Empieza
un año nuevo. Aunque para Artemisa y yo un año nuevo comienza el 1 de
noviembre, esta fecha también es muy importante, no sólo porque, en el mundo en
el que vivimos, un año empieza este día, sino también porque, aunque tengamos
nuestras propias creencias y sigamos otras costumbres, es imposible
desvincularse de lo que siempre formó parte de nuestra vida. Además, cuando la
gente que nos rodea nos incita a celebrar esta fecha con felicidad, es
imposible huir de esa euforia que nos invade toda el alma cuando somos
conscientes de que queda atrás una época y comienza otra. Los propósitos que
nos hacemos, los recuerdos del año que se marcha y sobre todo el precioso hecho
de compartir con nuestros seres queridos ese momento en el que finaliza un año
y empieza otro tiene a veces mucha más fuerza que cualquier creencia a la que
nos aferremos.
He
de reconocer que éste fue el primer año de mi vida en el que realmente recibí
un año nuevo sintiéndome tan feliz y emocionada. El año pasado también lo
celebramos de una forma muy bonita, pero anoche yo creo que todas estábamos muy
eufóricas y felices. Lo celebramos con Casandra, que vino a cenar a nuestra
casa, y la complicidad que había entre nosotras nos unía mucho y nos instaba a
ser conscientes de cuánto valía compartir ese momento.
Brindamos
deseando que en este año que entra (y que ya empezó) se cumplan todos nuestros
sueños o al menos una parte de ellos. Yo no sé si se cumplirán todos mis
sueños, pero lo que sí sé es que recibí este año con muchas ganas de valorar
todo lo que tenemos, con muchas ansias de ser feliz, de vivir plenamente cada
momento y de dar las gracias por existir, simplemente por poder respirar en
esta vida, por tener a Artemisa a mi lado y también el cariño y la confianza de
Casandra, quien es alguien esencial para nosotras. Además, tengo la intuición
de que en este año nos ocurrirán muchísimas cosas buenas, de que va a ser un
año muy bueno no sólo para nosotras, sino también para mi tierra. Y lo sé
porque este año pasado fue horrible para Galicia y ahora tiene que recibir
muchas cosas buenas; la contraparte a todo lo malo que le sucedió. También
tengo la intuición de que algo cambió por dentro de mí. Me siento diferente y
realmente no sé por qué, no sé de dónde nacen estas sensaciones, pero hoy pasé
un día muy bueno y tranquilo junto a Artemisa y yo creo que hoy de veras empezó
una nueva época para todos.
Ayer,
cuando terminamos de cenar, cada una de nosotras rememoró los momentos más
bonitos de este año y también los más difíciles y tristes. Nos escuchamos con
atención las unas a las otras, sin interrumpirnos, con interés y cariño.
Recordando los instantes más mágicos y también los más desoladores de este año
que se fue era una forma de despedirnos de todas las bendiciones que recibimos
este año y también de enfrentarnos a los momentos que estuvieron a punto de
deshacernos. Hablar de lo que vivimos este año nos ayudó también a resaltar las
buenas cosas que nos ocurrieron y también a prometernos a las unas a las otras
y también a nosotras mismas que en este año que empezó ya seríamos más fuertes
y valientes y, también, nos prometimos que nos apoyaríamos en todo lo que
necesitásemos.
Después
de mantener esas conversaciones tan bonitas y productivas, llenas de tanta
complicidad, también estuvimos hablando de las capacidades especiales que tiene
cada una de nosotras y de lo hermoso que es que tengamos esos dones que nos
vuelven tan mágicas. Casandra, por primera vez desde que nos conocemos, se
atrevió a preguntarme cuándo me di cuenta de que podía presentir lo que
ocurriría y qué sentí cuando me percaté de que podía intuir que alguien que yo
quería moriría. Casandra nunca fue capaz de preguntarme por ello porque siempre
supo que me costaba mucho hablar de ese tema, pero, ayer, la energía tan bonita
que nos rodeaba me incitó a relatarle a Casandra esos momentos tan importantes
de mi vida. Les expliqué a Artemisa y a Casandra que, cuando apenas tenía cinco
años, predije que mi avó moriría ahogado en el mar. Puede que a alguien que
no conozca mi vida ni la de mis seres queridos le resulte ilógico que mi avó,
un hombre que vivía en las montañas de Ourense, faenase en el mar con tanta
frecuencia. Casandra tiene muy pocas nociones sobre la vida de mi familia, por
eso ayer le conté que mi avó conoció a mi avoíña en Compostela una tarde de
primavera en la que llovía suavemente. Mi avó amaba la ciudad de Compostela. Él
nació en Muxía y era en su costa donde siempre faenaba, pero aquella tarde
había acudido a Santiago de Compostela dispuesto a realizar junto a unos amigos
suyos una peregrinación a Fisterra y también tenían la intención de ir después a
Teixido para hacer su famosa romería. Mi avoíña, por su parte, había acudido a
Santiago de Compostela porque estaba enamorada de su preciosa catedral y
deseaba pasar en esa bonita ciudad unos días junto a su madre. No conozco todos
los detalles de la vida de mi avó, pero lo que sí sé es que él y mi avoíña se
enamoraron profunda y sinceramente en cuanto se conocieron. Mi avó le enseñó a
amar el mar a mi avoíña, a ella, a una mujer que era tan de tierra y de montaña
como yo, a una mujer que amaba los bosques y que prefería esconderse entre los
antiguos robles y los majestuosos castaños que protegían su aldea antes que
perder la mirada por las violentas olas que arañan las rocas que forman
nuestras preciosas costas. Mi avoíña empezó a amar el mar porque mi avó le hizo
descubrir lo bonito que era, porque le hizo descubrir cuán majestuosa y
poderosa es una tormenta en el mar. Mis avós se casaron al cabo de un año,
cuando ambos pudieron disponer de una mejor situación económica, y mi avó vino
a vivir a Ourense, junto a mi avoíña; pero, aunque él también aprendiese a amar
nuestros bosques, nuestra aldeíña y nuestras preciosas montañas (las que
siempre se llenaban de nieve cuando llegaba el invierno), no podía vivir lejos
del mar. Así como no podía vivir lejos de mi avoíña, tampoco podía permanecer
distanciado del mar durante largos meses, por eso pasaba varias semanas lejos
de casa. A mi avó no lo asustaba el mar, al contrario, lo fascinaba su fuerza,
su poder, su inmortal presencia. Incluso amaba las potentes treboadas que
tantos barcos hundían. A él no lo aterraba la posibilidad de morir lejos de la
costa. Sé que él siempre deseó morir en el mar, por eso sé también que él no
murió sufriendo; aunque dejó mucho dolor al marcharse. Sé que él murió feliz,
envuelto en el violento viento que agita el océano, arropado por las
indestructibles olas que agreden nuestra costa. Él murió feliz, en paz, aunque,
seguramente, los últimos momentos de su vida fueron horribles. Murió una noche
de tormenta, de repente. Yo supe que moriría porque, cuando lo vi por vez
postrera, su presencia estaba rodeada por un halo de luz muy tenue que
interrumpía las sombras del ocaso y que se mezclaba con los primeros suspiros
de la noche. Supe que iba a morir porque en sueños vi cómo su barca se hundía y
supe que había muerto cuando noté que algo se quebraba por dentro de mí, como
si mi alma estuviese llena de ramas que perdían sus hojas y una se hubiese
desprendido de su amparo, como si mi ser fuese una corriente de agua que se
detuvo por unos instantes. Y, cuando él murió, me quedé paralizada, sin poder
sentir nada, silenciada por dentro, como si alguien hubiese acallado la voz de
mis sentimientos y de mis pensamientos; pero enseguida recuperé la noción de mí
misma y sentí, por supuesto que sentí, con todo mi ser, sentí con una fuerza
que no cabía en mí, y grité de horror, de tristeza y de impotencia como si
hubiese despertado de una terrible pesadilla.
Yo
sé que conozco más cosas de mi avó de las que él creía, muchas más de lo que
pensaba mi avoíña, pero nunca fui capaz de confesárselo porque sabía que, si
ella descubría que lo conocía tan bien, la herida que la vida le había horadado
en el alma se llenaría de melancolía. Yo sabía que la relación que mi avó
mantenía con el mar era muy mágica y especial. Él lo amaba pese a que fuese tan
peligroso. Hablo de mar siempre, pero sé que es un océano el que devora tantas
vidas. Y mi avó también sabía que aquel mar que él amaba tanto también podía
matarlo, y no le importaba faenar entre sus poderosas olas.
Cuando
mi avó murió, supe que él no había pasado miedo al ver que su barca se hundía.
Posiblemente, aunque mi avoíña también tuviese la capacidad de presentir lo que
ocurriría en el futuro, yo fuese la primera persona que supo que él había
dejado de respirar. Al día siguiente, encontraron su cuerpo en la costa. El mar
le devolvió su cuerpo a la tierra, como si las olas no quisiesen quedarse con
su esencia, como si el mar supiese que él tenía que dormir eternamente bajo la
tierra en la que también había sido tan feliz. A veces, hay hechos cuyo porqué
jamás podremos descubrir, hechos que parecen decididos por un alma que piensa y
siente con mucha más consideración que nosotros. Yo sé que el mar siempre fue
consciente de que él y mi avoíña debían descansar juntos en el mismo rincón del
mundo, por eso no se quedó con el cuerpo de ese hombre que lo amó tanto, que
sintió tanta fascinación por su fuerza y sus misteriosas leyendas; de las
cuales tanto les habló a esa mujer que lo escuchaba sin cansancio y a esa niña
que después soñaba con todo lo que él había narrado.
A
Casandra y a Artemisa les hablé de todo lo que yo de él sabía, de lo que había
sentido cuando supe que moriría, pero también de cómo se me rompió el alma
cuando presentí que mi avoíña también se iría de este mundo, cuando supe que mi
avoíña también abandonaría la vida y me dejaría tan sola en aquella tierra que
tanto amábamos las dos. Cuando intuí que ella se iría, me quedé incluso sin
poder respirar. Me costó saberme en el mundo albergando esa certeza tan
horrible en mi mente e intenté destruirla con toda la impotencia que ésta me
despertaba, como si creyese que, al desear que se desvaneciese, conseguiría deshacerla
para siempre; pero no podía luchar contra nuestro destino, y bien lo sabía.
Les
conté que siempre predije la muerte de mis seres queridos cuando el atardecer
se convertía en noche, justo en ese momento que en mi lengua llamamos entre lusco
e fusco, justo cuando las sombras de la noche devoran los últimos suspiros del
día. Recuerdo perfectamente ese momento en el que sentí con todo mi ser que
estaba viendo a mi avoíña por última vez, por derradeira vez, a derradeira vez
que la veía, que podía hablar con ella, y digo derradeira, en mi lengua, porque
para mí no hay otra palabra que defina mejor una última vez que esa, que
significa explícitamente que después de esa vez ya no hay otra, nunca más habrá
otra; aunque, después, yo pude verla de nuevo en Samaín, cuando el velo que
separa el mundo de la muerte y el de la vida se diluye para que podamos
comunicarnos con nuestros seres queridos que se marcharon, pero en este mundo
ya nunca más volvimos a mirarnos a los ojos ni a hablarnos.
Y
les conté ayer que, aquel crepúsculo, cuando me dirigía hacia su casa para que
cenásemos juntas, la vi entre dos árboles. Su imagen aparecía difuminada, como
si lloviese de las primeras sombras de la noche, y yo sabía que ella no estaba
allí. Lo sabía porque de sus ojos no emanaba ningún sentimiento (y ella siempre
miraba con mucha emoción, siempre, a quienquiera que se hallase delante de
ella. Sus ojos también tenían voz). Supe que ella no estaba allí porque me daba
la sensación de que el viento podía mecer su presencia si lo deseaba, podía
jugar con ella y deshacerla. Cuando la vi allí, tan efímera, tan volátil, supe
por qué la veía, supe qué quería decir que ella estuviese allí, entre los
árboles, tan delicada. Y de repente desapareció llevada por el viento, tal como
yo había intuido que sucedería si se atrevía a soplar.
Y
en ese momento la vida cambió por completo para mí. Cambió para siempre. Ese
momento fue una fisura que siempre separaría mi niñez de mi adolescencia. Cuando
entendí por qué se me había aparecido la imagen de mi avoíña, me quedé
paralizada, sin pensar, durante unos largos segundos; pero el viento enseguida
me arrancó de mi quietud y me devolvió brutalmente a la realidad. Corrí
entonces hacia la casa de mi avoíña temiendo que fuese demasiado tarde, pero yo
sabía, en el fondo de mi ser, que ella aún estaba viva y que podíamos estar
juntas unas horas más.
No
sé cómo pude reprimirme las intensas ganas de llorar que sentí cuando ella me
abrazó con ese cariño con el que siempre me protegía. No sé cómo `pude hablar
con ella con calma sabiendo que aquéllas eran las últimas conversaciones que
manteníamos y tampoco sé cómo fui capaz de obedecerla cuando ella me pidió que
me marchase a casa antes de que se hiciese más tarde. Yo creía que mi avoíña ni
tan siquiera se imaginaba que su vida estaba llegando a su fin, pero, en cuanto
ella me deseó las buenas noches con tanta ternura y cuando la oí solicitarme
que fuese siempre tan buena y mágica, supe de pronto que ella sí sabía que
moriría. Me lo dijeron también sus ojos (los que aparecían más tristes que
nunca), me lo dijo su voz llena de lágrimas invisibles y me lo dijo el abrazo
que me entregó, a nosa derradeira apertiña, antes de que yo me marchase a casa.
Y yo también supe en ese momento que ella no quería que me quedase a su lado
porque, bajo ningún concepto, quería que yo presenciase su muerte. Ella no
quería que yo la sintiese partir. Y, aunque comprendiese tan nítidamente sus
sentimientos, experimenté una infinita impotencia por no poder permanecer a su
vera hasta que su aliento se desvaneciese; pero no podía desobedecerla. Era su
último deseo, su última voluntad. Ella anhelaba morir sola, sin causarle
lástima a nadie. Quería irse en silencio, sola, como murió mi avoíño, y yo no
podía oponerme a sus anhelos ni a sus sentimientos.
No
entiendo tampoco cómo fui capaz de confesarles a Artemisa y a Casandra estos
sentimientos tan profundos. Nunca le hablé a nadie con tanta sinceridad de
estos momentos, pero ayer sentía que ambas me escuchaban con una atención y un
interés inquebrantables y aquello me animaba a seguir desvelando mis recuerdos.
No los relataba con tristeza, sólo con una nostalgia que no me destrozaba el
corazón, y es que debo confesar que, desde anoche, me siento diferente, como si
hubiese cambiado algo por dentro de mí. Compartir esa noche tan especial con
Artemisa y Casandra me animó mucho y me hizo muy feliz. Creo que es la primera
vez que celebramos una fecha con tanta dedicación y alegría. No obstante,
también soy consciente de que mi mente es así. Puede facilitarme vivir con
felicidad y de repente todo ese ánimo se desvanece como si nunca hubiese
existido, convirtiéndose en desaliento; pero, mientras dure esta buena época,
me aferraré a estas hermosas emociones como si fuesen lo único que me quedase
en el mundo, sobre todo porque noté que Artemisa es mucho más feliz cuando yo
estoy así, cuando podemos compartir tantas sonrisas, tanta risa, tantos
momentos de alegría y euforia. Ni siquiera me atemoriza que llegue el día en el
que tenga que regresar al trabajo. Tengo ganas de vivir, de agradecer cada
despertar, de recibir las bendiciones de la vida, de aprender de los momentos
difíciles, y creo que ésas son las mejores intenciones con las que podemos
empezar un nuevo año.
Qué bonita es la descripción de todo lo que siente Agnes en esa última conversación con su abuela, cómo ambas saben que es la última vez que hablan y que su despedida es por tanto definitiva. Me pregunto si la abuela de Agnes sabe que su nieta ha presentido la muerte, eso me intriga, es decir, Agnes al despedirse sabe que su abuela conoce el hecho de que su muerte es inminente, pero, ¿sabe que su nieta también está avisada de ello? Lo pienso porque no sé si, en ese caso, se habría animado a hablar expresamente con ella de lo que iba a pasar, o si, por el contrario, todo de habría desarrollado así. La verdad es que de desconocemos cuál será el día de nuestra muerte, siempre he pensado que es un día importante que conmemoraríamos si pudiéramos, lógicamente con pavor, es decir, si yo sé que moriré un día tal del mes cual, cada vez que llegase esa fecha sería consciente de que me quedan tantos años, ¡sería espantoso, la verdad! Y, sin embargo, ese día está ahí, aguardando a cada uno. La muerte es terrible, se mire como se mire. Tal vez porque no podemos escapar de ella, el abuelo de Agnes no tenía miedo de faenar en ese mar tan peligroso, después de todo, ¿es que si no lo hace vivirá para siempre? También sería un curioso modo de vivir la vida, un poco como un vampiro, es decir, suponiendo que ni la enfermedad ni la vejez nos afectasen, pero en cambio sí los accidentes, ¿cómo sería nuestra vida? ¿trataríamos de cuidarnos más, dado que solo una imprudencia o una fatalidad nos pueden matar? ¿o al contrario, seríamos más temerarios? Tal vez el saber que queda tiempo, una cantidad indefinida, nos haría más abúlicos, en cambio comprender que tenemos un lapso asignado nos hace ser más cuidadosos y sentirnos compelidos a hacer cosas, porque sabemos que es ahora o nunca. Por eso también las fechas que conmemoran los finales de ciclo nos resulta importantes, Agnes comienza el relato con el año nuevo, un año es un ciclo más, uno pequeño de nuestro gran ciclo vital, que al terminar nos recuerda que el otro, el grande, también se cumplirá.
ResponderEliminarPero no es la mortalidad la que nos afecta tanto, en realidad lo importante es saber que moriremos, porque el resto de seres mortales que son inconscientes de ello no lo tienen en cuenta. Esto explica quizá el carácter de Agnes, ya que ella sabe más que una persona normal, y es este saber, este conocimiento extraordinario lo que sin duda marca la diferencia con el resto. ¿Cómo seríamos nosotros, cómo sería yo, si pudiera saber sobre la vida y la muerte de mis seres queridos más de lo que es normal? Posiblemente me afectaría mucho. Agnes ha tenido que aprender a vivir con ello, y su reflexión final merece ser grabada en letras de oro: Tengo ganas de vivir, de agradecer cada despertar, de recibir las bendiciones de la vida, de aprender de los momentos difíciles, y creo que ésas son las mejores intenciones con las que podemos empezar un nuevo año.
Es una gran lección de vida.
Hacía días que deseaba leer la entrada, por fin he podido. Como siempre, consigues sorprenderme. Las entradas parecen ir en una dirección, pero luego todo cambia y nos sorprendes con algo magistral. Es mágico, ¿cómo es posible que puedas escribir algo tan profundo y desgarrador? Es que cada palabra que eliges, incluidas las gallegas, están elegidas con delicadeza, perfectamente alineadas. Creas composiciones tan bonitas que es imposible que no me lleguen al alma.
ResponderEliminarHay en Agnes un cambio, algo en su interior ha dado un vuelco y eso es importante para ella. Una nueva etapa, con toda su esencia de siempre, pero con otro enfoque a la vida, y eso me encanta. Quizás el año nuevo sea sin quererlo, una frontera en sus sentimientos y ahora esté preparada para nuevos retos, para nuevas formas de vivir la vida. Me imagino esa cena, las tres juntas, contando sus buenas y malas experiencias...debió ser mágica, no hay lugar a dudas. Me las imagino con velas,quizás incienso y una mesa preciosa, con deliciosos mangares y sobretodo, mucha complicidad y paz entre ellas. Hasta Casandra se atrevió a preguntarle cosas muy personales. Es lógico que le costase hablar con ella sobre esas cosas, no son fáciles para Agnes y supone revivir momentos duros.
El relato de Agnes sobre la vida de sus abuelos es precioso, muy conmovedor. Una historia de amor muy diferente a la que tuvieron sus padres. Ya te lo he dicho en otras ocasiones, que puede ser más maldición que un don. Saber que un ser querido morirá...es terrible. Aunque también te da la oportunidad de abrazar a esa persona, despedirte en cuerpo y alma y saber al menos que no se fue sin una despedida, que eso es muy triste y es como suele suceder.
En fin, una entrada muy bonita y creo que es una transición (al menos eso intuyo)en la vida de Agnes. ¡Estoy deseando leer más! ¡Me encantaaaa!