Hoy es 26 de
octubre; mi cumpleaños. Creo que es la primera vez que le doy verdadera
importancia a este día, pero porque tengo muchos motivos por los que celebrar
que cumplo años; el principal de ellos es que lo hago junto a Artemisa, la
persona que más quiero en el mundo. Cumplo 41 años, aunque me cuesta mucho
creerme que esté inmersa ya en los 40, pero supongo que a todos nos ocurre lo
mismo cuando llegan estos momentos, cuando percibimos que nuestro tiempo avanza
sin que podamos detenerlo un instante. Se escapa de nuestras manos, vuela raudo
y quiere alejarse de nosotros como si no nos perteneciese, como si nunca
hubiese sido nuestro.
Hoy empiezo este
diario. Creo que nunca escribí un diario así como pretendo hacerlo a partir de
ahora. Llegué a escribir muchas reflexiones a lo largo de mi vida en las que
hablaba de mis recuerdos, de los momentos más bonitos de mi pasado, pero
también de los más dolorosos y en las que sobre todo confesaba cómo me sentía y
qué pensaba. Esta vez, en cambio, deseo escribir casi todos los días, o al
menos ésa es mi intención, para que quede reflejada la época que estoy viviendo
ahora. Artemisa y yo decidimos que escribiríamos un diario porque realmente es
una forma muy buena de expresar las emociones que llevamos por dentro y de
desfogar nuestras frustraciones y nuestras tristezas hablando de ellas a través
de las palabras. Sin embargo, yo no aspiro solamente a dejar constancia de mi
presente, sino también a descubrir esos momentos de mi pasado de los que nunca
me sentí capaz de hablarle a nadie, ni siquiera a Artemisa, a quien deseo
dedicarle la mayor parte de las palabras que aquí escribiré. Por eso, casi
siempre utilizaré su lengua para expresarme, a pesar de que yo pienso siempre
en gallego y mi primer impulso es utilizar mi lengua para confesar todo lo que
siento y pienso. Algunas entradas sí las escribiré en mi lengua, pero serán las
más íntimas, las que no deseo compartir con nadie.
Es muy probable
que la forma como cuente todo lo que deseo explicar sea desordenada, pero también
son así mis pensamientos; los que nunca se detienen. La voz de mi mente nunca
se calla, evoca recuerdos sin cesar, relaciona un pensamiento con otro... y así
serán también mis escritos. Además, un diario no debe estar regido por las
normas de la lógica, pues es el reflejo de nuestro interior y de él se
alimentará todo lo que anhelemos convertir en palabras.
Podría hablar de
este día, de lo bonito que Artemisa consiguió que sea; un día normal, cotidiano,
en mitad de una semana un tanto difícil que se convirtió en muchos momentos
hermosos que no podré olvidar. Tampoco necesitó hacerme un sinfín de regalos
para conseguir que sonriese. Tan sólo con su dedicación, con su ilusión y sus
palabras me hizo sentir la persona más feliz del mundo. Y es que, cuando llegué
a casa, entre risas, me confesó que me había cocinado algo para mí y me
sorprendió con una tarta de Santiago y una empanada de verduras que tenían una
apariencia deliciosa. Me emocioné muchísimo cuando vi todo lo que había hecho
por mí. Y para mí la ilusión que le puso a todo lo que hizo es realmente mi
mayor regalo, pero sobre todo sentir que me recibía en nuestro hogar,
llenándolo todo de luz con su presencia, con su sonrisa, porque Artemisa brilla
mucho, muchísimo; es lo que más luz desprende para mí, la persona que sólo con su
existencia consigue que toda la oscuridad se vuelva esplendor.
Podría escribir
un sinfín de líneas que contasen cómo es nuestra vida ahora, pero creo que
antes debería hablar sobre el camino que tuvimos que seguir para llegar hasta
aquí, para conseguir construirnos esta vida que a la vez nos acoge y a veces
nos resulta tan difícil. No fue un camino sencillo; al contrario, estuvo lleno
de obstáculos, de momentos delirantes, de desesperanza, de miedo, sobre todo de
miedo, miedo a la nada en la que se convirtió mi futuro cuando ella se marchó.
Ella escribió tres libros que narraban brevemente la vida que ambas tuvimos en
cuanto empezamos a formar parte de El fuego de Hécate, pero, evidentemente, no
contó la verdad, ni siquiera la mitad de lo que realmente ocurrió. Sobre todo
cambió los últimos años que relataban nuestro presente. Yo no viví nunca en esa
isla preciosa a la que ella se marchó en 2011, tampoco estuve trabajando en un
herbolario... y es también evidente que, por desgracia, ninguna de las dos está
viviendo en Galicia, al menos por el momento. La realidad que ella contó era la
realidad con la que ella soñó sin cesar, todas las noches, todos los días, a
todas horas y la que a las dos nos habría gustado vivir de veras, en lugar de
ésa que tuvimos que enfrentar sintiéndonos incapaces de hallar la valentía y la
fuerza para hacerlo.
Artemisa se
marchó cuando yo creía que viviríamos en esa casa que habíamos compartido con Neftis
durante algunos años. Se marchó de pronto, sin avisarnos previamente de que se
iría. Nos lo comunicó una noche, cuando estábamos cenando todos, de repente,
así, sin más: me marcho. Y sus palabras se me hundieron en el alma como si de
veras tuviesen materia y fuesen un interminable puñal. Incluso me pareció que
mi entorno de súbito desaparecía y que otra vez me hallaba sumergida en la
nada, pero entonces habló Casandra y me extrajo de esa especie de alucinación
que no era sino una bruma que mi mente había intentado crear para protegerme de
ese momento. Artemisa se iba, y nadie tenía derecho a retenerla ni a pedirle
que no se fuese. Yo intenté preguntarle si de verdad estaba segura de que
quería irse, pero sus ojos me callaban siempre, me arrancaban cualquier palabra
que pudiese pronunciar, y me sentí totalmente incapaz de suplicarle que no
partiese, que no me dejase tan sola, porque yo sabía que me quedaría muy sola
sin ella, si ella desaparecía. Y no podía imaginarme los días sin ella, mi vida
sin ella... pero no me atreví a confesarle que tenía tanto miedo a su ausencia
porque tampoco quería contagiarle mi tristeza, solamente deseaba que fuese
feliz dondequiera que estuviese.
Sin embargo,
nunca pude vivir con su marcha. Al principio intentaba aferrarme a las cosas
que me animaban, que tiraban de mí, que me permitían permanecer conectada
conmigo misma. En aquel entonces, estaba estudiando para obtener los títulos
académicos que necesitaba para buscar trabajo, porque lamentablemente en esta
época, sin ningún certificado que acredite que obtuviste los conocimientos
necesarios, nadie confía en ti y, sin trabajo, se supone que nadie puede vivir.
Así pues, yo decidí seguir estudiando, me volqué muchísimo en esas clases a las
que debía asistir todos los días, estudiaba casi a todas horas mientras transcurría
el tiempo; pero se trataba de un tiempo que se iba dejando una huella indeleble
en mí.
Recuerdo con
miedo esos primeros meses que viví sin Artemisa, en los que continuamente me
esforzaba por no decaer. Notaba que la tristeza me aguardaba en todas partes,
deseando aferrarme del alma en cuanto me despistase, y yo no quería, no quería
caer de nuevo, no quería, porque sabía que, si permitía que la tristeza me
abatiese y se apoderase de mí, nadie iba a ayudarme, me hundiría para siempre,
y yo quería seguir soñando, deseaba soñar con el futuro que anhelaba vivir con
Artemisa, porque tenía la esperanza de que ella regresaría dentro de poco, en
cuanto se diese cuenta de que no podíamos vivir tan lejos, de que incluso era antinatural
vivir separadas; pero iban transcurriendo los meses, y nadie sabía nada de
ella. Artemisa no se comunicaba con nosotros de ninguna manera, ni por carta,
ni por teléfono... nada, no sabíamos nada de ella, y su recuerdo parecía un
sueño lejano, ya casi perdido en el olvido.
Además, durante
los primeros seis meses, yo pude vivir en la casa en la que habíamos habitado
con Neftis porque todavía me quedaban algunos ahorros que me permitían morar
allí; pero, a principios de octubre, de pronto me di cuenta de que no podía
seguir viviendo allí. El alquiler que tenía que pagar era desorbitado y no
podía enfrentarlo yo sola. Tampoco me atrevía a pedirle ayuda a Gilbert y mucho
menos a Gaya, quien cada vez estaba más enferma. Casandra se había ido de viaje
y no regresaría hasta abril del año siguiente. Estaba completamente sola, mucho
más sola que nunca, pero también porque yo no quería que nadie cargase con mis
problemas.
Tuve que buscar
trabajo por doquier. Tenía que encontrar trabajo como fuese, de lo que fuese,
porque entonces ni siquiera tendría dinero para comer. Busqué algún piso cuyo
alquiler no fuese muy caro, pero en aquella ciudad parecía imposible vivir bien
sin que eso supusiese un gasto infinito. Incluso, intenté buscar trabajo en
Ourense para irme allí. Deseaba irme de una vez por todas, deseaba regresar a
mi tierra, pero había algo que me impedía decidirme a marcharme, y no era
solamente saber que allí estaría en la misma situación que en la ciudad en la
que vivía entonces, sino el miedo a que Artemisa regresase y no me encontrase
ya allí. Además, tampoco había forma de hallar trabajo allí en Galicia. Aunque
me esforzase por inscribirme en un sinfín de ofertas de trabajo, aunque llamase
a muchas empresas para preguntar si necesitaban personal e incluso mandase por
correo postal mi currículum, nadie quería saber nada de mí, y lo entendía.
Por suerte, aquel
desaliento no me arrebató las ansias de seguir estudiando. MI intención era
hacer los exámenes de acceso a la universidad y cursar una carrera. Ésa era una
de mis mayores ilusiones, pero no podía estudiar sin dinero. Intenté encontrar
el modo de conseguir una beca que me pagase los estudios, pero en ninguna parte
me la concedían.
Y llegó un
momento en el que me encontré sin saber a dónde ir, sin ningún sitio en el que
dormir. Debía tres meses de alquiler, no tenía casi dinero y, para colmo, no
encontraba trabajo por ninguna parte. Lo único que me quedaba era pedirle ayuda
a Casandra. Ella, por suerte, había regresado antes de su viaje a Colombia y en
esos momentos estaba viviendo en un piso que quedaba cerca de aquella morada en
la que yo ya guardaba tantos recuerdos; la que abandoné para siempre a finales
de octubre de ese fatídico año.
Casandra no me
negó su ayuda en ningún momento; al contrario, me regañó por no habérsela
pedido antes. Creo que nunca podré devolverle a Casandra todo lo que hizo por
mí. Me ayudó mucho más de lo que quizá me merecía.
Cuando ella me
acogió en su casa, yo estaba empezando ya a decaer sin que pudiese preverlo ni
tampoco evitarlo, pero la búsqueda de trabajo me mantenía levemente estable. No
dejaba de preguntarme, sin embargo, qué sería de Artemisa, si ella se acordaba
de mí o si se había olvidado por completo de todo lo que habíamos vivido
juntas; pero pensar en Artemisa me hacía mucho daño y luchaba contra mi mente
con todas mis fuerzas para que no evocase su recuerdo; el que reaparecía en
sueños todas las noches. No entendía por qué se había sumido ella en ese
silencio con el que nos castigaba a todos. Gaya estaba muy enferma, pero
todavía se acordaba de ella, Gilbert tampoco comprendía por qué Artemisa se
había alejado tanto de nosotros y Casandra no se atrevía a hablar de su hermana
porque sabía muy bien que, si lo hacía, lo único que podía dedicarle serían
palabras cargadas de rencor.
Aunque yo entendiese
que Artemisa necesitase construir su vida en otro lugar, me costaba muchísimo
aceptar que ella estuviese tan lejos. Me preguntaba, continuamente, si ella me
quería de veras, si alguna vez me había amado como yo la amaba. Yo amaba a
Artemisa con una seguridad sobrecogedora, sin ninguna duda, y sabía que aquel amor
nunca desaparecería, por mucho que pasasen los años, por muy lejos que
estuviésemos. Yo la amaba con toda mi alma. El amor que yo sentía por ella era
inagotable y permanente. Nunca podría atenuarse y nada lo debilitaría. Yo
estaba completamente convencida de que quería vivir para siempre a su lado,
dándole lo mejor de mí. Por eso tal vez luchaba continuamente contra mis
emociones, para que ella sintiese, en la distancia, que no me había rendido
todavía, que aún la esperaba y que la esperaría siempre. No dependía de ella
para vivir, solamente quería compartir mi existencia con ella, con nadie más,
porque siempre fue el amor de mi vida, el único amor de todas mis vidas, y eso
nunca podría cambiar, aunque ella no me quisiese. No obstante, yo sabía que
Artemisa sí me quería, me quería intensamente, y que precisamente había sido
ese amor el que la había impulsado a alejarse de mí. Ella temía aquel amor
porque pensaba que yo podría dejarla sola en cualquier momento y prefería
distanciarse de mí antes que perderme, pero ella quizá no intuyese que, si
estábamos juntas, yo no tendría motivos para marcharme; mas, con el paso del
tiempo, descubrí también que el deseo de abandonar esta vida puede nacer en mí
sin que yo lo quiera, sin que nada ni nadie pueda evitarlo; pero Artemisa
siempre fue mi fuerza y mi esperanza.
Además de la
añoranza que sentía por Artemisa, en mi alma pesaban otros sentimientos, otras
emociones que me hacían mucho daño. Mientras viví en la casa que compartimos
con Neftis, había notado que por todas partes había una energía muy extraña y
gélida que me paralizaba, que me entristecía muchísimo, y es que nunca dudé de
que la muerte de Neftis había llenado aquella morada de una atmósfera
tristísima con la que yo no podía convivir. Ésta me asfixiaba de repente y me
hacía sentir tanta soledad, tanta... Aquella casa era demasiado grande para mí
y además, por mucho que me esforzase en limpiarla energéticamente, estaba
impregnada de impotencia, de culpa. Yo me sentía culpable por la muerte de
Neftis. Entendía por qué había querido marcharse.
Es extraño pensar
que Neftis y yo pudiésemos convivir durante algunos meses después de todo lo
que había ocurrido entre nosotras. Lo que recuerdo es que apenas nos
hablábamos, que convivíamos comunicándonos cuando realmente era necesario, pero
siempre sentí que ella me profesaba un rencor infinito. Yo, en cambio, nunca le
guardé rencor por todo lo que sucedió. Si hay algo que nunca pude sentir, es
rencor hacia los demás. Creo que todo el rencor que experimenté a lo largo de
mi vida me lo profesé a mí misma.
Y cuento esto
ahora porque en aquel momento, cuando Casandra me alojó en su casa y yo me
esforzaba tanto por seguir adelante,
sí sentía un rencor indestructible hacia mí. Me culpaba de que Artemisa se
hubiese ido. Creía que había tenido demasiados motivos para marcharse y
dejarnos a todos allí, sobre todo a mí. Comprendía que ella desease
distanciarse de mí, pues era lógico que ella no quisiese vivir junto a mí si yo
todavía estaba enferma, porque todavía no me había recuperado cuando vivíamos
con Neftis, al contrario, siempre luchaba contra mis sentimientos para que Artemisa
nunca percibiese que el desaliento continuaba morando en mi alma.
Por eso pensaba
que tenía todo el derecho del mundo a rehacer su vida lejos de mí. Yo estaba
totalmente convencida de que yo no me merecía vivir junto a Artemisa, pues
creía que yo era una persona tóxica que podía oscurecer para siempre su vida.
A veces se
apoderan de nosotros pensamientos muy potentes e ilógicos contra los que no
somos capaces de luchar y éstos cada vez se vuelven más fuertes, cada vez más
fuertes, hasta que se convierten en nuestra única realidad.
Recuerdo esos
primeros meses que viví con Casandra como una especie de lucha entre lo que mi
alma deseaba hacer conmigo y lo que yo deseaba ser. Era una batalla continua,
día tras día, noche tras noche... y parecía que ésta nunca fuese a tener fin.
Cuando llegó
diciembre, por fin, encontré trabajo. MI primer trabajo fue en un McDonald’s;
un lugar infernal en el que creo que nadie se merece trabajar. No podía
rechazarlo, pues necesitaba dinero. No tenía prácticamente nada, pues con la
mísera pensión que me entregaba la Seguridad Social debía pagar los meses de
alquiler que tenía atrasados y además quería colaborar con Casandra, pues
nunca habría permitido que ella me lo diese todo sin tener motivos. Ella no
tenía por qué ayudarme. Ella prácticamente no me conocía, pero me tendió su
mano, me ofreció su hogar como si siempre hubiese formado parte de su vida.
Trabajar en ese
restaurante que me niego a nombrar, al principio, me dio mucho ánimo y fuerzas
para seguir adelante, sobre todo porque era la primera vez que trabajaba. No
obstante, ese trabajo no me duró ni un mes. No pude acostumbrarme a trabajar
durante casi doce horas recibiendo un sueldo que apenas me permitía avanzar en
mi vida. No soportaba el continuo olor a grasa, a carne... Nunca me gustó la
carne. NI siquiera toleré nunca su olor, su aspecto... y, en aquel lugar, debía
cocinar hamburguesas, debía estar en continuo contacto con carne, con patatas
que parecían incomestibles... con un sinfín de alimentos que me quitaban por
completo el apetito. Cuando llegaba a casa, casi a la una de la madrugada, lo
único que me apetecía era ducharme y dormir durante horas; pero al día
siguiente ya tenía que ir de nuevo. Tenía un horario rotativo que no me
permitía hacer nada, que me quitaba todo mi tiempo, que apenas me dejaba
respirar. Cuando estaba allí, ya fuese atendiendo al público (algo que odiaba
hacer con todas mis fuerzas, pues siempre fui muy tímida y mi intensa timidez
me impedía entender bien lo que la gente me pedía) o preparando hamburguesas y
pedidos en esas infernales cocinas, sentía que crecía por dentro de mí una
sensación horrible que me asfixiaba. Además, el ruido que había en ese lugar
era insoportable, sobre todo cuando venían familias cargadas de niños que
gritaban como si se les fuese la vida en esos momentos.
Trabajar en aquel
restaurante para mí maldito, el reflejo del infierno si éste existe, me
demostró que yo tenía muchos más defectos de los que nunca había creído. Era
mucho más tímida de lo que podía imaginarme. Ni siquiera me sentía capaz de
soportar una conversación con nuestro encargado, aunque él nunca me dirigiese
palabras despreciativas ni tampoco me demostrase, mediante su voz, que me
detestaba; pero su forma de hablar era demasiado altiva e incluso agresiva a
veces, probablemente porque él también estuviese en exceso estresado. No
obstante, cuando se acercaba a mí para darme alguna orden o para resaltarme
alguno de mis miles de errores, el corazón se me aceleraba brutalmente y apenas
comprendía las palabras que me dirigía. Además, él me hablaba siempre en
catalán, ignorando que yo tampoco dominaba bien esa lengua. Tuve que aprenderla
cuando me esforcé por sacarme la ESO y el bachillerato, pero nunca la usaba,
por lo que, lentamente, lo poco que había aprendido ya había empezado a
olvidárseme. Después, cuando se iba y trataba de recordar lo que me había
dicho, me encontraba totalmente bloqueada mentalmente y entonces me regañaba
enfurecido por no obedecerlo. Tampoco soportaba atender a las personas que
esperaban mi atención. Me parecía que las palabras que pronunciaban eran
ininteligibles, pero me esforzaba muchísimo por comprender todo lo que me
pedían, aunque, durante los primeros días, me equivoqué al menos diez veces
cada hora. Pensaba que me expulsarían de allí en cualquier momento; pero, en
lugar de eso (lo que habría sido mucho mejor que cualquier otra cosa), se
dedicaban todos a echarme en cara que trabajaba mal, que era torpe, que no me
aclararía nunca con nada si no me esforzaba. Nadie se imaginaba que los
esfuerzos que yo hacía para adaptarme a aquellas situaciones tan estresantes
eran mucho más intensos de lo que mi mente podía soportar. Aquel trabajo me
hizo descubrir que el agotamiento mental es mucho más destructivo que el
agotamiento físico.
Y yo sé que no
era torpe, pero en esos momentos ni siquiera me dignaba creer en mí misma. Si
las circunstancias hubiesen sido distintas, yo no habría cometido tantos errores.
Si, en lugar de aquel infierno, hubiese trabajado en otro sitio con muchos
menos estímulos, es muy probable que, incluso, hubiese disfrutado mucho con
todo lo que hacía.
Además, me
desanimaba sentirme tan distinta. Si apenas hablaba con mis compañeros de
trabajo, no era solamente por culpa de mi timidez, sino porque todos tenían un
acento muy diferente al mío y la voz se me convertía en silencio cuando me
imaginaba hablando con ellos con mi desveladora forma de expresarme. Además,
ellos siempre usaban el catalán y parecían despreciar a quienes no utilizasen su
lengua. Puede que estos detalles carezcan de importancia, pero colaboraban en
que me sintiese cada vez peor.
Puede que parezca
débil, pero en aquellos instantes puedo asegurar con toda mi alma que prefería
morir antes que seguir trabajando allí. Además, el inmenso agobio que me
provocaban esas horas de trabajo y sobre todo el lugar donde debía permanecer
hasta la noche me quitó el apetito. No me apetecía comer nunca, ni siquiera
cuando llevaba casi un día sin ingerir nada, ni una triste pieza de fruta. No
podía dormir apenas porque, cuando al fin conseguía conciliar el sueño, soñaba
con las intensas luces que iluminaban aquel lugar, oía el chirriante chillar de
los niños, oía las continuas voces de los compañeros, tan agobiados como yo,
oía los gritos de nuestro encargado exigiéndonos que nos diésemos más prisa,
que había una cola inmensa que atender... Y me despertaba envuelta en sudores
fríos, con el corazón latiéndome a mil por hora, sintiéndome morir sobre todo
cuando me acordaba de que al día siguiente tenía que volver allí. No quería, no
quería por nada del mundo; pero debía ser fuerte. había que seguir adelante
como fuese... pero, conforme pasaban los días, ese ímpetu y ese ánimo que me
habían impulsado a enfrentar con ilusión mi primer trabajo iban convirtiéndose
en horror, en un pánico que me aceleraba el corazón y la respiración cuando
estaba a punto de entrar allí, donde me esperaban esas asquerosas hamburguesas,
esas patatas que olían a grasa, ese queso que más bien parecía plástico...
donde me esperaban esas cocinas llenas de grasa y aceite en las que se freían
sin cesar kilos y kilos de carne putrefacta en forma de hamburguesa, kilos de
patatas, de cebolla... De nuevo los gritos de los niños, las exigencias
insoportables de nuestro encargado (¡id más rápido! ¿En qué estáis pensando? ¿Habéis
visto la cola que hay?), las personas sin paciencia (¡me tocaba a mí primero!
Oye, ¿me atiendes ya de una vez? ¡Te dije una hamburguesa doble y me pusiste
una CBO!), los niños, sobre todo los niños. A mí sí me gustan los niños, pero
en aquellos momentos de mi vida creía que los detestaba con todas mis fuerzas.
Y el olor, ese
olor a aceite recalentado se me metía en el alma y no había forma de
desprenderme de él, por mucho incienso que quemase a mi alrededor, por muchas
esencias que oliese, por mucho que me duchase... Lo tenía hundido en el alma,
clavado en la piel, insertado ya en mi cuerpo, en la ropa que llevaba.
A principios de
enero, Casandra me suplicó que dejase ese trabajo cuanto antes. Ella sí se daba
cuenta de que mi salud estaba deteriorándose, de que apenas me apetecía hablar
y mucho menos salir y, además, estaba perdiendo peso de un modo vertiginoso.
Así pues, me fui, sin más. Una tarde, acudí a ese infierno para decirles a
todos que me marchaba, y nadie se molestó en detenerme, por suerte.
Entonces volví a
buscar trabajo sin cesar, ignorando las recomendaciones de Casandra, quien me
aconsejaba que permaneciese al menos un mes sin hacer nada para desintoxicarme
de todo lo que había vivido, pero yo desoí sus inteligentes consejos y encontré
trabajo enseguida, esta vez en un supermercado, ordenando las mercancías en el
almacén, colocándolas en los distintos estantes... un trabajo tan o más odioso
como el primero. Sin embargo, yo me propuse ser fuerte y soportar todo lo que
me sobreviniese. Deseaba ahorrar para poder regresar a Galicia para no tener
que volver a irme nunca más de allí y sabía que no podía marcharme sin nada.
Aquel trabajo al
principio me parecía incluso sencillo. Aprendí enseguida lo que debía hacer y
me gustaba reponer los productos en cada estante; pero el paso de los días me
demostró que yo tampoco servía para eso. Trabajar en un supermercado tan
grande, en el que había tantos y tantos estímulos, tantas luces, tantos ruidos,
tantas voces y música estridente, me agobiaba tanto que no podía soportarlo,
aunque me esforzase por ignorar ese estrés tan punzante, el cual se unía al que
ya tenía acumulado por culpa del anterior trabajo. No obstante, yo me esforzaba
por convencerme de que podría superarlo, de que lo único que me ocurría era que
no estaba habituada a trabajar tanto. Además, para llegar a ese supermercado,
debía coger al menos tres transportes públicos. Debía tomar un autobús, después
un tren y por último el metro y, además, tenía que andar durante media hora
para conseguir llegar. Aunque me entretuviese leyendo durante el camino, estaba
ya agotada cuando comenzaba mi jornada, pero no podía demostrárselo a nadie, ni
siquiera me permitía demostrármelo a mí misma. Yo no sé a quién quería
convencer de que yo era fuerte. Para nada lo era, o al menos yo no me creía
fuerte; al contrario, cada día que vivía era un infierno para mí. El
agotamiento que sentía crecía sin cesar, no me encontraba bien conmigo misma,
me detestaba por ser tan débil y, lo peor de todo, continuamente me preguntaba
para qué tanto esfuerzo, qué quería conseguir, si yo no me merecía nada, si la
persona que más quería en el mundo se había ido. Durante las primeras semanas
que permanecí trabajando allí, conseguía, con esfuerzo, ignorar esos
pensamientos nada productivos; pero el paso del tiempo los intensificaba y los
fortalecía sin que yo pudiese evitarlo. Me despertaba todos los días haciéndome
siempre la misma pregunta: “para que todo isto?”. Artemisa era la primera
respuesta que me llenaba la mente, pero enseguida yo me acordaba de que llevaba
casi un año sin saber nada de ella y que ni siquiera se había molestado en
intentar descubrir cómo estábamos. Sabía que Artemisa estaba bien, pues lo
sentía por dentro de mí; pero su silencio me destrozaba el corazón. Por eso,
poco a poco, fui perdiendo la esperanza de que volvería. Me imaginaba que era
muy feliz allí, en aquel lugar en el que vivía, y que ya no nos necesitaba a
ninguno de nosotros. Y lo entendía, lo entendía perfectamente, pues yo
solamente creía que yo era un ser despreciable y esas convicciones fueron
adueñándose cada vez más de mí. Hasta entonces, había vivido asiéndome a los
últimos suspiros de mi fortaleza. Me enfrentaba a cada nuevo día intentando
prestarles atención solamente a los detalles hermosos que podía encontrarme,
pero éstos fueron haciéndose cada vez menos frecuentes. Me costaba mucho hallar
razones para vivir y aquella tristeza contra la que había intentado luchar
desde que Artemisa se marchó fue acomodándose en mi alma, debilitando mi
espíritu y sobre todo ensombreciendo mi vida.
Aquella época fue
delirante, aunque el trabajo que realizaba me gustaba mucho más que el
anterior. El tiempo pasaba rápido cuando me dedicaba a colocar todos los
productos en sus sitios correspondientes, aunque me desesperaba cuando llegaba
al supermercado y me percataba de que habían cambiado la distribución de los
pasillos. No obstante, apenas me costaba memorizar esos cambios. Me adaptaba
enseguida a lo que tenía que hacer.
Casandra y yo
apenas nos veíamos, pues yo permanecía fuera de su casa durante casi todo el
día. Me marchaba por la madrugada y no regresaba hasta, al menos, las diez de
la noche. Trabajar en aquel supermercado no me agotaba solamente por todas las
tareas que debía realizar y por todos los estímulos que debía soportar, sino
sobre todo por el largo trayecto que tenía que hacer todos los días, tanto para
ir como para volver de ese lugar que quedaba a tres horas del piso de Casandra.
Estuve dos meses
trabajando allí. Podría hablar de muchísimos momentos de aquellos meses, pero
creo que lo más importante que he de contar es que no dejé de esforzarme por
seguir adelante, por ser fuerte, a pesar de que estaba quedándome sin energía,
sin ánimo, prácticamente sin nada. Incluso había días en los que tenía la
sensación de que no era yo la que me movía ni hablaba, sino alguien que se
había apoderado de mí. Apenas me relacionaba con las personas de mi entorno,
pues siempre fui muy silenciosa y tímida y eso nunca cambiará. Además, yo
notaba que entre los compañeros de trabajo había una complicidad muy bonita que
a mí nunca me dedicarían, pero yo tampoco la necesitaba.
Además, me daba
la sensación de que hablaban de mí cuando creían que yo no los oía. Cuando los
miraba de soslayo, entonces se callaban, intuyendo quizás que yo les prestaba
atención a las palabras que intercambiaban tan quedamente. También me parecía
que se reían de mí porque era muy silenciosa y no hablaba nunca con ellos y las
pocas veces que lo hacía solamente les dirigía monosílabos o palabras que nada
revelaban sobre mi forma de ser. No obstante, en aquellos momentos dudaba de si
los detalles que captaban mis sentidos eran reales o formaban parte de mi
imaginación, pues a lo largo de mi vida me costó, en muchas ocasiones,
distinguir entre la realidad que me rodeaba y la que mi mente creaba. Por eso
no creía firmemente en lo que detectaba. Dudaba incluso de mí misma, de mis pensamientos
y sobre todo de mis percepciones.
Cuando salía de
aquel trabajo, ya crecida la noche, experimentaba un profundísimo desaliento
cuyo origen sólo estaba en el estrés que yo sentía durante todo el día, no sólo
por todas las tareas que debía realizar, sino sobre todo por la cantidad de
estímulos con los que debía convivir esas diez horas que duraba mi jornada.
Además de la intensa luz que había por doquier, tenía que adaptarme a las
personas que allí compraban, quienes se impacientaban muchísimo cuando debían esperar
a que yo colocase los productos en aquel estante en el que precisamente se
habían detenido, quienes me miraban con rabia si debían apartarse de mi camino.
Sí había personas amables que sonreían, pero yo sabía que todas esas sonrisas
eran falsas, eran esporádicas y existían porque podían durar poco. Después esa
simpatía se esfumaba y era como si nunca hubiese existido. Incluso me daba la
sensación de que cualquier persona me miraba con altivez, como si yo fuese un
ser completamente inferior y despreciable; pero vuelvo a dudar de que todo eso
sea cierto o naciese de mi mente. Yo creo que el estrés también me condicionaba
mucho y me obligaba a imaginarme cosas que en absoluto se relacionaban con la
realidad o quizá el agobio que me anegaba el alma intensificase lo que captaban
mis sentidos.
También me
preguntaba por qué me sentía totalmente incapaz de relacionarme con las personas
que me rodeaban, por qué me resultaba tan imposible iniciar una conversación
con cualquiera que estuviese a mi lado cuando se notaba a leguas que la otra
persona deseaba romper el intenso silencio que tan alto gritaba. Yo sabía que
era tímida, nunca podría ni podré dudar de ello; pero ahora sé también que no
soy tan vergonzosa como creía en aquellos momentos. Pude comprobar, las dos
veces que estuve en Galicia este año (sí, al fin volví, pero esos viajes se
merecen otra entrada aparte), que podía hablar con naturalidad con quien se
dirigiese a mí. Pude descubrir que no me costaba hablar con quienes tenían mi
mismo acento y con quienes sabían hablar mi lengua; al contrario, cuando estuve
allí tanto en mayo como en octubre, me apetecía mucho hablar y expresar
cualquier pensamiento o sentimiento con las personas con las que me encontraba.
Sin embargo, también sé que lo que yo sentí cuando estuve en mi tierra, sobre
todo en el segundo viaje, es algo que no puede compararse a ninguna sensación
que haya experimentado aquí, en este lugar. Cuando estuve en Ourense hace un
mes, sentía algo que yo pensaba que no existía; una emoción que me llenaba, me
llenaba mucho. Cuando le confesé a Artemisa lo que experimentaba, ella me
indicó que aquel sentimiento era felicidad. Sí era la felicidad más plena, pues
en esos momentos nada me preocupaba y parecía como si nunca hubiese estado
triste. Lo único que podía quebrar aquella felicidad tan intensa era saber que
aquella estancia tenía fin; pero yo luchaba con todas las fuerzas de mi alma
contra ese miedo que me helaba el corazón y me aferraba a las preciosas
emociones que mi tierra me entregaba. Y, cuando tuve que volver, cuando tuve
que alejarme de ella, la caída desde ese cielo al que mi tierra me había
llevado fue tan brutal, tan dolorosa, tan hiriente... Cuando llegó el momento
de partir, noté con mucha fuerza que el alma se me deshacía, de nuevo, pero
esta vez pude experimentar otra emoción que no nacía solamente de mi ser; una
emoción que me ahogaba, que me destruía por dentro como si de un devastador
huracán se tratase y todo mi interior estuviese lleno de arena que ese viento
arrastraba. No podía dejar de llorar y sentía que cada lágrima que me brotaba
de los ojos me quemaba la piel, me quemaba el alma, y precisamente mi tierra
también comenzó a arder, empezaron a quemarla con rabia, odiosamente. Yo podía
sentir en mi alma la inmensa impotencia y el infinito dolor que sentía mi
tierra, porque yo sé que las emociones que ella sienta se me transmiten a
través de la conexión que nos une. Y, desde que me marché de Galicia por
tercera vez en mi vida, ya no volví a sentirme plena. Todos los días siento, en
algún momento, ganas de llorar, siempre, todos los días. Y me cuesta tanto
encontrar la paz... Sé que allí está mi cura, pero ahora no podemos marcharnos...
aunque ya hablaré de esto en otro momento.
Me costaba mucho
entender por qué me agotaba tanto y tanto, por qué no era capaz de soportar
aquella vida, por qué me derrumbaba cuando debía levantarme a las cinco de la
madrugada para poder llegar a tiempo a mi puesto de trabajo, por qué me costaba
tanto ilusionarme y ser fuerte. Yo sabía que era una persona muy trabajadora.
Había vivido durante cuatro años sola, sin necesitar a nadie, solamente
trabajando la tierra, despertándome con la primera luz del alba y yéndome a
dormir cuando el cielo se llenaba de estrellas, pasándome la mayor parte del
día cultivando mis hortalizas y mi trigo, recogiendo la cosecha yo sola, sin
pedirle a nadie que me acompañase en aquellos momentos tan duros. Durante
aquellos años, nunca me sentí desfallecer cuando debía enfrentarme a cada nuevo
día, pues aquella vida me gustaba, tiraba de mí, me hacía ser fuerte. Tampoco
me entristecía porque el frío me agrietase la piel ni tampoco protestaba
cuando, todas las tardes, debía lavar en el río toda mi ropa. Por eso me
resultaba imposible encontrarme a mí misma en esa mujer que no tenía ánimo para
nada, para la que cada nuevo amanecer era una lucha, un desafío a su entereza;
cualquier cosa menos una razón que me hiciese agradecer estar viva.
Al llegar abril,
no me renovaron aquel contrato tan precario. Trabajaba demasiado y cobraba
poquísimo, por lo que apenas me dolió que no quisiesen seguir contando conmigo.
El día que me comunicaron que preferían “prescindir de mis servicios”, regresé
a casa sintiendo una emoción muy extraña que mezclaba alivio y decepción. Me
había decepcionado que no confiasen en mí y además me sentía muy poco valorada,
como si todo el esfuerzo que yo hice por adaptarme a aquel trabajo no hubiese servido
para nada.
Casandra incluso
se alegró cuando le comuniqué que ya no seguiría trabajando allí. Ella apenas
hablaba conmigo, pero podía interpretar muy bien el significado de mis miradas.
No me preguntaba nunca nada que pudiese hacerme sentir incómoda, pero yo notaba
que sus ojos se adentraban hasta lo más hondo de mi ser y ella captaba con su
alma las emociones que invadían la mía. Por eso no me extrañó descubrir que se
había dado cuenta de que llevaba sin encontrarme bien durante meses.
Me suplicó, de
nuevo, que permaneciese más de un mes en casa sin hacer nada, solamente
intentando recuperarme, pero a mí me daba mucha vergüenza vivir de ese modo. Yo
no quería ser una carga para Casandra. Yo le entregaba la mayor parte de mi
sueldo cada mes en agradecimiento por tenerme allí, en su vida, sin ni siquiera
insinuarme que yo sobraba en su hogar. Casandra era mi único apoyo, pero yo no
me atrevía a pedirle que me escuchase ni tampoco quería que ella se enterase de
que tenía el alma cada vez más destruida. Intentaba ocultarle la pena que
llevaba por dentro, intentaba sonreírle cuando en realidad tenía solamente
ganas de llorar, pero ella siempre fue muy inteligente e intuitiva y podía
captar plenamente las emociones que realmente sentía.
Evidentemente, no
la obedecí. En cuanto me hube recuperado un poco del inmenso agotamiento que
llevaba en el alma, me dediqué a encontrar otro trabajo, con mejores
condiciones que el anterior. Me hicieron muchísimas entrevistas, pero no
confiaban en mí en ninguna parte, tal vez porque me percibían demasiado frágil
o porque realmente tenían candidatos mucho mejores que yo, con más estudios,
con más habilidades y sobre todo con más experiencia. Además, preferían escoger
a personas más jóvenes que yo, que en aquel entonces solamente tenía 35 años.
Fracasar
continuamente en lo único que me proponía me deprimía cada vez más, me
desanimaba tanto que había días en los que ni siquiera me sentía capaz de
levantarme. Casandra, en aquellos meses tan calurosos del año, estaba preparando
un viaje a la India. Casandra siempre fue tan inquieta... Me inspiraba tanta
envidia su espíritu incansable... Yo ni tan sólo era capaz de imaginarme
realizando viajes tan largos hacia lugares tan lejanos. Mi única ilusión era
regresar a Galicia. El resto del mundo no me importaba en absoluto. Casandra
incluso me propuso que fuese con ella a la India, me aseguró que me vendría muy
bien distanciarme de esa ciudad, de todo lo que había vivido y de mi propio
presente, pero yo me negué asustada a abandonar aquel lugar en el que más o
menos me sentía protegida.
Se marchó cuando
junio ya brillaba con mucha intensidad y yo me quedé sola, de nuevo, en su
hogar. Me halagaba que Casandra confiase en mí tanto como para dejarme al
cuidado de su casa.
Al fin, cuando
pensé que el verano se convertiría en otoño, a principios de septiembre
encontré otro trabajo. Esta vez, me quedaba solamente a una hora de casa. Me
contrató una empresa de limpieza que realizaba varias tareas de mantenimiento
en fábricas, en naves enormes, en oficinas incluso. Yo tenía que limpiar una
nave inmensa, yo sola. Según me contó la mujer que sería mi supervisora, la
persona que antes limpiaba allí estaba de baja y necesitaban una sustituta
cuanto antes.
A mí se me cayó
el mundo encima cuando vi lo enorme que era aquella fábrica. Tenía que
limpiarla por la noche y terminar al amanecer. No obstante, en aquellos
momentos, fingí que me interesaba mucho conseguir aquel trabajo. La mujer me
creyó y al día siguiente ya tenía el uniforme que debía llevar durante las
horas que duraba mi jornada.
Lo peor de ese
trabajo no fue sin embargo lo duro que era manejar esas máquinas tan extrañas
que me costó tanto aprender a usar, sino la actitud de las personas que me
rodeaban. Mi supervisora era una mujer que carecía por completo de empatía y me
exigía que terminase mi trabajo en menos horas de las que era posible. MI
jornada duraba, en principio, ocho horas y ella pretendía que limpiase toda la
nave en menos de cuatro, cuando eso era totalmente imposible, pues no solamente
debía limpiar las salas en las que se trabajaba, sino también todos los cuartos
de baño, todos esos lugares inmundos que estaban insoportablemente sucios.
Cuando llevaba
más de un mes trabajando en ese lugar, empecé a notar que mis sentimientos cada
vez estaban más desequilibrados y descontrolados. Sentía ganas de llorar de
repente, cuando menos podía desahogarme, y experimentaba una inmensa rabia
hacia mí misma cuando me percataba de que mi supervisora había captado
plenamente la presencia de mis lágrimas. Me daba rabia que ella se diese cuenta
de que me herían sus palabras, pues mi debilidad la fortalecía, le daba
muchísimo más poder y entonces se crecía en sí misma, se creía con el derecho
de regañarme por cualquier motivo, aunque fuese absurdo, y me hundía cada vez
más.
No obstante,
trabajé allí durante dos meses más. Esos dos meses fueron los que realmente me
hicieron tanto daño. Trabajar por la noche era insoportable. Llegar a casa
cuando el amanecer ya había rodado por el cielo y tener que dormir cuando tanto
brillaba el sol me desconcertaba tanto que ni siquiera sabía cómo debía
enfrentarme a esos momentos. Además, debía caminar durante una hora cuando
acudía a mi lugar de trabajo porque en aquellos momentos de la noche no había
ningún transporte que me llevase hasta allí. Limpiar todos los rincones de
aquella nave me dejaba totalmente agotada y, en ningún momento, encontré
gratitud o conformidad en los ojos de la mujer que supervisaba mi trabajo; la
que me seguía continuamente como una sombra, como si yo fuese inepta y
estúpida. De hecho, así me sentía yo en aquel entonces; una estúpida, un
despojo absurdo que se merecía ser pisoteado y vuelto cenizas. No podía evitar
que las ganas de llorar más intensas se apoderasen de mí cada vez que esa mujer
se me acercaba y me decía que no había limpiado bien tal sitio o que había
dejado manchas en otra parte... Cualquier motivo era suficiente para regañarme,
para despreciar todo mi esfuerzo.
En aquella época,
comencé a sufrir ataques cada vez más frecuentes de pánico y de ansiedad.
Cuando estaba a punto de llegar a la nave donde trabajaba, el corazón ya me
latía demasiado rápido y sentía unas terribles ganas de llorar que me
presionaban la garganta y tenía que esforzarme por detener las lágrimas que
luchaban contra mi voluntad para poder brotar libres de mis ojos. La mayoría de
veces, no conseguía detener ese llanto que tan fuerte se volvía y tenía que llorar
antes de entrar allí, escondida en algún lugar donde nadie pudiese verme.
Entonces sentía que me faltaba la respiración, que me ahogaba y que me dolía
mucho el pecho, como si alguien estuviese apretándome el corazón. Yo no sé de
dónde extraía la fuerza para dejar de llorar, pero al final siempre conseguía
tragarme mis lágrimas; las que no tardaban en inundarme los ojos cuando me
encontraba con esa mujer tan desagradable que nunca me felicitó por nada. Para
ella, todo lo que yo hacía estaba mal, yo era despreciable y absurda y una
inepta sin experiencia.
Lo que más rabia
me causa es saber que yo no hacía mal mi trabajo. Dejaba insuperablemente
limpio cada rincón, pero nunca era
suficiente. Me esforzaba tanto que me dolían las manos, la espalda y los brazos.
Me daba tanta prisa en terminar cuanto antes mi trabajo (para que ella pudiese
irse a descansar) que acababa sintiendo que me estallaría la cabeza en
cualquier momento. De nuevo se me quitó por completo el apetito y, además, lo
poco que me atrevía a ingerir lo vomitaba, pues los nervios y la ansiedad me
habían destrozado el estómago. Otra vez comencé a adelgazar de forma
incontrolable, pero yo no podía evitar que mi ser menguase de ese modo, pues
sentía que toda la energía que yo guardaba en mí se me iba todos los días, o
mejor dicho todas las noches. Tampoco descansaba bien, pues nunca supe dormir
por el día. Apenas dormía cuatro horas y lo poco que dormía estaba lleno de
pesadillas. Sentía que cualquier sonido me asustaba mucho y me despertaba con
el corazón acelerado.
Además, casi siempre estaba enferma
de algún resfriado o virus del estómago, pero debía ignorar mi malestar físico
porque no tenía derecho a protestar. Yo solamente servía para trabajar y
trabajar duramente para obtener un sueldo mísero del que apenas podía ahorrar
nada, pues mi orgullo me impedía quedarme con al menos la mitad de lo que
ganaba. No soportaba saber que Casandra estaba ayudándome tanto económicamente.
Yo soy demasiado orgullosa para vivir con alguien sin darle nada a cambio.
Yo creo que, poco a poco, comencé a cometer errores a
conciencia. No limpiaba lo mejor que podía, sino que, adrede, dejaba de fregar
en bastantes rincones de aquella nave. Tampoco dejaba limpios los baños y me
detenía cuando sabía que aquella mujer no me miraba. Entonces descansaba un
poco apoyándome en cualquier pared y cerraba los ojos imaginándome que Artemisa
de repente aparecía, me tomaba de la mano y me ayudaba a escapar de aquel
lugar; pero entonces oía súbitamente la voz de mi supervisora preguntándome a gritos
algo que yo no sabía contestar en esos momentos y tenía que regresar a la
realidad sintiendo que todo mi ser se había convertido en piedra. Y aquello
comenzó a repetirse demasiadas veces, hasta que al final ella me echó de aquel
trabajo dedicándome palabras que nunca podré olvidar. Me hizo sentir tan
miserable, tan torpe, tan horriblemente despreciable... pero no dudaba de que
me merecía aquel rechazo tan enorme e injusto; al contrario, me preguntaba por
qué no me había insultado más, por qué me había soportado durante tanto tiempo
si tan asquerosa le resultaba mi existencia.
En aquellos
momentos, cuando ya el otoño se asomaba al cielo, ya me sentía al borde de la
desesperación. Me preguntaba continuamente por qué tenía que vivir así, con
tanto miedo, con tanta tristeza en el corazón, con tanto desaliento, por qué la
vida no podía ser más hermosa, más sencilla, por qué en todos esos meses que
había trabajado con tanto esfuerzo no había conseguido reunir casi nada que
pudiese permitirme volver a Galicia, por qué no encontraba la paz en ninguna
parte, por qué me sentía tan y tan mal, por qué Artemisa había desaparecido de
ese modo, por qué ni siquiera me había escrito... y, además, Gaya cada vez
estaba más enferma. Su enfermedad la alejaba cada vez más de nosotros y casi
era imposible que nos reconociese cuando íbamos a verla. Yo la visitaba en
cuanto podía. Acudía a su casa y permanecía a su lado durante horas intentando
distraerla, intentando que recuperase al menos una pequeña parte de sus
recuerdos, pero cada vez estaba más distante, más ausente... Y Artemisa ni siquiera
podía imaginarse que Gaya estaba yéndose hacia la muerte. Aquella certeza me
hacía sentir una impotencia tan grande, tan infinita... y Casandra, además, estaba
tan lejos, tan inalcanzable...
Y entonces sí que
empecé a decaer, mucho, como si de repente mi vida se hubiese convertido en una
cuesta que descendía hacia lo más hondo de la desesperación. Es imposible
soportar tanta tristeza, tanto estrés y tanto malestar físico durante tanto
tiempo.
La única persona
que conocía levemente lo que yo vivía era Gilbert, pero yo le ocultaba la mayor
parte de mis sentimientos y de mis pensamientos, pues no quería entristecerlo
más de lo que ya lo estaba. La enfermedad de Gaya le había quitado tanta vida,
tanto vigor... Sus ojos aparecían tristes, cansados, casi sin luz, y yo no era
nadie para pedirle atención, o al menos eso era lo que yo creía
irrevocablemente.
Llegó diciembre,
después enero... Llegó un año nuevo, el año 2013, llegó mientras yo vivía una
existencia extraña, casi sin luz, sin luz porque trabajaba siempre por la
noche, sin luz porque me faltaba Artemisa, porque me faltaba la ilusión, las
ganas de seguir soñando.
Llegó un momento
en el que ya no pude desprenderme de la inmensa sensación de asfixia que me
dominaba, que moraba en mi ser. Hasta entonces, había sabido convivir con esa
sensación que tanto me oprimía, que siempre me provocaba ganas de llorar.
Cuando llegaba a casa tras una jornada durísima, lo único que podía hacer era
llorar y llorar, sin consuelo, sin sentir que ese llanto perdía fuerza. Lloraba
por todo y por nada en concreto, pero yo necesitaba llorar, llorar muchísimo,
porque sentía además que Gaya estaba a punto de irse e intuía que Artemisa no
volvería nunca más a mi lado. No obstante, ni siquiera ansiaba que ella
regresase. No quería que descubriese en qué me había convertido. Me avergonzaba
de mí misma, de ser tan débil, de trabajar en algo que tan poco se correspondía
con la imagen que ella tenía de mí. No quería que descubriese que ya mis ojos
no brillaban y que no tenía ilusión por nada, ni tan sólo por retornar a mi
tierra. En aquellos momentos ni siquiera creía que me mereciese morir. Tenía
que vivir esa vida que era un castigo por todo lo que yo había sido, por lo que
era... Yo estaba convencida de que era absolutamente despreciable, de que mi
vida no valía nada y que ni tan siquiera la muerte la quería.
Me cuesta
muchísimo hablar de estos momentos, pues éstos aparecen en mi memoria de forma
confusa. Durante las horas que duraba mi trabajo, solamente me centraba en
hacer lo mejor posible mis tareas, pero, cuando salía de allí, todas mis
preocupaciones, mis desalentadores pensamientos y mis potentes emociones se
apoderaban de mí de nuevo y me abatían.
Y así ocurría día
tras día, hasta que llegó un momento en el que me explotó el alma. Durante las
primeras semanas de enero, empezaron a nacer en mí otros pensamientos que
también me desanimaban mucho. Me preguntaba por qué no había podido cumplir ni
uno solo de los propósitos que yo guardaba en mi alma desde que era niña. Yo
siempre había soñado con estudiar en la universidad y, cuando me imaginaba
teniendo 40 años, pensaba que viviría trabajando de algo que realmente me
llenase. Cuando era pequeña, deseaba estudiar filología gallega, por ejemplo, o
alguna otra carrera que me mantuviese conectada siempre al saber o también
geología para estar siempre cerca de la Tierra. Aquellos recuerdos, que
emergieron de mi memoria con mucha fuerza, me hicieron entender que jamás
podría conseguir nada de lo que yo había soñado. Incluso me acordaba de que
Gilbert me había asegurado muchas veces que yo era muy inteligente. Pues en
esos momentos de mi vida me preguntaba para qué me servía tener tanta
inteligencia si no podía aprovecharla. Creía que toda esa inteligencia que él
había detectado en mí era un desperdicio. Se la merecía más otra persona que sí
fuese capaz de luchar por su vida, no yo, que no era capaz de nada, que me
despreciaba con toda el alma, que no encontraba serenidad en ninguna parte, ni
siquiera por dentro de mí. En aquellos momentos de mi vida, incluso me costaba
seguir creyendo en la Diosa y prácticamente nunca celebraba esos rituales que
tanto podían alimentarme el alma, pues no encontraba el momento para hacerlo y
tampoco tenía la energía suficiente para poder llevarlos a cabo. Había perdido
todo lo que me había alentado en algún instante de mi pasado y cada vez me
sentía más perdida en mí misma, más desorientada en mi vida.
Casandra regresó
de su viaje cuando yo ya había dejado de trabajar en aquel horrible lugar.
Puede que esté
hablando de estos momentos de forma bastante vaga, ligera e imprecisa, pero me
cuesta mucho expresarlos con claridad, pues se me mezclan todos en mi mente
como si fuesen horas de una misma noche. La sensación que se desprende de esos
recuerdos es muy extraña y dolorosa. Es pensar en oscuridad, en frío, en
soledad, en muchas lágrimas, en mucha tristeza, en falta de apetito, en
carencia de energía... pero, hasta que perdí mi tercer trabajo, había vivido
sintiendo que, aunque todo mi ser quisiese detenerse, alguien tiraba de mí con
una cadena invisible que me arrastraba y me arrastraba por mi vida sin que yo
pudiese deshacerme de esa cadena que me ataba a mi insostenible vida.
Y todo ese
tiempo... sin Artemisa, extrañándola siempre. Me costaba mucho entender por qué
no podía estar conmigo, por qué estaba tan lejos. Comprendía que ella hubiese
querido construir su vida, pero no aceptaba que no pudiese saber nada de ella,
que ni siquiera pudiese hablarle y decirle: artemisa, te echo mucho de menos,
te añoro insoportablemente. Era como si nunca hubiese estado en mi vida, y yo
eso no lo soportaba, lo soportaba cada vez menos.
Cuando me quedé
sin trabajo otra vez, permanecí sobreviviendo durante un mes, enfrentándome a
mi propia tristeza y al profundo desaliento que se había adueñado de mi vida,
hasta que Casandra regresó y me descubrió sumida en una extraña existencia que
ni siquiera yo podía explicar. Me costaba ser consciente de en qué momento del
día me hallaba, creía que había comido hacía poco cuando, quizá, llevaba más de
dos días sin alimentarme, podía permanecer durmiendo durante más de doce horas
sin sentirme descansada, tenía siempre tantas pesadillas y lloraba, lloraba
muchísimo, lloraba demasiado durante horas sin saber por qué, sólo sintiendo
que la desesperación que me hacía llorar crecía y crecía por dentro de mí sin
que nada la detuviese.
Casandra fue
quien me hizo ser medianamente consciente de mi estado, pero yo no podía
reconocer que me encontraba tan mal, que había decaído de nuevo y esta vez sin
casi darme cuenta. Empecé a vivir dependiendo de la voluntad de Casandra. Ella
era quien me obligaba a comer, quien me impulsaba a que viviese, quien me
acompañaba a la calle para que saliese, quien me hablaba para distraerme. Yo sé
que, en aquellos momentos, ella le preguntaba a su hermana, a través de la
distancia, con una impotencia desgarradora, por qué se había ido tan lejos, por
qué ni tan sólo nos había dicho hacia dónde había viajado. Casandra la
necesitaba porque sabía que yo no podía renacer sin ella.
Y de nuevo llegó
la oscuridad; una oscuridad de la que, efectivamente, solamente Artemisa pudo
rescatarme. No recuerdo en qué momento fue exactamente, pero sé que una noche
padecí un ataque de pánico horrible que me hizo perder el conocimiento incluso.
Cuando recuperé la consciencia, estaba, de nuevo, en ese hospital, por tercera
vez en mi vida. Sin embargo, esta vez no protesté, no grité pidiendo ayuda, no
le hice saber a nadie que estaba totalmente deshecha de miedo y tristeza. Me
convencí enseguida de que ése era el único lugar del mundo en el que me merecía
vivir. Incluso una parte de mí sintió un inmenso alivio cuando descubrí que en
aquel lugar no estaba obligada a trabajar hasta destrozarme el alma y el
cuerpo. En aquel lugar podía descansar sin que nadie me dijese nada, podía
permanecer sumida en mis pensamientos sin que nadie me extrajese de mi mundo.
Podía estar en mí sin tregua, sin fin.
Esta vez, sí me
dignaba hablar con la enfermera que cuidaba de mí. Además, Casandra me visitaba
de vez en cuando y con ella podía permanecer conversando durante horas. MI
enfermedad no me alejaba del mundo, sólo me hacía estar siempre muy triste, tan
triste que apenas podía hablar sin llorar.
A Casandra le
confesaba muy a menudo que me sentía totalmente inútil, que no confiaba en mí y
que creía firmemente que no servía absolutamente para nada. Estaba demostrado
que no había podido soportar ni uno solo de los trabajos que la vida había
puesto en mi camino y estaba segura de que nunca podría encontrar una ocupación
que realmente me llenase el alma. Casandra intentaba animarme, me contradecía
siempre asegurándome que yo tenía muchas virtudes que debía desarrollar, pero
aquellas palabras ni siquiera me acariciaban el alma. Para mí no eran ciertas.
Sin embargo, supe
adaptarme a aquella época. Esta vez sí quise aprovechar la posible ayuda que me
entregaban. Acudí a las sesiones que me ofreció la doctora del centro y empecé
a confiar enseguida en aquella mujer que me escuchaba sin juzgarme, al
contrario de lo que había hecho en su momento el doctor Martín. De él supe que
había muerto por causa de una enfermedad que lo había destruido rápidamente,
pero no sé qué enfermedad se lo llevó a la muerte. No puedo sentir pena por él,
pero tampoco le guardo rencor, pues él me enseñó a reconocer enseguida a una
mala persona. Además, debo agradecerle que me invitase a escribir sobre los
momentos más felices de mi infancia, porque, si él no lo hubiese hecho, es muy
posible que esos recuerdos hubiesen desaparecido o se hubiesen convertido en
brumas muy difíciles de disipar.
La doctora que me
trataba era una mujer muy amable y paciente. Me resultó complicado abrirle por
completo mi corazón, a pesar de que sus ojos enseguida me inspiraron confianza,
pero, poco a poco, ella fue conociendo todo lo que yo era. Yo sentía que
necesitaba que alguien me escuchase así, tal como ella lo hacía, sin
interrumpirme, sin dudar de lo que le contaba, invitándome a que siguiese
hablando de mis sentimientos y mis pensamientos. Me entendía a la perfección
cuando le explicaba cuánto había sufrido durante los dos últimos años de mi
vida y, además, me ayudó a comprender que no podía ignorar que yo era una
persona demasiado sensible que no podía compararse con nadie. Me ayudó a
descubrir y a aceptar que mi sensibilidad me hacía muy distinta y especial y
que no debía rechazarme ni odiarme por ello. También me resaltó muchas veces
que mi mente funcionaba de un modo distinto y que eso me dificultaba vivir
serenamente en este mundo en el que cada vez cuesta más encontrar empatía y
paciencia. Entendía también que me hubiese enfermado y se extrañaba de que
nadie se hubiese dignado detenerme cuando yo insistía en seguir esforzándome
tanto por trabajar cuando el alma estaba deshaciéndoseme por dentro. Era una
mujer muy inteligente que, a pesar de ser psiquiatra, creía plenamente en la
existencia del alma, aunque sé que yo era una de las pocas personas que conocía
su modo de pensar.
Aquella tercera vez que estuve ingresada en ese hospital no
me destruyó el alma como me había ocurrido antes, al contrario, incluso puedo
asegurar que me ayudó estar allí esos dos años. Sabía que, fuera de allí, había
un mundo al que yo no me atrevía a enfrentarme sintiéndome tan sola.
No obstante, poco
a poco me convencí de que moriría en ese lugar e incluso llegué a desear que
Artemisa no regresase nunca ni me buscase jamás. No quería que de nuevo supiese
que me habían encerrado allí. Yo no tenía ya ninguna esperanza y había perdido
todas las ilusiones que pude tener en mi pasado, pero tampoco me atrevía a irme
de la vida, no me atrevía, pues sabía que para Artemisa sería insoportablemente
doloroso saber que yo había muerto.
Sin embargo,
Artemisa sí volvió. Lo hizo cuando ya habían transcurrido cuatro años de
aquella mañana en la que se marchó. Cuando pasaron casi dos años de aquella
noche en la que Casandra me llevó allí, entonces, de súbito, presentí que
Artemisa regresaría. Soñé con ella una noche. Tuve un sueño muy breve e intenso
en el que ella me miraba desde una ventana entreabierta. Yo caminaba por una
calle antigua, una calle antigua y de piedra como las calles más antiguas de
Ourense, y ella estaba asomada a la ventana de una casa también muy vieja que
parecía poder derrumbarse en cualquier momento. Yo quería llamarla, pero, antes
de que pudiese pronunciar su nombre, me desperté sobresaltada, sintiendo que el
alma se me llenaba de una premonición que me asustaba a la vez que me emocionaba.
Sin embargo, me negué a creer que fuese cierta. Que Artemisa regresase era más
que un sueño para mí y me resultaba imposible confiar en que aquello ocurriría.
Mas sí sucedió. Al día siguiente, por la tarde, cuando estaba a punto de llegar
el ocaso, Silvia (la enfermera con la que más confianza tenía) entró en mi
habitación y enseguida supe que Artemisa iba tras ella.
Además, en aquel
momento, de repente también intuí que Gaya estaba a punto de morir. Supe que
Artemisa había llegado a tiempo de despedirse de ella, de la mujer que fue como
su madre, que fue más que su madre.
En cuanto miré a Artemisa a los ojos, sentí que ella me
pedía perdón con toda su alma, pero su voz se había quedado encerrada en un
llanto que ella se esforzaba por retener. Silvia nos dejó solas enseguida
porque intuía que teníamos mucho que decirnos; pero Artemisa y yo apenas nos
atrevíamos a hablar. Solamente nos mirábamos con mucha timidez y también
culpabilidad. Yo sentía una inmensa vergüenza por hallarme de nuevo allí, en
ese hospital que parecía ser el único lugar en el que me merecía estar, y
también podía percibir plenamente los sentimientos que anegaban el alma de
artemisa. Supe que Artemisa sentía un arrepentimiento horrible que no le
permitía pensar con claridad. Yo quería asegurarle que no debía pedirme perdón
por nada, pues lo que más importaba era que estaba allí, conmigo, a pesar de
que yo todavía estaba muy enferma. Aún me sentía muy frágil tanto física como
anímicamente y además me aterraba pensar en el mundo que me esperaba allí
afuera; pero Artemisa me había entregado de repente e inesperadamente una
inmensa fortaleza que me permitía ignorar todos mis miedos y la tristeza que me
latía en el alma. Lo único que yo deseaba era que me sacase de allí cuanto
antes y que iniciásemos juntas una nueva vida donde fuese, aunque mi mayor
anhelo era regresar con ella a Galicia, pero no me atreví a pedírselo, sobre
todo porque Gaya estaba a punto de irse para siempre y ninguna de las dos
deseaba dejar solo a Gilbert.
Artemisa me abrazó como si nunca hubiese podido respirar
sin mí y, casi sin decirnos nada, ambas salimos de allí, de aquella habitación
que tanto me había protegido. Yo todavía estaba muy asustada, por eso me
aferraba con fuerza a la mano de Artemisa. Sin embargo, me calmaba muchísimo
saber que ella ya no volvería a dejarme sola. Me lo habían confesado sus ojos
lacrimosos, profundos y tan hermosos.
De lo que vivimos a partir de entonces hasta llegar a este momento
de nuestra vida hablaré más adelante. Creo que escribí ya suficiente. Siento
que removí ya demasiados recuerdos.