sábado, 24 de febrero de 2018

DIARIO DE AGNES: VIERNES, 19 DE ENERO DE 2018

Viernes, 19 de enero de 2018

No escribía desde el 1 de enero. No escribí porque realmente apenas tengo tiempo para sentarme delante del ordenador y convertir en palabras lo que siento, lo que pienso o me ocurra en cada momento. Vivo días muy intensos en los que parece imposible creer que tengamos tiempo para respirar. Además, son días intensos no sólo por todo lo que hacemos, sino también porque anímicamente siento que me encuentro totalmente conectada con la vida, conmigo misma, con mi alma. Tampoco quería escribir para contar precisamente esto porque temía que, al explicar que me encuentro tan bien, esta buena época se trocase en nieblas, de nuevo; pero pasaron ya varias semanas en las que me siento plena, feliz incluso, y hoy me siento mucho más feliz porque, por fin, se confirmó que en abril podremos volver a Galicia. Tenemos ya los billetes de avión y ya podemos empezar a planear todo lo que haremos.

Sin embargo, no es sólo eso lo que me tiene tan contenta; es algo que no sé explicar. Desde que empezó este año, sentí que algo cambió por dentro de mí y ese cambio se refleja incluso en mi forma de vestir, antes siempre tan oscura y ahora ya algo más alegre. Me siento distinta, como si alguien me hubiese limpiado el alma, como si ya hubiese dejado atrás las brumas que pueden esconder el brillo de mi alma, y tengo la bonita sensación de que, desde que me encuentro así, nuestro hogar es mucho más acogedor, Artemisa está incluso más feliz y sonriente, todo nos va mejor también y hasta parece que en el instituto ella ahora está mucho más tranquila. Los alumnos que tanto la agobiaban se tornaron más dóciles y ahora, por lo que ella me cuenta, parece ser que le prestan más atención, y es que ella se lo merece. Me gustaría mucho haber sido alumna suya. Estoy segura de que sería para mí una de esas maestras que nunca se olvidan.

Yo recuerdo que, cuando iba a la escuela, lo que más sentía era aburrimiento y ganas de correr libre por el bosque, aprendiendo por mí misma sin que nadie tuviese que obligarme a permanecer durante horas sentada en un pupitre. No sé realmente por qué me aburría tan rápido si siempre nos contaban cosas nuevas, pero yo siempre tuve la sensación de que enseguida entendía todo lo que nos explicaban. En cuanto nuestra maestra (solamente teníamos una maestra) empezaba a hablarnos de cualquier tema, yo ya podía intuir todo lo que nos transmitiría después. Y ese aburrimiento se volvía insoportable cuando la maestra tenía que repetir las cosas cien mil veces porque alguien no las entendiese. Me entretenía leyendo el libro de las asignaturas, me entretenía también dibujando, escribiendo, haciendo cualquier cosa que me ayudase a evadirme. Luego, la maestra siempre le decía a mi madre que no comprendía cómo era posible que yo, sin escucharla en clase, sacase siempre tan buenas calificaciones. Nunca suspendí ni un solo examen, a pesar de que apenas oía las palabras que la maestra pronunciaba. Me sentaba, además, en el último pupitre de la clase para pasar desapercibida y prácticamente siempre me inventaba alguna excusa para huir de clase. A veces le decía a la maestra que me dolía la barriga, otras le decía que tenía que ayudar a mi madre en la veiga y sé que ella nunca me creyó, pero la mayoría de veces no se oponía a que me marchase porque sabía que igualmente yo aprobaría cualquier examen. Además, mi madre tampoco me regañaba si regresaba de la escuela antes de tiempo porque sabía que yo sentía que estaba perdiendo allí el tiempo. También hacía los deberes enseguida. Así pues, nadie tuvo jamás ningún motivo para recriminarme mi comportamiento.

Me acuerdo de que la escuela estaba en otra aldea y, para llegar a ese edificio pequeño, solamente de una planta, con dos clases como mucho, tenía que caminar al menos una hora por esa carretera estrecha, orillada por los bosques que siempre amé tanto, y a mí ese trayecto me hacía sentir viva. Recuerdo perfectamente el olor de todas las mañanas, cuando el sol ni siquiera había rozado con sus rayos el cielo de la madrugada. Recuerdo el olor de los árboles recién despiertos, el sonido del viento, el olor a tierra, el orballo de la mañana, tan frío y húmedo, la voz tan queda del río susurrando entre las rocas, más allá de los árboles, de los poderosos troncos que me ocultaban el color de los últimos suspiros de la noche. Y ese frío que se me pegaba en las manos, en la cara, que se me metía en el cuerpo, del cual me protegía con mi abrigo y mi bufanda de lana, mientras amparaba contra mi pecho los libros que tenía que llevar, mientras, colgada a mi brazo, llevaba la bolsa del almuerzo. Yo no quería llegar nunca. Quería que el camino se alargase y se alargase hasta el infinito y que nunca apareciesen las primeras calles de la aldea vecina, tan bonitas, tan inclinadas como las que distribuían mi aldea, y esas casas también tan antiguas, y el campanario de la iglesia, tan pequeñina como la nuestra, más bien era una ermita, un pequeño santuario lleno de misticismo y silencio. Siempre la mañana, tan silenciosa, amaneciendo tan paseniñamente, rozando el cielo ese sol que tan tarde salió siempre en mi tierra. Y me detenía tantas veces a observar cómo las montañas iban recibiendo los primeros murmurios del día, felices y a la vez serenas porque de nuevo llegaba el alba, el amanecer de una nueva oportunidad para desprender toda su beldad.

Y sobre todo ese silencio tan y tan hondo que parecía poder rozarse con los dedos. Yo tenía la sensación de que ese silencio se tragaría mi voz si hablaba. Qué recuerdos tan bonitos, tan mágicos. Y es que yo adoro el silencio. Aprendí a entenderlo enseguida, cuando ni siquiera tenía un año, porque yo recuerdo que le pedía a mi avoíña que saliésemos al bosque cuando caía la tarde, cuando casi que no cantaban ya las aves y los animales se protegían en sus hogares, y entonces ella y yo callábamos mientras sonaba solamente el viento y el río.

Cuando llegaba a la escuela y me reencontraba de nuevo con los mismos niños de siempre, me preguntaba si ellos también sentirían las mismas emociones que yo al caminar por la carretera que comunicaría su aldea con aquélla en la que estaba la escuela, pero todos parecían tan alterados, tan felices sin embargo y con tanta energía para correr, para perseguirse, para reír mientras olvidaban sus libros en cualquier rincón... Y yo los miraba sintiendo que ellos eran niños y que yo estaba muy lejos de ellos, de querer correr tras otra persona, de querer reír a carcajadas junto a ellos, de querer compartir mi júbilo con nadie. Siempre pensé de la misma forma, y no por ello considero que fuese una niña infeliz, para nada. Lo que ocurre es que creo que realmente nunca fui niña, o solamente lo fui cuando mi avoíña vivía, cuando ella me hacía sentir niña, cuando ella me recordaba que todavía era una rapaciña inocente que apenas había vivido nada, pero ella también se equivocaba y yo sé que ella era consciente de que no podía engañarme. Porque no puede ser niño alguien que intuye con tanta convicción la muerte de un ser querido, alguien que vio la Santa Compaña y entendió tan nítidamente lo que estaba sucediéndole. No puede ser niño alguien que entiende con tanta profundidad la vida, todos sus matices, todas sus caras, y que sabe ver más allá de cada instante y de cada hecho. Puede que estas palabras resulten presuntuosas, pero es lo que siento, lo que siempre sentí, y es que hay personas que llegamos a este mundo siendo tan diferentes y a la vez especiales... como si no formásemos parte de esta realidad que se desempeña con tanta prisa, sin detenerse.

Mas no me siento desafortunada ni desdichada por ello. Ahora es cuando empiezo a apreciar mi modo de ser, realmente, ahora es cuando entiendo realmente lo que fui y lo acepto. Y es ahora cuando consigo por fin sonreír a la que fui antaño, a la forma de pensar que siempre me caracterizó, y me reencontré ya por fin con la Agnes que creció tan rápidamente, con tanta celeridad, entendiendo por qué la vida la hacía madurar tan pronto, tan presto, tan cedo... pero es así como fue mi pasado y de él aprendí ya tantas cosas que sería imposible describirlas todas, y no me arrepiento de haber vivido así, ni siquiera puedo culparme por no haberme comprendido y querido como me merezco porque realmente nadie se esmeró en enseñarme a amarme a mí misma, sólo mi avoíña intentó que me entendiese, pero se fue demasiado pronto y sin lograrlo, y eso sí me apena.

Pero ahora ya no siento lástima ni desesperación cuando recuerdo mi pasado; al contrario, me gusta hablar de él, me gusta explicar lo que yo sentía entonces, porque ahora tengo la sensación de que todo lo que cuento está teñido de una nostalgia que no hiere en el corazón, al contrario, se trata de una nostalgia que hace brillar cada recuerdo.

No sé, realmente, qué me ayudó a aceptar todo lo que fui y lo que soy ahora. Tal vez fuese Artemisa, su amor y su comprensión, pero creo que nunca estuve así antes, sintiéndome tan feliz y conforme con la vida. Sé que los sueños llegarán a cumplirse algún día porque, entonces, no tendría sentido que los albergásemos en el alma, y que la vida son etapas que se suceden. Y ya hace tiempo que me sumergí en una etapa muy bonita que, sin embargo, hasta hace poco no comenzó a deslumbrarme de veras.

Cada vez que miro a mi Artemisiña a los ojos, siento en el pecho y en el estómago una intensísima emoción que muchas veces está a punto de llenarme los ojos de lágrimas, y sé que es dicha y gratitud lo que siento. Otras veces, cuando me hallo lejos de ella, y pienso en lo que es, siento que de repente todo mi alrededor brilla, dondequiera que me encuentre, y que esa luz me llega de ella, de su alma. Y pienso en la suerte que tengo de poder estar con ella, con alguien que me entiende tan y tan bien, que nunca me juzga, que se esmera en hacerme feliz, que lo consigue con tanta sencillez, con alguien que me ama de verdad. Yo pensaba que ella nunca conseguiría comprender todo lo que soy, pero lo hizo enseguida, mucho antes de que yo lo intuyese; aunque tardó mucho tiempo en reconocerlo realmente.

Y sé que ahora es cuando podemos vivir esta existencia tan bonita, porque antes habría sido imposible. Hasta hace poco me sangraban aún mucho las heridas que tenía en el alma; las cuales parecen haber desaparecido, pero yo sé que solamente se callaron, aunque también sé que tardarán mucho tiempo en alzar de nuevo su voz. Si ella me hubiese conocido cuando ni siquiera hubiese cumplido los diez años, en esa época en la que asistía a la escuela no porque me obligasen, sino porque adoraba el camino que me llevaba hasta la aldea en la que se hallaba, le habría parecido una niña tan rara, tan incomprensible y antipática... Ella cree que, si nos hubiésemos conocido antes, cuando éramos niñas, nos habríamos llevado bien enseguida, pero yo creo todo lo contrario, y no porque no me parezca bonito ese sueño, sino porque me conocí siempre muy bien. Yo era muy huraña, realmente. Nunca me gustó compartir mis momentos con nadie. Lo único que deseaba era estar sola, pero porque yo nunca me sentí sola. Cuando estaba en el bosque, cuando caminaba por los alrededores de mi aldea, me sentía acompañada por la fuerza más grande y sobre todo por mí misma. Yo sabía que a mí misma nunca me juzgaría y por eso me gustaba tanto estar sola, porque yo era mi mejor amiga, aunque tampoco me quería realmente y no sé si me respetaba de verdad, pero no me hacía falta estar con nadie para sentirme plena y siempre creí que nunca precisaría de nadie para creerme especial. Tampoco necesitaba creerme así, la verdad; pero Artemisa desmontó todos mis pensamientos. Ahora sería incapaz de vivir sin ella. Creo que nunca pude vivir sin ella desde que descubrí que existía, desde que me encontré con ella en aquellas sesiones de hipnosis que Gaya me hizo. Yo la amaba antes de conocerla.

Si ella hubiese sido una de esas niñas que asistían a la misma escuela que yo, me habría mirado desde la distancia, quizás con curiosidad, pero también sintiendo una especie de rechazo hacia mí, tal vez algo de miedo hacia mi presencia. Con mis ojos seguro que la habría asustado, con mi silencio la habría apartado de mí antes de que ella se plantease la posibilidad de hablarme. Y no declaro todo esto quejándome de esa situación, para nada. Simplemente soy realista, reconociendo lo que fui, lo que era. Además, a mí me habría costado muchísimo confiar en ella. Yo no confiaba en nadie, solamente en la tierra, en los árboles, en la naturaleza en sí, en mi tierra, en mi hogar, pero en las personas no confiaba y me parecía imposible imaginarme confiando en alguien. Yo pensaba que los sentimientos de las personas eran efímeros. Y me hace gracia evocar estos recuerdos porque parece como si, en ellos, yo no me percibiese como parte de la humanidad, sino perteneciente a otra especie diferente; pero es que de veras que mis sentimientos siempre fueron los mismos, cualesquiera que fuesen, siempre sentí de la misma forma, siempre experimenté las mismas emociones ante los mismos hechos, siempre sentí igual y siempre amé igual. Sigo queriendo de la misma forma a mi avoíña, amaré siempre así a Artemisa y sentiré por mi tierra un amor que nadie podrá destruir jamás. Posiblemente, el único sentimiento que por fin cambió para mí es el rencor que sentía hacia mí misma; un rencor absurdo, un sentimiento absurdo que para nada merece la pena sentir, algo inútil y totalmente dañino. Ahora empecé a respetarme, a comprenderme, a aprovechar las cosas que sé hacer, a sacarles brillo a las virtudes que tengo. Cada uno de nosotros tenemos virtudes únicas que nos hacen especiales y tenemos que saber sacarlas a la luz para que los demás las vean brillar.

Pero yo sé que nada de esto sería posible sin Artemisa. No dependo de ella para vivir, es cierto, pero sí la necesito para completarme, para sentir que mi vida está plena, llena de sentido. Yo sé que cada una de nosotras es única y que no precisamos de la otra para ser quienes somos, pero juntas nos completamos y nos complementamos. Además, es precioso y muy mágico amar a alguien que te entiende tan bien, que sabe cómo eres, que conoce todos los rincones de tu alma y que se interesa, día tras día, por tus sentimientos, por tus pensamientos y tus sonrisas, que no te juzga y que te protege cuando te sientes frágil; alguien que es una parte de ti porque te completa, alguien a quien completas con tu existencia, alguien a quien le importa tu bienestar por encima de todas las cosas, alguien que respira contigo, compartiendo contigo el aire, la felicidad, la tristeza y la ilusión. Y merece la pena amar, merece mucho la pena amar así, si ese amor existe para alguien tan maravilloso como mi Artemisiña. Por ella, merece la pena estar así, tan llena de vida, tan plena, tan feliz, junto a ella, porque se merece recibir toda la dicha de la vida, toda la luz de la vida, toda la magia de cualquier existencia.

3 comentarios:

  1. Son unos recuerdos muy bonitos los que tiene Agnes sobre su etapa en la escuela. Esos paseos por el bosque yo creo que es lo que más le marcó, haciendo el recorrido a la escuela un momento único en el día. En mi caso, la mente borra los malos momentos, que han sido muchos, y recuerdo cosas que no olvidaré jamás. Llegar del cole y merendar viendo Espinete, jugar con mis juguetes en la terraza, salir con Raúl a jugar con los Fraggel, el último día ante de las Navidades o de las vacaciones de verano...En lo demás, prefiero no pensar demasiado.

    Agnes tiene suerte, es posible que sea superdotada. Yo no me enteraba de nada, por mucha atención que pusiese. Al menos, a pesar de sus malos momentos y estar sola sin amigos (sin contar a su abuela), era feliz y no necesitaba nada más. Siempre se sintió diferente y ahí la puedo entender muy bien.

    Está pasando una época muy buena, en la que se siente optimista y feliz. Le da miedo escribir sobre esto por si se tuercen las cosas, y es que da miedo que esa felicidad desaparezca sin venir a cuento. También me siento identificado en eso de aprender a quererse. Quizás sea la asignatura más difícil y en la que más nos cuesta aplicarnos, aprender a quererse y valorarse.

    Esta entrada es otra demostración de amor hacia Artemisa. Estoy seguro que se emocionará al leerlo, son palabras muy bonitas y profundas. Ella es la que la complementa, juntas c

    ResponderEliminar
  2. Se quedó fuera una frase, Ntoch.

    Ella es la que la complementa, juntas caminan juntas y son felices. Una entrada mágica, como todas las que escribes. ¡Me encantaaaa!

    Ahora síii

    ResponderEliminar
  3. Qué bonita entrada, la verdad. Mucho. He acompañado a Agnes en su camino al colegio, casi me parece verlo y sobre todo sentir ese relente mañanero, y cómo aparecen las primeras casitas de la aldea vecina, es curioso cómo reconoce que querría no verlas porque así se anuncia el final del camino, pero al mismo tiempo se da cuenta de que la calle empinada con sus casitas es muy linda, está perfectamente retratada esa visión infantil de las cosas.

    Comprendo también perfectamente cómo se aburría en la escuela porque todo le parecía fácil y casi sabido de antemano, por suerte su maestra también comprendió que era mejor no hacerle perder el tiempo encerrada siempre, y tenía manga ancha para que se pudiera ausentar a veces de la clase. Agnes era, sin duda, una superdotada. Lo que me produce rechazo es su afirmación de que apenas si fue niña, (dice que sí pero que hasta que murió la abuelita), porque yo creo que precisamente el que lo comprendiera todo y tuviese es visión cabal y completa de todo es precisamente un signo de infancia, en que todo nos resulta claro y sencillo; es de adultos, al menos en mi caso, cuando se nos complica la cosa, aparecen embrollos, y con ellos inseguridades, pero de niño no, de niño sabes que todo funciona como un reloj, las cosas pasan porque así tienen que ser las cosas, y no tiene nada de raro que un ratón cambie tus dientes por monedas, y así tantas cosas más. Lo mágico y lo cotidiano no se separan, son parte de la misma realidad, y solo de adultos empezamos a rechazar que se pueda hablar a los gatos, o que las plantas puedan tener frío o miedo. De niños sabemos que podríamos volar si corriéramos contra el aire y saltáramos fuerte, fuerte, y que los perritos nos comprenden cuando jugamos con ellos. Todo eso me lo transmite Agnes, y creo que sigue siendo así, lo que pasa es que eso no es ser adulto: es ser niña, pero ella no lo sabe, porque lo que no sabe es precisamente ser adulta.

    Y haber encontrado a Artemisa es la guinda, la prueba del nueve de que finalmente ha llegado al lugar de sus sueños, por eso quiere ir con ella a Galicia, creo yo, porque es tener lo que antes necesitaba: un alma gemela. Artemisa es también la abuela que perdió, la madre que no pudo tener, la compañera de clase con la que escapar juntas y tirar piedras al arroyo con los pies dentro de él.

    Todo eso está en tu relato, de verdad estás muy inspirada.

    ResponderEliminar