jueves, 29 de marzo de 2018

DIARIO DE ARTEMISA: MARTES, 6 DE FEBRERO DE 2018

Martes, 6 de febrero de 2018

Te ibas, y yo no podía hacer nada para evitarlo, pero tampoco quería detenerte. Lo habíamos hablado miles de veces, lo habíamos planeado otras tantas y en esos momentos me parecía que te precipitabas a un vacío que no tenía fin. Te miré desde allí, desde esa barrera que ya me separaba de ti, creando los primeros metros que nos distanciaban, apartándome de tu mundo. Yo seguía estando en ti, me llevarías en tu corazón, pero físicamente ya no estaba en tu realidad y no volvería a estarlo hasta que transcurriese, al menos, medio año. ¿Cómo volver a casa sin ti? Tan sólo con imaginarme entrando en nuestro hogar, sin ti, sentía que el mundo se me caía encima. Qué gran silencio inundaría las estancias, los pasillos, todos los rincones de nuestro nido, el que tanto nos había protegido desde que nos mudamos allí, y qué oscuridad se apoderaría de nuestra habitación, ésa que siempre estuvo tan llena de luz para mí, porque estaba contigo, porque era una reducción del mundo que solamente era nuestra, porque era muy nuestro todo lo que había allí.

Ya no soportaba el dolor que me causaba el nudo que tenía en la garganta. Los ojos ya se me habían llenado de lágrimas y apenas podía verte ya, entre la gente que pasaba el control de seguridad, poniendo sus grandes maletas sobre esa cinta que las introduciría en ese túnel en el que las analizarían hasta lo más profundo, y no me mirabas, no te girabas, tal vez porque sabías que, si me veías llorar, tu voluntad podía temblar, y ya muchas veces me dijiste que tenías mucho miedo a arrepentirte, que querías ser muy fuerte, mucho más que nunca, y miles de veces nos repetimos la una a la otra que esto sería temporal, que solamente tendríamos que estar separadas unos meses, hasta que yo consiguiese arreglar todos los papeles para hacer allí las oposiciones autonómicas, y nos serenaba saber que todavía estaba lejos el momento en que te subirías a ese tren que, al cabo de trece horas, te llevaría de regreso a Galicia; pero ya estaba allí, estaba sobre mí, inevitablemente ineludible, ese momento en que nuestra vida se dividía, se partía en mil pedazos, y yo no había querido demostrarte cuánto me dolía el corazón, cuánto me costaba respirar sabiendo que en breve perdería la oportunidad de tomarte de la mano y de abrazarte, cuánto me asfixiaba saber que, dentro de nada, ya no estarías a mi lado.

Sentí ganas de correr tras de ti y pedirte a gritos que no te fueses todavía, que esperases a que yo pudiese irme contigo, pero estaba ya todo tan hablado que sabía que aquello lo empeoraría todo y te obligaría a regresar a esa realidad en la que tanto te había costado existir, en la que, a duras penas, habías encontrado la motivación que te permitiese vivir, a la que pudieses aferrarte para creer que todos tus esfuerzos merecían la pena; pero creí en ese momento que jamás habías hecho un esfuerzo como aquél. Me parecía imposible creer que fueses capaz de separarte de mí así y de irte a Galicia, tan lejos, dejándome tan y tan y tan sola, en esa casa que ya no era mía, porque, si lo había sido, era porque también era tuya, pero, si te ibas, todo lo que era mío dejaba de serlo porque ya había dejado de pertenecerte a ti; pero no te dije nada de eso porque sabía que, si lo hacía, iba a ahondarte la herida que ya tenías en el alma. Y cuántas veces, al insinuarte cuánto me dolía que te fueses, me sonreías diciéndome que sería temporal, que nunca dejarías de esperarme, que íbamos a ser muy felices allí, en tu aldea, en el rincón del mundo en el que naciste, y yo quería creerte, pero no porque tuviese la esperanza de que realmente podríamos ser felices allí, sino porque quería estar segura de que ese esfuerzo merecería la pena.

No mirabas atrás y yo no podía saber si me dolía o me serenaba que no lo hicieses. Seguías adelante. Te vi coger tu gran maleta y luego seguir adelante, luego miraste un panel para comprobar en qué vía estaba detenido el tren que te llevaría directamente a Ourense y después seguiste avanzando entre la gente, con un paso decidido, sin temblar nada, con una seguridad que me hizo preguntarme si de veras eras consciente de cuánto de ti estabas dejando en esa estación, tras de ti. Y entonces me acordé de cuando yo me marché a aquella isla que fue mi hogar durante cuatro años, me imaginé cuánto deberías haber sufrido al verme partir, al ver y sentir que me iba de tu lado, que te abandonaba, y entonces noté que mi interior se desgarraba, como si alguien me arañase por dentro con unas garras afiladas, y no pude evitar que todo mi ser comenzase a temblar y tampoco pude detener las lágrimas que empezaron a resbalarme por las mejillas. Se me aceleró la respiración, tuve que aferrarme con fuerza a esa barandilla que te había separado de mí y lloré por fin sin importarme quién estuviese a mi lado. Tampoco oía mis sollozos ni mi respiración porque lo único que podía sentir era que estaba deshaciéndome, que me sentía totalmente incapaz de moverme de allí, de irme de allí sin ti, de coger ese tren que podía llevarme a la ciudad en la que entonces habíamos habitado, de regresar a casa, de entrar sin ti en nuestro hogar y de seguir viviendo sabiendo que te ibas cada vez más lejos, que estabas en un tren que me separaba cada vez más de ti. Y tampoco me sentía capaz de dormir sola, sin ti, sin poder desearte las buenas noches mientras te abrazaba, mientras te daba los últimos besos del día y sentía cómo te dormías entre mis brazos. Y despertar sin ti, tampoco, eso tampoco podía imaginármelo, sonando tu despertador  y no ser tú la primera persona que oiría mi voz, que me besaría, que me abrazaría y me desearía que tuviese un buen día. No podía dejar de desear que volvieses, que, por favor, regresases a mí y me dijeses que te lo habías pensado mejor y que preferías esperar a que yo lo tuviese todo preparado; pero sabía que aquello era imposible, básicamente porque tu madre estaba muriéndose y quería hablar contigo antes de irse para siempre, pero sobre todo quería hacerte su heredera delante de todos los que la conocían, quería que tú supieses que se arrepentía de lo mal que se comportó contigo, y tal vez por eso tampoco yo fuese capaz de pedirte que te lo pensases mejor, porque, al fin y al cabo, te merecías muchísimo que tu madre te pidiese perdón, que te suplicase que no le guardases ni el menor ápice de rencor.

Entonces escuché el anuncio de tu tren: “Albia, con destino A Coruña...”, y entonces la tierra tembló bajo mis pies. Me aferré con más fuerza a la barandilla que sostenía mi equilibrio porque de veras sentí que me mareaba, que algo fallaba en mí, y las luces se volvieron sombras, los ruidos se tornaron un zumbido y de repente no supe dónde estaba, qué pasaba, qué quedaba de mí en mí misma. Seguía aferrándome a la barandilla, pero cada vez tenía menos fuerza en las manos, y no quería, no quería desmayarme, pero me encontraba al borde de un abismo en el que caería sin que tú pudieses tomarme de la mano para rescatarme. Ansié pronunciar tu nombre a gritos para que lo escuchase toda esa gente que llenaba la estación, para que tú lo oyeses desde el andén, desde donde estuvieses, pero tu nombre se hundió en el mar de desolación que inundaba mi garganta y todo mi ser y no pude respirar, me ahogaba.

Alguien me colocó una mano en mi hombro derecho y oí que me preguntaban si me encontraba bien. Era la voz de una mujer mayor y olía mucho a una colonia muy fuerte que me hizo sentir mucho más mareada. Yo le negué con la cabeza y entonces ella me tomó del brazo para acompañarme a unos asientos que ni idea tenía de que existían. Estaba mareadísima y no podía dejar de llorar. La mujer me puso un paño húmedo en las sienes, después en la nuca mientras me preguntaba cosas que yo no entendía.

Poco a poco, fui recuperando la noción de mi alrededor. Los sonidos que inundaban la estación se volvieron cada vez más nítidos hasta parecerme insufribles, estruendosos, y me molestaron de repente las luces que tanto iluminaban aquel lugar que tan oscuro se había tornado para mí. La mujer que se había preocupado por mí todavía estaba a mi lado, pendiente de mis reacciones, y me miraba con una ternura que me recordó mucho a la que me entregaba mi madre cuando me enfermaba. Todavía tenía muchas ganas de llorar, pero me esforcé muchísimo por tragarme las lágrimas que luchaban por manar de mis ojos ya enrojecidos y torpes. No sabía a dónde mirar si no estabas, si sabía que no podría hallarte en ninguna parte; pero no sabía cómo podría explicar lo que me ocurría si alguien me preguntaba por qué estaba tan triste, por qué me encontraba tan mal. La mujer que me había auxiliado no parecía dispuesta a marcharse sin arrancarme una explicación.

Le dije que ya me encontraba mucho mejor y ella se acomodó en la silla que ocupaba junto a mí. Me encontraba mejor físicamente, pues el mareo ya se había desvanecido, pero anímicamente estaba hecha polvo, estaba abatida, como si un huracán hubiese arrasado con mi interior, con mi alma y mi corazón. No obstante, de pronto lo único que sentí fueron unas ganas tremendas e irresistibles de regresar a casa para poder protegerme en la alcoba que hasta entonces tú y yo habíamos compartido, en la que tantas veces nos habíamos refugiado del mundo que tanto podía herirnos, en la que habíamos compartido los momentos más íntimos de nuestra vida y también los más bonitos que puede vivir una pareja de personas que se aman de verdad. Al pensar en eso, volví a sentir que la tierra temblaba bajo mis pies. Me pregunté qué tendría que hacer cuando necesitase amarte, cuando necesitase hasta la locura tenerte entre mis brazos y tener al alcance de mis dedos todos los rincones de tu piel; pero me deshice de esa pregunta como si quemase, con miedo a que pudiese derretir todo mi interior.

Me levanté dispuesta a marcharme, pero la mujer me agarró del brazo con delicadeza y me recomendó que todavía no me moviese, pero yo le dije que tenía prisa, le di las gracias de todo corazón por haberme atendido, le apreté la mano con cariño y después me marché sin mirarla una última vez. En esos momentos ni siquiera sabía lo que decía. Actuaba como si no estuviese en el mundo de siempre, como si mi cuerpo estuviese allí, pero mi alma estuviese ya muy lejos de todo lo que había conocido hasta entonces, de todo lo que conocía, y no dejaba de preguntarme si ya estarías acomodada en el asiento que habías escogido cuando sacamos los billetes por internet. La megafonía anunciaba tu tren de vez en cuando y, cuando oí: “está a punto de efectuar su salida”, volví a notar que el suelo se tornaba tembloroso, pero me agarré a los pocos ápices de fortaleza que aún me quedaban en el alma y seguí andando hasta los tornos, pasé la tarjeta y bajé a la vía ocho. La megafonía anunció la llegada del tren que iba a Terrassa justo cuando yo estaba bajando las escaleras a toda prisa, queriendo huir del último rincón del mundo en el que había estado contigo.

Me parecía imposible creerme que no estuvieses a mi lado, pidiéndome que corriese más, que íbamos a perder el tren. Me parecía oír tu voz en cualquier parte, proveniente de cualquier persona que estuviese cerca de mí, y me parecía incluso que cualquiera que hablase a mi lado tenía tu acento, pero, no, nadie se parecía a ti, tu voz no estaba en ninguna parte, y yo tenía que acostumbrarme a vivir sin ti, allí, para siempre, porque tú ya no volverías, no regresarías junto a mí, ya no estaríamos nunca más en la vida que tanto nos había costado construirnos.

Eran casi las diez de la noche cuando llegué a casa. Era muy tarde. El trayecto lo hice mirando continuamente el móvil, escribiéndote cuando me decías algo, pero te notaba lejos, quizás porque no quisieses agobiarme con palabras que podían entristecerme más, pero yo sabía que estabas feliz, que estabas viviendo algo que no tenía comparación con nada, y tampoco quería enturbiar ese momento que para ti era tan importante, aunque me arrepentía mucho de no haberme ido contigo pasando de todo, ignorando todas las gestiones que todavía me quedaban por hacer, porque sabía que esos momentos eran muy intensos para ti, eran muy importantes, y sabía también que estarías muy nerviosa, que a la vez que ilusionada también estarías asustada, ya que ibas a reencontrarte con tu pasado, con tu madre, con tu aldea, con la casa en la que naciste, y todo eso ibas a vivirlo sola, sin mí.

Y entonces, cuando entré en nuestro hogar y la oscuridad y el silencio que lo inundaban me agarraron de las manos para atraerme hacia sí, noté que mi alrededor comenzaba a desvanecerse, lenta, pero intensamente, hasta que una oscuridad densa se posó tras mis párpados cerrados. Entonces sentí que alguien me acariciaba los cabellos, con muchísima ternura, como si no quisiese asustarme, pero también queriendo despertarme, y descubrí que tenía los ojos llenos de lágrimas y que respiraba interrumpidamente, como si hubiese llorado muchísimo, y entonces me di cuenta de que estaba despierta, que quien me acariciaba los cabellos eras tú y que estabas a mi lado, llamándome con la inmensa ternura con la que siempre pronuncias mi nombre. Artemisiña, Artemisiña, y oí que me preguntabas si estaba bien, si me encontraba bien, y, sin pensar en nada, te abracé muy fuerte, te apreté contra mí, escondí mis manos entre tus cabellos y volví a apretarte contra mí mientras te besaba en el cuello, en las mejillas y en los labios, alternativamente, como si no supiese dónde dejar caer mis besos, como si quisiese llenarte de todos los besos que me quedaban por darte, y tú te reíste con mucha dulzura y también extrañeza mientras te dejabas abrazar, besar y mimar con delicia, mientras correspondías a mi intenso abrazo y a mis dulces besos, sin preguntarme nada, entendiendo que mi reacción era la respuesta más clara a tu pregunta, entendiendo que me sentía feliz por haber vuelto a la realidad. Sin embargo, todavía tenía ganas de llorar y tenía los ojos llorosos. Necesitaba contarte mi sueño, pero no porque ansiase que lo conocieses, sino para pedirte, a través de él, que nunca lo volvieses realidad, que nunca te marchases a Galicia sin mí; pero fui incapaz de explicártelo. NO pude, y por eso te lo cuento aquí, porque la otra noche no pude, Agnes, y no podré contártelo nunca en persona porque sé que te entristecería mucho saber cuánto puedo llegar a sufrir si te marchas, así, aunque después yo te siga, que yo te seguiría hasta el fin del mundo; pero así no, Agnes, así nunca, por favor.

miércoles, 14 de marzo de 2018

DIARIO DE AGNES: DOMINGO, 11 DE FEBRERO DE 2018

Domingo, 11 de febrero de 2018

Últimamente, me cuesta mucho hallar un momento calmado que no preceda a otros intensos para poder reencontrarme conmigo misma y sobre todo para poder escribir centrándome en lo que siento, narrando cualquier hecho que me ocurriese recientemente, porque los días se van tan rápido que ni tan sólo tengo tiempo a sentirlos ni a conocerlos. Cuando ya estoy en la cama, dispuesta a dormir, entonces me pregunto qué viví realmente ese día, cómo fueron sus horas, porque últimamente vivo como si alguien tirase de mí y yo tuviese que igualarme al paso de alguien que se desplaza a toda prisa sin prestarle atención a nada. Además, con el horario que tuve que hacer este mes, aunque llegase antes a casa, me parecía que tenía menos tiempo que nunca y es que también parece que Artemisa busque cualquier quehacer para llenar las horas. Ahora se le ocurrió que podíamos cambiar los muebles de nuestro piso porque los que tenemos son ya antiguos, estaban ya en este piso cuando llegamos hace un año, y ya ves, a mí realmente no me importa que sean antiguos porque yo los encuentro bien, en perfecto estado, realizando la función que tienen que hacer sin ningún inconveniente, pero ella ahora está dispuesta a gastarse dinero en muebles nuevos, y lo que me da un poco de rabia es que ni siquiera me escuche cuando le pregunto para qué vamos a cambiar de muebles si posiblemente nos vayamos dentro de poco, pero esas palabras parecen no sonar para ella, y esta semana me contó algo que me hizo sentir muy mal, que me frustró muchísimo, y cuando me lo dijo entendí por qué hacía oídos sordos a mis opiniones. Claro que me escucha, pero me dice que sí, que es necesario, que ahora no me preocupe por si nos vamos dentro de un año o dentro de un mes, que esos muebles ya serán nuestros, que son algo nuestro, que en este piso no hay nada nuestro, que los muebles no nos pertenecen, que así tenemos algo nuestro, pero es que yo tampoco entiendo a qué viene ahora tanta prisa por cambiar los muebles de nuestro piso; pero ahora sé que ella no quiere irse, ni en un año ni en dos, ni en un mes ni en mil, porque me contó el jueves que ahora mismo no puede pedir un traslado, que la plaza que tiene en el instituto en el que trabaja es suya y que le costó muchísimo conseguirla. Me preguntó incluso si era capaz de imaginarme cuánto le costó sacarse unas oposiciones en condiciones, sacárselas con buena nota para conseguir una plaza, me dijo que se dejó la piel estudiando, que se dejó la piel y el alma estudiando en la isla, también, cuando estuvo lejos, para regresar aquí ya con las ideas claras, y cuando me dice todo eso me confunde mucho porque entonces me pregunto si realmente regresó porque me echaba de menos o porque ya estaba preparada para construirse aquí una vida, pero no soy capaz de preguntárselo. Tengo la sensación de que, de un momento a otro, lo que conozco de la vida de Artemisa se derrumba ante mis ojos y adquiere otros matices que no sé mirar, que no sé soportar siquiera, pero soy incapaz de preguntarle nada, porque preguntarle qué fue realmente lo que la llevó de vuelta a España sería como asomarme a su alma y descubrir rincones que ella no quiere mostrarle a nadie. Eso no me quita el sueño, pero el jueves noté que todo lo que formaba mis convicciones se derrumbaba, se hacía añicos por unos momentos, y no sólo eso, sino también mis sueños. Cuando Artemisa me decía que no podía irse de aquí, que no podía dejar su plaza porque le había costado mucho conseguirla y porque, si se iba, no podría conseguir otra plaza en Galicia (que no creo que eso sea verdad porque mucha lógica no tiene), me sentí como si alguien estuviese derribando mis sueños con una máquina de ésas que son bolas que derruyen edificios, así, con golpes injustos, con una violencia tan horrible, como si entre aquellos muros nadie hubiese vivido nada, como si esos muros no tuviesen recuerdos adheridos a sus piedras, nada, como si no hubiese nada. A mí siempre me estremeció mucho esa imagen, la imagen de una máquina enorme de ésas derribando un edificio. Pues así me sentí yo en esos momentos, pero lo único que pude decirle fue: ¿y eso va a ser así para siempre? Y ella me contestó que no lo sabía, pero que por el momento sí y que tenía que apreciar y valorar mucho que tuviese un trabajo tan estable, que no lo cambiaría por nada del mundo, por mucho que tuviese que soportar a alumnos impertinentes. y luego oí que hablaba con su hermana y que decía que realmente era su trabajo el que nos daba el dinero para salir adelante, que mi sueldo se iba en nada, entre el alquiler y las cosas que tenemos que comprar para sobrevivir, y que era su sueldo el que nos permitía ahorrar algo, que, si tuviésemos que depender del mío, que no podríamos hacer nada, que ni siquiera podríamos ahorrar un poco, y lo decía baxiño, para que yo no lo oyese (yo estaba en el baño), pero lo oí perfectamente. Sé que no era su intención hacerme sentir mal (jamás lo será), pero me sentí tan horriblemente mal en esos momentos que no pude evitar ponerme a llorar, y es que sentía que mi vida era miserable, que había desperdiciado esa supuesta inteligencia que la Diosa me dio al nacer, que podría haber estudiado la carrera que me hubiese dado la gana, la más difícil incluso, y ahora estar trabajando en algo impensable, pero, no, mis absurdos miedos, mi asquerosa vergüenza, tan eterna siempre, me detuvieron siempre, me empequeñecieron siempre, y ahora tengo que trabajar de lo que sea, yo, que podría estar en cualquier sitio que me hubiese propuesto; aunque tampoco me atraen nada esas carreras que supuestamente estudian esas personas tan inteligentes, como ingeniería o cualquier tema relacionado, porque me parece todo tan frívolo y aburrido... pero da igual, el caso es que tengo que trabajar de algo en lo que no puedo desarrollarme, en lo que tengo que hacer siempre lo mismo. Y sentí mucha envidia por Artemisa, pero una envidia que no me corroía por dentro, sino una envidia que me hacía sentir pequeña. La envidiaba por haber tenido siempre un sueño que cumplir, una misión por la que luchar, por haber tenido siempre tan claro qué quería ser en la vida y sobre todo por haberlo conseguido, sobre todo por eso, por haberlo conseguido. Y es lo que siento ante alguien que nació sabiendo lo que quería hacer, sin dudar, ante esas personas que consiguieron serlo, convertirse en lo que siempre supieron que tenían que ser. Habría preferido nacer con una inteligencia normal, de ésas que pasan totalmente desapercibidas, porque sé que, si hubiese nacido así, no me habrían arrancado de Galicia, estaría todavía allí, tal vez trabajando en algo totalmente simple, sin plantearme nada, sin tener esos supuestos dones que me vuelven tan especial. Estaría viviendo aún con mi nai, en nuestra casa, en la aldea, o tal vez habría estudiado en Compostela una carrera normal, o tal vez sería profesora, algo que tampoco me desagradaría ser, pero no, tuve que nacer así, con esta forma de ser que tanto asustaba a la gente, con estos ojos que miran más allá de cualquier matiz, con esta mente que desmigaja cualquier hecho hasta descubrir sus detalles más ocultos y que es capaz de adivinar sin esfuerzo lo que piensa cualquier persona que se encuentre a mi lado. Por eso no me gusta estar con gente, porque no me ocultan nada, por mucho que lo intenten, porque continuamente sé lo que están pensando, lo que sienten, lo que creen de mí, y detesto eso, lo detesto, detesto saber con tanta claridad que alguien piensa que soy rara, que no hablo, que hablo de tal forma si hablo, que debería irme o decir algo, que por qué no intervengo en las conversaciones, que por qué no miro a la gente a los ojos, que por qué esto, lo otro, y muchas veces tengo la sensación de que todos los pensamientos de todas las personas que me rodean se mezclan hasta hacer un sonido horrible y por eso me pongo tan nerviosa, por eso me sonrojo tan fácilmente, por eso siento tanta vergüenza cuando me encuentro entre tanta gente, e incluso me siento incómoda estando con personas que me conocen ya y que yo conozco porque a veces también sé que están mintiendo, que están diciendo algo que no se corresponde con lo que piensan, incluso me ocurre con Artemisa. me ocurrió con ella el jueves pasado, cuando me decía todo esto de su plaza, de las oposiciones, oía entre sus palabras otras que ella no se atrevía a decirme, y también adivinaba lo que sentía, lo que se callaba, lo que ardía en deseos de decirme y que nunca me diría, y tal vez por eso me decepcioné tanto, tanto que por la noche no pude evitar confesarle que me sentía completamente decepcionada, y lloré delante de ella, pero me daba mucha rabia no poder evitar derrumbarme ante ella. Y me preguntó miles de veces qué me pasaba, por qué estaba así, si me sentía tan mal por lo que me había dicho, y a mí lo que más me extrañaba era que me lo preguntase, me preguntaba por qué me decía todo eso si lo sabía perfectamente, cómo era posible que se atreviese a preguntármelo.

Yo no entiendo mucho sobre el tema de las oposiciones, pero yo pensaba que, si tenías una plaza, podías pedir un traslado, pero se ve que no, que eso pueden hacerlo los funcionarios que trabajan en administraciones, pero también tengo la sensación (y creo que no me equivoco) de que Artemisa no me dice la verdad, de que aprovecha que no conozco casi nada del tema para decirme cualquier cosa que parezca cierta, porque sabe que yo no sé la verdad. Y el jueves tuve precisamente esa sensación, la sensación de que no me decía la verdad y de que me ocultaba muchas cosas. Luego, pensando, cuando estaba sola, me reconocí a mí misma que lo que de verdad quería decirme era que no quería irse, que posiblemente no quisiese irse nunca, que le encantaba la vida que teníamos aquí, que no tenía ni la menor sombra de ganas de hacer el mínimo esfuerzo por construir otra vida en otro lugar, otra vez, con lo que nos costó construirnos ésta, que le gustaba mucho el piso donde vivimos, que no quería separarse de lo que ya tanto conoce, ni de su hermana ni de las amigas que tenemos, que no creía que nos fuese mejor allí, en Galicia, tan lejos, sin nadie, que no quería, que no quería ni querrá, punto.

Y lo que me pregunto es por qué no me lo dijo antes, por qué en octubre me prometió que sí iríamos a vivir allí después de ahorrar un poco, por qué me pidió que teníamos que esperar al menos un año, que teníamos que ahorrar, si no era verdad, si estaba mintiéndome. Quizás piense que yo soy una niña pequeña que se conforma con promesas que no son verdad, que se hacen sabiendo que no son ciertas en esta realidad, pero no es cierto. A lo mejor ella ni siquiera se imagina lo que yo siento, lo que yo quiero, y finja que me entiende para hacerme sentir mejor.

A raíz de esa conversación inacabada, porque yo no dije nada más ni ella tampoco dijo nada que mejorase el aspecto de sus palabras, la mente se me llenó de ideas extremas. Se me ocurrió (y esa idea aún no se me fue) quedarme allí cuando volvamos en abril, prepararlo todo para que, el miércoles 2 de mayo, cuando llegue el momento de regresar a Cataluña, yo les diga: no puedo irme, me quedo aquí, tendréis que volver sin mí. Es evidente que renunciar a Artemisa me destrozará la vida, pero también sé que ella movería cielo y tierra por vivir conmigo si descubriese y viese con sus propios ojos que yo no estoy dispuesta a regresar a esta ciudad, por nada del mundo. Sería una situación muy extrema, es cierto, y cabe la triste posibilidad de que ella me deje ir, de que no luche, de que piense: bueno, pues que se quede allí, que se quede si prefiere a Galicia antes que a mí; pero no es verdad, para nada lo es, pero es que siento que me obliga a estar aquí, durante años me obligaron a estar lejos de mi verdadero hogar, como si mi vida fuese de todas esas personas que me conocen y pueden decidir por mí, en vez de mía, como si yo no tuviese potestad para escoger lo que anhelo para mí, como si mi vida no fuese mía, mismamente, como si no me perteneciese ni mi presente, ni mi pasado ni mi futuro, como si el mundo entero poseyese mi existencia sin que yo tuviese derecho a reclamarla, así mismo. Podría conformarme con vivir aquí, es cierto, porque ser gallega se lleva en el corazón, da igual donde nos encontremos, pero ya no me conformo y me conformaré menos con el paso del tiempo.

Hoy me siento a punto de estallar de impotencia, pero no me encuentro deprimida ni nada, porque una parte de mi alma sueña con la posibilidad de preparar mi vida allí sin que nadie lo sepa, para que nadie pueda decirme: espérate, ten paciencia, llegará el momento en que puedas vivir allí para siempre, porque no es verdad, y todas esas personas que me lo dicen saben que no es verdad, que me dicen eso para calmarse a sí mismos, para consolarse, para decirse: aún no le llegó el momento de irse, aún no, porque tiene que encontrar trabajo, porque cómo va a irse dejándolo aquí todo. Una decisión así se ha de tomar en silencio, sin que nadie lo sepa, pero ¿cómo? Por supuesto que me iría ahora mismo con los pocos ahorros que tengo y buscaría la forma de sobrevivir allí, pero a mí me inculcaron también ese miedo a no tener nada a lo que aferrarse y tengo una edad que me obliga a planificarlo todo, y tal vez sea así también mi carácter. Me gusta tenerlo todo planificado y controlado, porque entonces me pongo muy nerviosa, pero tal vez por Galicia haya que hacer una locura de este tipo, porque merece la pena.

Pero cuando miro a Artemisa me pregunto si sería capaz de hacerlo, de ocultarle que me quedaría allí. Y una voz muy fuerte me dice que sí, que nuestra separación sería temporal, que ella reaccionaría en cuanto viese que no me subía al avión con ella.

Sin embargo, la quiero, la quiero con una fuerza que no puedo controlar, y soy incapaz de hacerle tanto daño. Sé que le haría muchísimo daño si me quedase, si la abandonase así, sin decirle nada antes, y la quiero tanto que soy capaz de silenciar mi intensa y desgarradora necesidad de regresar a mi tierra para no irme de allí nunca más con tal de que ella sea feliz, para que podamos estar juntas; pero no sé si podré hacerlo siempre.

Ahora mismo me encuentro en un momento en el que me cuesta mucho entender las cosas que pasan, lo que viene en el futuro, lo que llenará nuestro pasado cuando estos instantes transcurran y ya se vayan al pasado. Vivo sabiendo que cada momento es especial, pero hay algo en mí que me impide centrarme en lo que vivo, en la composición de esos momentos, como si hubiese una muralla entre mi alma y lo que ocurre a mi alrededor.

No estoy enfadada con Artemisa, ni siquiera decepcionada con ella, jamás podré estar así. Solamente me siento rara con la vida, como si ella fuese un ente al que yo pudiese hablar, mirar y preguntarle por qué, por qué pasa todo esto, por qué son tan difíciles las cosas, por qué mi vida fue así, por qué no pudo ser todo de otro modo. Yo jamás protesté, viví lo peor de mi vida llorando por lo mal que me sentía, pero nunca dije por qué, por qué no pude ser diferente, por qué tenía que soportar todo eso, sino que lo aceptaba porque creía incluso que me lo merecía, pero a veces, ahora, sí que miro atrás y me pregunto quién decidió que yo tuviese que vivir todo eso, todas esas experiencias tan desgarradoras y sobre todo por qué sigo aquí en este mundo si no puedo cumplir mis sueños, si se me pasó ya media vida sin realizar lo que tanto anhelo, que no es algo increíblemente difícil, maldita sea.

Y es que a veces ya me canso de mí misma, de ser así, de estar encerrada en un alma que cambia tanto, que tiene sentimientos tan fácilmente mutables. ¿Por qué no puede ser todo un poco más sencillo? ¿Por qué tengo que estar siempre a merced de unas emociones que no se conforman con nada, que bailan, saltan y se mueven como si no tuviesen dueña? ¿Y por qué la vida no pudo ser un poco más sencilla para mí? ¿Quién decidió que yo tenía que vivir todo esto y por qué? Lo peor es que estas preguntas no tienen respuesta. Es inútil que yo misma me las formule porque jamás voy a conocer la respuesta, jamás, por mucho que me empeñe en pensar en todo esto. Quizás tuviese que aceptar todo lo que me ocurrió sin rechistar siquiera, pero es que a veces pienso que nací acompañada por un agujero solamente hecho de mala suerte que devora todas las posibilidades de que se cumpla lo que yo anhelé desde siempre.

Este fin de semana fue un tanto especial y extraño. Lo viví como si estuviese en otro mundo y al mismo tiempo interactuando forzosamente con mi alrededor y con las personas que requerían mi atención, que fueron más de lo que pude soportar. Ayer Artemisa y yo fuimos a comer con unas amigas y también estaba Casandra y yo no entiendo por qué a todo el mundo le dio por hablarme y preguntarme cosas ayer, como si no hubiese otra persona en el mundo, y a la mayoría de personas que había allí yo no las conocía casi, solamente las vi alguna vez que salimos todas, pero yo no tenía ni la menor sombra de ganas de hablar con ellas y todas me hablaban como si yo con mis ojos estuviese pidiéndoles que, por favor, me hablasen continuamente. Evidentemente las escuchaba, pero lo que no podía evitar era responder escueta y evasivamente las preguntas que me hacían: que si dónde trabajo, de qué trabajo, por qué estoy aquí si soy de tan lejos, qué hago aquí, qué pienso sobre lo que está pasando en Cataluña, qué pienso sobre el restaurante, sobre lo que pasa en no sé dónde y miles de cosas más que ni siquiera sabía cómo contestar.

No pude evitar que, después de comer, cuando ya no me quedaba ni una miga de comida en el plato, se apoderasen de mí unas terribles ganas de irme ya a mi casa y así mismo se lo dije a Artemisa. le pedí que nos fuésemos, que no podía más; pero ella ayer creo que se levantó con la capacidad mínima de entenderme o al menos eso era lo que me demostró, porque me dijo que no nos iríamos muy tarde, pero enseguida dijo que sí cuando Casandra propuso ir a tomar el café en otro sitio. Y fuimos a una cafetería muy ruidosa en la que casi que no se podía ni hablar. Yo intenté relajarme fijando los ojos en la oscura infusión de Rooibos que me pedí, jugando con la cuchara y la bolsita de hierbas, pero fue inútil. Mi alrededor era tan chillón que me ensordecía y al final acabé fingiendo que no oía ni una sola de las palabras que me dirigían. Evidentemente, tampoco volví a pedirle a Artemisa que nos fuésemos, ya no porque me diese vergüenza que se diese cuenta de que estaba tan absurdamente agobiada, sino porque la veía tan cómoda, sabía que estaba disfrutando mucho, hablaba sin parar con las amigas de su hermana como si las conociese de toda la vida, como si todos los días hablase con ellas. Les hablaba de su trabajo, muy sonriente, como si nunca hubiese tenido problemas con nada ni con nadie, les hablaba incluso de nuestro piso, de cómo lo tenemos, y de que quería comprar muebles nuevos. Y me daba la sensación de que ella se había olvidado de que yo seguía estando a su lado con mi insoportable vergüenza ya devorándome todo mi ser y mi alma, toda mi alma, y sin saber qué hacer, a dónde mirar, qué sentir, y hacía mucho tiempo que no me sentía tan mal, pero no se lo confesé en ningún momento.

Nos fuimos, al final, a las siete y media de la tarde por lo menos porque luego a todas les apeteció mucho ir dando paseos por tiendas, mirando cosas que luego ni se compraban, y Artemisa no dejaba de aconsejar a su hermana que se probase vestidos, blusas, de todo. Su actitud me hacía pensar que ella quería contrarrestar con toda la simpatía del mundo mi silencio, como si quisiese darles a todas lo que yo no era capaz de entregarle a nadie, porque es que mentalmente estoy agotadísima, desde hace no sé cuánto tiempo, pero eso a nadie le importa, claro, o si le importa, poco interés tendrá, claro, y yo lo entiendo, lo entiendo perfectamente; pero tampoco me exijan que entienda todo lo que ocurre a mi alrededor, porque no puedo, y sinceramente se me agotan cada vez más las ganas de interactuar con la gente que me rodea de repente sin que yo lo pidiese.

Lo que más me duele no es que de nuevo fuese incapaz de relacionarme con nadie, sino que Artemisa se comportase así. No entiendo mucho por qué lo hacía, si ella es más bien callada como yo. NO entiendo por qué actuó de ese modo y me duele que ni siquiera se molestase en preguntarme si me encontraba bien, si estaba bien o si quería hacer algo distinto, nada, como si yo no tuviese opinión ni voz. Y entiendo también que no me preguntase nada porque mis respuestas lo quebrarían todo y la obligarían a irse de allí cuando a lo mejor sí se sentía totalmente bien, por eso no le exigí nada en ningún momento, pero tampoco ella me preguntó nada cuando llegamos a casa, ni siquiera cuando por fin nos quedamos a solas en nuestra habitación. Yo actué con ella como si no hubiese pasado nada, pero sí es cierto que me fui a dormir enseguida. Casandra se quedó a dormir en nuestra casa, evidentemente, y estuvieron juntas todo el tiempo, que a mí me parece bien, por supuesto, y al mismo tiempo me serenaba un poco estar más a mi aire, pero noto cosas que no sé si son ciertas o son producto de mi imaginación. Estoy últimamente muy sensible a cualquier estímulo, incluso cuando voy por la calle me doy la vuelta de repente porque tengo la impresión de que alguien me sigue, y luego no hay nadie tras de mí o, si lo hay, está prestándole atención a algo totalmente ajeno a mí.

Me cuesta mucho escribir hoy, además. Me siento como si fuese incapaz de construir frases claras. Creo que me ocurre también por el cansancio mental que arrastro. Y es que también me da rabia que llegue el fin de semana y que apenas pueda descansar.

Y por suerte esta semana ya vuelvo a hacer mi horario de siempre.

 

jueves, 1 de marzo de 2018

DIARIO DE ARTEMISA: SÁBADO, 27 DE ENERO DE 2018

Sábado, 27 de enero de 2018

Mi ánimo es el reflejo del clima que está haciendo esta semana. Unos días son cálidos, más parecidos a los que inician la primavera, y otros son lluviosos, fríos, ventosos y grises. Yo adoro los días de lluvia y sobre todo esos días en los que el sol no puede atravesar con sus rayos la densa capa de nubes que cubre el cielo; pero, actualmente, deseo con mucha fuerza que llegue ya la primavera. No sé por qué necesito tanto que llegue ya la primavera. Tal vez mi alma esté agotada de buscar cobijo. Yo adoro los días de invierno, pero también estoy cansada de que las tardes duren tan poco, de que enseguida la noche se apodere del cielo y apague esos preciosos haces de luz que nos entrega el crepúsculo. Ya los días son un poco más largos, pero estoy ansiosa por sentir ya el influjo de la llegada de la primavera, del mes de abril, sobre todo, que, junto con el mes de septiembre, es uno de los que más me gustan del año. El mes de abril me parece precioso. Marzo es bonito, también, e incluso, , lamentablemente, con el cambio climático, la primavera parece llegar antes de tiempo, antes de que por fin llegue a nosotros el equinoccio de primavera, pero el mes de abril tiene una magia muy bonita y especial. Parece como si el cielo brillase más en abril, como si las flores tuviesen más vida, como si toda la naturaleza sonriese, como si el aire portase aromas revitalizantes que nos llenan el corazón y nos limpian el alma. Una de las cosas que más me gustan de la vida es pasear por el bosque cuando por fin la naturaleza estalla en esa explosión de vida que atrae la presencia de los pájaros, de los animales de la tierra, de las mariposas que quieren polinizar las flores, de esos aires que templan esas horas que tan frías fueron en invierno. Esos colores relucientes, esas brisas tibias, ese olor a flores, tan intenso, y sentir que toda esa magia te rodea, todo eso, no tiene precio. Cuando esa magia me rodea, se me llena el alma de gratitud y adoro detenerme entre los árboles, aspirar profundamente la intensa cantidad de fragancias que impregnan el bosque y sentirme viva junto a la naturaleza, junto a los árboles, las flores, los animales, el sonido del viento cálido de la primavera, y mirar al cielo para seguir con los ojos el descenso de la preciosa luz de los atardeceres primaverales. Y sobre todo las lluvias de primavera me insuflan una vida que la lluvia no sabe transmitirme en otro momento del año. Las lluvias de abril fortalecen el renacer de la naturaleza, no destruyen las flores, sino que las alimentan, y llenan el bosque de ese aroma a humedad que tanto y tanto me gusta. Estoy deseando que llegue la primavera para poder ir con Agnes al bosque que queda cerca de nuestra casa y pasarnos las horas allí mientras atardece. En invierno es más difícil que podamos ir. Solamente podemos pasear por el bosque los fines de semana porque, entre semana, como las tardes duran tan poco, apenas tenemos tiempo para disfrutar de esa calma tan bonita que puede entregarnos; pero, poco a poco, los días irán haciéndose más largos, irán trayéndome el recuerdo de esos momentos en los que al fin amanecía sobre la oscuridad y sobre todo me devolverán la pequeña parte de mi personalidad que el invierno me quita.

Yo también decaigo muchísimo cuando llega el invierno, a pesar de que me guste tanto esa estación; pero me gusta si puedo combatir el frío con el amoroso calor de una lumbre, si puedo encerrarme en casa cuando más grita el frío, si puedo protegerme con bufandas y gorritos de lana cuando voy por la calle, pero no me gusta cuando, día tras día, Agnes tiene que madrugar tanto y salir al encuentro del aire cuando éste es tan gélido, cuando yo misma tengo que esforzarme por salir a la calle sabiendo que el frío me arrebatará toda la templanza que me entregó mi hogar.

No sé por qué siempre empiezo hablando de estos temas cuando escribo una entrada de mi diario. Hoy quería contar que soñé esta noche con Agnes. Soñé que volvía a vivir esa primera noche que compartimos después de mi regreso, después de permanecer separadas durante cuatro años. Pude sentir en ese sueño, con una plenitud absoluta, todas las sensaciones que experimenté aquella noche; de la cual todavía no me he atrevido a hablar con toda sinceridad. Y no sólo sentí en sueños las mismas sensaciones que me anegaron todo el cuerpo cuando compartí con Agnes esos momentos tan inmensamente intensos, sino también las emociones que me dominaron, que se me aferraron del alma para no soltarse de ella nunca, para no abandonarme jamás.

Esa noche comenzó siendo muy triste. Cuando llegamos del hospital, Gilbert nos sirvió la cena y, durante unos largos minutos, mientras cenábamos, ninguno de los tres sabía cómo quebrar el silencio que se había apoderado de nuestra voz y de todos los rincones de la casa. Además, yo notaba que Gilbert no se atrevía a mirar a Agnes a los ojos. Cuando le hablaba, le dedicaba miradas que no la protegían, que no la envolvían en ese cariño que yo sabía que él seguía sintiendo por ella y hasta su voz, a veces, sonaba temblorosa. Cuando detectaba la inseguridad con la que Gilbert trataba a Agnes, me preguntaba, inevitablemente, cuánto tiempo llevaba Gilbert sin ver a Agnes, si, durante aquel tiempo que ella había permanecido en el hospital, él no había ido a visitarla nunca. Sin embargo, Agnes le demostraba, continuamente, que no le guardaba ni el menor ápice de rencor. Seguía hablándole con la misma serenidad y el mismo respeto con los que siempre se dirigía a él, le sonreía fugazmente cuando convenía y yo notaba que deseaba tomarlo de las manos cuando intercambiaba con él alguna frase. Incluso puedo afirmar sin equivocarme que, desde que Agnes había entrado en la casa de Gilbert, ansiaba abrazarse a él para buscar en sus brazos ese cariño paternal con el que él siempre la había amparado, pero Agnes no se atrevía a acercarse a él más de lo debido, tal vez porque percibía la inseguridad con la que él la trataba.

Lo que sí sé es que, cuando Agnes miraba a Gilbert, se podía leer en sus ojos una tristeza que yo no sabía explicar. Parecía como si Agnes conociese una información sobre él que la apenaba profundamente y de la cual no se atrevería a hablarle nunca. Incluso, a veces, detectaba que de los expresivos ojos de Agnes brotaba un “¿por qué, Gilbert?”, pero yo no era capaz de saber por qué ella le lanzaba esa pregunta silente tan cargada de dolor. Creo, incluso, que Gilbert captaba a la perfección lo que Agnes pensaba y sentía.

Por esos motivos, yo comencé a hablarles de mi estancia en la isla. Empecé a explicarles lo que sentí cuando llegué allí, cuando me recibió Ethlinn, cuando me mostraron las tareas que realizaban, cuando comencé a impartir mis clases y cuando empecé a formar parte de los hermosos rituales que celebrábamos. Les hablé también de las sacerdotisas y de las alumnas a las que yo más quería, con las que mejor me avenía y con las que establecí una amistad que todavía no he olvidado. De vez en cuando, nos escribimos alguna carta, pero la comunicación entre nosotras está espaciándose cada vez más. Creo que, poco a poco, todas entenderemos que solamente pudimos estar juntas durante una etapa de nuestra vida.

Gilbert y Agnes me escuchaban con una atención muy tierna que me animaba a seguir hablando, sin descanso, cada vez más motivada y feliz de poder compartir con ellos esas experiencias; pero, al mismo tiempo, notaba que la forma como yo les narraba las experiencias que había vivido en aquella isla los entristecía. Me pareció que Agnes pensaba que habría sido mucho mejor que yo no volviese para que pudiese seguir siendo feliz siempre. Hubo un momento en el que ella agachó levemente la cabeza y entornó los párpados para evitar que sus ojos confesasen lo que sentía y pensaba en esos momentos; pero yo, aunque captase el desaliento que se había apoderado del alma de Agnes, no me callé. Seguí hablando, seguí confesándoles cuán feliz había sido en aquellos lares, pero también les revelé que, aunque fuese tan feliz allí, no había dejado de desear volver durante los años que había habitado en aquella isla. Les confesé que nunca había dejado de recordarlos (y sobre todo miré a Agnes cuando pronuncié aquellas palabras) y de echarlos de menos, muchísimo, y también les aseveré con mucha convicción que no me arrepentía nada de haber vuelto, que tendría que haberlo hecho mucho antes y que mi estancia en aquella isla se había convertido ya en una etapa más de mi vida que nunca podré olvidar, de la cual aprendí muchísimo, pero ya era eso, una etapa pasada, y que anhelaba comenzar junto a ellos una que nunca se terminase. Y, durante esos instantes, no dejé de mirar a Agnes en ningún momento. Ella seguía sin poder mirarme, con los ojos húmedos, todavía pensando que habría sido mucho mejor para mí que me quedase allí, protegida de la oscuridad que en esos instantes reinaba en su alma, protegida de su profundísima tristeza y sobre todo de la inmensa pena que yo sentiría cuando Gaya se fuese. Yo ardía en deseos de pedirle que nunca más pensase que a mí me convenía más vivir lejos de ella, de la única mujer que amaré en mi vida, pero no me atrevía a hacerlo porque sabía que esos pensamientos eran solamente suyos y ella misma tenía que ser quien se convenciese de que yo prefería vivir junto a ella siempre, aunque tuviese que experimentar la horrible tristeza nacida de perder a un ser tan y tan querido. Al mismo tiempo, cuando les hablaba de mis experiencias en la isla, podía leer en los ojos de Agnes una terrible vergüenza que seguramente nacía de saber que mi vida y la suya habían sido tan distintas durante ese tiempo. Yo leía en sus ojos que ella se avergonzaba de estar tan enferma, de haber recaído de ese modo, de haberse hundido tanto, de haber luchado tanto en balde, para acabar así, tan y tan destruida. Sinceramente, me cuesta mucho entender cómo era posible que percibiese tan nítidamente todo lo que Agnes pensaba y sentía. Era como si entre su alma y la mía se hubiese establecido un lazo a través del cual se me transmitían sus sentimientos y sus emociones; pero no dudo de que todo lo que yo percibía era real, tan real como mi propia respiración. Podía notar su desaliento, su vergüenza, su inseguridad, su tristeza y a la misma vez la emoción que le llenaba el alma al saberme por fin a su lado, al verme a su lado, al saber que había vuelto para no marcharme. Y también podía advertir que, bajo toda esa maraña de pensamientos y sentimientos tristes y turbios, susurraba la voz de su alma asegurándose a sí misma que esta vez se esforzaría lo indecible para hacerme feliz, para darme todo lo mejor de ella, para protegerme de cualquier lágrima que pudiese quemarme la piel, para construir para mí una vida de la que jamás quisiese huir, y aquello me halagó tanto que no supe cómo podía corresponder a todo lo que ella ansiaba hacer por mí. Sé que se prometía a sí misma que no me dejaría sola nunca, que se esforzaría lo indecible por mí para curarse, para ser lo que yo me merecía que ella fuese para mí.

Cuando terminamos de cenar, surgió a nuestro alrededor otra energía que no provenía de ninguna de las emociones o de los pensamientos que habían inundado nuestro ser durante aquellos momentos. Yo sentí que entre Agnes y yo fluía otra energía; una energía casi eléctrica que me hacía sentir unos escalofríos muy cálidos recorriéndome el vientre y la espalda. Cuando terminamos de cenar y Gilbert se levantó con la intención de empezar a llevar los platos a la cocina, antes de que Agnes y yo lo imitásemos, nos miramos fugazmente, sabiendo, perfectamente, lo que podía ocurrir entre nosotras en cuanto nos quedásemos solas. y en esos momentos empecé a sentir unos nervios que jamás había experimentado antes, pero también supe que aquella vez yo no buscaría la vuelta atrás, aquella vez sería definitiva y jamás huiría de lo que empezaría a ocurrir entre nosotras ni del camino que estábamos a punto de comenzar a recorrer juntas. No obstante, mientras fregábamos los platos y todo lo que habíamos usado en la cena, yo sentía que, antes de que pudiese suceder cualquier cosa que dejase atrás esa época tan dolorosa, debía pedirle perdón a Agnes como fuese, con toda mi alma, poniendo mi corazón en cada palabra, y aquellos pensamientos me hacían sentir ganas de llorar, sobre todo porque Agnes me había demostrado, desde que yo había llegado, que no era necesario que le pidiese perdón y a mí eso no me entraba en la cabeza, no me entraba en la cabeza que ella no necesitase que yo le entregase una disculpa por haberla dejado tan sola. Me costaba entender que ella no esperase que yo le pidiese perdón, sobre todo porque para el mundo entero era evidente que yo me había comportado muy mal con Agnes; pero ella me demostraba continuamente que ni siquiera se acordaba de que existía la posibilidad de que yo le suplicase que me perdonase para remediar el daño que le había hecho. Parecía como si ella pensase que marcharme así era algo ineludible para mí, que formaba parte de mi destino y de lo cual jamás podría huir. E incluso creo que ella se sentía orgullosa de que yo hubiese sido tan valiente, de que hubiese sido capaz de irme tan lejos e iniciar una nueva vida allí donde no conocía a nadie y de que hubiese sido capaz de habitar allí durante tanto tiempo sin caer, siendo feliz siempre y apreciando cada momento que yo vivía allí.

Ya hablé de lo que ocurrió cuando Gilbert se marchó a su habitación y Agnes y yo nos quedamos a solas en el comedor. Ya conté la forma como le pedí perdón, el modo como ella aceptó mis palabras y me acarició el alma con sus gestos cariñosos, de cómo ella me aseguró que no era necesario que le pidiese perdón porque entendía que yo, simplemente, había querido vivir mi vida, y punto, y de cómo ella me acobijó entre sus brazos, en su alma, aceptando todo lo que yo era, amando todo lo que yo había sido y podía ser para ella, queriéndome en esos momentos en los que tan desalentada me sentía y sobre todo haciendo para mí un hogar en su corazón, del cual jamás me expulsaría. Me sentí tan arropada y tan acogida cuando ella me abrazó y me permitió llorar durante largos minutos junto a su pecho... protegida por sus cariñosas manos, por su entrañable modo de hablar, por su dulcísima voz, por los besos fugaces y tiernos que ella me daba en la frente, en la cabeza, entre mis cabellos. Por fin, por fin Agnes me amparaba del mundo, de la tristeza de la vida y por fin me acariciaba el alma, cerrando las heridas que yo misma me había horadado al separarme de ella. Entendí en esos momentos que, cuando un sentimiento es puramente sincero, no podemos huir de él nunca, que, cuando nuestro destino está ya demasiado escrito, escrito con fuerza en el cielo, es imposible borrar las letras que lo escriben, que, cuando una persona está destinada a vivir junto a nosotros, por mucho que lo neguemos, siempre formará parte de nuestro hado, y Agnes era mi vida, toda mi existencia, mi destino, mi único amor, la única persona que yo amaría y había amado siempre.

Y quería demostrarle también que para mí no había nada mejor que estar con ella, que el tiempo que habíamos permanecido separadas no había atenuado ni un ápice el amor que yo sentía por ella, que la amaba todavía con una fuerza que no dejaría de crecer con cada momento que viviésemos juntas. Yo sabía que Agnes había llegado a pensar con una convicción indestructible que yo no la amaba, que me había ido porque quería huir del amor que ella sentía por mí, y yo quería destruir esos pensamientos que tanto daño le hacían tan inútilmente.

Por eso me desprendí de la vergüenza que podía detenerme cuando supe que había llegado el momento de demostrarle cuánto la amaba, con gestos, caricias y besos que tanto tiempo llevaba deseando entregarle. Cuando nos encerramos en la habitación que Gilbert me había asignado (tal vez intuyendo que no dormiría sola ni una sola noche), nos miramos con timidez, pero también con alivio, sabiendo que por fin había llegado el momento que nos uniría para siempre, que desvanecería cualquier mota de inseguridad que todavía nos latiese en el corazón. Nos miramos sonriéndonos felices y también con una inocencia que nos hacía reír más y nos tomamos de las manos sin saber qué decirnos. Fue un momento muy bonito, muy mágico, que contrastaba mucho con los momentos más duros en los que tanto la había extrañado. Por fin la tenía allí, delante de mí, al alcance de mis brazos. Ya no existía ninguna frontera que nos separase, que pudiese separarnos otra vez. Yo había destruido todos esos pensamientos que me alejaban de ella, de la portadora de mi felicidad.

Yo notaba que Agnes todavía se sentía muy vergonzosa e incluso puedo asegurar que tenía mucho miedo. Estaba asustada tal vez porque intuía todo lo que iba a pasar entre nosotras. Yo sé que su miedo y su inseguridad nacían de pensar que, tal vez, no podría corresponder a lo que yo esperaba de ella; pero Agnes no me demostró sólo que me amaba con todo su corazón y que su amor era totalmente sincero y pleno, sino también que me conocía mejor que yo a mí misma, mucho mejor de lo que nadie me conocería jamás. Adivinaba enseguida cómo podía hacerme sentir la magia de la vida tan sólo con una caricia, me entregó un cariño y un amor que me hicieron olvidar la soledad que había sentido sin ella, estando lejos de ella, y que incluso me hicieron preguntarme si merecía la pena que me profesase a mí misma tanto rencor. Su amor, su respeto y su infinito cariño me demostraron que no tenía sentido que yo me detestase así si ella me quería tanto.

Me cuesta mucho hablar de esos momentos porque en ellos se mezclaban tantas sensaciones y emociones que me resulta muy complicado distinguir entre unas y otras. Me cuesta definir lo que sentía en realidad, lo que empecé a sentir desde que comenzamos a besarnos hasta que me quedé dormida entre sus brazos.

Todo empezó con un abrazo, siempre lo recordaré; un abrazo que comenzó a distanciarnos del mundo que nos rodeaba. Después, venciendo por fin la timidez que nos inundaba todavía el alma, empezamos a besarnos de un modo muy tierno, casi con cuidado, como si nos diese miedo deshacernos la piel; pero, conforme transcurrieron los instantes, esos besos que habían comenzado siendo tan cautelosos y dulces empezaron a teñirse de pasión y deseo. A partir de esos momentos, todo empezó a ocurrir tal vez demasiado rápido, con una rapidez nacida de la desesperación con la que nos habíamos extrañado, con la que habíamos deseado vivir aquellos instantes, aquella noche. De repente me encontré entre sus brazos, tendida sobre ella, en aquella cama que estaba protegiéndonos tanto, y no dejábamos de besarnos. Yo sentía que ambas respirábamos a través de esos besos que estaban dándonos la vida, que estaban devolviéndonos tantas sensaciones que creíamos perdidas y que estaban entregándonos emociones que ni siquiera sabíamos que existían. No era la primera vez que nos besábamos, pues, antes de que yo me alejase de ella, ya nos habíamos entregado besos inolvidables, cargados de frenesí e incluso impotencia; pero nunca nos habíamos besado así, con tanto descontrol, tan entregadamente, como si se terminase el mundo, como si aquellos besos pudiesen devolvernos el tiempo que habíamos perdido, que habíamos permanecido separadas, y yo sentía que, rápidamente, mi cuerpo se volvía volátil y que perdía la sensación de que tenía materia. Me volvía volátil como si estuviese convirtiéndome en aire y, mientras nos besábamos poniendo toda nuestra alma en esos besos, deseaba, cada vez con más desesperación, fundirme con ella, mezclarme con su cuerpo hasta que su piel y la mía se volviesen una sola piel, mezclarme tanto con ella hasta no saber dónde empezaba mi cuerpo y dónde terminaba el suyo. Quería ser totalmente suya, irrevocablemente suya, y no pensaba en nada, sólo en ser una con ella, en acariciarla por todos los rincones de su ser para descubrir el tacto de su piel, en entregarle con cada abrazo, cada caricia y cada beso todo lo que sentía por ella. Quería demostrarle, a través de la pasión y el deseo que sentía hacia ella, todo lo que la había extrañado, quería asegurarle que para mí no existía nadie más, que ella era la única luz de mi vida, y quería conseguir, con aquella entrega, que nunca más, jamás, volviese a pensar que a mí me convenía más vivir lejos de ella.

Yo sentía que a Agnes le costaba mucho más que a mí desprenderse por completo de la vergüenza que sentía, pero, aún así, nos desnudamos la una a la otra con rapidez y precisión, como si ya no pudiésemos soportar que hubiese barreras entre nosotras. La luz que iluminaba aquellos instantes era muy tenue, procedía solamente de una lámpara de sal cuyo matiz rojizo volvía mucho más íntimo aquel rincón que estaba amparándonos tanto; pero yo sentía que Agnes me deslumbraba, que la luz que irradiaban sus ojos, su piel y sobre todo las preciosas sonrisas que me dedicaba me encandilaba hasta hacerme creer que la oscuridad se había desvanecido para siempre.

Además, aunque estuviese desesperada por el deseo que me dominaba, puedo asegurar que lo que más sentía en aquellos momentos era una inmensa tranquilidad que solamente brotaba de saber que, al fin, había conseguido vencer mis miedos y por fin estaba con Agnes, de saber que nada volvería a separarme de ella nunca más.

Y aquellos besos que tanto nos templaban el alma nos habían lanzado a una dimensión totalmente ajena al mundo en el que nos encontrábamos y sabía que no regresaríamos a la realidad hasta que hubiésemos saciado todo el deseo que sentíamos. Y sobre todo sentía que quería alargar esos momentos hasta tornarlos en mi única realidad. No quería que aquella noche se terminase nunca, quería estar así, acariciándola tan íntimamente, besándola así, con tanta entrega y sobre todo fundiéndome con ella hasta sentirme parte de su esencia hasta el fin de mi vida. Nunca creí que podría gustarme tanto estar con ella. Yo había fantaseado muchísimo con ella, me había imaginado muchas veces que vivíamos aquellos momentos tan delirantes. Me lo había imaginado ignorando la vergüenza y la inseguridad que me dominaban; pero nunca me figuré que pudiesen ser tan maravillosos, que el hecho de amarla así fuese tan mágico, tan increíblemente intenso. Jamás había vivido algo similar, jamás. Yo sentía que Agnes no sólo estaba entregándose a mí físicamente, sino sobre todo anímicamente. Estaba dándome todo lo que ella era, todo lo que podía ser para mí, y, entre sus brazos, sintiendo mi piel bajo sus dedos ágiles, cariñosos y dulces, me sentía tan feliz, tan volátil, tan irrevocablemente satisfecha y aliviada que ni siquiera yo misma sabía cómo podía experimentar esas sensaciones tan hermosas.

No daré más detalles sobre cómo conseguimos, con tanta facilidad, sentir el cielo en nuestro cuerpo, de cómo lográbamos sin esfuerzo que la otra tocase las estrellas con sus dedos. Sólo diré que aquella noche me sirvió para reconciliarme con el mundo, pero sobre todo conmigo misma. Mientras nos amábamos, iban deshaciéndose definitivamente todos mis prejuicios y mis inseguridades. Mientras juntas ascendíamos a ese cielo al que solamente se accede a través del amor, sentí que me reencontraba conmigo misma e incluso que me conocía después de tantos años lejos de mí, lejos de aceptarme tal como fui siempre, y sobre todo pude descubrir que no había nada de malo en amar así, en amarla a ella, y me arrepentí de haberme negado tanto la posibilidad de ser feliz junto a Agnes, de no haberle demostrado qué sencillo era amarla y darle todo lo mejor de la vida. Incluso, durante aquellos momentos tan hermosos y pasionales, en los que compartíamos unas sensaciones que no pueden ser descritas con palabras, sentí la tentación de pedirle perdón con un susurro cargado de amor, de dulzura y de fidelidad; pero no podía pensar ni siquiera en la posibilidad de que ella oyese en mi voz el arrepentimiento que aún me llenaba el corazón. No obstante, sé que Agnes leía en mis ojos todos esos perdones que yo deseaba entregarle. Lo sé porque, cada vez que nos mirábamos a los ojos, con esa profundidad que solamente saben emplear quienes se aman de verdad, me apretaba más contra sí, se acercaba a mi oído y me susurraba que me amaba con una dulzura que me emocionaba, que me incitaba a cerrar los ojos para que ella no percibiese que se me habían humedecido. Cada vez que me declaraba lo que sentía por mí, el corazón se me aceleraba todavía más, notaba un calor muy potente repartiéndose por todo mi ser y sobre todo advertía que mi alma se engrandecía por dentro de mí. Y, durante aquellos momentos, no existió la tristeza nacida de saber que Gaya estaba muriendo, tampoco existió la nostalgia que siempre había sentido hacia Agnes ni tampoco existió el miedo al futuro. Sólo existía para mí su amor, el placer que compartíamos, la forma como ella me miraba, me sonreía, me besaba, me acariciaba y me abrazaba y sobre todo la confianza que cada vez me entregaba con más fuerza, también el modo como decía mi nombre, con esa dulzura que únicamente ella ha sabido y sabe emplear al llamarme, con su precioso acento, con ese infinito amor que ni siquiera le cabe en el corazón, tan fuerte que siempre fue, tanto que la desconsoló de desesperación; pero todo lo malo había quedado atrás para siempre, absoluta e irrevocablemente para siempre, y sabíamos las dos que ya no volveríamos a sufrir tanto por estar separadas. Ya se había iniciado para nosotras la vida en la que tanto nos merecíamos existir.

Después, cuando todo terminó, Agnes se abrazó a mí, se apoyó en mi pecho, cerró los ojos y empezó a deslizar sus suaves dedos por mi vientre, por mi cuello y los detuvo después entre mis cabellos, enredándolos en mis rizos, jugando con mis tirabuzones. Abrió los ojos después y, sonriéndome con muchísimo amor, me miró con los ojos anegados en gratitud, en alivio y en una ternura que me envolvió como si fuese una nube dorada, blanquecina y cálida. Nunca podré olvidar ese momento porque para mí es la prueba más fehaciente de que es posible vencer los miedos y luchar con amor contra la impotencia, la tristeza y el arrepentimiento y también porque me demuestra que es posible que existan personas que no guardan en su corazón ni la sombra más sutil de rencor. La forma como Agnes se comportó conmigo desde que llegué me demostró que es posible amar plenamente, sin darle importancia a los instantes delirantes y terribles, amar sólo dándole voz a ese sentimiento tan intenso que puede iluminar una vida entera para siempre. Yo creía incluso que me hallaba en un sueño y que despertaría mucho antes de que aprendiese a saborear su mágica esencia; pero los minutos transcurrían, y el fin a aquella vida que había comenzado no llegaba y sabía que nunca llegaría.

Además, me parecía que no era la primera vez que compartía con Agnes una noche tan hermosa. Me parecía que llevábamos mucho tiempo viviendo esos momentos tan bonitos, tan entregados y pasionales. La forma como ella me abrazaba me demostraba que ya, en otro tiempo, habíamos dormido así, tan juntas, sin tener miedo, sin sentir vergüenza ni ninguna sensación que pudiese mitigar la magia de esos instantes.

Ardía en deseos de confesarle cómo me sentía, pero sabía que no era necesario que se lo revelase con palabras. Agnes lo sentía en su piel, en su alma, en su corazón, pues la tibia sonrisa que me había dedicado me lo demostraba. Además, me miraba con tanta complicidad y conformidad que sería imposible dudar de lo que ella y yo sentíamos.

También pensé, antes de dormirnos, que era la primera vez que Agnes dormiría protegida por alguien que la quería de verdad. Me pregunté incluso si alguna vez ella habría dormido así, tan feliz, sintiéndose tan resguardada. Me sentí tentada de preguntarle si antes había conseguido dormir profunda y calmadamente, pero no me atreví. No obstante, me pareció que el silencio tibio en el que ella había encerrado su voz me respondía. Me pareció oír la voz de su alma diciéndome: “por fin, Artemisa, por fin podré dormir tranquila, contigo, por fin”.

Y, de pronto, cuando creí que solamente las caricias hablarían suavemente por nosotras, Agnes me miró de nuevo y, con mucha ternura, me preguntó si estaba bien. Yo le sonreí también y, entornando los ojos, aunque sin dejar de mirarla, le confesé que me sentía mucho mejor que nunca, que nunca me había sentido tan bien, que estaba totalmente feliz y que no quería que aquella noche se terminase nunca. Entonces ella me prometió que todas las noches serían así, que siempre podría dormir entre sus brazos, que nunca me dejaría sola y que siempre me protegería, ocurriese lo que ocurriese. Noté que se emocionaba, que le brillaban más los ojos, pero ella no lloró, tal vez porque se tragó sus lágrimas. Sin embargo, yo sabía que, si lloraba, aquel llanto solamente manaría de la felicidad más intensa.

Entonces, antes de cerrar los ojos, me pidió que yo tampoco dejase de abrazarla nunca, que no la soltase en toda la noche, que quería dormir sintiendo continuamente que estaba a su lado, que ya no estaba sola. Yo le prometí que nunca más dormiría sola mientras yo respirase y entonces ya cerró los ojos, con calma, y se quedó dormida entre mis brazos, apoyada en mí, respirando cada vez más serenamente. Se durmió ella antes que yo, tal vez porque su agotamiento nacía de muchas noches sin dormir bien, durmiendo en un lugar en el que nadie la protegía así, en un lugar lleno de soledad, y, durante unos largos minutos, solamente me dediqué a sentir su inaudible respiración, la tibieza de su cuerpo y la suavidad con la que ella iba sumergiéndose en el sueño, cada vez respirando más silenciosamente. Y qué felicidad sentí entonces, cuánto amor, cuánta dicha, cuánta gratitud, sobre todo gratitud. Y yo también me dormí con los ojos humedecidos por la emoción más hermosa.

Y todas las noches siento lo mismo cuando nos dormimos juntas, que soy la persona más afortunada del mundo por tenerla conmigo, por poder dormir junto a ella, por poder protegerla entre mis brazos y calmarla cuando tiene alguna pesadilla. Me siento afortunada por saber que ella confía en mí más que en nadie y que soy la persona con la que desea dormirse siempre, hasta el fin de sus días.

Y debo confesar que, cuando nos amamos, cuando nos entregamos así, con tanta plenitud, y disfrutamos juntas de las sensaciones más potentes y placenteras de la vida, es cuando más viva me siento, es cuando entiendo por qué estoy aquí en este mundo y son esos momentos los que dotan de sentido todo el esfuerzo que hacemos para poder mantenernos en esta existencia que a veces tanta energía nos quita. Cuando estamos juntas, al fin protegidas en nuestros abrazos, el mundo, con sus agobiantes estímulos, queda atrás y solamente existimos en esos instantes que tanto nos unen, que despiertan nuestros instintos más profundos, que nos hacen volar y volar sin necesidad de tener alas, que nos vuelven un solo ser. No puedo negarlo, es cuando la vida más brilla para mí, cuando la tengo así conmigo, suspirando entre mis brazos, demostrándome cuánto me ama con esas caricias, esos abrazos y esos movimientos que tanto nos funden, que tanto nos deshacen.

Mi hermana me demuestra muchas veces que no comprende que sea tan importante para nosotras vivir esos momentos, pero es que de veras son la muestra de que es posible que la felicidad se concentre en unos instantes que deseamos volver eternos, es posible sentir de pronto toda la felicidad de la vida. Y eso solamente me ha ocurrido con Agnes.