Nunca las decisiones son fáciles, pero estas son tan trascendentales que te pueden romper el alma. Ya se verá, pero no creo que sea un camino de rosas.
Ha sido un capítulo muy intenso y en el que he sentido esa ansiedad que vive Artemisa. He de decir que ha sido un alivio saber que era un sueño/pesadilla, no lo he podido evitar, aunque sepa que era lo que Agnes quería. Como siempre, un placer poder leer tus entradas, ¡me encantan!
He dudado si la experiencia que cuenta Artemisa es una pesadilla. Por supuesto Agnes no se ha ido, pero es tan vívido, real y detallado todo lo que cuenta que me da la impresión de que se ha planteado qué pasaría el día que su chica se marchase, y ha ejecutado, como en un ritual medido, todo lo que haría ese día: ir a la estación, la despedida imposible, la gente indiferente a todo, el regreso en soledad. Por otra parte, un sueño también encaja muy bien, porque, fíjate qué tontería, pienso que esa persona mayor que se da cuenta de que Artemisa está sufriendo en realidad no podría existir, porque nadie se preocupa por una desconocida ni la trata con toda esa solicitud; incluso me parece que esa persona ha de ser, sin duda, Gaya ¿qué tontería verdad? Y sin embargo me la imagino así, presente en ese momento, y Artemisa incapacitada para reconocerla, ciega a todo lo que no sea su soledad y su dolor... Los sueños, al fin y al cabo, son también una oportunidad, una realidad alternativa en la que a veces, con suerte, se puede ensayar nuestra vida.
ResponderEliminarArtemisa, sea realidad o ensoñación, tiene una segunda oportunidad. La desesperación se torna en alivio al comprender que Agnes aún está con ella. Sí, lo está. Pero no hay que tentar al destino, ¿cuánto más va a aguantar si decide ignorarla? No, Agnes se equivoca cuando piensa que Artemisa está jugando a dar la callada por respuesta y dejar que todo siga su curso, ella es muy consciente de que si tira de la cuerda con obcecación, se romperá.
Su lucidez y sabiduría para leer los avisos me parecen toda una inspiración, al fin y al cabo en nuestras vidas hay muchas cosas así, que creemos inmutables pero no lo son, es más, que si no hacemos algo se romperán y las perderemos. Artemisa me deja esa lección de vida.