Capítulo 32
Confundida en
las sombras
Hay almas que tienen la capacidad de esparcir por su alrededor los
sentimientos que la inundan. Se convierten, entonces, en una prolongación de
sus pensamientos los rincones que la rodean, se tornan un reflejo de los
sentimientos que la definen las palabras que pronuncian quienes la llaman a
través del tiempo y del espacio. Hay almas que pueden oscurecer el esplendor de
un azulado día estival y devenir en noche oscura y cerrada el atardecer más
brillante. Hay almas que son portadoras de emociones muy antiguas que siempre
han palpitado en lo más hondo de la Tierra, siendo el impulso de muchos deseos,
de muchos sueños, de muchísimas leyendas.
Y Artemisa tenía la estridente sensación de que el alma de Agnes no
vivía sólo en aquel cuerpo frágil y casi evanescente en el que se albergaba
tanto desaliento, sino también en el jardín que rodeaba la casa de Gilbert; la
que estaba cubierta de soledad y tristeza. A Artemisa le pareció que los
punzantes sentimientos que anegaban el alma de Agnes se habían expandido por el
mundo que ellas conocían y habían llegado hasta el vientre del que nacía
aquella luz tan ceniza que trataba de quebrar las sombras que el invierno
amontonaba entre los troncos de los árboles.
Gaya también notó que a su alma se le transmitía la profundísima
tristeza que se había apoderado del corazón y de la vida de Agnes. Cuando la
miró a los ojos, ni siquiera encontró en aquella distante mirada el eco de la
voz que siempre se había mezclado con sus pensamientos. No quedaba en Agnes ni la
sombra de lo que había sido, de la mujer que ella había conocido. Ni siquiera
cuando, dominada por un sutil rayo de cordura, Agnes alzaba los ojos y los
fijaba en las personas que había ante sí, sus gestos revelaban que tenían a su
lado a aquella mujer tan mágica que tanto los había fascinado siempre.
Gaya se sintió inmensamente culpable cuando descubrió que de Agnes ya
apenas respiraba nada en aquel cuerpo irreconocible. Agnes estaba inverosímilmente
delgada y pálida. Le costaba entender cómo era posible que aquella vida
siguiese existiendo si no la albergaba ni la más sutil estela de energía.
Parecía, más bien, que el espíritu de Agnes pendía de un quebradizo hilo que
estaba a punto de desvanecerse. En aquellos ojos que siempre habían sido tan
profundos y expresivos, se albergaba una mirada sin voz, un susurro que apenas
sonaba, que apenas se alzaba en medio del interminable desconsuelo que dominaba
aquella existencia que había desaparecido casi por completo.
Gaya no dudó ni un momento de que Agnes estaba tan desvanecida por culpa
suya. La impotencia que le provocaba ser consciente de que Artemisa había
enfermado por causa del supuesto temor que le había profesado a Agnes le había
impedido acercarse a ella para ayudarla, la había apartado de aquella mujer que
la necesitaba tanto. Cuando la miró notando que le latía en el alma el
arrepentimiento más terrible, fue plenamente consciente de cuánto se había equivocado
con ella, de cuánto daño le había infligido a aquel corazón tan anhelante, tan
nostálgico.
—
Agnes,
mira quién ha venido a verte —le anunció Gilbert acercándose a ella y
acariciándole los cabellos.
—
No
está aquí. No ha vuelto en ningún momento desde que te fuiste —le contó Neftis
agotada alzándose de la silla que ocupaba y saliendo de aquella estancia tan
cargada de tristeza—. No soporto verla así, tan ida —les musitó apenas sin voz.
Gaya se percató de que, en esos momentos, Agnes se esforzaba por
reconocer a las personas que la rodeaban. Había fijado insistente y curiosa los
ojos en los suyos y trataba de encontrar algún recuerdo que la ayudase a
identificar a quien la miraba con tanta lástima y arrepentimiento.
—
Hola,
Agnes —la saludó Gaya con mucho cuidado.
Mas Agnes no le contestó, ni siquiera con sus expresivos ojos; los que,
en aquel entonces, ya apenas refulgían, ya apenas musitaban. Estaban en
silencio, como lo estaba todo su ser, como sus gestos, como su dulce y
aterciopelada voz.
Gaya se estremeció profundamente cuando entendió que Agnes se hallaba
irreversiblemente lejos de ella, para siempre lejos de ella. Tal vez nunca más
conseguiría conversar serenamente con Agnes como tantas veces habían
conversado, tal vez nunca más volviese a oír su entrañable acento, tal vez
nunca pudiese asomarse a la belleza de sus recuerdos a través de sus profundas
y sinceras palabras... Agnes no estaba, no estaba, y jamás regresaría.
—
Por
la Diosa, Agnes... —lloró Gaya cubriéndose el rostro con las manos, incapaz de
sostener la intensa e incomprensible mirada que Agnes le dedicaba—. ¿Cómo es
posible que te hayamos hecho esto?
Gaya notó que Artemisa le apoyaba cariñosamente una mano en el hombro,
tratando de alentarla, aspirando a deshacer la intensidad de la culpa que
sentía. Gaya experimentó un irrefrenable deseo de abrazarse a Artemisa, de
protegerse entre los brazos de aquella mujer tan buena que tanto la quería,
pero se contuvo. No deseaba que ni Gilbert ni Artemisa descubriesen que su
sabio corazón se había anegado en tanto arrepentimiento. Ella, que había creído
que actuaba guiada por la sabiduría, en aquellos momentos se percibía
totalmente inexperta, absurda, tonta y estúpida.
—
Gaya,
cielo —la llamó Gilbert al advertir que su querida amiga se había desmoronado—.
No llores ahora, por favor. Agnes necesita notar tu fortaleza.
—
Yo
ya no tengo fortaleza. Por la Diosa, ¿cómo he podido ser tan cruel e injusta
con ella? ¿Cómo es posible que la haya tratado tan mal? —se preguntó mientras
se sentaba en una silla, junto a Agnes, quien dejó de mirarla en cuanto se retiró
de la trayectoria de sus ojos.
—
Por
favor, dejadme a solas con ella —les pidió de repente Artemisa con una calma
que a ambos les acarició el corazón.
—
No
creo que sea conveniente que... —intentó avisarla Gilbert, pero la mirada que
Artemisa le dirigía era tan suplicante que ni siquiera se atrevió a seguir protestando.
—
Necesito
pedirle perdón —les comunicó Gaya con una impotencia desgarradora—. Necesito
que me escuche, necesito que me reconozca. No quiero que se vaya sin que sepa
que estoy totalmente arrepentida de cómo la he tratado. Por favor, Agnes,
mírame —le pidió tomándola de las manos. Agnes se las presionó lejana, pero muy
tiernamente—. ¿Dónde estás, Agnes? ¿En qué tierra mora tu alma ahora? ¿Qué
sientes, qué piensas, qué recuerdas en ese mundo tan remoto? Por favor, vuelve,
aunque sea sólo por unos instantes efímeros que luego ni siquiera recordarás.
Entonces Agnes alzó los ojos y, sorprendente y estremecedoramente, los
hundió en la mirada de Artemisa, quien no había dejado de observarla con
dulzura y cariño desde que se había adentrado en aquella fría alcoba. Cuando
Gilbert y Gaya advirtieron que Agnes miraba con fijeza e interés a Artemisa,
notaron que el corazón deseaba detenérseles. Y Gaya soltó las manos de Agnes
temiendo que el contacto de sus dedos pudiese destruir el sutil hálito de razón
que refulgía tras las brumas que inundaban sus ojos.
Una sombra de realidad se deslizó por la silenciosa mirada de Agnes y,
durante unos espesos segundos, pareció como si no existiese nada más para ella.
Miraba a Artemisa con un creciente alivio que, de súbito, comenzó a disipar las
oscuras brumas que ocultaban la belleza de sus ojos negros y expresivos. Se
alzó con sutileza la voz de su alma; la que se escapó rebelde de aquella mirada
que se llenaba de intensidad conforme los instantes transcurrían.
Artemisa se acercó a ella lenta, pero decididamente. Cuando la tuvo al
alcance de sus dedos, la tomó con mucha delicadeza de las manos y se agachó enfrente
de ella sin dejar de mirarla. Gaya y Gilbert se habían quedado paralizados
observando aquella escena que, más bien, parecía proceder de un espeso e
incomprensible sueño. A Gaya le costaba mucho entender por qué se desprendía
tanta paz y armonía de los ojos de Artemisa cuando tanto había temido a Agnes y
por qué Agnes había comenzado a reaccionar en cuanto había advertido que
Artemisa se hallaba tan cerca de ella. Entonces, de repente, se percató de que
Artemisa y Agnes estaban unidas por un lazo muy potente que no había nacido en
aquella vida. Supo, sin dudar un ápice, que Artemisa era la misma mujer con la
que Agnes había sido tan feliz hacía ya tantos y tantos años. Recordó con
potencia todo lo que Agnes le contaba siempre que regresaba del mundo de la
hipnosis. Y así comprendió por qué Agnes y Artemisa habían sufrido tanto la una
por la otra, por qué se habían buscado tanto, por qué se necesitaban de ese
modo tan inexpugnable e intenso. No obstante, lo que más la sobrecogió y la
aterró fue ser consciente de que habían sido precisamente Gilbert y ella, ellos
mismos, quienes habían impedido de nuevo que Agnes pudiese ser feliz con
Artemisa, que Agnes se recuperase antes. Ellos habían sido quienes habían
distanciado a aquellas dos mujeres para las que había sido tan complicado
existir hallándose tan lejos cuando anhelaban estar tan cerca, tan íntimamente
unidas.
Un sinfín de posibilidades estremecedoras cayó sobre su mente y la
apartó de la comprensión y la realidad. Observaba anonadada cómo Artemisa le
presionaba las manos a Agnes mientras unían sus miradas hasta lograr que
pareciese que ambas provenían de unos mismos ojos.
—
Agnes,
soy yo, soy Artemisa —le comunicó con muchísima dulzura—. Dime si me reconoces,
por favor.
—
Artemisa
—la llamó Agnes queda, pero intensamente—, Artemisa, Artemisa... ¿estás aquí de
verdad o te desvanecerás cuando despierte?
—
Estoy
aquí contigo, Agnes. No estás soñando. Estos momentos son reales. No son un
sueño.
—
Artemisa,
Artemisa —la apeló con una creciente tristeza mientras le presionaba
desesperadamente las manos—, no te vayas, por favor, ahora ya no te vayas.
Artemisa... por favor... no me dejes —le suplicó arrancando a llorar con
impotencia.
—
No
me iré, Agnes. Por favor, Gaya, Gilbert, dejadme a solas con ella.
—
Gaya...
—
Gaya
está aquí, Agnes, y también desea hablar contigo —le comunicó Gilbert con
primor.
—
Perdóname,
Gaya, por favor —le suplicó Agnes de pronto, mirándola con un arrepentimiento
punzante—. Te destrocé la vida, Gaya. Nunca tendrías que haberme conocido.
—
No
digas eso, Agnes. Soy yo la que debo pedirte perdón. Tú no tienes la culpa de
estar tan enferma, cariño —le respondió acercándose más a ella y acariciándole
los cabellos—. Perdóname por haberte dejado tan sola.
—
No
tengo nada que perdonarte, Gaya. No te guardo ni el menor ápice de rencor.
Ahora, por favor, dejadme a solas con Artemisa. Necesito decirle... Por favor,
no desconfiéis de mí...
—
No
lo hacemos, Agnes —le aseguró Gilbert.
Gaya y Gilbert salieron de aquella estancia rogando que aquél fuese el
primer instante de la vida que tanto habían soñado que llegase. Tenían la
esperanza de que la conversación que Artemisa y Agnes estaban a punto de mantener
les cerraría sutilmente las heridas que aquellos meses tan oscuros les habían
horadado con tanta saña y desesperación en el alma.
Aunque Artemisa y Agnes les hubiesen rogado que les permitiesen
conversar a solas, ninguno de los dos se retiró de la puerta de la alcoba en la
que se hallaban. Neftis también se aproximó a ellos interesada en captar todas
las palabras que intercambiarían. Para los tres, aquellos momentos eran tan
esenciales como el aire que respiraban y no deseaban permanecer lejos de la
apariencia que los definiría.
Mas ninguna de las dos sabía cómo deshacer el silencio que las
encerraba. Sus ojos eran los únicos que se atrevían a convertir en susurros los
sentimientos que les anegaban el alma; los que gritaban con una fuerza que las
estremecía. No obstante, fue Agnes quien se atrevió a quebrar aquella nada que
les impedía ser sinceras. Ignoró la intensa timidez y el feroz miedo que sentía
y, con una voz impregnada de emoción y ternura, le pidió a Artemisa:
—
Siéntate
a mi lado, Artemisa, por favor. —Cuando Artemisa la hubo obedecido, entonces
Agnes, quien todavía se hallaba asida a las cariñosas manos de Artemisa, le
suplicó—: Por favor, Artemisa, perdóname. Yo jamás quise hacerte daño. Te juro
que, si pudiese viajar al pasado, mataría a la mujer que en aquellos momentos
tanto te temía. Preferiría haberme muerto antes que...
—
No,
no, no, Agnes. No te mortifiques de ese modo. Tú no tienes la culpa de que me
enfermase tanto. He padecido una depresión horrible que tuvo sus causas en
otros motivos que en absoluto se relacionan con tus intenciones ni con tus
deseos. Además...
—
Yo
tampoco incendié tu cabaña, Artemisa. A mí jamás se me habría ocurrido hacer
algo tan horrible. Te juro que yo no... Ni siquiera sé quién lo hizo, Artemisa
—lloró Agnes con muchísima impotencia—. Esa noche yo volví a mi casa
sintiéndome muy triste y desvanecida, aunque a ti te pareciese que era valiente
e imponente. No lo era en absoluto, Artemisa, pero me asustaba tu poderosa
magia. Y yo me encerré en mi cabaña y...No me acuerdo de lo que me sucedió
aquella noche, pero te juro que yo no... no lo hice, Artemisa.
—
Te
creo, Agnes, de veras. Pudo ocurrir cualquier cosa. Quizá me dejase una vela
encendida o la lumbre... Sí, dormí con la lumbre prendida.
—
Artemisa,
yo me iré de este mundo y necesito que me perdones para que pueda partir en
paz. Por favor, perdóname...
—
Tú
no te irás, Agnes. Yo no quiero dejarte marchar.
—
No
sé cuánto tiempo durarán estos momentos de cordura, pero nada en mí es perenne
ya. Soy un despojo de lo que fui. No merece la pena que siga existiendo. Aunque
tú me perdones, yo jamás dejaré de odiarme por haberte hecho tanto daño, por
haberte...
—
Agnes,
por favor, no te maltrates de ese modo. No es justo —lloró Artemisa mientras la
abrazaba de repente.
—
No
quiero que me separen de ti otra vez —musitó Agnes sintiendo el cariño con el
que Artemisa la abrazaba—. Por favor, pídeles que no te alejen de mí. Tú eres
sólo luz, Artemisa, y yo soy oscuridad, sólo oscuridad. Tú volarás como un hada
cuando mueras y yo desapareceré en el olvido cuando mi vida acabe porque no me
merezco vivir más, porque ya no me merezco seguir respirando ni siquiera en la
muerte. Tú te convertirás en un espíritu protector cuando tu vida se extinga.
Ampararás a las almas buenas y nobles que no tengan quienes las abracen y
resguarden porque tú eres... eres la mujer más amable, amorosa y mágica que
conocí nunca, porque tú sólo te mereces recibir amor, porque tú eres el tesoro
más bonito que existe en el mundo. No te rindas nunca, por favor. Sigue siempre
buscando la hermosura de la vida porque para ti siempre quedará belleza, para
ti siempre habrá bendiciones, Artemisa... Tú eres la hija más preciada que tuvo
la Diosa y nunca estarás sola porque Ella siempre irá contigo dondequiera que
vayas, porque siempre serás su joya más resplandeciente. No te rindas nunca, Artemisa,
dulce Artemisiña...
Agnes le hablaba queda, pero claramente mientras le acariciaba los
cabellos, mientras de vez en cuando deslizaba los dedos por sus mejillas,
retirándole las lágrimas que le brotaban rebeldes y veloces de los ojos. Agnes
era consciente de que Artemisa lloraba, pero no era capaz de pedirle que no lo
hiciese, puesto que los sentimientos que la dominaban eran tan intensos que
apenas le permitían atisbar la apariencia de aquellos instantes que tanto le
acariciaban el alma. Y Artemisa notaba que se deshacía entre los brazos de
Agnes, arropada por las hermosísimas palabras que ella le dedicaba y sobre todo
por la entrañable y dulce forma como se dirigía a ella.
Artemisa sabía con una seguridad estremecedora e invencible que aquella
mujer que tan cariñosamente la abrazaba y que con tanta ternura le hablaba era
la Agnes que ella siempre había conocido. Sí, ella sí era la Agnes con la que
tanto había soñado reencontrarse desde que la locura la alejó de ella. Era
Agnes, al fin, aunque fuese frágil como una hoja caduca.
Y supo también que, algún día, todavía en exceso lejano, ambas podrían
abrazarse sin recordar aquellos terribles momentos que las habían distanciado, Se
abrazarían en una nueva vida muy distinta de aquélla que había tratado de
unirlas. Y era muy posible que aquellos abrazos que las esperaban en su
incierto y todavía oscuro futuro fuesen el preludio de otros gestos de amor
mucho más entregados y tiernos; pero fue incapaz de permitir que su imaginación
llenase su mente de aquellas dulcísimas intuiciones que tanto podían ayudarla a
ilusionarse, a tener esperanzas, a soñar con una realidad mucho más brillante.
Dominada por la tierna fuerza que se desprendía de aquellos lejanos
presentimientos, Artemisa presionó a Agnes contra su cuerpo con una creciente
desesperación que ahondó la impotencia que Agnes experimentaba, con la que
Agnes lloraba. Agnes notó entonces que su entorno se cubría de brumas que
ansiaban apartarla de Artemisa y sintió de repente muchísimo miedo, tanto que
no pudo evitar intensificar la frustración con la que también la abrazaba.
—
Artemisa,
yo te quiero, te quiero de verdad, como jamás quise a nadie. Siempre te quise
con toda mi alma, pero sé que eso ya no importa, que, cuando hablen de estos
momentos, sólo interesarán las palabras que te dirigí, no los gestos que te
entregué. Por favor, aunque ya me halle muy lejos de ti, nunca olvides que te
quise de veras —le susurró en el oído con mucha dulzura—. Artemisa, Artemisa...
me alejarán de ti. No lo permitas, Artemisa...
—
Agnes,
cálmate, cariño —le pidió tomando suavemente su cabeza entre sus trémulas manos
y mirándola hondamente a los ojos mientras se acercaba más a ella—. No
permitiré que me aparten de ti.
—
Te
quiero tanto, Artemisa... Nunca lo olvides, por favor.
Agnes había recuperado la expresividad de su profunda y nocturna mirada
y, aunque su piel pareciese teñida por el fulgor de la luna, a Artemisa le
parecía que toda ella resplandecía como si fuese el reflejo de los primeros
rayos del alba. Agnes todavía era tan hermosa como un atardecer otoñal. La
enfermedad que padecía (la que le impedía prestarse a sí misma la atención que
se merecía) no había deshecho su beldad; la que no parecía de este mundo, la
que más bien era propia de un ser mágico que procedía de una realidad mucho más
ensoñada y mística.
Artemisa, de repente, se preguntó, confundida, qué tipo de amor moraba
en el corazón de Agnes, qué sabor tenía el que a ella le inundaba el alma, el
que gritaba con tanta potencia cuando miraba a Agnes, cuando oía su dulce y
aterciopelada voz y cuando la envolvía su entrañable y melódica forma de
expresarse.
Entre sus brazos, bajo sus manos, Agnes le parecía tan frágil... Estaba
en exceso delgada y tenía la sensación de que podía quebrar sus huesos con tan
sólo una sutil caricia; pero también notaba que de la presencia de Agnes se
desprendía una energía que la hipnotizaba y la atraía como si Agnes fuese el
dulce aroma de una flor que reclama la existencia de las abejas.
—
Agnes,
yo... yo quiero ayudarte... —intentó decirle mientras le acariciaba las
mejillas con muchísima suavidad, escondiendo de vez en cuando sus dedos bajo
sus sedosos y lisos cabellos—. Agnes, necesito que me prometas que te
esforzarás por curarte.
—
Por
la Diosa, Artemisa, diles que se vayan, diles que no me separen de ti, diles
que yo te cuidaré, diles que yo nunca te haré daño —le pidió desesperada
mientras la apretaba de nuevo contra su delgado y trémulo cuerpo.
—
Agnes,
ni Gilbert ni Gaya nos separarán si les explicamos cuánto me necesitas.
—
No,
no, no son ellos, Artemisa. Diles que se vayan, por favor —le suplicó con una
voz quebrada por el pánico que sentía y por la tristeza que le anegaba el alma.
Entonces Artemisa comprendió que Agnes no se refería a ninguna de las
personas que ambas conocían. No le costó adivinar que Agnes estaba sufriendo el
principio de un terrible ataque de pánico que desharía por completo la sutil
cordura que le había permitido reconocerla y conversar con ella durante unos
efímeros instantes.
La respiración de Agnes se había vuelto profunda y espesa y Artemisa
advirtió que Agnes miraba aterrada hacia un punto concreto de la estancia; un
lugar en el que no había absolutamente nada ni nadie. Artemisa se estremeció
cuando comprobó que, por mucho que le hablase y le dedicase palabras tiernas y
alentadoras, Agnes no conseguía huir del pánico que la había aferrado con
ahínco y brutalidad del alma.
—
Están alí, Artemisa! Non me separedes dela, por
favor! Artemisa, non permitas que volvan afastarme de ti! Outra vez non, por
favor, outra vez non! —gritó
aterrada apretándose más fuertemente contra Artemisa.
—
Agnes,
Agnes... —la llamaba con calma y ternura, pero Agnes ya no la oía.
De repente, Agnes se separó rápidamente de Artemisa, se levantó de la
silla que ocupaba y corrió hacia la vera de la ventana por la que se adentraba
libremente la tenue luz de aquel día invernal tan espeso. Artemisa se situó a
su lado enseguida y, mientras la tomaba de las manos, trataba de convencerla de
que allí no había nadie que quisiese herirla ni separarlas; pero Agnes ni
siquiera la miraba, no oía su voz y mucho menos comprendía las palabras que le
dirigía.
Agnes luchó por desasirse de las manos de Artemisa creyendo que aquellos
dedos deseaban destrozarle el alma. Había dejado de percibir el cariño con el
que Artemisa deseaba protegerla y lo único que creía era que se hallaba rodeada
de seres que anhelaban matarla. Estaba cada vez más aterrada, gritaba con más
pánico e impotencia e incluso temblaba como si la fiebre más desgarradora se
hubiese apoderado de todo su cuerpo.
Entonces, Gilbert, Gaya y Neftis se adentraron en aquella habitación en
la que, hasta hacía apenas unos ligeros instantes, Artemisa y Agnes se habían
sentido íntimamente unidas. Gilbert tomó a Agnes de los brazos y la abrazó
después con un cariño muy paternal mientras le dirigía palabras
tranquilizadoras que Agnes no oiría jamás, aunque éstas fuesen el único sonido
que musitase en el mundo.
Gaya y Neftis se acercaron a Artemisa y la tomaron con dulzura de las
manos. Artemisa se hallaba totalmente paralizada por una impotencia y una
tristeza que habían deshecho por completo todas las esperanzas que habían
palpitado en su corazón. Sentía muchísimas ganas de llorar, pero no se atrevía
a derrumbarse delante de ellos, pues no deseaba que descubriesen cuánto le
importaba Agnes y cuánto podía desvivirse por ella si se lo permitían.
—
Gilbert,
me parece que ya ha llegado el momento —lo avisó Gaya estremecida—. Tienes que
llevarla al hospital, Gilbert. No conseguirás calmarla nunca. Está totalmente
aterrada.
Agnes lloraba silenciosa, pero profundamente entre los brazos de Gilbert
mientras, de vez en cuando, rogaba con impotencia que la dejasen en paz, que no
le hiciesen daño. Se expresaba en gallego y sus palabras sonaban tan
desesperadas, tan tristes...
Gilbert supo que Gaya tenía razón. No podía seguir luchando contra la
potente enfermedad de Agnes. Ya no podía hacer nada más por ella. Aunque
aquella certeza le destrozase el corazón, sabía que Agnes ya no podía vivir
fuera de aquel sanatorio en el que serían capaces de mitigar el desgarrador
ímpetu de sus crisis de pánico.
—
Tienes
razón, Gaya —le reconoció al fin con una lástima tan honda, tan hiriente, tan
infinita...—. La llevaremos hoy mismo, pero necesito que vengas conmigo.
—
Iré,
sí.
—
¡No,
no, no! —exclamó Artemisa estallando en un llanto inconsolable—. Por favor, no
la devolváis a ese lugar horrible. No lo soportará. Ella nos necesita. Por
favor, no lo hagáis, no lo hagáis.
—
Es
lo mejor para todos, Artemisa —la avisó Neftis asustada y trémula—. Agnes
necesita una ayuda que nosotros no podemos ofrecerle.
—
¡No
es verdad! ¡En ese lugar nadie la ayudará! ¡La dejarán sola, la abandonarán, no
le prestarán la atención que se merece! No la dejemos tan sola, por favor.
—
Artemisa,
cálmate, cariño —le pidió Gaya rodeándola muy tiernamente con sus maternales
brazos—. Quizá Agnes se recupere mucho antes de lo que esperamos y podamos
sacarla de allí en cuanto transcurran unos meses.
—
Ninguno
de vosotros se acordará de ella —sentenció Artemisa con una impotencia
horrible.
—
Por
favor, Artemisa, no te desmorones tú también —le pidió Neftis empezando a
llorar—. Para todos es horrible este momento, pero es necesario que seamos
fuertes.
—
¿Por
qué está tan enferma? No lo entiendo —sollozaba Artemisa.
Nadie le contestó. Artemisa supo que ninguno de ellos pudo explicarle
por qué Agnes estaba tan deshecha porque no se atrevían a afrontar la terrible
realidad con la que la vida los golpeaba en el alma. Los tres se sentían
culpables por haber abandonado a Agnes en aquella locura tan estremecedora y
destructiva. Tanto Gaya como Gilbert y Neftis sabían que, si se hubiesen
esforzado un poco más por ayudarla, Agnes no habría perdido tan
irremediablemente la noción de sí misma y de su presente.
Agnes había dejado de llorar y se había sumido en una quietud muy
trémula que había vuelto turbios sus ojos negros. Se había sentado en la silla
que había ocupado antes de que le sobreviniese aquel horrible ataque de pánico
y había cruzado las manos sobre su regazo. Parecía esperar el momento en el que
la arrancarían definitivamente de la vida.
—
Despedíos
de ella antes de que pierda esta sutil calma que ahora la domina —les pidió
Gilbert a Neftis y a Artemisa.
—
Gilbert...
¿qué ocurrió con Némesis? —le preguntó Artemisa ignorando el significado de
aquel momento.
—
Némesis
murió, pero no hables de ella ahora —le suplicó Gaya estremecida.
—
Murió...
—
Ya
te lo contaremos en otro momento, Artemisa —le prometió Gilbert sabiendo
perfectamente que jamás le referiría a nadie cómo había muerto Némesis.
—
Despídete
de ella, Artemisa —le insistió Gaya.
—
No
me despediré de ella porque la visitaré casi todos los días, porque no la
dejaré sola, porque siempre estaré a su lado y, cuando se recupere, la
rescataré de ese hospital horrible en el que nadie la querrá y será libre junto
a mí —les aseguró con fuerza, con decisión, con mucho cariño.
Ninguno de los tres fue capaz de rebatirle nada. La forma como Artemisa
les había hablado les había dejado el alma temblorosa, les hizo descubrir que
el cariño que Artemisa sentía por Agnes era mucho más intenso y verdadero que
el que ellos creían profesarle.
—
Yo
tampoco la dejaré sola —intervino Neftis dominada por una súbita compasión que
le llenó la mirada de luz—. TE acompañaré cuando vayas a visitarla, Artemisa.
—
Gracias,
Neftis.
Sin embargo, ni siquiera Neftis fue capaz de imaginarse que aquella
repentina compasión que había comenzado a sentir por Agnes no emanaba del deseo
de cuidarla y protegerla, sino de un sentimiento mucho más potente que cualquier
huracán. Ni tan sólo Neftis pudo detectar que en su alma había nacido un
incipiente y potente temor a que la sutil unión que enlazaba a Artemisa y a
Agnes se intensificase con el paso del tiempo, alimentada por las mágicas
experiencias que compartirían.
—
Vayámonos
ya antes de que reaccione, Gilbert. Aprovechemos que ahora está tan quieta, tan
ida —le pidió Gaya tomando del brazo a Agnes e instándola con sus gestos
cariñosos a que se levantase de la silla que ocupaba.
Antes de que Gilbert y Gaya se llevasen a Agnes, Artemisa se acercó a
ella y, tomándola dulcemente de las manos, le dijo queda y cariñosamente:
—
Te
prometo que nunca te dejaré sola, Agnes. No tengas miedo. Yo estaré siempre a
tu lado. Te prometo que te ayudaré en todo lo que necesites. Sé fuerte, por
favor, bonita.
Inesperadamente, Artemisa se acercó a Agnes y la besó muy dulcemente en
las mejillas. Ante el asombro de quienes observaban aquella tierna escena,
Agnes correspondió con ligereza y mucho cariño a aquellos cálidos besos que
tanto le acariciaron su herida alma.
—
Adiós,
Agnes. Hasta pronto —le susurró Artemisa en el oído casi imperceptiblemente.
Cuando Agnes se marchó, Artemisa se sintió desvalida. Le pareció que le
habían arrancado la mayor parte de su alma. Una profunda tristeza cayó sobre
sus ojos y empezó a llorar honda y desconsoladamente mientras observaba cómo
Gilbert y Gaya ayudaban a Agnes a introducirse en el coche de Gilbert y cómo
después aquel vehículo se perdía por las brumas de aquel día invernal tan
gélido, tan lastimoso, tan quedo.
Una interminable y gélida punzada de dolor se le hundió en el pecho,
como si de veras alguien le hubiese clavado un afilado puñal, cuando comprendió
que, aunque tratase de ayudar a Agnes, aunque la acompañase en aquellos meses
tan oscuros y tristes que la esperaban, nunca podría recuperar a la mujer que
tanto la había fascinado, por la que tanto se había perdido en aquel mundo compuesto
de desconsuelo y miedo. Agnes había hecho temblar todas sus convicciones, había
derribado los muros de seguridad que la habían protegido, pero Agnes había sido
su sueño, su constante anhelo, y en esos momentos estaba tan irrevocablemente
lejos...
Neftis se hallaba todavía a su lado, mirándola inquieta y triste. Cuando
percibió el inmenso desconsuelo con el que Artemisa lloraba, se acercó a ella y
la abrazó muy tiernamente mientras le dedicaba promesas que ni siquiera ella
sabía si podría cumplir. Le aseguraba que nunca se apartaría de ella, que
lucharía por construir una vida que pudiese acogerlas, que incluso buscaría un
lugar ameno y hermoso en el que pudiesen empezar una nueva existencia... No
obstante, aunque Neftis creyese que sus palabras se hundían en el silencio y en
el olvido, Artemisa las acogió como si fuesen un bálsamo de amor, como si
fuesen un antídoto que podía combatir el veneno de la punzante lástima que le
oprimía el pecho. Se aferró a ellas como un náufrago se agarra desesperadamente
a una poderosa roca que puede salvarlo de las violentas fauces de las olas que
desean arrastrarlo hacia lo más profundo del mar.
—
Viviremos
juntas en una casa que quede lejos de estos lares para que podamos renacer las
dos, Artemisa —oyó que le prometía Neftis con mucho cariño.
—
Gracias,
Neftis.
—
Yo
nunca te dejaré sola, Artemisa. Tal vez yo también tenga que pedirte perdón por
no haberte entregado la atención que te merecías.
—
Me
ayudaste mucho, Neftis. No te has apartado de mí durante todos estos meses y
continuamente me animabas con tu cercanía. Si estoy bien ahora, también es
gracias a ti, a tu perseverancia y al amor con el que siempre me has tratado.
Gracias, Neftis.
—
Gracias
a ti por confiar en mí de nuevo, Artemisa.
—
Tenemos
que ayudar a Agnes, Neftis. No podemos dejarla sola.
—
No
la dejaremos sola, te lo prometo. Yo iré donde tú vayas, Artemisa.
Aquellas promesas eran un remanso de paz que fulgura en medio de una
destruida tierra, en un bosque arrasado por el más feroz de los incendios.
Aquellas promesas eran la fuente cristalina de la que sigue brotando la vida en
unos lares donde ya nadie respira. Fueron para Artemisa la cornisa a la que
pudo aferrarse para impedir que el abismo del que nacían la tristeza y el desaliento
volviese a absorberla hacia lo más profundo de la nada.
Agnes no tenía ninguna mano que pudiese aferrarla con fuerza para impedir
que su equilibrio se desvaneciese. Apenas captaba los matices de su entorno. No
oía tampoco las palabras que Gilbert y Gaya intercambiaban casi susurrando ni
tampoco el musitar de sus propios pensamientos. Se hallaba sumida en una
realidad que no tenía colores ni forma, que solamente estaba compuesta de
oscuridad y ecos que no se repetían. Un incipiente miedo le latía de vez en
cuando en el alma, rogándole que reaccionase, pero Agnes era incapaz de
interpretar aquellos delicados avisos que se perdían de pronto por el inmenso
silencio que había inundado todo su ser.
De vez en cuando, fugazmente, Agnes alzaba los ojos y se fijaba con
mucha vaguedad e imprecisión en el paisaje a través del cual viajaban; mas la
insania ni siquiera le permitía preguntarse hacia dónde la llevaban, en qué lugar
de la tierra se encontraba su destino. Sutilmente, su mente le musitaba burlona
que, tal vez, estaban devolviéndola de nuevo a Galicia, pero el recuerdo de su
tierra, tan melancólico y hermoso, luchaba contra aquella posibilidad,
deshaciéndola en miles de sombras inasibles. Ni siquiera los pedacitos más
soñadores de su alma (los que resistían con esfuerzo el envite de la locura)
reaccionaban cuando aquella ligera idea los acariciaba.
En el interior de Agnes se desempeñaban pugnas que ella no notaba. Sus
sentimientos, el vestigio de sus anhelos y sus lejanos pensamientos batallaban
por ser los vencedores, por ser quienes abatiesen al fin esa enajenación que
tanto los había alejado del alma que los había creado.
Incluso un sopor muy quedo y espeso se esparció por su mente y, durante
unos largos minutos, Agnes permaneció sumida en un sueño que no se llenó de imágenes
ni de sonidos en ningún momento.
Cuando llegaron al fin a aquel horrible hospital del que se desprendía
tanto silencio, tanta apatía y frialdad, Gaya despertó con mucho cuidado a
Agnes, temiendo que de repente reaccionase y comprendiese lo que estaba a punto
de sucederle; pero Agnes regresó a la consciencia trayéndose de aquel sopor la
espesura que le había inundado la mente. Todavía estaba distraída, confundida,
completamente alejada de la realidad. Caminaba, respondía con efímeras miradas
a las palabras que le dirigían, pero no estaba allí, no estaba, y tanto Gilbert
como Gaya lamentaron no poder despedirse de ella ni asegurarle que, aunque la hubiesen
devuelto a aquel sanatorio del que ella no guardaba ningún recuerdo hermoso,
ellos nunca la dejarían sola.
Fue precisamente el doctor Martín quien los recibió. Los saludó
dedicándoles una sonrisa burlona que a Gaya le partió el corazón. Se preguntó
si aquel hombre que supuestamente sabía interpretar el lenguaje de cualquier
mente aterida y enloquecida realmente entendía el significado de los
sentimientos de las personas. No encontró ni compasión ni empatía en esos ojos
que la miraban con tanta curiosidad.
—
Ya
le dije que la traería de nuevo a este lugar —le indicó Martín con educación,
pero también con ironía—. Y me parece que está muchísimo peor que nunca.
—
Cuidadla,
por favor. Vendré a visitarla muy a menudo y estaré pendiente de su
recuperación —le aseguró Gilbert sintiendo que, por primera vez en muchísimo
tiempo, no estaba siendo sincero.
—
De
acuerdo. Haremos por ella todo lo que esté en nuestras manos.
Entonces Martín se llevó a Agnes hacia la habitación que ocupaba cuando
Gilbert la había conocido; aquella alcoba sin ventana, pequeña, asfixiante, en
la que solamente había una mustia y dura cama y una desgastada mesa de madera.
Tanto Gaya como Gilbert creían que Agnes permanecería sumida en aquella
apatía tan dañina hasta que su corazón se agotase de latir; pero, de pronto,
sin que ni siquiera ella misma se lo esperase, la enajenación que la había
aferrado tan brutalmente del alma se desgarró repentinamente en cuanto oyó
que la encerraban en aquella horrible y sobria estancia que olía a medicinas y
a amoníaco. Un pánico arrollador se esparció por todo su ser, aclarando su
mente, arrancándole de sus recovecos más profundos la confusión que hasta
entonces había silenciado la voz de sus recuerdos y de sus más intensos
pensamientos.
Reaccionó al fin, sí,
reaccionó, con una claridad que hacía muchísimo tiempo que no le invadía el
alma. Entonces comprendió, súbita e irrefutablemente, el significado de
aquellos horribles momentos. Lo que más la aterrorizaba era ser consciente de
que la apariencia de su entorno no formaba parte de ninguna de aquellas
pesadillas que tanto la habían torturado ni tampoco de las elucubraciones que
emanaban de su mente cuando la sobrevenía alguno de aquellos feroces ataques de
pánico que le arrebataban el aliento. Aquellos instantes pertenecían a su
realidad, a la única realidad que compondría sus días y sus noches.
Se levantó rápidamente de la
cama en la que la habían acomodado y corrió hacia la puerta de aquella
espantosa habitación de paredes blancas, sin ventana, tan pequeña y asfixiante.
Mientras luchaba contra el pomo impertérrito que la encerraba, empezó a llamar
a Gilbert y a Gaya cada vez más desesperada y aterrada. Sabía que nadie podía
oírla, que cualquier persona que percibiese sus gritos la ignoraría, pero
aquella razón no la detenía ni la detendría. Chillaría, chillaría hasta
quedarse sin voz. Ya no la necesitaba, realmente, si nadie estaba interesado en
escucharla.
— ¡Gaya!
¡Gilbert! ¡No! ¡No, por favor, no! ¡Gilbert! ¡Gilbert! ¡No me dejes aquí, por
favor! ¡No te vayas! ¡Gaya! ¡Gaya! ¡Por favor, no me dejéis, no me dejéis aquí!
¡Gilbert! ¡Gaya! ¡No, no, no, por favor! ¡No quiero estar aquí! ¡Yo ya estoy
bien, Gilbert, Gaya! ¡No me dejéis sola, por favor! ¡Gaya! ¡Gaya! ¡Sacadme de
aquí! —gritaba cada vez más azorada, más aterrada, más frustrada—. ¡Gilbert!
¡No os vayáis! ¡No quiero estar aquí! ¡No quiero! ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Por
favor, Gaya, Gilbert! ¡Ay, no, no, no, por favor, no! ¡Ayudadme, por favor!
¡Ayudadme! ¡No me dejéis aquí! ¡No os vayáis, por favor, no os vayáis! —lloraba
casi sin sentir su propia respiración.
Tanto Gilbert como Gaya
percibían nítida y estremecedoramente la desesperada voz de Agnes. Nunca la
habían oído gritar así, nunca. Se desprendía de sus súplicas un pánico atroz
que tornaba asfixiantes sus desazonadas palabras. Sin embargo, aunque supiesen con
plena certeza que Agnes había recuperado la noción de sí misma, ninguno de los
dos le sugirió al otro que regresasen. La abandonaron allí, en aquel lugar en
el que Agnes había vivido los peores momentos de su existencia.
Al descubrir que, por mucho que
gritase y llorase, nadie acudía a su lado para calmarla, nadie oía sus desesperados
ruegos, Agnes se quedó paralizada, aferrada al pomo desgastado de aquella
puerta que de nuevo le había arrebatado la libertad.
Con estridencia y vigor,
regresó a su mente la noción de sí misma, del mundo que la rodeaba, de su
pasado y de su quebrado futuro. Fue plenamente consciente de lo que significaba
aquel momento, de lo que quería decir lo que vivía, de lo que le ocurriría a
partir de esos instantes. Entonces cayó sobre ella una desgarradora y ardiente
lluvia de recuerdos. Evocó todo lo que había vivido en aquel espantoso hospital
en el que de nuevo la habían encerrado. Gilbert y Gaya, quienes siempre le
habían asegurado que nunca la abandonarían, la habían devuelto a aquel lugar en
el que su vida ya no valía absolutamente nada, donde no había nadie que la
quisiese y pudiese comprenderla.
Se quedó sin aliento, sin
entendimiento, sin consciencia apenas, pero esta vez no fue la locura la que la
apartó de la realidad, sino la decepción más punzante y profunda. Se sentó en
el suelo notando que su cuerpo se había convertido en hierro y que era incapaz
de sostener su propio peso. Ni siquiera podía llorar, pues el miedo más atroz
se había apoderado de su respiración y de su voz.
De repente, la voz de todos sus
sueños se alzó quebrando el silencio que se le había esparcido por toda el
alma. El recuerdo de Galicia, el anhelo de regresar junto a ella, el deseo de
vivir en aquel bosque que tanto amaba, el recuerdo de la cabaña en la que había
vivido durante seis años y el de la naturaleza que, a semejanza de la de su
amada Galicia, la había protegido con amor y cariño resurgieron por dentro de
ella, arrasaron con la amnesia que hasta entonces había callado su memoria...
Durante aquel tiempo que había vivido
en aquel bosque tan hermoso, en aquella cabaña tan entrañable, había tenido la
oportunidad de regresar a su amada tierra; pero, encerrada de nuevo en aquel
horrible hospital en el que estaba prohibido ilusionarse y tener esperanzas,
nunca más, definitivamente nunca más, podría volver a Galicia, jamás, jamás,
jamás, ¡jamás! Y ya no se lo impedirían aquellos enfermeros ni aquel doctor que
eran incapaces de entender sus sentimientos, sino la desazón que destruiría su
alma, el desaliento y el miedo que la esperaban en aquellos días oscuros que
deseaban aplastarla. Qué estúpida había sido, qué estúpida se sintió de pronto.
Se odió más que nunca cuando fue plenamente consciente de que había
desaprovechado la oportunidad de curarse para siempre, de ser feliz, de luchar
por sus sueños. Había perdido para siempre esa oportunidad que nunca más
regresaría, nunca más.
Y había perdido también el amor
de las personas que tanto la habían querido, que la habían enseñado a
respetarse y a desarrollar sus dones mágicos; esas personas que habían sido más
que unos padres para ella. Gaya, Gilbert e incluso Neftis se habían alejado
para siempre de ella. Sabía que ninguno de los tres deseaba volver a su lado ni
tampoco la mirarían más a los ojos. Y Artemisa... ¿Artemisa también había
desaparecido? ¿La vida seguiría fluyendo sin ella? ¿Viviría sin ella, después
de todo lo que habían compartido? Por supuesto, sí, podrían respirar mucho más
serenamente sin que ella formase parte de su existencia. Serían mucho más
felices si ella desaparecía.
Mientras ella moría en aquel
espantoso y asfixiante sanatorio, ellos reirían bajo la luz del sol, ellos
correrían felices entre los árboles, permanecerían conectados al alma de la
Diosa a través de los preciosos rituales que seguirían celebrando y compartirían
la fe, la hermosura de la vida, la paz, la ilusión, las esperanzas... los
sueños.
Y a ella solamente la esperaba
la oscuridad, el horrible grito de la locura susurrando por doquier, la
injusticia de la incomprensión, la apatía y el odio. Entonces rogó que su
aliento se desvaneciese cuanto antes. Rogó que la matasen con aquellas
pastillas que dentro de poco la obligarían a ingerir o con cualquiera de
aquellas terapias desgarradoras con las que pretenderían curarla. Quiso morir
más que nunca. Fue consciente de que su vida ya no tenía ni la más sutil sombra
de sentido.
No impediría que la
maltratasen. No gritaría cuando la hiriesen con miradas punzantes o con
insultos desgarradores; mas tampoco se tomaría las pastillas que le recetarían.
Las escondería, las acumularía y las ingeriría todas cuando descubriese que
había llegado el momento de destruirse para siempre.
Sutilmente aliviada por
aquellos pensamientos, se levantó del suelo y se sentó en la cama en la que
tantas veces había perdido la consciencia. No le costó en absoluto adivinar que
se hallaba en la misma habitación en la que la habían encerrado cuando había
tratado de escaparse de aquel miserable hospital. Sonrió cuando recordó a
aquella Agnes que se esforzaba por aferrarse a los últimos ápices de esperanza
que podían palpitarle en el alma. Qué inocente había sido, qué tiernamente
inocente, y qué sabia era en aquellos momentos, cuán bien conocía las facetas
más desgarradoras de la vida.
De repente advirtió que no tenía
nada. Lo había perdido todo: todos sus libros, sus minerales, sus velas, sus
varitas de incienso, su ropa, sus objetos más preciados... todo, todo.
Solamente le quedaban como recuerdo de la vida de la que la habían arrancado
las prendas insignificantes que portaba; aquella chaquetita de lana gruesa y
negra, aquel jersey de cuello de cisne y aquellos pantalones oscuros que apenas
sabían esconder la delgadez de sus piernas.
De pronto fue consciente de
cuánto había cambiado su cuerpo. Se fijó en lo finos que tenía los brazos, en
cómo se le marcaban los huesos bajo su palidísima piel, qué poco le brillaban
las uñas, qué frágiles parecían sus dedos. Se tocó los cabellos y la serenó
sutilmente percibirlos tan suaves, tan lisos y largos, tan nocturnos todavía.
Se tañó el rostro y advirtió que su piel era aún tersa y que sus pestañas
encerraban sus ojos grandes y nocturnos; mas sabía que sus miradas apenas
alzaban la voz estridente y nítida con la que siempre se habían expresado.
Se preguntó por qué estaba tan
excesivamente delgada. Apenas se acordaba de lo que había vivido los últimos
meses de su vida; pero, poco a poco, fue descubriendo que había permanecido
lejos de la realidad durante un tiempo que ni siquiera ella era capaz de medir.
El último recuerdo nítido y cuerdo que resplandecía en su memoria era... era la
muerte de Némesis. Sí, se acordaba perfectamente de la postrera mirada que ella
le había dedicado. A partir de entonces, sólo había oscuridad en su memoria.
— Némesis,
queridiña Némesis... —musitó notando que la certeza de su muerte
le desgarraba el alma—. Nunca máis volverei verte? Nunca máis poderei estar
contigo outra vez? Onde estás, coitadiña? Ai, Némesis, Nemesiña...
Saber que Némesis había desaparecido
para siempre y que nunca más podrían mirarse a los ojos le destrozó el corazón,
ahondó la tristeza que sentía y la asustó tanto que, durante unos largos
momentos, fue incapaz de reconocer las emociones que experimentaba. Empezó a
llorar con una impotencia desgarradora que se intensificaba incesantemente
cuando rememoraba dónde se hallaba, cuando percibía el silencio agudo que la
envolvía, cuando aspiraba el horrible y asfixiante olor a medicinas y a
lejía...
La habían abandonado allí, de
nuevo, y esta vez lo habían hecho las personas que ella más quería en el mundo,
en quienes más había confiado. No podía aceptar aquella realidad. Ésta era
demasiado espantosa, demasiado hiriente. Le habían destrozado la vida matando a
Némesis con tanta saña y habían exterminado todo su aliento al encerrarla en
aquel hospital en el que para siempre perdería todo lo que ella era, aunque se
esforzase por luchar contra los síntomas de su enfermedad. Desaparecería para
siempre y la vida se tornaría en una noche oscura que, lentamente, la arrastraría
hacia su última muerte.