martes, 3 de octubre de 2017

EL ABRAZO DE LA TIERRA: EPÍLOGO


Epílogo

 

Habla Agnes...

 

Hay sueños que se pierden en el olvido, que se mezclan con la nada y desaparecen sin dejar rastro. Son los sueños que no tienen voz apenas, que moran en un silencio que nunca se quebranta, sueños en los que nadie cree, a los que nadie consuela ni alimenta.

Mas hay otros sueños que nacen con nuestra alma, que se mantienen indelebles e intactos pese al paso del tiempo y la distancia que los separa del preciso lugar en el que pueden volverse realidad. Son los sueños más fuertes y verdaderos.

Esos sueños se nutren de nuestras experiencias y esperanzas, se sobrecogen ante el desaliento que puede deshacerlos, se oscurecen cuando en nuestra vida falta luz y amor; pero siempre encuentran el modo de alzar su voz nuevamente, atravesando el silencio que los había callado. Y entonces se vuelven más fuertes y más invencibles.

Después de todas las palabras que desvelan mis recuerdos y verbalizan todas mis vivencias, después de conocer cuánta tristeza y oscuridad pudo caberme en el alma, creo que es imposible negar que uno de mis sueños fue siempre regresar a la tierra que me vio nacer. Nunca me abandonó el imperioso deseo de volver, de ser una con sus árboles, de recuperar el brillo tenue de su nostálgico cielo, de mezclar mi existencia con su melancólica historia. Galicia es y fue siempre la portadora del sentido de mi vida. Sé por qué vine a este mundo, por qué renací. Ella me lo desveló con sus tersos silencios, a través de la voz de su viento y del musitar de sus ríos.

Yo siempre me negué a aceptar que nunca volvería, que moriría muy lejos de ella y que jamás podría respirar sus aromáticos suspiros; pero, cuando un sueño es real, cuando de veras en nuestro destino está escrito que tenemos que hallarnos en el único lugar del mundo que es nuestro hogar, no hay fuerza ni física ni intangible que nos aleje de allí, que nos impida recuperar todo lo que fuimos, todo lo que somos y podemos ser.

Volví, al fin, y lo hice tras permanecer lejos de ella durante más de treinta años, cuando ya había perdido la seguridad de que Galicia me esperaba; pero siempre sentí, a través de la triste distancia que nos separaba, que me llamaba, que me aseguraba que no me había olvidado, que me aguardaba, que ella tampoco podía vivir si yo no me hallaba de nuevo en sus mágicos rincones.

Regresé cuando me enteré, de forma inesperada, de un modo casi inverosímil, de que mi madre había muerto y me había dejado como herencia aquella casa tan antigua y hermosa en la que yo nací y que con tanto cariño yo recordaba. La muerte de mi madre me impresionó mucho más de lo que jamás pude imaginarme. Al saber que su alma se había marchado de la vida creyendo que no había tenido la oportunidad de que yo le asegurase que le había perdonado todo el daño que me había causado, una culpa inmensa gritó en mi interior, haciéndome descubrir que me arrepentía de no haber luchado por comunicarme con ella, por preguntarle si realmente había existido con calma teniendo en su corazón ese vacío que horada la partida de un ser que nació de tus entrañas. Yo siempre estuve convencida de que mi madre ni siquiera había deseado pedirme perdón, pues nunca me buscó, nunca se esforzó por saber cómo estaba y si aún respiraba; o al menos eso era lo que yo creía. Siempre viví tan equivocada...

Mi regreso a Galicia, a mi único hogar, no sólo me permitiría reencontrarme con todos esos pedaciños de mi alma que yo creía perdidos para siempre, sino también con la continuación de ese pasado del que me arrancaron sin piedad. Quedaba todavía demasiado de mí en aquellos lares que parecían haberme recordado siempre. Un sinfín de sorpresas me esperaba allí, entre aquellos bosques, en mi querida aldeíña, en la casa en la que nací y en la que siempre me sentí tan protegida...

Y no regresé sola. Me acompañó la otra mitad de mi alma; la persona por quien me encuentro en esta existencia. Ella me impulsó a no olvidar mis sueños, me rescató de la oscuridad de la tristeza y construyó para mí un camino que no me diese miedo recorrer, que me llevó al fin a la felicidad de la que todos hablan, la felicidad que buscan prácticamente todas las personas, la felicidad que todos aspiramos encontrar en esta realidad.

Nunca olvidaré aquel día lluvioso en el que al fin apareció ante mí el ineludible momento de regresar a Galicia. Desde que el amanecer tiñó de plata el horizonte, un miedo muy gélido se me aferró al alma y repartió por todo mi ser un sinfín de preguntas que me aterraba compartir con Artemisa. Tenía miedo a que Galicia hubiese cambiado hasta convertirse en una tierra irreconocible para mí. Durante los últimos años de su existencia, la enfermedad terrible que ataca a nuestra Madre Tierra también la había cubierto de desolación y silencio.

Me asustaba muchísimo la posibilidad de que ya no existiesen mis amados bosques, de que mi querida aldeíña no fuese más que un pedacito olvidado de tierra y que ya no quedase nada de lo que yo había amado tanto. Durante el largo viaje que Artemisa y yo tuvimos que hacer para poder llegar a mi tierra, permanecí en silencio, presionándome las manos con impaciencia, luchando contra el miedo que me latía con tanta fuerza en el alma para que no deshiciese la ilusión que también susurraba por dentro de mí.

Artemisa no dejó de hablarme durante aquellas más de seis horas que duró nuestro viaje y calmó sin cesar mi intenso miedo a volar. Tuvimos que tomar dos aviones para poder llegar a Santiago de Compostela y, desde allí, un tren un tanto antiguo nos llevó hasta Ourense.

Nunca podré olvidar con cuánta potencia me palpitaba el corazón. Me parecía que cada latido que me golpeaba el pecho podía deshacer mi voz, mi respiración y mis pensamientos. Apenas me atrevía a mirar a mi alrededor. Tenía muchísimo miedo a encontrarme con alguna imagen que convirtiese en realidad mis tristes temores.

Artemisa no desasió mi mano en ningún momento. Me la presionaba intentando que reaccionase y le prestase atención a mi entorno. Ella sabía muy bien que aquellos momentos eran demasiado intensos para mí. No me preguntaba nada, no me agobiaba con palabras vacías. Sólo permitía que yo viviese aquella realidad tal como mi alma me lo pidiese.

Ningún lugar del mundo puede resistir las caricias de la mano del tiempo. El transcurso de los años modifica la apariencia de cada rincón y aleja sus matices de aquéllos que lo compusieron a lo largo de la Historia. No obstante, cuando al fin me atreví a fijarme nítidamente en mi alrededor, me percaté de que Ourense seguía siendo aquella ciudad romántica, tierna y serena que para mí, cuando apenas había conocido el mundo, era lo más grande que existía. Una pátina de modernidad brillaba en sus calles y en sus edificios más importantes, pero era la misma. No la habían destruido, no habían apagado su antigua voz.

La intensa emoción que sentía me impedía percatarme de lo que sucedía a mi alrededor. Lo único que podía pensar era que estaba allí, en mi amada Galicia, que al fin había vuelto; pero aquellas silentes palabras eran tan poderosas que ni siquiera yo misma era consciente de que las susurraba tan quedamente.

     Lo mejor será que vayamos caminando hasta tu aldea, Agnes —oí que me decía de repente Artemisa. Su dulce voz me extrajo por completo de mi ensoñación—. Tendrás que guiarme. Yo no sé ir —me sonrió nerviosa y emocionada.

     Mi aldea... —musité incapaz de creerme que aquellos momentos fuesen reales. Tenía la sensación de que, de repente, la vigilia me arrancaría de aquel soñado presente.

     Sí, tu aldea. Yo no sé ir —me reiteró ella riéndose—. ¿Qué te pasa? ¿No recuerdas el camino?

     Sí, sí lo recuerdo, pero tendremos que andar durante al menos cuatro horas —le confesé desprendiéndome de la espesura que reinaba en mi corazón.

     ¿Desde cuándo a mí me importa caminar?

La risa de Artemisa me inspiraba ánimo y me entregaba la nitidez que a mi mente le faltaba. Me costaba mucho vivir aquellos momentos, pero me esforcé por guiarla, a través de los caminos que conducían a mi aldea, hacia aquel lugar del mundo donde mi vida había comenzado.

Era cierto que los bosques de mi tierra parecían desalentados, pero, a medida que nos acercábamos a mi querida aldea, los árboles se tornaban más poderosos, más abundantes, más quedos incluso. La naturaleza se espesaba, como si las sendas que recorríamos condujesen hacia el vientre del que nace toda vida, en el que mora el aliento de la Madre Tierra...

Un feroz alivio me inundó el alma cuando, en la distancia, bajo los últimos suspiros de la tarde, percibí que todavía brillaban las pequeñas eras que rodeaban mi aldea y las dulces viñas que moraban entre los bosques. Incluso me pareció distinguir el esplendor del río que bañaba aquel pedacito de mundo que para mí era el mundo entero. No, no había cambiado, no había cambiado...

Durante aquellas horas que permanecimos caminando, un aliento se me aferró al alma y me impulsó a compartir con Artemisa un sinfín de recuerdos que hacía mucho tiempo que no convertía en palabras. La felicidad brillaba en mi voz como jamás había fulgurado antes. Me parecía que aquellos instantes eran los más hermosos que había vivido nunca. Incluso eran mucho más bellos e intensos que los sueños que sin cesar se me repetían noche tras noche.

Y lo que más me animaba era que Artemisa parecía feliz, muy feliz, de vivir conmigo aquellos momentos, de ser parte de esa realidad en la que tanto había anhelado existir. No dejaba de alabar la belleza de esos bosques que yo amaba tanto y la quietud que por doquier exhalaba la calma más tersa, más acogedora y aterciopelada.

Al fin, distinguimos, entre los árboles, un pequeño grupito de casiñas cuya antigua apariencia parecía intangible bajo las primeras brumas de la noche. Me detuve de pronto cuando descubrí que mi aldea todavía existía.

     Artemisa —la llamé tomándola con fuerza de la mano—, es allí, es allí... Es allí, Artemisa, Artemisa...

No pude seguir luchando contra el poderoso llanto que se me esparció por toda el alma, que se adueñó de mi voz y de la claridad de mis pensamientos. Me hallaba precisamente en aquel bosque que tanto me había protegido cuando creía que la vida se tornaba sólo oscuridad para mí. Me hallaba en el fin de aquel camino que podía llevarme hacia el rincón más recóndito de aquella naturaleza que yo tanto había añorado.

     Ven, ven conmigo —le pedí a Artemisa entre lágrimas.

     Pero ¿no quieres que lleguemos a tu aldea? —me preguntó ella riéndose con ternura, sin impedir sin embargo que yo la guiase a través de los árboles.

     Quiero enseñarte algo. Deja allí nuestro equipaje. Nadie nos lo quitará, te lo prometo.

Cuando Artemisa se hubo desprendido de las maletas que transportábamos, entonces empecé a correr entre los árboles, presionándole la mano con una emoción que nunca me había palpitado en el alma. Parecía como si no hubiese pasado el tiempo. Notaba que aquella naturaleza tan hermosa, tan mágica y poderosa me abrazaba, me daba la bienvenida a través de la voz del viento, a través del musitar del agua y de los animales que saludaban con emoción a la preciosa noche que se derramaba sobre nosotras.

     Es aquí —le indiqué deteniéndome justo en aquel rincón del bosque que yo tanto amaba; aquél que siempre me había amparado de la mirada de aquellas personas que podían herirme con su incomprensión y su temor—. Aquí me protegía yo siempre y... aquí aprendí a amar a nuestra Diosa.

Artemisa no podía contestarme. Su silencio me desveló que estaba tan emocionada como yo y que ella también tenía el alma anegada en felicidad, en alivio, en conformidad.

     Aquí también brillan las estrellas —me comunicó susurrando admirada.

Jamás podré describir lo que yo sentía en aquellos momentos. Ni siquiera notaba que lloraba. La certeza de que de nuevo había vuelto, de que me hallaba allí, en aquellos bosques, en mi amada tierra, destruía cualquier pensamiento que desease asomarse a mi mente.

Me agaché lentamente y acaricié la tierra con mis manos, me aferré a su poderosa fuerza, a su húmeda presencia mientras, con una voz llena de lágrimas dulces, al fin lágrimas de alegría y alivio, musitaba:

     Volvín, Galicia, Galicia... Xa estou aquí, miña amada terra. Volvín, Galicia, e xúroche que nunca máis me irei do teu lado. Xúroche que xamais me arrincarán do teu lado, xamais, xamais. Non volverei abandonarte nunca máis, nunca máis, nunca máis.

Entonces tuve la sensación de que la voz del bosque se callaba. MI alma se quedó en silencio, temblando levemente, y una quietud aterciopelada me envolvió como si de una cálida y acogedora manta se tratase; pero, de pronto, como si precisamente aquel silencio que invadía la naturaleza despertase mis más profundas emociones, noté que el corazón comenzaba a latirme impulsado por una feroz nostalgia que me hizo experimentar un ineludible y vigoroso llanto.

Empecé a llorar con mucha más intensidad sin saber en realidad por qué plañía, sólo sintiendo que aquellas lágrimas y aquellos suspiros que me agitaban el alma se llevaban al fin toda la morriña que siempre me había inspirado el recuerdo de mi amada tierra. Se marchaba de mi interior la poderosa nostalgia que había ensombrecido tanto mi vida; la que, durante tanto y tanto tiempo, me había impedido captar los matices más hermosos de cada instante. Lloré desahogando toda la añoranza y la tristeza que siempre moraron en mi corazón. Lloré percibiendo que se cerraban al fin todas las heridas que la vida me había horadado en el alma. Se me curó el alma para siempre, absoluta e irrevocablemente para siempre.

Noté que Artemisa se agachaba junto a mí y me abrazaba con un cariño que intensificó y profundizó mi llanto; un llanto que brotaba de la felicidad más desgarradora y de toda la nostalgia que había sentido hasta entonces. Tuve la sensación de que el mundo que tanto me había herido en el alma desaparecía y que solamente quedaba ese pedacito de tierra que para mí era mi vida. Saber que era Artemisa quien me protegía contra su pecho y quien compartía conmigo aquellos dulcísimos y tan soñados momentos me emocionó mucho más.

     Artemisa, al fin, al fin, al fin, al fin, al fin regresé. Por fin estoy aquí, por fin, por fin —le decía entre lágrimas, riendo a la vez que lloraba; algo que sólo puede ocurrirnos cuando somos sinceramente felices.

     Sí, cariño, has vuelto, y nunca más te alejarán de tu tierra. Te lo prometo. Nunca más tendrás que marcharte.

     Gracias, gracias por acompañarme, por estar a mi lado en un momento tan importante, por querer vivir conmigo aquí...

     Gracias a ti por traerme contigo.

     No podría ni quiero estar con nadie más.

Artemisa, entonces, se acercó más a mí y me besó con una dulzura muy tierna. Con aquellos besos que tanto me acariciaban el alma, me hizo sentir que me quería más que nunca, que el lazo que nos unía se tornaba inquebrantable, poderoso y eterno; como el lazo que me unificaba con mi amada tierra.

El sentido de mi vida regresó a mí, invadiendo toda mi alma, volviendo luz mis más oscuros recuerdos. Un ánimo inquebrantable se me adentró en el corazón y, desde entonces, nunca perdí esa esperanza ni esas ganas de vivir que experimenté al regresar a mi tierra. Desde aquella noche, al fin, jamás volvieron los ataques de pánico ni tampoco la asfixiante tristeza que me arrebataba todo lo que yo era. Mi aliento no tembló nunca más. El alma ya no se me quebró más.

En cuanto tañí la tierra con mis manos, en cuanto supe, con toda la certeza que puede caber en un momento, que había vuelto a Galicia, se esfumó para siempre la presencia de la enfermedad. No volví a ser nunca más aquella mujer tan temerosa que podía perder la calma inesperada y tristemente. Nací de nuevo, aquella noche de primavera. Y fue también la presencia de Artemisa, su cariñosa compañía y su indestructible apoyo, la que fortaleció mi felicidad y mi aliento.

Nos alzamos del suelo y, notando latir mi corazón con una vida con la que no había palpitado antes, sintiendo en nuestra piel la frescura de la anochecida, nos dirigimos hacia mi aldeíña, cuyas casas de piedra nos daban la bienvenida desde los últimos suspiros del ocaso. Las estrellas ya brillaban, sólo el viento rompía el silencio que nos rodeaba y el olor a tierra mojada se nos introdujo en lo más hondo del alma.

Justo cuando estaba a punto de llegar a la casa en la que había nacido, nos encontramos con mi tío Damián (aquel hombre que quiso impedir que me arrancasen de mi tierra), quien parecía estar aguardando nuestra llegada desde hacía varias horas. Fue él quien nos recibió como si siempre hubiésemos formado parte de su vida; con un cariño similar al que los bosques nos habían entregado. Él fue quien me condujo de regreso a aquella morada de piedra ya tan antigua que todavía albergaba tanta vida y protección.

Cuando entré en mi casa después de más de treinta años sin estar allí, una lluvia de recuerdos cayó sobre mí, regresó a mi alma el entrañable olor de todos sus rincones, me acarició el silencio pétreo que siempre me acogía... Me parecía que el tiempo no había transcurrido. Si cerraba los ojos e inspiraba tranquila y hondamente los aromas que me rodeaban, podía reencontrarme con aquella niña que tanto había llorado por no poder impedir que la alejasen de su hogar. De pronto sentí latir en mí la voz de mi inocencia; aquélla que empezó a morir justo aquel amanecer en el que principió el fin a aquella vida solitaria en la que yo, sin embargo, nunca me creí abandonada... No pude evitar que los ojos se me llenasen de lágrimas, nuevamente. Titubeé sin saber adónde tenía que dirigirme, qué debía hacer ni cómo tenía que reaccionar. Aunque hiciese tantos y tantos años que no me hallaba allí, noté con mucha fuerza que todavía había mucho de mí en aquella morada tan antigua en la que habitaba aún el eco de todos mis sentimientos y mis deseos.

Mi tío Damián y Artemisa aguardaban tras de mí a que hiciese algún movimiento que les indicase que ya me sentía capaz de empezar a recorrer los pasillos y las estancias que formaban aquel hogar tan especial para mí. Cuando al fin me dispuse a dirigirme hacia la que había sido siempre mi alcoba, me siguieron con el alma pendiéndoles de un hilo, sabiendo que aquellos momentos eran demasiado importantes e intensos para mí.

MI corazón estuvo a punto de detenerse cuando descubrí que mi habitación estaba tal cual la abandoné aquella madrugada en la que intenté huir de mi madre y de la obligación de marcharme de Galicia. Nada había cambiado. MI madre nunca tocó nada de lo que allí había. Sólo estaba limpia y muy bien ordenada.

Había, sobre la mesa de madera en la que yo siempre solía leer y escribir, un misterioso montonciño de sobres. En cuanto los descubrí, mi tío Damián enseguida me explicó que mi madre me había escrito un sinfín de cartas que nunca pudo entregarme, pues no sabía adónde enviármelas y tampoco tenía la esperanza de que yo quisiese leerlas.

No dudé ni un instante de lo que había que hacer. Las tomé entre mis manos. Deseaba leerlas cuanto antes, pero no me atrevía a hacerlo. Era plenamente consciente de que las palabras de mi madre me rasgarían el corazón y me harían experimentar una impotencia insoportable y muy hiriente; pero, sin prestarles atención a mis miedos, abrí la primera que tenía ante mí y deslicé atenta y nerviosa los ojos por las confusas letras de mi madre.

En todas ellas, mi madre me solicitaba que la perdonase, me aseguraba que se arrepentía profundamente de todo el daño que me hizo, me juraba que le gustaría volver atrás en el tiempo y deshacer el día en el que me alejó de allí y me confesaba por qué siempre se había comportado de aquel modo tan incomprensivo e injusto conmigo. Además, me desveló que la casa en la que siempre había vivido y las tierras que le pertenecían eran mías, siempre lo fueron, y que, cuando ella muriese, yo sería su única heredera.

Tal como había intuido, las palabras de mi madre me deshicieron el alma. No podía entender por qué el destino no nos había permitido reencontrarnos, no entendía por qué nunca se le había presentado la oportunidad de localizarme para poder hablar conmigo. Yo hacía ya demasiados años que la había perdonado, que había olvidado todos los errores que cometió. No tenía sentido que ella hubiese vivido con esa pena tan honda en el corazón. Quise asegurarle, desde la distancia insalvable que nos separaba, que no le guardaba ni el menor ápice de rencor, que incluso quedaban en mí pedacitos del amor que una hija tiene que experimentar hacia la mujer que le dio la vida. A mí nunca me costó perdonar, por lo que tampoco me sorprendía que no le reservase a mi madre ni la más sutil sombra de todas esas emociones horribles que su comportamiento alumbró en mi ser alguna vez.

Me gustaría liberar todas las palabras que me escribió para deshacer cualquier ápice de oscuridad que pueda enturbiar su recuerdo. No deseo que su nombre y su existencia queden teñidos por el rencor. Ansío que en la Tierra no quede ni siquiera la más delicada estela de ese resentimiento que alguna vez pude experimentar hacia ella... Por eso transcribiré la carta que más me acarició el corazón y que más me hizo llorar; la que más me conmovió y me hizo arrepentirme de no haberla buscado nunca para asegurarle que siempre pude perdonarla...

«Queridiña filla miña:

Non sei se teño dereito a chamarte deste xeito. Quizais penses que hai moito tempo que ti deixaches de ser a miña filla o eu a túa nai, pero eu nunca esquecín de que naciches das miñas entrañas, do meu corpo, e levas en ti un gran anaco da miña alma e da miña maneira de ser.

Nesta carta, quero dicirche moitas cosas que sempre quixen que souberas. Arrepíntome moitísimo de todo o que te fixen, Agnes. Sei que pensas que non souben coidarte, que fun una nai horríbel e inxusta, pero o único que eu desexaba era protexerte. Si, quería protexerte, Agnes. Aínda que che custe crelo, eu era e fun sempre coma ti. Eu tamén tiña todas esas capacidades que ti tes, que sempre tiveches e que seguramente aínda tes. Eu sempre fun unha nena moi especial, coma ti. Cando era unha rapaciña moi pequena, podía saber o que lles ocorrerían as persoas que eu quería, pero nunca fun quen de confesalo. E, cando descubrín que ti tamén tiñas esas facultades que a min tan infeliz me fixeron sempre, o mundo caeu sobre min. Eu non quería que ti sufriches o que eu sufrín na miña vida, sempre calando, sempre sendo diferente. A túa avoíña tamén era coma nós, pero ela si soubo vivir feliz e conforme có súo xeito de ser e non se agochaba de ninguén. A xente a quería porque era moi especial, porque era moi boa persoa e sempre axudou a todos aqueles que se achegaban a ela, pero nós sempre fomos diferentes. Eu non quero escusarme, pero quero que entendas por que sempre tiven tanto medo. Non quería que che fixesen dano. Se repito as miñas palabras, é porque non sei como dicir todo o que sinto. Eu tamén podía ver o futuro, eu tamén era esa meiga que todos pensaban que ti eras, e non quería que ti sufriches o rexeito de todos os veciños. Afasteiche de nosa terra porque estaba convencida de que poderías curarche da esta doenza. Eu só quería protexerte da incomprensión das persoas que non poden aceptar que haxa seres tan máxicos, pero equivoqueime, equivoqueime moitísimo, queridiña, e sempre o souben. Tampouco souben entender o grande que era a túa alma, o fermoso que era o teu corazón. Fun sempre moi pequeniña diante as túas facultades. Non souben comprenderte e iso é o que máis dóeme no máis profundo das miñas entrañas.

Sei que non teño dereito a pedirche que me perdoes, pois fun moi cruel contigo, pero non quero morrer sen pedirche perdón, sen dicirche que me arrepinto moito de todo o que che fixen, Agnesiña. Boteiche moitísimo de menos sempre. Hai moito tempo que desexaba atoparte para poder confesarche todo o que sinto, pero non sabía como facelo. Chamei ao hospital nel que pensaba que estiveras, pero dixéronme que alí nunca tiveron una paciente que se chamase Agnes. Aquilo desconcertoume moitísimo, tanto que chorei durante moitas horas... Onde estiveches, queridiña? Que fixeron contigo? Onde che levaron, miña filla? Eu pensaba que nese lugar nel que quería que estiveras poderías estar ben, pero nin sei onde viviches todos estes anos.

Pero nunca perdín a esperanza de poder falarche, por iso agora estou a escribir esta carta que tanto gustaríame que leses. Agnes, eu aínda quérote moitísimo e teño moitas cousas que contarche. A miña casa e as miñas veigas son túas, Agnes. Cando eu morra, todo o que teño será teu. Xa escribín o meu testamento. Ademais, o teu tío Damián axudarate cando veñas. Nesta aldeíña nunca estarás soa, Agnes. Todos coñecen o que ocorreu e arrepíntense do dano que eles tamén che fixeron. Aquí tes a túa casa, a túas terras, o teu fogar, Agnes. Se desexas visitarme antes de que chegue o meu fin, podes facelo, queridiña. Eu necesito moito darche una aperta e todos os biquiños que non che din.

Se non queres saber nada máis de min, entendereino, Agnes. Teño o meu corazón cheo de tristura e impotencia. Necesito o teu perdón para poder irme desta vida. Deus non poderá perdoarme nunca todo os erros que cometín, pero, se teño o teu perdón, poderei partir máis serena cara a morte...

Aínda me lembro de todas aquelas ocasións nas que me pedías que non te afastase de Galicia, todas aquelas veces que me dixeches que Galicia era o teu único fogar... O máis horríbel é que eu o sabía e eu non quería escoitarte porque sabía que, se o facía, non podería ser forte e eu desexaba que ti foses feliz noutro lugar nel que ninguén te rexeitase por como eras, pero todo foi un erro, Agnes, un triste erro que nunca puiden perdoarme...

Despídome con moitos bicos y apertas, apertas moi fortes, para que as sintas na distancia que nos separa, que che separa da túa terra, que tamén te espera con o corazón cheo de esperanza, Agnes.

Ánxela Meilán»

Descubrir que mi madre se arrepentía de cómo se había comportado conmigo me alivió profundamente, me arrancó del alma las cicatrices de aquellas heridas que no se me cerraron definitivamente hasta que regresé a mi tierra. No podía guardarle rencor a mi madre porque, aunque hubiesen sido horribles los años que permanecí lejos de Galicia, también, gracias a que estuve en otro lugar, pude reencontrarme con Artemisa, la otra mitad de mi alma. Todos los hechos que nos ocurren, por muy dolorosos que sean, llevan en su seno un porqué, llevan tras de sí una razón que los une a nuestro destino.

Entonces noté que se cerraba definitivamente la puerta que me separaba de aquellos años terribles que tanto me había costado soportar. Se cerraba para no volver a abrirse más, para no dejar pasar a través de sus rendijas ni el menor soplo de ese aire que podía traerme el olor de los desalentadores recuerdos que siempre guardaría en mi memoria, aunque éstos me hiriesen. Ya no me dolió más mi pasado ni tampoco tuve miedo a evocarlo. De él había aprendido también a ser fuerte. De todas las experiencias terribles que me habían golpeado pude extraer muchísima sabiduría y serenidad.

Empezó, al fin, aquella vida en la que tanto había soñado existir con Artemisa. Regresamos juntas a aquel pasado que había quedado pendiendo de nuestra muerte, recuperando todo lo que habíamos ansiado tener. Y no estuvimos solas. Mi tío Damián nos ayudó día y noche, nos proporcionó todo lo que necesitábamos, aceptó nuestra presencia, nos acogió en su vida y nos quiso como nadie lo había hecho hasta entonces. Además, las personas que habitaban en aquel entonces en mi aldeíña tenían el alma anegada en una bondad y en una magia que esplendían mucho más que todas las estrellas del firmamento unidas en un único fulgor. Todos, enseguida, nos unimos creando la familia más leal y hermosa.

Todos nos introdujimos en una vida distinta llena de lucha y bendiciones, lucha por cada nuevo amanecer, por nuestra vida. Aunque dispusiésemos de la ayuda de todos los que habitaban allí, tuvimos que esforzarnos por construirnos nuestra nueva existencia, pero nunca nos desalentamos, nunca. Pugnamos contra el abandono para que éste no deshiciese la magia que moraba en las calles de mi aldeíña. Cuidamos siempre de los bosques que rodeaban nuestro hogar e incluso nos atrevimos a devolverle a aquel rincón del mundo la vida que el paso del tiempo le había arrebatado. Cultivamos de nuevo la terriña olvidada, replantamos robles y pinos para revivir aquellos pedacitos de naturaleza que estaban desalentados y le entregamos a nuestro eterno hogar la mayor parte de nuestra energía para que nunca más volviese a apagarse su nostálgica luz.

Anhelo que esas experiencias también se mezclen con el viento del tiempo para que nunca queden olvidadas, pero en esta narración ya no caben más instantes. Quizá algún día vuelen lejos de mi alma o de la de Artemisa esas palabras que desvelarían todos esos hermosísimos recuerdos; pero creo que por el momento ya hablamos suficiente. Desde que regresé a mi tierra, recuperé lo que siempre fui de veras. Y ahora, cuando ya transcurrieron tantos años de aquella noche tan hermosa, sé que ya puedo morir en paz, pues para siempre me protegerá el abrazo de la tierra.

 

FIN

 

EL ABRAZO DE LA TIERRA: CAPÍTULO 34. RENACIMIENTO EN LA NADA


Capítulo 34

 

Renacimiento en la nada

 

La vida es un suspiro muy frágil que puede desvanecerse sin avisar, sin dejar rastro; pero también puede ser un latido incansable, fuerte e invencible que es capaz de pugnar contra cualquier huracán. La vida puede ser un aliento tembloroso, pero también un viento que arrasa con cualquier amenaza.

La vida de Agnes era mucho más poderosa y vigorosa de lo que nadie intuía ni había intuido jamás. Ni siquiera los enfermeros que la cuidaban comprendían cómo era posible que ella siguiese respirando después de haber ingerido una cantidad tan considerable de pastillas. Había sido Silvia quien había entrado en la habitación de Agnes y la había descubierto extrañamente dormida. Había intentado despertarla llamándola con insistencia mientras le agitaba los hombros, pero Agnes ni siquiera había movido los párpados indicándole que todavía se hallaba en el mundo. Entonces Silvia se percató de que los latidos del corazón de Agnes eran casi imperceptibles y se había apresurado a buscar un médico que pudiese asistirla. No se preguntaba qué le ocurría a Agnes. Lo sabía. Sabía perfectamente qué había sucedido. Afortunadamente, Silvia reaccionó mucho antes de que aquellos medicamentos comenzasen a apagar su vida ya frágil y trémula.

Se esforzaron por ayudar a su cuerpo a expulsar de su interior aquellas sustancias que estaban tornando en muerte cualquier ápice de vida que pudiese albergar y, tras unos intensos momentos, Agnes abrió los ojos.

Agnes no podía recordar qué había ocurrido, no sabía dónde se hallaba y tampoco reconocía los detalles de su entorno. A su lado estaba el doctor Martín. Agnes lo miraba extrañada y confundida, sin poder recordar quién era ese hombre que estaba tan pendiente de sus movimientos y de sus reacciones.

     Agnes, ¿puedes oírme? —le preguntó mientras se sentaba a su lado, en una silla de madera—. Al menos, asiénteme con la cabeza para indicarme que comprendes mis palabras.

     ¿Quién es usted? —le preguntó con una voz casi inaudible.

     Soy Martín, Agnes. Trátame de tú, por favor. Ahora estás muy confundida, pero poco a poco irás recuperando la memoria. tienes que descansar.

     No sé qué me ocurrió.

     eso ahora no importa. Duerme, Agnes.

     No, no. No quiero dormir —le negó empezando a ponerse muy nerviosa—. Lo único que deseo es irme de aquí para siempre.

     Me satisface mucho oírte hablar, Agnes. Yo sabía que sí podías hacerlo.

     Quiero morir —susurró comenzando a llorar delicada, pero profundamente.

     Agnes, la muerte es el último remedio al que debemos acudir. tienes que ser fuerte, Agnes. todavía te quedan muchos motivos para seguir luchando por tu vida.

     No es verdad. Nadie me quiere, a nadie le importo y ni siquiera a mí misma me interesa continuar respirando. Por favor, ayúdame, ayúdame a marcharme de este mundo. Consigue que esto se termine al fin.

Agnes cada vez lloraba más desconsolada y hondamente. El doctor Martín se acercó más a ella y la tomó con fuerza de la mano mientras, tratando de impregnar su voz de fortaleza, le aseguraba:

     Agnes, yo no puedo ayudarte a morir. Creo que eso puedes entenderlo perfectamente. En cambio, puedo ayudarte a superar esta depresión que tanto está destruyéndote.

     Quiero ver a Artemisa. ¿Podéis llamarla y pedirle que venga? Necesito despedirme de ella.

     Artemisa me ha asegurado que vendrá a visitarte en cuanto le sea posible.

     Pero no es cierto. ella no vendrá nunca. Ella nunca volverá a mi lado.

     No debes perder la esperanza, Agnes.

     Es inútil que crea que volveré a verla. Por favor, ayúdame a destruir mi absurda vida. No quiero seguir viviendo, ¡no quiero! ¡No quiero!

     ¿No te asusta la muerte, Agnes?

     No, no la temo en absoluto —le aseguró ella hablando con dificultad a través de sus sollozos—. No la temo; la deseo. No quiero seguir aquí, por favor...

Agnes había perdido el último suspiro de calma que le permitía expresarse con nitidez y firmeza. Martín se percató enseguida de que Agnes no podía respirar apenas y que se presionaba el pecho con la mano que le quedaba libre. Entonces, de repente, ella se levantó de la cama y huyó De la Vera de ese hombre que podía protegerla. Corrió hacia el pasillo y se dirigió rápida, pero costosamente hacia su habitación. No obstante, se encontraba tan débil que apenas podía moverse con firmeza. Martín la atrapó enseguida y la obligó a regresar a la estancia en la que ella se había despertado. En cuanto notó que el doctor le había arrebatado su libertad, Agnes comenzó a removerse ferozmente, tratando de desprenderse de aquellas manos que la detenían.

     ¡estate quieta, Agnes! —le gritó él mientras la aferraba cada vez con más fuerza de los brazos—. Como no te tranquilices, me obligarás a aplicarte una inyección que te calme.

     ¡Déjame en paz! ¡No me hagas daño! —chillaba ella cada vez más descontrolada por el repentino pánico que se había apoderado de su ser.

     Agnes, yo no quiero hacerte daño.

     ¡No es cierto! ¡Queréis destruirme!

Mientras Agnes pronunciaba aquellas palabras tan llenas de miedo, no dejaba de intentar huir de las manos del doctor; pero Martín era mucho más fuerte que ella y al fin consiguió que Agnes se sentase en la cama que había en el centro de aquella sobria estancia. Agnes todavía respiraba con dificultad y temblaba brutalmente.

     ¿Me prometes que te serenarás? —le preguntó el doctor mientras preparaba las medicinas que le inyectaría.

Agnes apenas podía percibir lo que ocurría a su alrededor, pues la confusión que se había adueñado de su mente le había arrebatado la claridad de sus sentidos. Ni siquiera oía las palabras que el doctor le dirigía. Solamente sentía un pánico atroz que no dejaba de estremecerla.

Deseaba pedirle a aquel hombre que supuestamente tanto se preocupaba por ella que la liberase de aquella tortura, pero no recordaba las palabras que debía pronunciar. Estaba cada vez más aturdida y le costaba muchísimo pensar.

De pronto, notó que alguien le clavaba una aguja en el brazo. Gritó de terror y desesperación cuando percibió aquella punzada fría que se le hundía en la piel. En breve, comenzó a percibir que sus sentidos se desvanecían, que la confusa claridad con la que su mente había intentado mantenerse arraigada a la realidad se deshacía como si fuese escarcha derretida por el sol. Un sopor muy denso y oscuro la aferró de las manos y la arrastró hacia un abismo donde no existía ni una sola emoción ni ninguna percepción.

No fue la primera vez que Agnes intentó suicidarse. Muchas le siguieron a aquélla en la que tanto había deseado morir. Nadie podía prever que Agnes volvería a tratar de destruirse. Siempre descubrían que había reincidido en aquellos impulsos cuando ya era demasiado tarde. No obstante, siempre conseguían rescatarla de las garras de la muerte. Muchos de los enfermeros que la asistían e incluso el doctor Martín pensaban que era inútil evitar que Agnes se marchase de la vida, pero no podían permitir que alguien se provocase la muerte de una forma tan deliberada.

En una de aquellas ocasiones en las que habían logrado despertar a Agnes, ella oyó cómo el doctor Martín y Silvia conversaban a su lado sin que ni siquiera se planteasen la posibilidad de que ella se encontrase en su misma realidad, percibiendo los sentimientos y los pensamientos que a ellos los dominaban.

     No entiendo por qué nos esforzamos tanto por mantenerla viva —le indicó Martín a Silvia—. Hace muchísimo tiempo que Agnes tendría que haber muerto. No se merece vivir, pues no aprecia su existencia, no aprecia nada. No es capaz de quererse ni de respetarse a sí misma y lo único que ansía es desaparecer. ¿Por qué no dejamos que se vaya de una vez?

     Porque actuar así no entra en nuestro código ético. Además, esas palabras son tan inhumanas...

     ¿Quién va a enterarse de que Agnes ha muerto al fin? Podemos fingir que la encontramos muerta en lugar de esforzarnos tanto por devolverle la vida. es inútil que la mantengamos aquí. Aplícale ya una gran dosis de morfina y que se vaya de una vez.

     No podemos ser tan crueles, Martín.

     No entiendo por qué os empeñáis en confiar en que Agnes se curará.

     No debemos perder la esperanza. Sé que tú mismo has afirmado muchas veces que Agnes sufre una depresión de la que jamás podrá huir, pero esa razón no debe impulsarnos a descuidarla, Martín.

     Eres demasiado benevolente, Silvia. A nadie le importaría que Agnes se marchase para siempre.

     Te equivocas. Artemisa sí lamentaría, y muchísimo, que Agnes muriese.

     No lo creo —se burló él—. Artemisa hace siglos que no visita a Agnes y ni siquiera parece preocuparse por ella cuando le insinúo que Agnes ha empeorado mucho. Al menos lleva cuatro meses sin venir.

     ¿Y crees que algún día lo hará?

     No lo sé. Ya sabes que la he llamado en varias ocasiones para pedirle que visite a Agnes, pero no puedo obligarla a que lo haga si no quiere.

     Es una pena. Yo creía que Artemisa sí quería de verdad a Agnes. Al menos parecía muy volcada en ella, en su bienestar...

     Pues ya has comprobado que no es así. Artemisa se ha desinteresado definitivamente por Agnes, y, créeme, la entiendo. Lo que no comprendo es por qué perdió tanto tiempo acudiendo a este horrible lugar para ayudarla.

     Y, cuando Artemisa venía, Agnes era más feliz.

     No, Silvia. Agnes nunca fue feliz ni lo será jamás. La enfermedad que padece la ha destruido para siempre. Lo mejor que puede ocurrirle es que su vida se acabe. Escúchame, Silvia. No rescates a Agnes de la muerte nunca más. Si alguna vez vuelves a encontrarla inconsciente, finge que la hallaste cuando ya estaba muerta, cuando no se podía hacer nada por ella.

     No soy capaz de actuar de ese modo tan horrible.

      Ahora lo mejor es que la mantengamos dormida para que no pierda de nuevo la cordura. Acércame esa jeringuilla —le ordenó Martín como si ni los sentimientos ni las palabras de Silvia hubiesen existido.

Agnes deseaba protestar, pero la desesperación que le habían provocado las palabras que Silvia y Martín habían intercambiado la paralizaba y le impidió reaccionar cuando notó que el doctor volvía a hundirle aquella horrible jeringuilla en el brazo. Sin embargo, descubrir que en aquel hospital había alguien que la defendía y que se interesaba sutilmente por su alma le acarició el corazón, aunque no deshizo ni un ápice la aflicción que tanto la dominaba.

El tiempo continuó transcurriendo entre momentos de absoluta tristeza, de densa oscuridad y de profunda soledad. Todos los que trabajaban en aquel hospital habían perdido la esperanza de que Agnes se curaría y de que Artemisa (la única persona que se había interesado por Agnes en los últimos años de su vida) regresaría para rescatarla de aquella honda y destructiva depresión. Agnes ni siquiera se planteaba la posibilidad de imaginarse que Artemisa volvería. Su capacidad de pensar con claridad y de percibir los matices de su entorno se había desvanecido por completo.

Sin embargo, Artemisa sí volvió. Lo hizo al cabo de un año de la última tarde que había compartido con Agnes. Durante los últimos meses de su vida, Artemisa no había podido dejar de pensar en Agnes. Continuamente se preguntaba cómo estaría, qué sería de sus sentimientos y de sus pensamientos. El arrepentimiento más potente se apoderaba de su corazón cuando recordaba todas aquellas ocasiones en las que le había prometido que nunca la abandonaría.

Además, Artemisa soñaba todas las noches con Agnes. Agnes y ella se reencontraban felizmente en aquel mundo onírico en el que no existía la tristeza y en el que la oscuridad era sólo un rincón acogedor que las protegía de cualquier sentimiento punzante. En aquellos bellos momentos, ambas reían libres, se sonreían, se perdonaban entre abrazos, se acariciaban con timidez, se miraban hondamente a los ojos olvidando el paso del tiempo y el fluir de las edades. Artemisa trataba de disculparse ante ella por haberla dejado tan sola, pero Agnes la interrumpía con su dulce y entrañable modo de hablar, riendo, pidiéndole que no recordase aquellos instantes tan desalentadores. Artemisa ni siquiera podía imaginarse que aquellos sueños eran una dulce premonición.

Cuando Artemisa despertaba de aquellos bonitos sueños, notaba que el arrepentimiento que le latía en el alma se había intensificado horriblemente, como si los bellos momentos que había vivido con Agnes en aquella mágica tierra onírica lo hubiesen alimentado.

Artemisa anhelaba regresar junto a Agnes, pero no se atrevía a hacerlo. Temía que Agnes ya no estuviese allí y que se hubiese rendido sin que nadie hubiese podido evitarlo. No obstante, ella sentía en su corazón que Agnes todavía vivía. Así pues, decidió que quebraría al fin la injusta distancia que las separaba y que volvería a su lado para rescatarla de la destructiva soledad que dominaba su vida. Artemisa ya se creía capaz de enfrentarse a los errores que había cometido en su pasado; uno de los cuales era haber abandonado a Agnes en aquel horrible hospital en el que ella no podía encontrar ni la sombra más sutil de amor o comprensión.

Artemisa visitó a Agnes una tarde de otoño en la que las nieblas más densas no le permitían pensar ni ser consciente de sus sentimientos. Agnes se hallaba escribiendo distraída una confusa poesía que manaba de lo más profundo de su corazón. La escritura le permitía permanecer levemente conectada al mundo en el que se hallaba, a la realidad en la que se sentía incapaz de sobrevivir. Hacía apenas unos días, había tratado de suicidarse de nuevo y Silvia, ignorando las espantosas órdenes de Martín, la había rescatado cuando su vida estaba a punto de expirar.

Cuando Agnes percibió que la soledad en la que se protegía se quebraba, se estremeció de inquietud y miedo. No deseaba que nadie le hablase ni la mirase. Estaba tan triste que apenas podía entender lo que ocurría a su alrededor. Lo único que deseaba era desaparecer al fin, era poder marcharse sin dejar rastro, sin que nadie se apercibiese de su eterna partida. No comprendía por qué no le permitían irse, por qué la retenían en una vida a la que ella no le encontraba ni el menor ápice de sentido, por qué la obligaban a existir en unos días y unas noches tan vacíos, tan punzantes, tan fríos, tan destructivos. Continuamente se preguntaba por qué la retenían en esa realidad, para qué deseaban que ella estuviese allí si su existencia no le importaba absolutamente a nadie.

     Agnes, mira quién ha venido a verte —oyó que le decía Silvia.

Cuando Agnes descubrió a Artemisa junto a aquella mujer que la había rescatado ya tantas veces de la muerte, creyó que en realidad se hallaba sumergida en un sueño y que la belleza sutil de aquel instante se desvanecería sin dejar rastro; pero los segundos transcurrían sin cesar, y Artemisa no desaparecía; al contrario, cada vez se acercaba más a ella, demostrándole que había vuelto para no marcharse nunca más.

Agnes intuyó que aquella vez Artemisa no volvería a alejarse de su lado y que la tomaría de la mano para no soltársela nunca.

     Artemisa...

En aquel instante, justo cuando Agnes llamó a Artemisa con tanta ternura, delicadeza y timidez, Artemisa notó que aquella unión tan hermosa que la había enlazado a Agnes se despertaba tras tanto tiempo dormida. Aquel vínculo que siempre la había instado a cuidar a Agnes resurgió por dentro de ella, haciéndole entender que jamás podría volver a abandonarla, haciéndole descubrir cuánto se arrepentía de haberla dejado tan sola.

Cuando Silvia se marchó, dejándolas solas en aquella habitación en la que tantos momentos habían vivido ya, Artemisa se sentó junto a Agnes y comenzó a hablarle con una ternura que a Agnes le llenó los ojos de lágrimas. Sentirla allí, a su lado, poder aspirar el olor de su cuerpo, oír su voz y sobre todo tener la oportunidad de hundirse en sus preciosos ojos castaños le parecía un sueño.

No obstante, aunque la presencia de Artemisa le acariciase el alma y hubiese hecho nacer en su corazón una tímida sensación de alivio, Agnes experimentó de repente una potente y súbita desesperación que destruyó los sutiles ápices de paz que susurraban por dentro de ella. Sin pensar en lo que decía, sin ni siquiera controlar las palabras que se le escapaban de los labios, se acercó a Artemisa y, mientras la abrazaba con una desolación desgarradora, le rogó llorando con profundidad:

     Artemisa, Artemisa, no vuelvas a irte, por favor. No me abandones nunca más. Sácame de aquí, sácame de aquí, sácame de este lugar horrible. No me dejes sola, Artemisa, por favor, por favor. Por favor, sácame de aquí, llévame lejos, por favor...

     Agnes, Agnes, cariño —musitó ella mientras le acariciaba las mejillas con mucha delicadeza—. No volveré a irme, Agnes. Te lo prometo.

     Te necesito, Artemisa. Yo no puedo respirar sin ti. Me sentí tan sola... No tenía vida... y sólo deseaba irme...

Agnes le parecía tan frágil, tan quebradiza... Aunque temblase desesperadamente entre sus brazos, aunque la parte física de su ser se expresase con tanta potencia a través de aquellos sollozos y los estremecimientos que tanto la agitaban, Artemisa creía que Agnes se desharía en cualquier momento. Por eso la abrazaba con una dulzura que profundizaba el desgarrador llanto que había destruido su débil quietud.

Silvia le había explicado que Agnes había tratado de suicidarse al menos cuatro veces aquel mes. Descubrir que Agnes había intentado destruirse le había destrozado el corazón y había intensificado la culpa que le latía en el alma.

     ¿No volverás a irte? —le preguntó Agnes alzando la cabeza y mirando cariñosa y desesperadamente a Artemisa a través de sus espesas lágrimas.

     No, Agnes. Nunca más me alejaré de tu lado. Te sacaré de aquí, cariño. Serás libre hoy mismo.

Al oír aquellas dulces y esperanzadoras palabras, Agnes se quedó totalmente paralizada, hundida sin regreso en los hermosos y amorosos ojos de Artemisa. Notó entonces que la oscuridad que le impedía percibir la luz de la vida comenzaba a convertirse en amanecer. Le pareció que el tiempo se aquietaba, que su entorno se desvanecía y que Artemisa se convertía en la única estrella que resplandecía en su resquebrajado firmamento.

     Me sacarás de aquí —musitó Agnes incrédula—. Podré salir...

     Saldrás de aquí para no regresar nunca más.

     Pero... yo... yo sólo te causaré problemas y...

     Tienes que prometerme que lucharás por tu vida y que no permitirás que el desaliento te mantenga tan lejos de la realidad. Tienes que prometerme que serás fuerte y que te esforzarás por renacer.

     Ya renací, Artemisa. Tú me devolviste la vida —le confesó acercándose más a ella y hundiéndose más profundamente en sus ojos—. Si tú estás a mi lado, yo podré ser fuerte. Te prometo que me esforzaré por curarme.

     Agnes, yo también te necesito. Necesito tu magia, tu cariño...

     Los tendrás siempre, me tendrás siempre —le susurró muy quedo mientras le acariciaba las mejillas—. Yo tampoco te dejaré sola nunca, Artemisa, mi Artemisiña.

La voz de Agnes era arrulladora, era dulce como el sonar de una brisa primaveral, era tan acogedora como la calidez de una lumbre que nunca se extingue. Artemisa notó que, con sus tiernas palabras y con las delicadas caricias que le entregaba, Agnes le devolvía el pedacito de su alma que hasta entonces había permanecido silenciado por la nostalgia, por la culpa y el arrepentimiento.

     Gracias por volver, Artemisa. Gracias por devolverme el alma.

Agnes se arrimó más a ella y depositó en su mejilla, cerca de su cuello, un dulcísimo beso que estremeció profundamente a Artemisa. Agnes había enredado sus dedos en sus rizados cabellos y la acariciaba aún con muchísimo primor. Artemisa de repente se sintió inmensamente querida, tan querida y arropada que no pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas. Notó que le ardía en el pecho una intensa emoción que deshizo la desconfianza que le había impedido creerse fuerte y digna de cuidar a aquella mujer tan especial, tan mágica, tan cariñosa.

Nunca se había sentido tan querida. Era cierto que Neftis le demostraba continuamente que la amaba como jamás había amado a nadie, pero el amor que Neftis le entregaba le resultaba punzante, incluso desesperado, celoso y a veces en exceso asfixiante. En cambio, el amor con el que Agnes la acogía y le agradecía que hubiese vuelto le parecía tan puro, tan cálido, tan inocente... Era un amor que la rodeaba protectoramente, que la alejaba de la posibilidad de ser herida, que la volvía tierna, mágica y especial. Y lo que más la sobrecogía era ser plenamente consciente de que ella también quería a Agnes de un modo que ni siquiera ella misma podía describir.

Artemisa notó que el pecho le ardía, que el corazón empezaba a latirle cada vez con más rapidez y fuerza y que una poderosa ternura le apretaba el alma. Aquellas sensaciones le estremecieron profundamente, le arrebataron por unos instantes la voz de su razón y la alejaron de su entorno. Sólo quedó entonces la compañía de Agnes, su cercanía, el cariño que con tanto primor y calidez le entregaba y, de repente, sin que ni siquiera su propio destino pudiese preverlo, una indestructible certeza le anegó toda la mente, apoderándose de sus extraños y confusos sentimientos y demostrándole que el significado de su vida estaba cambiando de modo irreversible.

Artemisa supo, sin duda, sin poder negarlo, que Agnes era y sería siempre el amor de su vida. Sin embargo, no sería capaz de reconocerlo hasta que el transcurso del tiempo le demostrase que no podía existir silenciando aquel intenso sentimiento que había absorbido todas sus emociones y sus pensamientos. Entendió que ya no podía vivir sin ella y que jamás la abandonaría, ocurriese lo que ocurriese, pues el alma de Agnes estaba enlazada a la suya con un vigor indestructible. Mas, en aquellos instantes, también era consciente de que prefería esconder aquella realidad en lo más profundo de su corazón. No obstante, intuía con potencia que Agnes conocía lo que ella sentía.

     Vayámonos de aquí cuanto antes, Agnes —le pidió tomándola sonriente de las manos. Con aquellas palabras, Artemisa no sólo le pedía a Agnes que huyesen de aquel hospital, sino también de esos sentimientos que tanto la asustaban—. Eres libre.

Agnes sintió que ante ella brillaba una luz que deshizo definitivamente las sombras que se negaban a permitirle percibir el resplandor de cada instante. Entonces tuvo la hermosísima esperanza de que su existencia cambiaría al fin y que podría luchar con ahínco y fortaleza contra su terrible y triste enfermedad. Empezó a creer que se iniciaba para ella una época llena de tibieza, de esplendor, de amor.

Cuando la libertad la acogió en su ligero abrazo, Agnes sintió que su alma se deshacía del peso de la tristeza. El corazón comenzó a latirle con emoción y entusiasmo cuando notó que Artemisa la tomaba del brazo y la ayudaba a alejarse de aquel rincón del mundo tan olvidado, en el que la vida era tan sólo una ilusión tenida en un sueño. A Agnes le resultaba muy difícil creer que hubiese permanecido en aquel hospital durante tanto tiempo. Los meses que había vivido allí se le asemejaban a brumas que apenas resplandecían en el horizonte. Aquellas brumas comenzaron a disiparse y se hundieron en la quietud de una nueva existencia, de un cariñoso presente y un esperanzador futuro.

Aunque la intimidase la grandeza del mundo, no podía negar que se sentía emocionada. Saber que era precisamente Artemisa quien la había rescatado de allí cuando nadie se acordaba ya de ella le llenaba el alma de tanta felicidad, de tanta ternura... Intentó ignorar las hermosas ganas de llorar que experimentaba para poder disfrutar plenamente de aquellos instantes de libertad. Tenía miedo a que alguien la arrancase de aquella realidad que tanto había soñado vivir.

     Artemisa, no quiero saber nada más de ese lugar. No quiero volver jamás, Artemisa —le confesó Agnes con miedo.

     No volverás nunca más, Agnes. Te lo prometo. Perdóname, Agnes. Tendría que haber venido antes a visitarte. Por favor, perdóname. Quizá algún día me sienta capaz de revelarte por qué no me atrevía a regresar junto a ti.

     No te inquietes por nada, Artemisa. Lo que más me importa es que ahora estás aquí conmigo y que ansío luchar por mi vida, por mi alma, por mis sueños... y por ti, porque tú eres uno de mis sueños...

Al oír aquellas palabras tan tiernas, Artemisa le dedicó a Agnes una sonrisa tan luminosa, tan inesperada sin embargo... Agnes creyó que aquella sonrisa derretiría todo lo que ella era, pero se esforzó por disimular lo amorosamente acogida que se sentía.

A partir de aquella tarde otoñal, en la que se desvanecieron las dudas, los rencores y cualquier otra sensación o emoción que entorpeciese el brillo de la vida, se inició para Agnes y para Artemisa una nueva época llena de días resplandecientes, de noches profundas, de amaneceres esperanzadores y de atardeceres esplendentes. Aunque Agnes no pudiese desprenderse definitivamente de todos los síntomas de su enfermedad, aunque sufriese con bastante frecuencia aquellos ataques de pánico que tanto la deshacían, luchó día tras día contra el desaliento y el miedo, se esforzaba incesantemente por recuperar la voz de su alma y de sus ilusiones.

Y cada día era una oportunidad para renacer, para aprender a percibir con nitidez los matices más resplandecientes y hermosos de cada instante, de todo hecho que acontecía. A pesar de que todavía las esperaban a Artemisa y a Agnes un sinfín de momentos complicados que harían temblar la paz con la que deseaban teñir su existencia, ambas fueron capaces de combatir la tristeza y la inseguridad. Y la unión que tanto las enlazaba se fortalecía con el paso de los días, con cada vivencia que compartían, con cada palabra que se dedicaban.

Artemisa era consciente de que ella era precisamente la fuente de la que manaba el equilibrio anímico de Agnes y la tranquilidad que ella tanto necesitaba para vivir. Artemisa sabía que Agnes cada vez dependía más de ella para sentirse plena, para confiar en que la vida era mágica; pero no le importaba volcarse por completo en su cuidado; al contrario, no dejaba de entregarle ese sosiego y esa comprensión que tanto le habían negado durante los últimos años de su existencia. Se esforzaba por mantener resplandeciente la llama de sus sueños, le explicaba confidencialmente cada pensamiento que le anegaba el alma y la instaba a que ella también liberase sus miedos y su nostalgia y convirtiese en palabras las emociones que le presionaban el corazón.

Poco a poco, Agnes fue entendiendo que Artemisa era la persona que más la quería, era la única que de veras la apreciaba y la comprendía. Entonces se arrepentía profundamente de haber desconfiado de ella, de haber creído que anhelaba destruirla. Artemisa la cuidaba como nadie la había cuidado hasta entonces, la acogía en sus tiernos abrazos cuando el desaliento amenazaba con quebrantar su calma, le entregaba consejos que le acariciaban el corazón y sobre todo la escuchaba, la escuchaba sin interrumpirla, con atención y con mucha ternura. Artemisa creó para ella un hogar en el que nadie podía hacerle daño, en el que nadie la heriría.

Gracias a Artemisa, Agnes descubrió que la vida no era aquel camino oscuro y tenebroso que se había sentido obligada a recorrer sin que nadie le permitiese detenerse para recuperar el aliento. Artemisa, continuamente, la impulsaba a soñar, a ilusionarse, a quererse y a respetarse, a apreciar las facetas más hermosas de su carácter. Artemisa la tomó de la mano para guiarla en aquella nueva senda que se abría ante sus ojos; una senda llena de comprensión, de amor, de cariño y de magia, sobre todo de magia, pues Agnes impregnaba de misticismo cualquier momento que viviese, cualquier lugar en el que se hallase. Un alma mágica tiene el poder de tornar luz las sombras que más nos asustan, de desvelar los detalles más trascendentes de cada vivencia.

Y fue posible volver a ser feliz porque el lazo que las unía era tan hermoso como un atardecer otoñal. Agnes podía ser quien era junto a Artemisa, pues ella conseguía, sin cesar, que emergiesen de lo más profundo de su alma esos dones que tan especial la volvían, que le pertenecían desde siempre.

Y todos aquellos momentos que compusieron su nueva vida están ya narrados en otras líneas, aunque de forma casi vaga y poco precisa; mas hay historias que tienen varias verdades, que contienen en su existir un sinfín de matices escondidos en profundos secretos. Y puede que ésta fuese una de esas historias que nadie se atrevía a relatar con sinceridad. Sin embargo, cuando un destino desde siempre se ha compuesto de dos almas, es imposible escapar de la magia que siempre lo protegerá. A pesar de que intentemos huir de los hechos que nos aguardan en el futuro o de los que definen nuestra vida, éstos siempre nos alcanzan, por muy lejos que nos marchemos. Cuando un sentimiento es verdadero, nada ni nadie podrá callarlo jamás, nadie, ni siquiera el silencio de las noches invernales más gélidas.