domingo, 18 de febrero de 2018

DIARIO DE ARTEMISA: MARTES, 23 DE ENERO DE 2018

Martes, 23 de enero de 2018

Mi alma pide que llegue pronto la primavera. En estos días que son un poco más cálidos, me doy cuenta de que todo mi ser ansía que se vaya ya el invierno, que se marchen ya el frío y los días cortos y que venga poco a poco esa templanza que despierta la naturaleza, que llegue ya el aroma del renacimiento y sobre todo que se alarguen los días, que la tarde tenga más instantes de luz. Yo adoro el invierno. Sinceramente, creo que me gustan todas las estaciones del año porque en todas encuentro motivos para estar cómoda y feliz, todas me parecen llenas de detalles preciosos y entrañables que las hacen únicas; pero sí es cierto que mi estación preferida es la primavera; aunque también afirmo que el otoño es mi estación predilecta justo cuando el verano reina con todo su esplendor y parece imposible su llegada; pero ahora deseo tanto que llegue la primavera que me parece imposible que el invierno pueda hacerme sentir acogida, y eso que este invierno fue muy corto, está siendo muy extraño, pero adoro la primavera e incluso cuando llega la primavera siento que va creciendo por dentro de mí una energía muy bonita que durante el invierno me falta, aunque también tengo que tomarme vitaminas para enfrentar con fortaleza el cambio que está operándose en la naturaleza. La llegada de la primavera, pese a que sea tan bonita, a muchas nos quita energía, aunque tengamos el alma llena de esperanza. A mí la llegada de la primavera siempre me ha hecho sentir muy esperanzada y sé que este año va a ocurrirme lo mismo. Hace unas semanas, cuando empezó a hacer ese calor tan inusual para estas fechas, me di cuenta de que estaba recuperando algo que en invierno no tenía casi voz para mí y me sentía con más ganas de vivir, de salir, de caminar durante horas por la calle; pero de nuevo vino el frío y otra vez ansío refugiarme en nuestro hogar y pasarme aquí las horas con tranquilidad, haciendo lo que sea, aunque nunca permito que me venzan esas ganas de encerrarme aquí. Aún así, hoy vuelve a hacer un día primaveral, de éstos que tanto ansío vivir. Agnes, sin embargo, tiene miedo a que llegue ya el calor. Ella también adora el otoño y el invierno, aunque también son estaciones en las que se desanima muchísimo, en las que siempre tiene recaídas bastante importantes. No obstante, me acuerdo de que, el año pasado, en marzo y abril, estuvo también muy desalentada. Tuvo una recaída tan grave que incluso pensé que tendría que dejar el trabajo, pero ella es muy testaruda y, aunque se encuentre muy mal, a punto de deshacerse, sigue yendo a trabajar.

Hoy quería hablar de cómo me encuentro anímicamente. Llevo unos días sintiéndome muy rara. No estoy triste ni tampoco desesperanzada, para nada; al contrario, con Agnes soy inverosímilmente feliz, siempre, hagamos lo que hagamos. Lo que siento cuando estoy entre sus brazos, cuando estamos tan juntas, cuando paseamos por la calle, cuando leemos juntas, cuando escuchamos música, cuando hablamos durante horas sobre lo que sea y simplemente cuando nos abrazamos y permanecemos así, protegiéndonos la una a la otra en un abrazo que reduce nuestro mundo, no tiene palabras, son sentimientos que no se corresponden con nada físico, con nada empírico, con nada que se pueda explicar o demostrar porque es tan intenso, tan bonito y tan mágico... pero fuera de nuestro mundo experimento sensaciones que me abruman. Hace tiempo, mucho tiempo, hablo de dos años, como mínimo (para mí es mucho tiempo), regresé al mundo real, a esta realidad, bueno, más bien, a la realidad que han construido los demás para que todos vivamos en ella; esa realidad que a veces nos resulta tan insufrible. Regresé a esta realidad después de vivir durante cuatro años en un mundo que apenas se vinculaba con éste, con este mundo lleno de coches, de estímulos agobiantes, de personas que van siempre corriendo, de prisa, de luces, de ruido, de contaminación; este mundo en el que solamente podemos vivir si trabajamos día tras día, aunque no tengamos ganas, aunque nos sintamos completamente incapaces de enfrentarnos un nuevo día a nuestra rutina ineludible. Viví durante cuatro años en una isla en la que solamente había naturaleza, en la que había muchos ríos caudalosos, en la que llovía muy a menudo, en la que se manifestaba con mucha fuerza el cambio de las estaciones. Era una isla que parecía no formar parte de este mundo. Y esa vida la viví como si no hubiese tenido otra antes, como si hubiese nacido en ese lugar en el que tan acogida me sentía. Yo creía que había nacido para vivir allí, solamente, y para mí, de verdad, no existía un lugar mejor de la tierra, no existía otro lugar que pudiese parecerme más o tan acogedor como aquél que se había convertido en mi morada. Incluso yo me sentía de ese lugar, como si hubiese vivido allí el resto de mis existencias. Agnes tiene una conexión fortísima con su tierra y yo la tuve con ese lugar, mucho más que con el pueblo donde nací. A León, a mi provincia, le tengo mucho cariño porque fue la cuna de esta vida mía, de mi vida actual, pero no siento que le deba a mi tierra todo lo que soy ni tampoco se me quiebra el alma por vivir lejos de esos lares. No necesito hallarme allí para sentirme completa, tampoco ese lugar me define tal como soy, no creo que no pueda ser feliz si no regreso al lugar donde empezó esta existencia. En cambio, esa isla para mí tan mágica sí me dio todo lo que nunca me dio ningún lugar antes. Allí me sentía completa, allí sentía que era yo, que siempre podría vivir siendo yo misma sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin tener que reprimirme mis sentimientos y mis creencias. Podía vivir allí (y de hecho así lo hacía) siendo lo que vine a ser a este mundo, siendo yo, cultivando la tierra, enseñando a otras personas que se interesaban por nuestra religión, por nuestras creencias y nuestro modo de vivir. Las chicas a las que yo enseñaba eran felices cuando les transmitía esas lecciones. Yo leía en sus ojos una conformidad que no tiene comparación con nada. Ellas me escuchaban con una atención inquebrantable, no me interrumpían, no me ponían nerviosa, no sacaban lo peor de mí, al contrario, me hacían ser la mejor profesora del mundo, me hacían sentir especial, me hacían sentir única, me querían y me respetaban, pero también eran mis amigas, éramos amigas, podíamos confiar las unas en las otras sin pedirnos nada a cambio, con una seguridad que ningún alumno ni alumna supo darme nunca. Y entonces sí sentía que había merecido la pena esforzarme tanto por sacarme esa carrera que siempre soñé estudiar. Nunca me pregunté si era necesario que me volcase tanto en ellas, nunca dudé de por qué siempre quise ser maestra. Mientras viví allí, siempre sentí que todo lo que yo era merecía la pena, que había nacido para desempeñar todas esas funciones que desempeñaba allí, en ese rincón del mundo que se había convertido en mi único mundo.

Hoy siento mucha nostalgia, muchísima, por ese lugar. Llevo todo el día pensando en esa isla, recordando momentos preciosos que allí vivimos: los hermosos y sublimes rituales que celebrábamos juntas, las noches en las que hacíamos meditaciones conjuntas para enviarle sanación a la Tierra, las mañanas en las que cultivábamos nuestras tierras, aquellos fines de semana que íbamos a alguna feria y colocábamos nuestro puesto (en el que había pulseras o collares hechos por nosotras, en los que había infusiones que nosotras mismas preparábamos) y era feliz, sin plantearme nada. Y el tiempo pasaba junto a la Diosa, entre las demás sacerdotisas, entre las alumnas que después se iniciaban, y todo parecía maravilloso e inquebrantable. Yo sí sentía que había nacido para estar allí, para vivir así.

Y creo que siento tanta nostalgia porque el domingo por la noche soñé que regresaba a esa isla junto a Agnes y la primera persona con la que nos encontrábamos era Ethlinn; pero yo la veía tan distinta... No era la misma. Estaba muy envejecida y era idéntica a Gaya. Caminaba apoyándose en un bastón, con muchísima dificultad y lentitud, y, cuando hablaba, su voz temblaba, ninguna palabra sonaba fuerte en sus labios. No miraba apenas a su alrededor porque casi ya no veía y oía sólo lo que le decíamos junto a su oído, nada más. El mundo estaba quedándose en silencio y a oscuras para ella. Además, en ese sueño, Agnes me confesaba enseguida que Ethlinn estaba a punto de morir, que había hecho bien en regresar porque así podría despedirme de ella, y yo me sentía en esos momentos como si en realidad estuviese viviendo por segunda vez la muerte de Gaya. No podía aguantarme las ganas de llorar y comenzaba a llorar mientras el viento mecía las ramas de los árboles, provocando un sonido que me acogía. Y Agnes estaba junto a mí, tomándome de la mano, dispuesta a abrazarme en cuanto yo se lo pidiese con los ojos, tal como estuvo cuando asistimos juntas al entierro de Gaya; tan cercana y cariñosa como entonces, haciéndome entender que ella era mi mayor apoyo, el más grande apoyo que yo tendría jamás en la vida. Y entonces en esos momentos me arrepentía de haber ido allí con ella, de haberla llevado a mi isla en vez de haber retornado a Galicia, y recordaba de repente que Agnes había consentido en viajar allí casi sin que yo tuviese que insistirle en que lo hiciésemos, reprimiéndose sin embargo unas indestructibles ganas de volver a su tierra, pero callando sus deseos, como siempre, y yo me sentía de nuevo muy egoísta y triste, tan triste que ni siquiera me atrevía a abrazarme a ella para protegerme entre sus brazos. Me daba vergüenza mirarla a los ojos porque ella siempre satisfacía todos mis deseos sin prestarles atención a sus anhelos. En esos momentos yo pensaba que era imposible volver a Galicia porque, además, nos habíamos gastado mucho dinero en el viaje que habíamos hecho a la isla y, encima, no podríamos ahorrar apenas porque era imposible guardar dinero en ese lugar, ya que prácticamente todo lo que conseguiríamos ganar tendríamos que destinarlo al mantenimiento de nuestro hogar y de nuestra propia vida, y me sentía morir, me sentía tan inmensamente mal que ni siquiera podía respirar.

Y después, mientras lloraba y lloraba, comenzó a llover mucho y recuerdo que me senté en el suelo temblando de decepción, de rabia hacia mí misma y sobre todo de impotencia; pero Agnes se arrodillaba a mi lado y me abrazaba muy fuerte, quizá intuyendo todo lo que yo estaba sintiendo, y el cielo se oscurecía por encima de nosotras mientras yo me deshacía en llanto y no dejaba de pedirle perdón. Le pedía perdón por cosas que ni siquiera Agnes sabía, por haber dudado de mí misma, de nuestro amor, de todo, por haberla llevado allí, por no haber vuelto a Galicia, por haberme ido cuando más me necesitaba, por ser tan estúpida, por equivocarme tanto y tanto; pero Agnes no me escuchaba. Sólo me abrazaba y me limpiaba las lágrimas con sus cariñosos dedos mientras me decía: tranquila, Artemisiña, tranquila, miña vida, y a mí me dolía mucho más el alma cuando oía su dulcísima voz y su entrañable modo de hablar, me desolaba más notar todo el amor que me entregaba con esos gestos tan sencillos que a la vez tanto me arropaban. Y yo en esos momentos no me creía merecedora de su amor, no me lo merecía.

Y es que ese sueño me hizo pensar en tantas cosas... Sé que ese sueño es una alegoría de lo que ocurrió entre nosotras. Agnes me perdonó sin que yo ni siquiera tuviese que pedirle perdón. Me perdonó siempre, nunca me guardó rencor por haberme ido, a pesar de que tenía muchos motivos para odiarme, para echarme de su vida en cuanto yo regresase, después de cuatro años lejos de ella, después de que ella hubiese sufrido lo que no está escrito por culpa mía. Y yo no puedo olvidar eso, no puedo, porque Agnes es mucho mejor persona que yo, yo a su lado soy torpe, tonta, estúpida, egoísta y absurdamente infantil, pero ella siempre me demuestra que estará a mi lado siempre, que lo que siente por mí es real, mucho más real que cualquier cosa, y no importa nada, ni el tiempo ni el espacio, nada, ni mis errores ni nada. Me demostró que sólo le importaba que hubiese regresado cuando, aquella noche, después de cenar, en casa de Gilbert, antes de que yo comenzase a llorar pidiéndole perdón, ella me miró con esos ojos tan tristes y a la vez tan llenos de amor, con esos ojos tan rechazados siempre, tan profundos y expresivos, y yo sentí que, a través de esa mirada con la que me acogía, me llenaba el alma de amor, me hacía saber con mucha fuerza y decisión que no era necesario que le pidiese perdón, me acariciaba las heridas que yo misma me había hecho en el corazón al irme tanto tiempo, al irme tan lejos de ella, y esa mirada para mí contuvo todas las palabras del mundo, todas, contuvo todos los sentimientos y las emociones existentes y que aún quedaban por existir y sobre todo contuvo el sentido de mi presencia en el mundo. Y entonces supe cuán equivocada había vivido durante todo ese tiempo. Es cierto que en aquella isla me sentía completa, pero me faltaba Agnes, mi Agnes, y yo, todos los días, cuando abría los ojos, inconscientemente, antes incluso de que el sueño se me fuese del todo, pensaba en Agnes y me preguntaba dónde estaría y me levantaba sintiendo que arrastraba un peso que yo no quería mirar, al que yo no quería enfrentarme, y seguía viviendo encontrando la paz en cualquier momento, pero siempre sintiendo que me faltaba algo, y por eso regresé, además también porque me enteré de que Gaya estaba muriéndose. De Agnes nadie supo decirme nada, nadie se atrevió a confesarme dónde estaba, porque sabían que yo llegaría mucho más derrumbada de lo que ya llegaba, más rota y deshecha, si me enteraba de dónde se hallaba. Esa vida tan brillante, una vida mágica propia de una leyenda, se quebró en miles de fragmentos irreparables cuando, al encontrarme con Gilbert en el aeropuerto de Barcelona, me enteré de que Gaya estaba muy enferma y que Agnes estaba de nuevo en el hospital. Durante unos larguísimos minutos, no pude decir nada. Sólo sentía un feroz nudo presionándome la garganta y sentía que todo lo que yo era estaba deshaciéndose, como si yo fuese hielo y la realidad en la que estaba adentrándome fuese un poderoso incendio. Sentía que se quebraba algo por dentro de mí y que estallaba esa burbuja en la que yo había mantenido encerrados mis miedos y mis más profundos sentimientos y entonces por todo mi ser se esparció ese inmenso arrepentimiento que no sabía experimentar, que jamás pude experimentar. Y sentí al mismo tiempo rencor y pánico hacia lo que yo era, hacia lo que había sido y lo que me quedaba por ser, porque en esos momentos tampoco me reconocía, no sabía quién era, pues mi identidad (la persona que yo había sido durante esos cuatro años) se había roto en mil pedazos y, en ese lugar, en esas circunstancias, ya no tenía ni el menor sentido.

Ansiaba preguntarle a Gilbert cómo estaba Agnes, pero no me atrevía a hacerlo. Lo único que podía pensar era que, si se hallaba encerrada de nuevo en el hospital, entonces estaría muy, muy enferma, que posiblemente ni siquiera podría reconocerme, que ya no habría forma de recuperarla, que la había perdido para siempre, que había perdido la oportunidad de ser feliz con ella, de estar con ella siendo lo que ella era y podía ser junto a mí, que yo misma la había matado con mi ausencia, dejándola tan sola, yéndome tan lejos, arrebatándole la oportunidad de sentir que alguien la quería de verdad y que adoraba todo lo que ella era. Por Gaya ya no se podía hacer nada, eso también lo sabía muy bien, por mucho que también me arrepintiese de haberme ido alejándome de la posibilidad de compartir con ella los últimos años de su vida, pero también pensaba que Gaya había vivido ya mucho, que había podido sacarle a su vida todo el jugo que tenía, toda su esencia; pero Agnes era muy joven todavía y en esos momentos me preguntaba si ella había vivido de verdad, si había podido saber lo que era realmente estar viva con toda su magia.

Gilbert y yo caminamos hacia el aparcamiento del aeropuerto sumidos en un insoportable silencio que ninguno de los dos se atrevía a quebrar. Yo me sentía a punto de desvanecerme de dolor. Me dolía la garganta, me dolía la cabeza y el pecho, mucho, como si todas las ganas de llorar del mundo se me hubiesen concentrado allí, y, además, tenía mucho miedo a ese llanto porque sabía que, si me atrevía a liberarlo, no tendría fin, estaría llorando durante horas; pero, en cuanto salimos del aeropuerto y empezamos a circular por la autopista, comenzaron a brotarme las primeras lágrimas. No podía hablar y el llanto me había invadido por completo, se había apoderado de todo lo que yo era. Gilbert paró el coche en cuanto pudo, en cuanto encontró un rincón en el que no molestase a nadie y en el que pudiésemos permanecer todo el tiempo que necesitásemos. Recuerdo que era otoño, que las primeras horas de la tarde brillaban mucho y los últimos suspiros del sol me herían en los ojos, reflejándose en mis densas lágrimas. No me acuerdo de qué hora era, pero en esos momentos a mí me parecía que estaba perdida en un tiempo que ni transcurría ni estaba detenido.

Gilbert me dijo: “llora, Artemisa, anda, no sigas reprimiéndote el llanto”. Yo oí su voz lejana, como si no susurrase en mi realidad, pero sus palabras me acariciaron muchísimo el alma.

Recuerdo que lloré como hacía muchísimo tiempo que no lloraba, ahogándome en mis lágrimas, sintiendo que no podía respirar, que el mundo se me había caído encima, que ya no me quedaba ningún motivo para dejar de llorar. Se derramó por dentro de mí toda la añoranza que había sentido por Agnes durante todos aquellos años y sobre todo sentía impotencia, muchísima impotencia, mucha, por todo lo que ya no podía remediar. Y al mismo tiempo sentía muchísimo terror, pero me cuesta mucho explicar de dónde nacía ese intenso pánico. me aterraba mucho no encontrar en mi futuro nada de lo que yo conocía, me aterraba que estuviese yéndose mi pasado, me aterraba saber que yo misma había destruido lo que había tenido y pude tener.

Gilbert también estaba muy triste, pero su tristeza sólo nacía de una razón y posiblemente eso le permitiese permanecer más sereno y le facilitase intentar tranquilizarme. Me acuerdo de que me acariciaba los cabellos, que me decía continuamente: “llora, pequeña, llora”, y también me abrazó como el padre que yo siempre supe que podía ser para mí. En esos momentos me arrepentí también de no haber intensificado más ese lazo que nos unía, pero también noté en aquel abrazo que Gilbert ya estaba muy mayor y eso me dolía mucho también.

Y sí lloré como una niña pequeña. Tal vez fuese la primera vez en mucho tiempo que lloraba siendo consciente de que tenía demasiados motivos para llorar. Pocas veces lloramos así a lo largo de nuestra vida. Era un llanto que salía a borbotones de mi alma, que me había descontrolado la respiración, que me había convertido en un ser que solamente albergaba desolación. Y ese llanto no tenía fin, lloraba sin sentir que se terminarían algún día las ganas de llorar. Reitero que pocas veces lloramos así a lo largo de nuestra vida. Cuando somos niños, lloramos así más a menudo que cuando ya crecemos, pero, cuando lloramos así siendo ya adultos, ese llanto tiene mucha más fuerza que nunca. Y a pocas personas he visto llorar así a lo largo de mi vida. Incluso puedo asegurar que solamente he visto llorar así a Agnes. NI a mi hermana la vi llorar así nunca, ni a Gilbert (ni siquiera cuando enterramos a Gaya él se desplomó de ese modo, aunque eso no quiere decir que no lo hiciese en soledad) ni a nadie más, ni a Gaya ni a nadie que yo conozca. Y es fácil identificar ese llanto cuando se apodera de otra persona porque es inconfundible. Esa persona llora, llora y llora sin sentir calma, llora y llora y el tiempo se pasa, transcurre lentamente, pero pasa. Y así lloró Agnes cuando nos fuimos de Galicia este octubre pasado, así, sin fin, como si se hubiese terminado el mundo, así lloró también cuando regresó del trabajo y entró en casa aquel lunes de cenizas, justo después de volver de nuestro viaje, y ya no volví a verla llorar así desde entonces.

De repente me di cuenta de que la noche se había lanzado sobre los últimos rayos de sol y ya había caído la tarde, el crepúsculo se había ido, y Gilbert y yo seguíamos detenidos allí, en la cuneta de esa carretera tan importante. Entonces, cuando vi que nos rodeaba el ocaso, me separé del pecho de Gilbert y le pedí que me llevase a ver a Agnes.

Él me dijo que posiblemente no me conviniese reencontrarme con ella después de haber hecho un viaje tan largo, pero yo le insistí y él no pudo oponerse. Recuerdo que el trayecto hacia el hospital no duró ni siquiera una hora. Enseguida ya estuvimos allí, pero yo tardé más de cinco minutos en atreverme a bajar del coche.

Ni siquiera había sido capaz de preguntarle a Gilbert cómo estaba Agnes. Estuviese como estuviese, yo lo sabría, por eso preferí que fuese ella misma quien respondiese a todas mis preguntas.

Gilbert no quiso entrar conmigo. Aquello me desconcertó muchísimo, pero tampoco le pregunté nada. Cuando me comunicó que él no vendría conmigo, que me esperaría en el coche, vi que en sus ojos resplandecía un sentimiento demasiado grande. Creí detectar arrepentimiento en su mirada y sobre todo vergüenza, pero tampoco pude decirle nada, tampoco pude solicitarle que me acompañase ni tampoco le confesé que no me atrevía a reencontrarme con Agnes a solas, pero me fui callando todo lo que deseaba decir.

Mientras la enfermera me conducía hacia la habitación de Agnes, rogaba sin cesar que me reconociese, que ella pudiese saber quién era yo, que pudiese recordarme. Me planteaba también la posibilidad de que ella no quisiese saber nada más de mí, pero prefería mil veces que me rechazase y me echase de su lado, lo prefería mil veces antes que la posibilidad de que no me reconociese.

La enfermera me comunicó, antes de abrir la puerta de la habitación de Agnes, que en aquellas horas no estaban permitidas las visitas, pero que conmigo estaban haciendo una excepción. Yo no podía preguntarle nada, tampoco. Estaba paralizada por mis ruegos y mis miedos y la enfermera parecía detectar mis emociones, por eso ella tampoco me preguntó nada.

Recuerdo que Agnes estaba leyendo cuando yo entré, en su habitación, precedida por la enfermera que, al parecer, ya conocía muy bien a Agnes y a la que Agnes tenía una confianza muy bonita. Lo primero que me sorprendió fue detectar la concentración con la que leía. También me asombró y me alivió captar la inmensa lucidez con la que miró a la enfermera mientras ella le hablaba y, sobre todo, me dejó paralizada la mirada que residía en sus profundos ojos negros. Era una mirada tan y tan triste, pero a la vez tan serena... Creo que ninguna palabra podrá explicar jamás la apariencia de esa mirada.

Yo sé, y lo sabía muy bien en aquel momento, que Agnes se había dado cuenta de que yo estaba allí, pero también percibí que se esforzaba por mantener intacta la templanza con la que deseaba comportarse, y de veras lo agradecí; pero también me asustaba que llegase el momento en el que la enfermera se marchase y nos dejase a solas. No sabía qué podría decirle, no tenía ni idea de cómo podría quebrar el silencio que seguramente se apoderaría de nuestra voz.

El corazón empezó a latirme muy rápido cuando oí que la enfermera le preguntaba a Agnes si quería quedarse a solas conmigo y cuando vi que Agnes le afirmaba con la cabeza, con un movimiento casi imperceptible que, sin embargo, contenía demasiados ruegos y muchísima gratitud.

Mientras la enfermera hablaba con ella, en esos efímeros momentos, me fijé tímidamente en el aspecto de Agnes. Me esperaba encontrarla así, pero no pude evitar que el alma me temblase al descubrir lo delgada que estaba, mucho más que nunca. Creí que su delgadez estaría provocándole problemas físicos, pero también debía reconocer que no había perdido ni un ápice la hermosura que siempre la había caracterizado. Seguía siendo tan bonita como siempre. Sus ojos, aunque estuviesen tan llenos de tristeza, eran los más bellos que jamás vi, sus facciones seguían siendo tan elegantes y finas, todavía tenía el pelo negro, muy negro, largo e incluso brillante y su cuerpo me parecía todavía muy imponente, pese a que también desprendía mucha fragilidad. Me pregunté muchas veces por qué estaba tan delgada. Cuando la ingresaron por segunda vez, también estaba muy delgada, pero aquella vez era demasiado y yo incluso temía que ya no pudiese recuperarse nunca más; pero sobre todo me afectó la apariencia de su mirada. Aún no había oído su voz. Sólo se había comunicado con la enfermera a través de sutiles gestos cuyo significado la enfermera parecía conocer muy bien. Me pregunté por qué no había hablado, si es que su voz se había perdido en el intenso silencio que nace de la tristeza más honda y tuve mucho miedo a la posibilidad de que su dulce y aterciopelada voz nunca más volviese a sonar y que jamás volviese a oír su entrañable e inconfundible acento.

La enfermera me miró con los ojos llenos de gratitud antes de irse y aquella mirada me sirvió para descubrir que aquella mujer sí apreciaba a Agnes y sí se preocupaba de veras por ella; lo cual me emocionó mucho. Tuve que luchar contra las ganas de llorar, otra vez. Recuerdo que en esos momentos estaba a punto de deshacerme en llanto y que no podía evitar que los ojos se me humedeciesen continuamente. Y sé que Agnes se dio cuenta enseguida de que estaba a punto de ponerme a llorar.

Cuando la enfermera se fue y cerró la puerta tras de sí, Agnes me miró con mucha timidez, como si al principio no supiese quién era yo, como si yo fuese alguien totalmente desconocido para ella; pero aquellas percepciones duraron apenas unos segundos. Inevitablemente, caminé hacia ella, unos pasos, sin atreverme a decirle nada, mientras la miraba buscando en sus ojos el eco de su voz.

Entonces Agnes se levantó y se acercó a mí. Noté que se reprimía las ganas de tomarme de la mano y de decir mi nombre y aquello me sorprendió mucho, muchísimo, porque pensaba que Agnes me miraría con rabia en cuanto nos quedásemos a solas y me echaría de su lado sólo con unas palabras que podían romper definitivamente mi vida: “vete, ya no te quiero en mi vida”.

Pero Agnes ni tan sólo me pidió explicaciones con sus ojos. Noté que mi nombre temblaba en sus labios y que no se atrevía a pronunciarlo, como si tuviese miedo a que yo me desvaneciese si me llamaba. Lo que sí pude leer en sus ojos fue una eterna gratitud. Creí oír, en mi alma, como si su mente y la mía pudiesen comunicarse sin usar las palabras: “gracias, gracias por volver, gracias por no olvidarte de mí, gracias, gracias”. Sí, fue un interminable gracias lo que Agnes me lanzó con sus ojos negrísimos, en esos momentos ya tan húmedos como los míos, y lo único que pude hacer fue acercarme más a ella y abrazarla con mucha timidez mientras la llamaba, mientras decía su nombre sabiendo que, por fin, ella podría oírme, por fin.

Ardía en mis labios un perdón que no me atrevía a pronunciar, pero sí se lo pedía con aquel abrazo que, poco a poco, ambas fuimos intensificando. Al principio, Agnes me abrazó titubeante, con miedo incluso, con vergüenza, mucha vergüenza. No sé qué le provocaba más vergüenza, si saber que era yo la persona que la abrazaba, si pensar que yo podía detectar cuánto me amaba todavía o el miedo a que yo advirtiese lo delgadísima que estaba; pero lo que más se desprendió de sus brazos en aquellos primeros instantes en los que nos abrazamos fue mucha timidez y sobre todo fragilidad. Agnes me parecía tan frágil que me daba miedo apretarla contra mí, pese a que era lo que más deseaba hacer; pero entonces, al notar que yo no me apartaba de ella, Agnes me abrazó con mucha más plenitud, ella sí, presionándome débilmente contra su cuerpo, mientras yo notaba que se reprimía las ganas de llorar. Sentir en mi propia alma que Agnes se aguantaba el llanto me hizo llorar inevitablemente. Empecé a llorar entre sus brazos sin dejar de pronunciar su nombre. Agnes también se atrevió a pronunciar el mío, con un susurro que contenía demasiada incredulidad y miedo, miedo a que aquel momento fuese un sueño; pero no lo era, y ambas lo sabíamos. Era el principio de nuestra verdadera vida. Era el reencuentro más real y mágico que jamás pudimos soñar.

Que Agnes me recibiese así, con tanto amor, sin hacerme sentir en ningún momento que podía llegar el instante en el que ella comenzaría a pedirme explicaciones, me serenó mucho, empezó a repararme el alma. Y, pese a que estuviese tan triste, los fragmentos de mi alma que se habían esparcido por mi ser al enterarme de que Agnes estaba encerrada otra vez se unieron de nuevo cuando, después de poder pedirle perdón con todo mi corazón, ambas compartimos los momentos más íntimos que jamás habíamos compartido antes, cuando nos amamos tan tiernamente aquella primera vez, en esa noche tan extraña, en esa misma noche en la que nos reencontramos.

Pero también recuerdo que no hizo falta que yo le dijese que ella podía venir conmigo, que yo deseaba sacarla de allí. Agnes había adivinado enseguida que había regresado para no volver a abandonarla nunca más; tal vez por eso se entregó a mí tan rápidamente, sin desconfiar ni un ápice de mí. Nunca ha desconfiado de mí, jamás. Jamás me ha preguntado si la quiero de verdad, si volveré a irme, jamás me ha pedido explicaciones de por qué me fui; al contrario, cuando yo intento dárselas, ella me interrumpe diciéndome que no es necesario que le pida perdón ni me disculpe por, simplemente, querer vivir mi vida.

Y aquella primera noche en la que le entregué todo lo que yo era, como jamás lo había hecho antes con nadie ni en ninguna circunstancia, supe que Agnes no me guardaba rencor porque el amor que nos une era y será siempre mucho más fuerte que cualquier otro sentimiento, y supe también que, aunque nos costase mucho, ambas conseguiríamos construirnos una vida hermosa en la que seríamos felices, por fin, aunque todavía tuviésemos que llorar mucho. Yo sabía que Agnes todavía estaba muy enferma y que le costaría muchísimo empezar a recuperarse, pero yo estaba totalmente dispuesta a ayudarla en todo lo que fuese posible. No obstante, recuerdo también que, durante el año en el que vivimos en casa de Gilbert, más bien fue Agnes quien me consoló, quien me ayudó a aceptar la muerte de Gaya y quien me devolvió, poco a poco, el respeto que debía profesarme a mí misma. Agnes me ayudó mientras ella se encontraba tan mal, durante ese tiempo en el que ni siquiera se atrevía a salir sola a la calle, en el que todas las noches tenía pesadillas horribles de las que yo tenía que despertarla con mucho cuidado, durante esos meses en los que lloraba de repente por cualquier cosa, en los que cualquier estímulo podía asustarla tanto y provocarle un intenso ataque de pánico. Estuvo a mi lado muchas veces tragándose sus propias lágrimas, pero estuvo a mi lado, así, tan enferma, disfrutando igualmente de todos los momentos que compartíamos, de nuestro amor, de cualquier cosita que viviésemos juntas. Aunque todavía estuviese así, tan malita, todos los días, absolutamente todos, cuando abría los ojos, me miraba con un amor tan grande que no cabía en este mundo, me sonreía mientras me abrazaba y me besaba feliz, sintiéndose dichosa de haber despertado a mi lado, haciéndome sentir cuánto valor tenía la vida, sobre todo porque al fin estábamos juntas, y recuerdo que todos los días, al despertar, me preguntaba cómo estaba, me abrazaba muy cariñosamente, me transmitía con sus gestos, su voz y su inmenso cariño cuán dichosa se sentía por estar conmigo (y eso sigue haciéndolo todos los días, pase lo que pase). Y creo que eso era lo que más valor tenía, es eso lo que más valor tiene.

No sé por qué acabé contando todo esto, pero necesito desahogar tantas cosas todavía, tantos sentimientos... Agnes nota que no me encuentro muy bien, que llevo dos días estando un poco ausente y tal vez algo distante, pero no sé decirle qué me ocurre. Cuando estamos juntas, me olvido de todo esto, pero cuando estoy sola, sin ella, o cuando no me encuentro entre sus brazos, vuelven estas emociones tan extrañas. Ayer, si no me preguntó qué me ocurría al menos diez veces, no me lo preguntó nunca, siempre de diferente manera, con indirectas, con preguntas directas también, pidiéndome que me desahogase con ella si lo necesitaba, riéndose tiernamente cuando le decía que no me pasaba nada, sabiendo que le mentía. Y es que yo no quiero que sepa que siento nostalgia de esos lares en los que fui tan feliz. No quiero porque no es lo que más me importa ahora mismo.

Y me pasé toda la tarde escribiendo. Creo que por hoy ya es suficiente. Sí necesito contarle a Agnes todo lo que aquí escribí, pero me cuesta mucho hablar de todo esto, me cuesta porque me siento todavía culpable por todo el dolor que causé al irme, y cuando la miro y la veo tan entregada a mí, cuando siento con cuánta plenitud me da todo lo que es, todo ese dolor se va y es como si siempre hubiésemos vivido aquí, en este hogar que ya siento tan nuestro.

Y para mí todas las veces que nos amamos son como la primera vez, como esa primera noche en la que descubrí el verdadero tacto de su piel, en la que fui consciente de cuánto amor podía caber en una caricia, de cuánta vida podía haber en unos besos intensos, entregados y profundos, en la que descubrí qué bonito y potente era compartirlo todo con la persona que nos ama y que amamos. Entre risas, entre suspiros, nos uníamos cada vez más, con esos abrazos que tanto nos mezclaban, con esas caricias que eran el lenguaje más explícito que podía comunicarnos, y cada noche vuelvo a descubrirla, a encontrar los rincones más íntimos de su ser, de su vida, a ser una con ella y sobre todo descubro lo feliz que me siento entre sus brazos, compartiendo con ella esas sensaciones que tanto nos alejan de la realidad. Y, también, esas miradas que nos conectan, a través de las que nos hablamos, esa complicidad que grita en nuestras silenciosas miradas, eso es el sentido de lo que soy ahora.

Tras un día intenso de trabajo, en el que me he desgastado hablando, intentando que me escuchen (aunque he de decir que los alumnos han cambiado conmigo, pero ya hablaré de eso en otro momento), cuando me reencuentro con Agnes en casa, cuando ella llega también después de tantas horas separadas, siento que todo lo que hago tiene sentido, que mi vida se corresponde con lo que soñé. La felicidad está también en etapas en las que se mezcla el esfuerzo con la dicha, eso será así siempre.

2 comentarios:

  1. Qué capítulo tan para disfrutar, para dejarse llevar por las palabras y hacerlas sentimientos. Lo que Artemisa siente por Agnes es muy difícil de explicar, aunque sin duda ella consigue acercarnos a lo más interno de su amor. Es curioso cómo el capítulo empieza refiriéndose a asuntos que parecen que no tienen mucho que ver con esto, la primavera, el tiempo, las estaciones... es como si no pudiera empezar directamente por lo que le preocupa y fuese metiéndose en harina poco a poco, pero la verdad es que es un recurso que funciona, porque vamos siguiendo con toda naturalidad la secuencia lógica y sin darnos cuenta nos hemos metido en todo el fregado de los sentimientos, me parece algo muy bien construido, que se puede mostrar en una escuela de escritores.

    Es curioso también cómo refleja Artemisa con tanto tino las diferentes capas de la felicidad. Por un lado, no cabe duda de que su estancia de cuatro años en la isla supuso una aproximación bastante buena a la felicidad, de hecho desde su realidad actual recuerda con nostalgia esos momentos, en los que aparentemente vivía una plenitud en la que no parecía faltar nada...

    Yo creía que había nacido para vivir allí, solamente, y para mí, de verdad, no existía un lugar mejor de la tierra, no existía otro lugar que pudiese parecerme más o tan acogedor como aquél que se había convertido en mi morada.

    Lo dice incluso con rotundidad: "Podía vivir allí (y de hecho así lo hacía) siendo lo que vine a ser a este mundo, siendo yo". No se puede expresar mejor y sin embargo algo nos dice que ese estado mental tan placentero y perfecto seguramente no lo era tanto cuando finalmente la cosa no duró tanto como podía suponerse.

    Es bonito también cómo, a través de ese sueño, reintroduce la añoranza de su estancia en la isla, pero con una diferencia fundamental: ya no regresa sola, sino con Agnes. Me ha encantado especialmente cómo define a Agnes, porque creo que es una definición universal, la que hace una persona enamorada de su pareja: "Agnes es mucho mejor persona que yo, yo a su lado soy torpe, tonta, estúpida, egoísta y absurdamente infantil, pero ella siempre me demuestra que estará a mi lado siempre, que lo que siente por mí es real, mucho más real que cualquier cosa, y no importa nada, ni el tiempo ni el espacio, nada, ni mis errores ni nada". Eso es el amor en estado puro. Más adelante, tras la parte en que rememora cómo fue su reencuentro, y cómo Agnes no le quiso hacer ningún tipo de reproche, algo que realmente es sorprendente y la define a la perfección, vuelve a hablar de Agnes de un modo tal que la personifica como el amor más puro:

    Jamás me ha preguntado si la quiero de verdad, si volveré a irme, jamás me ha pedido explicaciones de por qué me fui; al contrario, cuando yo intento dárselas, ella me interrumpe diciéndome que no es necesario que le pida perdón ni me disculpe por, simplemente, querer vivir mi vida.

    Por eso todo lo demás da lo mismo, por eso el trabajo, el tiempo, todo queda en un segundo plano para Artemisa... ¡y para cualquiera! El amor es tan poderoso que puede compensarlo todo, no cabe duda. Me parece que este capítulo es eso, un enorme canto al amor, no sé si habrán vivido entre ellas esa tontería enorme del día de los enamorados, pero no lo necesitan, porque para ellas todos los días son así, precisamente.

    Y con serenidad y virtuosismo has creado un capítulo que debería ser obligatorio leer cuando tuviésemos dudas en la eficacia del amor.





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  2. He vivido un auténtico infierno, bien lo sabes. Pensaba, que al estar en la cama y sin ir a trabajar, podría leer sin problemas la entrada, pero ha sido completamente imposible. Hoy, después de muchos días, puedo sentarme frente al ordenador y leer la entrada, por fin.

    La entrada de Artemisa muestra varias etapas en su vida y muchos sentimientos encontrados en este tiempo. En primer lugar, su viaje a la isla. Ella sintió una conexión muy especial con esa isla, más incluso que su tierra natal. Recordarlo le ha devuelto en parte la paz que allí vivió, aunque también todas las consecuencias que aquello tuvo sobre sus seres más queridos. Podría decirse, en un primera impresión, que siente un vínculo tan especial con esa isla como Agnes con Galicia, pero examinando detenidamente la entrada, te das cuenta que no es así. Ella misma lo sabe, por eso se arrepiente, por eso tiene esa pesadilla. Agnes aceptaba viajar allí, sin rechistar, sonriendo, mientras que ella no puso sobre la mesa regresar a Galicia, cuando el vínculo entre Agnes y su tierra es sin duda mucho más profundo.

    Todo esto le hace recordar lo mal que lo pasó Agnes en su ausencia y que jamás le reprochó nada. Eso sería lo más fácil, echarle en cara su abandono, pero jamás lo hizo. Y no es que no lo hiciese por no herirla, no lo hizo simplemente porque ella es así. En su corazón no tiene cabida el rencor y los reproches. Se centró en lo que de verdad, su amor.

    Artemisa se desahoga, cuenta todo lo que le quema por dentro y de esta forma, se quita un peso de encima. Quizás ahora, habiendo confesado todas estas cosas y llegando su tan ansiada primavera, pueda avanzar con más fortaleza y sintiéndose mejor. Se reprocha sus errores, se menosprecia ante Agnes, pero todos cometemos errores, y seguiremos equivocándonos en un futuro, a veces incluso de forma sorprendente, pero así es la vida. Lo importante es tener a tu lado personas que te apoyen, que sepan que esos errores simplemente forman parte de la vida y te perdonen al igual que tu lo haces con ellos.

    Un entrada muy bonita, Ntoch.

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