Capítulo 21
Esperanzas silentes
Llovía del cielo cristalino un resplandor
plateado que apenas conseguía vencer el rescoldo de las sombras que la noche
había acumulado entre los árboles. La humedad que flotaba por doquier parecía
haberse apoderado de la densidad de las nubes que encerraban aquella luz tan
quebradiza que acogía sin arropar, que era más bien un manto de escarcha que
intentaba entregarle a la naturaleza su último hálito de vida.
Gilbert llegó al hogar de Agnes cuando ya
no quedaba en el cielo ni el más sutil rastro de aquella oscuridad gélida que
había apagado la voz del bosque. La cabaña de Agnes apareció intimidada ante
sus ojos sabios. De los muros de piedra y madera que la formaban parecía
desprenderse un desaliento que aquietaba cualquier murmullo que desease
susurrar entre aquellos árboles que la protegían de la mirada de las sendas que
se enredaban entre los troncos. Entonces Gilbert se preguntó por qué Agnes no
podía ser feliz en aquel lugar que tanto la amparaba, que tan mágico era.
Pensó, injustamente, que, en lugar de valorar los matices más bellos de su
vida, Agnes se aferraba a un desaliento que desvanecía cualquier destello de
amor y beldad que pudiese fulgurar en su alma.
Mas enseguida dedujo que Agnes no podía
controlar sus emociones; ésas que le gritaban tan agresivamente, que la
ensordecían, que llenaban su dormir de sueños que ni siquiera ella misma
comprendía. Una de aquellas emociones era la inmensa nostalgia que Agnes sentía
por su tierra. Gilbert nunca había experimentado por un lugar concreto del
mundo un amor tan grande e indestructible. Por eso, en algunas ocasiones, le
había costado mucho entender la desesperación que Agnes experimentaba cuando
se acordaba de Galicia, cuando notaba que su alma le suplicaba a alaridos que
regresase ya, que no permaneciese lejos de aquellos lares por más tiempo.
Sin embargo, Gilbert sabía que no podía
permitir que se marchase. ¿Qué sería de ella, de su alma herida, de su enferma
mente, viviendo tan lejos de ellos, tan apartada de cualquier persona que pudiese
ayudarla? Decidió entonces que hablaría con ella para cerciorarse si de veras
deseaba irse.
Entró en su hogar intentando no hacer
ruido. La lumbre ardía tímidamente, dándole una cálida y cariñosa bienvenida.
Se templó las manos junto al fuego mientras ordenaba las frases que le
dirigiría a Agnes. El silencio que flotaba a su alrededor lo intimidaba, pero
intentó que aquella sensación no lo detuviese y llamó a Agnes con mucha ternura
y cuidado.
Agnes estaba sumida en un sopor
inquebrantable. Temió que fuese demasiado tarde, pero se esforzó por no perder
la calma que le permitiría ayudarla. Además, lo serenaba saber que Gaya
llegaría en breve. La necesitaba tanto...
Némesis lo miró distraída. Gilbert se
percató enseguida de que Némesis se sentía inmensamente triste y desalentada.
De sus ojos hipnóticos emanaba un gélido temor que parecía apagar el tibio
aliento de la lumbre.
—
Agnes, ¿puedes oírme? —le preguntó agitándole el
hombro.
Entonces notó que la piel de Agnes ardía
como si un fuego devastador desease destruir sus entrañas. Sin embargo, aquel
detalle no lo detuvo y luchó contra aquel peligroso sopor que tanto la atacaba
hasta que, al fin, logró que Agnes abriese los ojos.
La mirada que Agnes le dedicó a Gilbert
estaba tan llena de lejanía... pero, al mismo tiempo, Gilbert captó que ella lo
había reconocido. Supo que podría entender cualquier palabra que él le
dirigiese, pues estaba consciente.
—
Gilbert, gracias por venir –le dijo de pronto,
con una voz frágil—. Gilbert, estoy muriéndome. Siento que mi vida se apaga.
Gilbert, escúchame –le pidió incorporándose con esfuerzo—. Gilbert, impide que
fenezca aquí. Llévame a Galicia antes de que pierda el alma. No quiero morir
tan lejos de mi tierra. Quiero que me entierres allí, junto a mis avoíños, en
ese cementerio tan bonito, tan calmado... Por favor, no permitas que me vaya
ahora...
—
Agnes, cálmate, cariño —le pidió tomándola muy
suavemente de las manos—. No vas a morir, Agnes. Esto es sólo una gripe
horrible que se te curará enseguida. Gaya vendrá también y te ayudará.
—
Lo único que deseo es morir allí. No puedo
apagarme tan lejos... Si pierdo la vida aquí, nunca más podré regresar, nunca
más renaceré.
—
No vas a morir, Agnes —le repitió riéndose con
cariño—. Agnes, escúchame, cielo. Ahora no puedes regresar a Galicia porque
estás muy enferma, pero...
—
Si no regreso ahora, no podré hacerlo jamás
—lloró delicadamente.
—
Agnes, ¿de veras te sientes capaz de vivir allí,
lejos de todos nosotros? ¿No te da miedo la soledad? Si vuelves, nadie podrá ir
contigo.
—
Némesis...
—
Yo puedo llevaros allí en mi coche, pero después
tendré que irme porque mi vida está aquí, Agnes.
—
No me da miedo la soledad porque Galicia es todo
para mí, es mi vida. Además, aquí me siento abandonada muchas veces. Vosotros
tampoco estáis siempre conmigo, y yo lo entiendo. Debe agotar muchísimo
permanecer junto a alguien que tiene el alma tan herida.
—
Eso no es cierto, Agnes; pero ése no es el tema
del que tenemos que hablar. ¿De veras quieres volver?
—
Sí, por supuesto que sí. Nunca dejé de desearlo.
—
Entonces, ¿quieres que te ayude a preparar todo
lo necesario para tu viaje para que lo emprendas cuando te hayas recuperado de
esta gripe?
Entonces Gilbert percibió que los ojos de
Agnes se llenaban de luz, que su mirada, siempre tan triste y apagada, de
repente resplandecía como si la luna se albergase en su profunda expresividad.
Agnes permaneció en silencio durante unos largos instantes que a Gilbert le
parecieron anegados en esperanza, en vida, sobre todo en vida y amor.
—
¿De veras podré regresar? —le preguntó con una
voz trémula. Parecía incapaz de experimentar la dulce felicidad que de pronto
le había nacido en el alma.
—
Sí, Agnes. Podrás volver si eso es lo que tanto
anhelas.
Al oír aquellas palabras, las que Gilbert
le había dirigido con tanta amabilidad y dulzura, Agnes arrancó a llorar
desesperadamente. Su llanto emanaba de la nostalgia que siempre le presionaba
el alma, pero también de un alivio inmenso que le gritaba en el corazón,
avisándola de que, al fin, al fin, después de tantos años, podría regresar a su
amada Galicia, al fin.
Gilbert la observaba con ternura y
asombro. Podía sentir en su alma las potentes emociones que latían en la de
Agnes y le parecía que éstas eran mucho más intensas y devastadoras que
cualquier tormenta invernal. Ansiaba abrazarla, protegerla junto a su pecho,
para calmar aquella desgarradora agonía que tanto la estremecía, pero no se
atrevía a arroparla con su cariño, pues temía y sabía que aquel amparo la
desmoronaría mucho más, la desharía como si toda ella se hubiese convertido en
nieve.
De pronto, fue plenamente consciente de
que había engañado a Agnes de una forma vil e incluso violenta. Su razón lo
avisó, sin remilgos, de que Agnes no podía vivir sola en Galicia. Si él era su
tutor y Agnes, su protegida legal, ella no debía habitar tan lejos de la
persona que podía responder por ella en cualquier asunto importante e interceder
por ella en cualquier momento. Aquella realidad le heló la sangre a Gilbert, le
hizo sentir un estridente pavor repartiéndose por todo su cuerpo. Le resultaba
completamente imposible aceptar aquellas certezas. No sabía cómo podría
desmentir sus palabras, no se le ocurría la forma de lograr que Agnes
comprendiese que no podía irse, que debía curarse tanto física como
anímicamente para poder vivir sola y era plenamente consciente de que las
heridas que Agnes tenía hendidas en el alma no sanarían jamás.
—
Gracias, Gilbert —le susurró ella presionándole
las manos con fuerza—. No te imaginas lo que significa para mí regresar.
Recuperaré todo lo que la tristeza me arrancó del alma. Yo os quiero muchísimo,
pero no puedo obligaros a que cuidéis siempre de mí. Cuando me marche, viviréis
muchísimo más calmada y felizmente.
Gilbert no era capaz de decirle nada. Ni
siquiera la miraba. Notaba en su propia alma el desaliento que destruiría a
Agnes cuando se enterase de que le había mentido y que le había hecho una
promesa que jamás podría cumplir.
El silencio con el que Gilbert le
contestaba la paralizó, calló durante unos largos instantes la voz de sus
esperanzas y le detuvo el aliento. Entonces, muy queda y casi
imperceptiblemente, su alma la avisó de que Gilbert le había mentido; pero
Agnes rechazó con rabia aquella posibilidad. Prefería vivir engañada antes que
aceptar que una de las personas que más quería la había instado a ilusionarse
con una idea que nunca podría tornarse realidad.
—
Cuando llegue la primavera, entonces podrás
partir —le aseguró Gilbert con una voz apacible que contrastaba infinitamente
con los punzantes sentimientos que le anegaban el alma—. Tenemos dos meses para
preparar tu viaje. Debes decirme dónde quieres vivir e incluso tendrás que
pensar a qué querrás dedicarte cuando te hayas mudado.
Agnes quiso preguntarle de dónde procedía
la energía que lo ayudaba a engañarla, pero se negaba a creer que Gilbert fuese
tan calculador y apático. Se aferró a las bellas imágenes que le evocaban las
palabras de Gilbert. Se imaginó habitando serena y felizmente en su pequeña
aldea, dedicándose a cualquier labor que la impulsase a desarrollar sus dones
mágicos. Creía firmemente que aquella vida era totalmente posible, pues Galicia
misma la ayudaría a erigirla.
Estaba a punto de responderle y de
convertir en palabras sus tiernos pensamientos; mas de pronto alguien llamó a
la puerta de su cabaña con delicadeza y decisión. No dudó ni un instante de que
era Gaya quien había llegado.
Gaya y Gilbert cuidaron de Agnes con una
atención muy tierna que la acogía sin cesar, que la instaba a creer que se
hallaba totalmente protegida por aquellas personas que tanto la querían y que
tanto la comprendían. Entre los dos la convencieron de que no estaba sola y la
impulsaron a soñar con esa vida que la esperaba en la tierra que ella tanto
extrañaba. La esperanza de volver al fin fue la que, en realidad, la arrancó de
los brazos de la fiebre, la que le devolvió su salud física y la que estabilizó
repentina y firmemente sus sentimientos y sus emociones. Agnes fue capaz de
vivir con más plenitud desde que la fiebre la abandonó, desde que Gaya y
Gilbert le aseguraron que, cuando la primavera destruyese los rescoldos del
invierno, entonces la ayudarían a regresar a su añorada Galicia.
Fueron unos meses tiernos, cálidos y
tenues, compuestos de días mágicos, de momentos azulados, de noches profundas e
inspiradoras. A Agnes le parecía que las estrellas brillaban con más fuerza y
su fulgor la impulsaba a convertir sus hermosos sentimientos en versos
preciosos que después entonaba entre los árboles, junto a Gilbert, Gaya y
Némesis, quienes la escuchaban como si el tiempo se hubiese agotado. Agnes
parecía de veras tener el alma impregnada de una vigorosa felicidad que volvía
esplendentes sus ojos.
Neftis era la única que se mantenía
apartada de Agnes. Cuando se enteró de que Gaya y Gilbert la habían encerrado
en una mentira tan piadosa y tan injusta sin embargo, prefirió retirarse de sus
sonrisas y sus brillantes miradas. Olvidó que había sido precisamente ella
quien le había sugerido a Gilbert que engañase a Agnes haciéndole creer que
regresaría a Galicia. No deseaba participar en aquella superchería ni
engrandecerla con su enamorada presencia. En realidad, su corazón le dictaba
leyes que ni ella misma lograba comprender. En lo más profundo de su
subconsciente, reverberaba la idea de que, cuando Agnes descubriese la
espantosa verdad que aquellas mentiras ocultaban, entonces se sentiría
irrevocablemente sola, creería que nadie la quería con plena sinceridad y
buscaría en ella ese consuelo que nadie más podía ofrecerle.
No obstante, la vida estaba a punto de
cambiar irrevocablemente para todos. Durante aquellos meses previos a aquella
esperada primavera, Neftis había sentido cada vez más cerca el momento en que sus
desgarradores sentimientos al fin mutarían para convertirse en una creciente y
resplandeciente ilusión. Gaya, cada vez que la visitaba, le aseguraba que su
querida alumna estaba a punto de iniciarse. Cuando Gaya le hablaba de aquella
mujer que tanto interés le despertaba, lograba olvidarse del amor que le
profesaba a Agnes. Se la imaginaba tan hermosa, tan mágica, tan dulce...
—
Hace poco descubrió su verdadero nombre —le
confesó Gaya a Neftis una tarde en la que paseaban juntas por el jardín de la
sacerdotisa—. Su verdadero nombre es Artemisa. Yo siempre lo supe.
Al oír aquel nombre, Neftis notó que el
alma se le encogía y que una espinita se le clavaba dolorosamente en el
corazón, pero no entendía por qué experimentaba aquellas sensaciones tan
punzantes. Gaya continuó hablando ignorando los sentimientos que de repente se
habían apoderado de Neftis.
—
Está deseando conoceros, pero no quiere
encontrarse con vosotras hasta que llegue la noche de su iniciación. La
celebraremos en abril.
—
Queda todavía más de un mes —observó Neftis
intentando ignorar el ritmo acelerado de su corazón.
—
¿Qué te ocurre? Te has puesto pálida —se rió Gaya
con curiosidad.
—
¿Has dicho que su verdadero nombre es Artemisa?
—
Sí, pero ¿por qué te resulta tan extraño?
—
No tiene importancia, Gaya. Gaya, ¿puedo hacerte
una pregunta?
—
Por supuesto, cariño, la que desees.
—
¿Cuándo le confesaréis a Agnes que nunca podrá
volver a Galicia mientras dependa legalmente de Gilbert? tengo entendido que Gilbert
es su tutor y...
—
¿Crees que no deseamos revelarle la verdad?
¿Crees que nos gusta mantener esta mentira? Se nos parte el corazón cada vez
que nos imaginamos el momento en que Agnes descubra que la hemos engañado tan
vilmente —le respondió Gaya con mucha culpabilidad—. Desde que cree que va a
regresar a Galicia, ya no la ataca esa inmensa tristeza que tanto le destroza
el alma. Es otra mujer, muy distinta de la que conocemos. Ni siquiera la asusta
la idea de vivir tan lejos de nosotros. Está entusiasmada con su viaje.
—
No es justo que sigáis mintiéndole así, Gaya.
—
tarde o temprano se descubrirá la realidad y
entonces la perderemos para siempre, pero, mientras ese momento no llega...
Muchas veces es mejor la ignorancia que la verdad, Neftis, sobre todo si esa
ignorancia puede mantener estable y protegida un alma ya tan herida.
Neftis calló, estremecida por las potentes
palabras que Gaya le había dirigido. Sentía que la sacerdotisa tenía razón,
pero no podía aceptar que Agnes viviese tan engañada, aferrándose continuamente
a un sueño que nunca se cumpliría.
Sin embargo, aunque su alma ya se hubiese
desprendido de la mayor parte de la tristeza que se la presionaba y que tanto
la asfixiaba, Agnes no dejó de notar latir en su interior una leve intuición
que le advertía de que su vida estaba a punto de cambiar irrevocablemente y que
su amado sueño nunca podría tornarse realidad.
Casi todas las noches, soñaba que, justo
cuando estaba a punto de adentrarse en el bosque que tanto amaba y que tanto
añoraba, unas manos poderosas la agarraban de la cintura y la detenían
brutalmente. Agnes se despertaba de aquellas pesadillas sintiendo que le
faltaba la respiración, que el corazón le latía con una velocidad vertiginosa y
que el sutil brillo que alumbraba sus días y sus noches, imposibilitando que la
oscuridad de la insania se cerniese sobre sus momentos, temblaba intimidado por
una certeza que ni tan sólo Agnes era capaz de vislumbrar en las neblinas de su
confusión.
Una mañana tibia y azulada, Agnes se
despertó de aquellos terribles y extraños sueños notando que se había agrietado
irreversiblemente la tranquila felicidad que había silenciado sus sentimientos
más punzantes, que la mantenía apartada del recuerdo de su enfermedad y que la
impulsaba a vivir cada instante apreciando sus matices más hermosos. Agnes se
percató de que se sentía de nuevo inmensamente desalentada, como si una
profunda tormenta hubiese derramado en su alma un indestructible desconsuelo.
Ansiaba conversar con Gaya para explicarle cómo se encontraba y para preguntarle
cómo podía luchar contra las brumas que deseaban oscurecer su vida.
Así pues, salió de su hogar intentando
mantener en el alma aquel ápice de energía y fortaleza que la ayudaría a
recorrer sin sobrecogerse la larga distancia que la separaba de la casa de Gaya.
El camino que debía atravesar para alcanzar aquel hermoso y tranquilo pueblo en
el que vivía Gaya era muy bello e inspirador. Agnes anduvo fijándose en cómo el
sol derramaba rayos iridiscentes sobre las reverdecidas copas de los árboles,
en cómo las flores más tiernas refulgían bajo aquella intensa y colorida luz y
en el murmullo de los animales que cantaban dándole la bienvenida al día, que
disfrutaban plenamente del amor que la primavera les entregaba.
Cuando estaba a punto de divisar la
primera calle del pueblo en el que se hallaba el hogar de Gaya, entonces oyó
que alguien caminaba cerca de ella. Reconoció a Neftis en aquellos pasos
decididos, pero enseguida se percató de que no estaba sola. La acompañaba
Penélope, con quien nunca había mantenido una conversación profunda, con quien
ni siquiera había intercambiado una dulce mirada. Penélope había intentado
ganarse la confianza de Agnes hablándole de su tierra o preguntándole por
conocimientos que ella había adquirido hacía ya mucho tiempo, pero nunca conseguía
que Agnes le dedicase una frase extensa y consistente. Agnes era hermética y
ambigua como las nubes más densas y algodonadas; ésas que parecen tan inofensivas
y que, sin embargo, albergan una amenazadora cantidad de agua. Neftis le había
indicado que la forma de ser de Agnes era propia de la gente de Galicia. Le
aseguraba que era muy difícil extraer de sus labios una respuesta clara; pero
lo que realmente le ocurría a Agnes era que se sentía totalmente incapaz de
desvelarle a aquella mujer risueña las terribles y oscuras emociones que se
albergaban en su corazón.
—
¡Agnes! —oyó que la llamaba Neftis alegre y
entusiasmada—. ¿Tú también vas a la casa de Gaya? —Agnes asintió débilmente—.
¡Pues espéranos! ¡Nosotras también vamos!
Al instante, Neftis y Penélope se hallaron
junto a ella. Neftis la tomó cariñosamente de las manos en cuanto la tuvo a su
alcance y la miró con un ardor tan tierno que Agnes notó que se sobrecogía y que
aquella mirada tan dulce la derretía como el sol había fundido ya los vestigios
del invierno.
—
Qué hermosa estás, Agnes —la halagó Neftis con
fascinación—. te sienta muy bien ese vestido rojo.
—
Gracias, Neftis —le contestó ella con cariño.
Agnes tenía la sensación de que en
aquellos momentos la vida a la que se había aferrado, la que había intentado
llenar de tanta magia y luz, se alejaba de ella como si un viento feroz la
arrastrase hacia un rincón inasible. Notó que aquella sensación la
empequeñecía, que de repente se sentía inmensamente perdida en su propia
existencia, como si todo lo que la rodeaba se hubiese vuelto desconocido.
Neftis y Penélope le hablaban, de vez en cuando la miraban con curiosidad, pero
Agnes solamente podía corresponder a lo que le decían con silencios que en
realidad a ninguna de las dos extrañaba, puesto que estaban habituadas a que
Agnes fuese tan poco conversadora. Sin embargo, Neftis percibió que los ojos de
Agnes estaban anegados en un profundo temor que ensombrecía el brillo de aquel
precioso día primaveral.
Se acercaba un momento que partiría su
existencia, que separaría su presente del futuro que tanto había soñado vivir.
De repente la voz de su intuición, la que no se silenciaba nunca, gritó con
fuerza, advirtiéndole de que se hallaba a punto de adentrarse en aquella
realidad que tanto la había asustado siempre. Sin embargo, apenas podía
interpretar los avisos que su alma le lanzaba.
—
Venga, vayamos ya antes de que se haga más tarde
—la apremió Neftis tomándola del brazo—. Tengo que preguntarle a Gaya qué
significan unos sueños muy extraños que llevo teniendo desde hace semanas. Por
cierto, Agnes, ¿cuándo te vas a Galicia? —le cuestionó intentando extraerla del
profundo silencio en el que Agnes se protegía.
—
La semana que viene —le respondió notando que
aquellas palabras temblaban en su alma como si de repente se hubiesen
convertido en hojas caducas.
—
¿TE marchas, Agnes? —intervino Penélope
sorprendida.
—
Sí, al fin —le sonrió ella con distancia.
Ya habían llegado al hogar de Gaya. El
hermoso y mágico jardín que rodeaba aquella morada tan antigua les dio a las
tres una bienvenida muy acogedora. En sus árboles cantaban suavemente los
pajaritos, las flores exhalaban un delicioso aroma a vida y por doquier podía
respirarse el renacer de la naturaleza. La luz de aquella mañana tan bella,
además, hacía brillar los troncos de los árboles.
Agnes creyó que aquel lugar albergaba toda
la serenidad que podía respirar en el mundo. No obstante, notaba que el corazón
había comenzado a latirle con una velocidad vertiginosa, como si la asustasen
los instantes que estaba a punto de vivir. Neftis conversaba en esos momentos
con Penélope acerca del Esbat que celebrarían al día siguiente, pero Agnes
apenas podía oír sus hermosas voces. Su alma gritaba tan alto que conseguía
devorar todos los sonidos que la rodeaban.
En aquellos momentos de su existencia,
Agnes ya conocía las emociones más intensas de la vida. Le quedaba todavía en
los labios el sabor de la desesperación más desgarradora, en sus manos
palpitaba el eco de la nostalgia más interminable, en su alma aún susurraban el
desaliento, la impotencia, la rabia, el despecho y el miedo más atroces.
También podía definir, con trazas poco concretas y muy imprecisas, el matiz de
la felicidad más tierna y evanescente. Sin embargo, aunque creyese que su alma
ya había experimentado todos los sentimientos que podían respirar en el mundo,
Agnes ignoraba qué tacto y qué sensación alberga en su aliento el amor más
insano, más incandescente y asfixiante.
Aunque ella pudiese asegurar que ya había
amado en otras vidas, aunque en su antigua memoria respirase todavía el susurro
de aquellos momentos tan pasionales y entregados que había vivido con aquella
mujer misteriosa que tanto la había querido, Agnes aún no había experimentado,
en su presente existencia, la fuerza de ese amor que vuelve nada nuestro mundo,
que deshace nuestros pensamientos y nos llena el alma de una interminable
desesperación que apaga cualquier ápice de luz que puede brillar en nuestros
días y nos impide luchar contra las sombras más hondas de nuestras noches.
Y tal vez el corazón de Agnes latiese tan
rápidamente porque intuía, mucho mejor que ella, lo que estaba a punto de
suceder. Agnes ya amaba, y con una fuerza devastadora. Amaba a su añorada
Galicia como si de veras aquella tierra fuese un ser tangible que la extrañaba
también desde la distancia; pero el amor que Agnes estaba a punto de conocer no
se asemejaba a ninguna emoción o sensación que antes la hubiese dominado.
De repente, cuando más concentrada estaba
en sus emociones, oyó la suave y sabia voz de Gaya. Enseguida supo que la
suprema sacerdotisa conversaba con otra persona que la escuchaba divertida. Percibió,
mezclándose con el silencio primaveral de aquella hermosa mañana, una risa
cristalina que le encogió el corazón, que la instó a evocar recuerdos cuya
esencia ella no podía comprender. Era una risa tan bonita, tan argentina, tan
resplandeciente...
—
Me parece que Gaya no está sola —observó
Penélope con preocupación—. Tal vez hayamos llegado en mal momento.
—
No, en absoluto —la contradijo Neftis con felicidad—.
Creo que tendremos al fin la suerte de conocer a Artemisa.
Las palabras de Neftis le
helaron el corazón a Agnes, estuvieron a punto de arrebatarle la respiración
para siempre y le hicieron sentir unos punzantes y gélidos nervios
repartiéndose por todo su cuerpo. Notó que se le revolvía el estómago y que un
miedo atroz se apoderaba irreversiblemente de su alma. Rápidamente, intentó
inventar una excusa que la ayudase a alejarse de allí y de aquel momento cuanto
antes; pero la vergüenza que siempre la dominaba cuando se hallaba a punto de
mirar por primera vez a alguien desconocido y también el pavor que de repente
se le había adherido al corazón convirtieron su mente en piedra. Adivinó que
sus mejillas habían palidecido hasta tornarse en el reflejo de la luna llena y
rogó que nadie advirtiese sus sentimientos ni le preguntase por qué se había
puesto súbitamente tan nerviosa.
— Qué
voz más bonita tiene. No me cuesta en absoluto imaginármela invocando a los
elementos y a los Dioses. Cuánta magia y poder se desprenden de sus palabras.
También adivino que cantará espléndidamente. Cuánto deseaba conocerla —habló
Neftis ignorando por completo que sus frases le provocarían a Agnes una desazón
interminable—. Vayamos ya. Ansío mirarla a los ojos por primera vez.
— Yo
he de irme ya —intervino de pronto Agnes. Entonces tanto Penélope como Neftis se
percataron de que Agnes estaba muy nerviosa—. Me olvidé de que me dejé una olla
en la lareira.
— Agnes,
no seas mentirosa —se rió Neftis presionándole el brazo—. Lo único que te
ocurre es que sientes una profunda e intensa vergüenza.
— De
verdad, he de irme, Neftis. Perdóname.
— ¿Qué
te ocurre, Agnes? ¿Acaso no quieres conocer a Artemisa?
— Sí,
pero no puede ser ahora.
Agnes se preguntó qué fuerza la
impulsaba a hablar, de dónde emanaban sus desesperadas palabras, pues estaba
tan confundida y aturdida que creía que de su mente no podía brotar ni el
pensamiento más ilógico o brumoso. Entonces notó que el estómago se le había
llenado de un frío que apagaba cualquier ápice de paz que pudiese reverberar en
su alma. Estaba tan nerviosa que le sudaban las manos y el corazón le latía
cada vez más veloz y descontroladamente.
Intentó lograr que Neftis la
soltase, pero en esos momentos tanto la mirada como los dedos de Neftis la
habían encerrado en un momento que Agnes no deseaba vivir bajo ninguna
circunstancia. Sentía cada vez más miedo. Conocía perfectamente el significado
de lo que estaba a punto de ocurrir y no quería experimentar la fuerza de
aquella experiencia, no quería, no quería.
— Por
favor, Neftis, deja que me vaya —le rogó notando que los ojos se le llenaban de
lágrimas y que un nudo feroz le presionaba la garganta y la cabeza—. No puedo
estar aquí.
— Tranquilízate,
Agnes —le pidió Penélope con mucho cariño mientras le acariciaba los cabellos—.
Sabemos que eres muy tímida y que te cuesta mucho hablar con alguien que no
conoces, pero nosotras no vamos a dejarte sola.
— Agnes
no siente sólo vergüenza —observó Neftis con curiosidad y extrañeza—. Es otra
emoción mucho más desgarradora que la timidez la que le invade el alma. Dime
qué te sucede, Agnes, por favor.
— No
puedo —musitó Agnes con languidez.
Justo entonces Gaya apareció
ante ellas, sonriendo luminosa e inocentemente. Agnes no se atrevió a mirarla.
Enseguida agachó los ojos y se quedó paralizada, suplicando con desesperación
que la tierra se abriese bajo sus pies y que al fin el aliento de la Madre la
devorase para siempre. No quería existir, no quería respirar. Deseaba
desvanecerse como la niebla al amanecer.
— ¡Qué
bien que hayáis venido! —exclamó Gaya con mucha dulzura—. Está aquí Artemisa y,
aunque ella deseaba conoceros a todas en su ritual de iniciación, me temo que
ya no puede huir de este momento. No obstante, sabe muy bien que, si se
encontrará con vosotras ahora, es porque la Diosa así lo ha decidido y
dispuesto —se rió Gaya con mucho cariño—. Artemisa también es muy tímida, pero
tiene tantas ganas de conoceros... Venid.
Intentando ignorar las
emociones que se le desprendían a Agnes de los ojos, Neftis la obligó a caminar
en pos de Gaya con un paso ligero y energético que a Agnes la confundió muchísimo
más. Ni siquiera ella misma era consciente de que todo su cuerpo temblaba como
si su materia se hubiese convertido en una hoja muriente. Tenía la sensación de
que su alrededor y las personas que se hallaban a su lado se habían marchado de
su mundo, internándose en una dimensión de la que ella jamás podría formar
parte.
— Al
fin —oyó lejanamente que musitaba Neftis—. Qué hermosa es.
Cuando Neftis miró a Artemisa
por primera vez, notó que el corazón se le detenía y que el alma se le anegaba
en un calor asfixiante que la ruborizó tiernamente. Intentó luchar contra las
potentes emociones que la dominaban y, tras soltar el brazo de Agnes, se
aproximó más a Artemisa, quien, en esos momentos, se hallaba totalmente hundida
en la imagen de aquellas tres mujeres que tanto anhelaba conocer.
Agnes no se atrevía a posar los
ojos en Artemisa. El miedo y los nervios que le habían helado la sangre y que
habían enloquecido su corazón le impedían pensar y actuar con presteza. Lo
único que ansiaba era que aquel momento se desvaneciese, que aquél no fuese más
que un sueño y que Némesis la extrajese velozmente de su dormir, salvándola de
aquellos instantes que tanto la aterraban.
— Artemisa,
te presento a Agnes, a Neftis y a Penélope —intervino de pronto Gaya con mucha
ternura—. Ellas también ansiaban conocerte y sentían mucha curiosidad por ti.
— Vaya
—se rió Artemisa de forma encantadora mientras les dedicaba una mirada
entrañable—. Estoy feliz por conoceros a las tres. Como ya sabéis, mi deseo era
encontrarme con vosotras por primera vez en mi ritual de iniciación; pero
también me complace muchísimo haberme cruzado antes con vosotras. Sólo la Diosa
sabe por qué hace las cosas.
Agnes se preguntó por qué Gaya
había tenido que pronunciar primero su nombre. No deseaba formar parte de aquel
momento, no quería que nadie la mirase ni le prestase atención; pero de pronto
notó cálida e insistentemente fijos en ella los ojos de Artemisa. Artemisa la
miraba, sí, la miraba a ella, sin cesar, con profundidad y extrañeza.
Entonces se atrevió a alzar los
ojos, se desprendió de las brumas de confusión que se los cubrían y se hundió
en la soñada imagen de Artemisa. Durante unos efímeros instantes, había creído
que aquella mujer que tan tiernamente hablaba no se asemejaba en absoluto a la
que llevaba apareciendo en sus sueños desde hacía tanto tiempo; pero, cuando
descubrió su aspecto, cuando la miró por vez primera en aquella vida, percibió
que su memoria se aquietaba, que sus recuerdos más inasibles alzaban con
brutalidad su voz y que su presente temblaba hasta tornarse en el reflejo de un
espejismo de un oasis inalcanzable.
Artemisa era tal como la había
soñado siempre, tal como había sido en sus anteriores vidas. Era la mujer con la
que tantas veces había soñado y con la que se había reencontrado en la tierra de
la hipnosis. Era ella, sin duda, y en esos momentos le pareció que ambas se
hallaban en un mundo que no les pertenecía y que se distanciaba muchísimo del
escenario de sus instantes más entrañables.
Ansió decirle que no había
cambiado nada, que seguía siendo la misma mujer hermosa por la que había
perdido tanto la calma, por la que se había enloquecido, por la que había
ansiado volver a vivir siempre, tras cada muerte. También deseó advertirle de
que no era necesario que nadie las presentase, pues ellas ya se conocían; pero
se contuvo. Y no fue la timidez y el miedo quienes retuvieron sus palabras,
sino la sensación que se desprendía de los ojos de Artemisa. Aunque ella la
mirase con muchísimo interés y con una insistencia que a Agnes la ruborizaba
profundamente, Agnes sabía que Artemisa no la reconocía, no experimentaba ni
siquiera el reflejo de las emociones que a ella le anegaban el alma con tanta
fuerza.
— Encantada
de conocerte, Artemisa —oyó que le decía Neftis con mucha admiración y cariño.
Entonces vio que Neftis la había tomado de la mano y que la miraba como si en
el mundo ya no existiese nada más—. Eres muy bella y se percibe a leguas que en
tu alma se alberga una magia muy poderosa.
— Gracias...
— Neftis.
Yo soy Neftis —le desveló risueña.
— Gracias,
Neftis. Eres muy amable.
— Sólo
soy sincera.
— Yo
también me siento muy dichosa por encontrarme al fin contigo, Artemisa
—intervino Penélope despreocupadamente—. Yo soy Penélope.
La sonrisa que Artemisa les
dedicaba a Neftis y a Penélope era brillante y sincera, pero Agnes notaba que
también era efímera como un relámpago que cruza el cielo de la noche, luchando
por unos instantes de poder contra la titilante luz de las lejanas estrellas.
Artemisa todavía no había dejado de mirarla de soslayo e incluso Agnes advirtió
que Artemisa se preguntaba por qué ella todavía no la había saludado.
Agnes había perdido el dominio
de sus movimientos. Le parecía que la gravedad la había mezclado
irrevocablemente con la tierra y que los nervios que experimentaba le habían
arrebatado la capacidad de gesticular y de pensar. No podía retirar sus ojos de
Artemisa. Continuamente analizaba con cariño y minuciosidad sus facciones, el
matiz de sus ojos, la forma de su atractivo cuerpo. Artemisa era alta y
delgada. Sus ojos tenían el color de las castañas y eran expresivos como la voz
de la lluvia. Una melena rizada, negra como la noche y abundante le caía libre
por la espalda, llegándole hasta el talle, y portaba un sencillo vestido verde
que resaltaba su perfecta silueta. Además, su piel estaba levemente bronceada;
lo cual les ofrecía a sus sonrisas un brillo de marfil.
— Y
tú debes de ser Agnes, ¿verdad? —oyó que le preguntaba de repente mientras se
acercaba a ella. Agnes adivinó que Artemisa intentaba luchar contra la
vergüenza que a las dos les invadía el alma—. Gaya me explicó que eres muy
tímida. No te preocupes. Yo también lo soy, Agnes, pero por ti... por todas
merece hacer un esfuerzo para vencer la inseguridad —dijo sonriendo distraída
mientras se hundía más profundamente en los ojos de Agnes—. Encantada de
conocerte, Agnes.
Agnes no quería que Artemisa la
mirase. Creía que aquella mujer tan bonita, risueña e intuitiva adivinaría
todos los secretos que ella se esforzaba por mantener encerrados en su alma.
Los ojos de Artemisa parecían brillar con una luz nocturna que la hechizaba y
aquella sensación la inquietaba tanto que incluso le costaba respirar. No se
atrevía a decir nada. Presentía que su voz no sonaría clara, sino casi
inaudiblemente, y prefería sumirse en un silencio denso y protector antes que
permitir que Artemisa conociese su forma de hablar. Además, por primera vez en
su vida, experimentó una potente vergüenza al ser consciente de que su acento
revelaba enseguida el lugar de dónde procedía. Le daba miedo que Artemisa se
riese de ella o pudiese formularle preguntas sobre su tierra, preguntas que la
melancolía intensa que siempre se le despertaba al evocar el recuerdo de
Galicia le impediría contestar con firmeza.
— Venga,
dile algo, Agnes —le exigió Neftis riéndose con inocencia—. Artemisa va a
pensar que eres muda.
— Agnes
es mucho más tímida de lo que os figuráis —la defendió Gaya con un cariño
maternal—. Además, si la apremiáis, le costará mucho más vencer la vergüenza
que siente.
— No
te preocupes, Agnes. Te entiendo. Yo también soy terriblemente tímida —se rió
Artemisa con mucha dulzura; lo cual intensificó las asfixiantes sensaciones que
le habían anegado el alma a Agnes.
Artemisa había tomado de la
mano a Agnes y se la presionaba con mucha cercanía, de un modo muy cálido que
acogía y a la vez intimidaba. El tacto de sus dedos tibios, de su mano cariñosa
y sobre todo la suavidad de su piel la sobrecogieron profundamente. Creyó que
había perdido para siempre su voz, que de repente se habían desvanecido todos
los pensamientos que podían existir; pero también lamentaba ser tan
inmensamente cobarde, tan tímida, tan evanescente.
— Gracias,
Artemisa —le dijo al fin hundiéndose en sus profundos ojos castaños, casi
nocturnos—. Estoy encantada de conocerte.
Lo que Agnes ansiaba revelarle
a Artemisa en realidad era: «al fin nos reencontramos. Llevo esperándote desde
hace muchísimo tiempo»; pero sabía a la perfección que Artemisa no se acordaba
de ella y que ni siquiera intuía que ellas ya se conocían, que ya habían estado
juntas en otro tiempo. Para Artemisa, aquélla era la primera vez que se miraban
a los ojos. Entonces notó que aquella certeza le desgarraba el alma. La
aterraba la posibilidad de que Artemisa se interesase irrevocablemente por ella
y que descubriese a la mujer enferma que vivía en el interior de aquella mirada
de la que parecía incapaz de separarse.
— Agnes,
tengo la sensación de que ya he estado contigo antes —le confesó de repente,
confundida y sensible. Agnes percibió que los ojos de Artemisa se habían vuelto
cristalinos y trémulos—. No es la primera vez que oigo tu voz ni que miro tus
bellos ojos. Me parece que...
Aquellas palabras, y sobre todo
el tono suave y trémulo con el que Artemisa las había pronunciado, le helaron
el alma, le hicieron tener la repentina sensación de que el mundo que las
rodeaba se había desvanecido y que solamente existían los inseguros
sentimientos que las dominaban y aquella mirada que tanto las unía, que tanto
enlazaba sus nostálgicos ojos.
Ansió revelarle que,
ciertamente, se conocían, que no se equivocaba cuando indicaba que ya había
oído su voz y mirado sus ojos antes; pero de nuevo se reprimió, se contuvo,
silenció aquellos deseos tan potentes que podían tornar cálida su vida. De
repente, una desgarradora sensación de desamparo le inundó todo el cuerpo
cuando se planteó la posibilidad de que Artemisa descubriese los sentimientos
que guardaba para ella en lo más profundo de su corazón. Si Artemisa era la
misma mujer con la que tanto había vivido ya hacía tantos y tantos años,
entonces el amor que había sentido por ella en aquel lejano tiempo todavía
vivía, no se había apagado vencido por la muerte y el renacimiento. Entonces
merecía la pena seguir amándola, entonces todavía la amaría.
Aquella idea la sobrecogió
tanto que notó que se deshacía. Había a su alrededor una opresiva atmósfera que
estaba destruyendo la sutil calma que hacía brillar sus días y sus noches,
aquélla que nacía de saber que al fin regresaría a su amada tierra. Incluso, en
aquellos momentos, la posibilidad de volver a Galicia parecía inasible.
— Perdóname.
Creerás que estoy loca —se rió Artemisa con inocencia. Sin que nadie pudiese
preverlo, aquellas palabras la hirieron en el corazón.
— Jamás
creeré eso —susurró Agnes intimidada.
— Eres
muy bella, Agnes —la halagó fascinada sin dejar de mirarla.
— Tú
también lo eres, Artemisa.
Agnes notó que una cálida y
resplandeciente burbuja las rodeaba, las protegía de cualquier emoción
asfixiante y las distanciaba de su entorno como si aquél se hubiese convertido
en otro mundo. No obstante, aunque aquella sensación fuese agradable y hermosa,
Agnes todavía experimentaba un miedo desgarrador palpitándole en el alma.
— Artemisa,
¿cuándo te iniciarás? —le preguntó de repente Neftis con interés, aunque Agnes
se percató de que su voz sonaba anegada en sentimientos potentes que ni ella
misma sabría nombrar—. ¿Será antes o después de Beltane?
Entonces Artemisa soltó la mano
de Agnes y se volteó hacia Neftis, quien la miraba devorándola con sus ojos
negros. Artemisa y ella comenzaron a hablar con calma y con una confianza que
se acrecía con el paso de los segundos. Parecía como si Artemisa y Agnes jamás
hubiesen compartido aquellos instantes tan acogedores y cálidos.
Sin comprender muy bien lo que
le ocurría, Agnes notó que el alma se le partía en mil pedazos y que a su
corazón le costaba mucho latir. Una lluvia de pensamientos ininteligibles y
confusos cayó sobre su mente y de pronto comenzó a perder la noción de su
alrededor. Oía que Neftis y Artemisa conversaban amigable y alegremente, pero
apenas percibía las palabras que se dedicaban.
Sin que nadie lo advirtiese,
Agnes se retiró lentamente de Artemisa, de Gaya y de Neftis, quienes se habían
enzarzado en una interesante conversación acerca del ritual de iniciación de Artemisa,
y se hundió en un silencio que casi no sonaba en su alma; la que estaba impregnada
de emociones que Agnes apenas podía comprender, pues nunca las había
experimentado. La única que conseguía distinguir era el miedo; un miedo a
hechos que ni siquiera lograba intuir. Al detectar la complicidad con la que
Neftis y Artemisa se miraban y hablaban, aquel pánico se intensificaba sin
tregua, tornando fuego el aire que la rodeaba, evitando que pudiese respirar
con calma.
Agnes se mantuvo al margen de
todas las conversaciones que mantuvieron las cuatro mujeres. A pesar de que las
escuchase atentamente y se apercibiese de todos los detalles que creaban
aquellos instantes, no intervino en ningún momento; lo cual, bien lo sabía,
desasosegaba y extrañaba muchísimo a Artemisa.
Notaba que, aunque Artemisa se
hallase totalmente sumergida en la conversación que mantenía con las demás, no
podía dejar de mirarla. Continuamente se hundía en sus ojos distantes
intentando adivinar las emociones que se le desprendían de su ausente mirada. Artemisa
parecía observarla con una profundidad con la que nadie la había mirado.
Incluso podía intuir que Artemisa se preguntaba por qué sus ojos nocturnos y
expresivos destilaban tanta lástima y tanta oscuridad. Le parecía oír la voz
del alma de Artemisa. Le parecía que podía escuchar nítidamente todo lo que
ella pensaba. Era como si hubiese surgido entre su vida y la de Artemisa una
especie de vínculo a través del cual viajaban sus emociones. Lo que más la
intimidaba era saber que aquella conexión no había nacido en aquel instante,
sino ya hacía muchísimos, muchísimos años; y que había renacido justo cuando
Artemisa y ella se habían mirado en aquella mañana primaveral tan cálida y
especial.
Se sobrecogió cuando se imaginó
lo potente que podía ser aquel lazo si ella no huía de su fuerza, si se
esmeraba en cuidarlo, si se sumergía en su mágica tibieza. Supo, sin que nadie
tuviese que confirmárselo, que, si no impedía que Artemisa y ella se conociesen
honda y nítidamente, a ambas las uniría la relación más bella y dulce que jamás
había mantenido con nadie. Y de repente tuvo muchísimo miedo, muchísimo, como
si el mundo se hubiese convertido súbitamente en un lugar lleno de amenazas. La
aterraba la posibilidad de sufrir por un sentimiento para el que no la habían
preparado, para el cual no estaba educada. La asustaba que sus días se
volviesen mucho más difíciles y que sus noches se anegasen en sueños
incomprensibles que la desestabilizarían de nuevo.
No quería sentirlo, no quería;
pero ya no podía huir del embrujo que aquel sentimiento lanza contra las almas
de las que se apodera. Agnes tampoco podía dejar de mirar a Artemisa, aunque le
hiciese mucho daño observarla sabiendo que era inalcanzable. Ella misma se
esmeraría en construir la muralla que protegería a Artemisa de su lacerada alma
y que la ampararía de aquella mirada tan serena y mágica. Ella misma erigiría
el muro que la distanciaría de aquella mujer que podía remover todo su mundo,
quien, sin embargo, ya había hecho temblar el suelo de su existencia y había
derribado con su presencia onírica y real los pilares que sostenían la efímera
y protectora calma que la había amparado de la irremediable oscuridad de la
locura.
Y su regreso a Galicia sería el
que la protegería, el que conseguiría separarla de aquellas emociones que tanto
podían desestabilizarla. En aquellos momentos, su mente ya le revelaba que, si
permitía que Artemisa la conociese profundamente, su vida temblaría hasta
deshacerse para siempre. Ya había empezado a creer que Artemisa podía
destruirla tan sólo con sus ojos amorosos, con esas miradas mágicas que
atravesaban cualquier ápice de brumas que desease acomodarse bajo la luz del
día. Agnes intuía que la presencia de Artemisa desvanecería todas las emociones
agradables y tibias que la impulsaban a vivir. No sabía por qué experimentaba
aquellas sensaciones. No sabía por qué de repente había comenzado a sentir
aquellos miedos tan extraños; pero no dudaba de que éstos eran lo más real que
podía existir. Incluso temía que Artemisa se burlase de ella por ser tan
nostálgica, por estar enferma y que le impidiese retornar a Galicia.
Un amasijo de pensamientos
confusos y de sensaciones inexplicables se le había adentrado en el alma y en
esos momentos ya comenzaba a perder la estela de la voz de su razón; la que
hasta entonces la había ayudado a distinguir la realidad de las figuraciones de
las que su enferma mente le hablaba.
Además, intuir que entre Neftis
y Artemisa estaba naciendo un lazo muy hermoso que las uniría de forma
irrevocable y tierna la desconsolaba profundamente, le hacía sentir emociones
que apenas podía explicar, que nunca lograría convertir en palabras. Era la
primera vez que experimentaba aquellos miedos y aquella desazón tan extraña que
había nublado por completo su razón, su trémula razón.
Agnes se dijo que no importaba
que su alma se resquebrajase tanto de nuevo, pues dentro de muy poquito
regresaría a Galicia y aquellos sentimientos desaparecerían. Desaparecería
también la presencia de Artemisa y entonces podría ser libre, inmensamente
libre en un lugar en el que nadie la intimidaría con palabras que no sonaban ni
con miradas que podían deshacerla.
Mas entonces se preguntó si de
veras se sentía capaz de alejarse de Artemisa cuando al fin se habían
reencontrado después de tantos años esperándose. No obstante, enseguida dedujo
que no merecía la pena luchar por la vida que podía compartir con ella, pues
Artemisa, aunque le hubiese asegurado que tenía la sensación de que ya había
estado con ella antes, le había demostrado con sus ojos sorprendidos que no la
conocía, que para ella su alma era todavía un misterio insondable. En cambio,
para Agnes no existía ningún rincón del espíritu de Artemisa que ella no
pudiese describir.
— Agnes
—oyó que la llamaba Penélope—, Agnes, ¿qué te ocurre? ¿Te encuentras bien?
Entonces Agnes se percató de
que se había mantenido con los ojos entornados y la cabeza levemente agachada
desde que se había alejado de Artemisa y se había desasido de su mano. Penélope
se hallaba a su lado mirándola con preocupación y ternura. Agnes vio que Neftis
y Artemisa conversaban animadamente y se dio cuenta de que Artemisa ya no la
miraba, sino que se mantenía hundida en los ojos y la sonrisa de Neftis como si
en el mundo no existiese nada más.
Agnes miró de nuevo a Artemisa,
esta vez como si quisiese despedirse de ella, y entonces confirmó que entre
Neftis y Artemisa estaba naciendo ese lazo mágico y hermoso que podía haberlas
unido a ellas sin remedio ni regreso; ese lazo que ella había quebrado
separándose de Artemisa en aquellos momentos en los que la una debía conocer lo
mejor de la otra. Agnes fue consciente de que había apartado de ella a Artemisa
mucho antes de que aquel sentimiento que a Agnes tanto le hería en el alma
pudiese lacerarlas a las dos.
— Agnes,
¿qué te sucede? —volvió a preguntarle Penélope con una voz queda que incitaba a
desvelar secretos.
— No
me encuentro bien. Creo que me iré a mi casiña —le contestó evasiva y
tímidamente.
— ¿Quieres
que te acompañe?
— No.
Quédate con ellas. Te sentirás mucho mejor que estando conmigo.
— No
te vayas todavía, anda. Creo que Neftis y Artemisa han hecho muy buenas migas
—observó Penélope ignorando plenamente los sentimientos de Agnes; los que se
volvieron mucho más densos y punzantes cuando oyó aquellas palabras—. Neftis ha
sufrido muchísimo por ti y creo que es hora de que la vida le sonría un
poquito. Creo que le hará mucho bien estar con Artemisa. Es muy buena chica,
sí, y además se nota que su alma está llena de magia.
Agnes deseaba pedirle a
Penélope que se callase de una vez, pero jamás lo habría hecho, pues sabía que
Penélope le dirigía todas aquellas palabras vacías sólo con la intención de distraerla
y de destruir con su compañía el profundo desaliento que se le desprendía de la
mirada. Penélope no conocía bien a Agnes, pero sabía que era muy sencillo que
se entristeciese hasta desaparecer. Siempre le había inspirado mucha lástima la
situación de Agnes y, cuando estaba a su lado, se esforzaba por crear un
ambiente sereno que pudiese acogerla.
— Si
quieres, te acompaño a tu casa y después ya volveré aquí —volvió a ofrecerle
cuando advirtió que Agnes no le prestaba atención a lo que ella le decía—.
Estás muy triste, ¿verdad? Puedes contarme lo que te ocurre si lo necesitas.
— No,
gracias —rehusó Agnes con timidez—. Prefiero que no te mezcles con mi
existencia más de lo necesario, pues entonces destruiré el brillo de tus días.
— ¿Por
qué dices eso? No es verdad.
— No
vengas conmigo, por favor —le pidió a punto de arrancar a llorar. Penélope se
sobrecogió cuando detectó que la voz de Agnes sonaba trémula y lacrimosa—.
Necesito estar sola.
— Como
prefieras —se conformó Penélope con pena.
Mas Agnes no se atrevía a irse,
pues tendría que despedirse de Artemisa y de las demás antes de marcharse y no
quería vivir ese momento, no quería que Artemisa volviese a hundirse en sus
ojos tristes, no quería que ella detectase todo el desconsuelo que le llenaba
el alma y tampoco quería que Neftis se percatase de que se había desalentado
tanto.
De pronto, antes de que pudiese
decidirse a irse, Gaya se acercó a ella mirándola con ternura y, mientras la
tomaba de las manos, le indicó con delicadeza:
— Agnes,
me gustaría comentarte algo. — Agnes notó que los ojos
de la sacerdotisa estaban anegados en preocupación—. Tendríamos que habértelo
dicho hace tiempo, pero hasta ahora no nos hemos sentido capaces de hacerlo.
— ¿Qué
sucede? —le preguntó con temor intentando dominar las intensas ganas de llorar
que sentía.
— Me
temo que tendrás que retrasar el viaje a Galicia. Todavía no puedes marcharte.
— ¿Cómo?
¿Por qué?
— Gilbert
tiene que terminar de realizar unas gestiones importantes...
— ¿Qué
gestiones? —quiso saber Penélope.
— Verás,
Agnes, al ser Gilbert tu tutor legal...
— Calla,
Gaya —la interrumpió Agnes incapaz de dominar la impotencia que le presionaba
el alma—. Nadie tiene por qué saber que...
— ¿Gilbert
es tu tutor legal, Agnes? —la interrogó Penélope sorprendida—. ¿Y por qué?
— No
habléis de esto aquí ni ahora, por favor —les rogó Agnes nerviosa mirando
disimuladamente a Artemisa, suplicando que ella no hubiese oído ni el eco más
sutil de aquella horrible conversación—. ¿Algún día podré regresar a Galicia,
Gaya? ¡Dime la verdad! —le exigió con la voz queda y casi quebrada.
— Sí,
pero no sabemos cuándo podrás hacerlo.
— ¿Y
desde cuándo lo sabíais?
— Pues...
— Me
mentíais todos, ¿verdad? —exclamó con fragilidad, aunque las emociones que
gritaban en su interior eran demasiado brutales y potentes—. Me engañasteis
durante meses...
— No,
Agnes, pero...
— No
me digas nada más. Además, tienes la osadía de desvelar ante Penélope uno de
mis mayores secretos. No entiendo vuestro comportamiento, Gaya. Escúchame,
regresaré a Galicia me lo permitáis o no, ¿vale?
— Tienes
que ser paciente, Agnes —intentó serenarla Gaya, pero sabía que la
desesperación de Agnes no tenía consuelo—. Perdónanos, Agnes.
— Sí.
Seguramente podrás volver cuando menos te lo esperes —intervino Penélope
sobrecogida.
— No
te hundas, Agnes. Regresarás, pero todavía no sabemos cuándo podrás hacerlo. Yo
te aseguro que lucharé para que puedas volver a tu hogar —le prometió Gaya presionándole
las manos.
— Por
favor, dejadme en paz —les pidió Agnes intentando desasirse de las manos de la
sacerdotisa—. Quiero irme a mi casa.
— Está
bien, Agnes. Nadie te retiene. Artemisa, Neftis —las llamó Gaya con simpatía—,
Agnes tiene que irse ya.
— ¿Tan
pronto? —le preguntó Artemisa sorprendida; aunque comprendía que Agnes quisiese
irse, pues sabía que durante aquellos momentos no había dejado de sentirse
inmensamente vergonzosa—. Espero que podamos volver a vernos pronto, Agnes.
— Adiós
a todas —se despidió Agnes casi inaudiblemente.
— Agnes,
espera un momentito —le pidió Artemisa acercándose rápidamente a ella y
tomándola con delicadeza de la mano—. Pareces triste. Sé que no nos conocemos,
pero quiero que sepas que puedes confiar en mí.
— Sí
nos conocemos —musitó Agnes inaudiblemente. Sabía que Artemisa ni siquiera
había podido leerle los labios—. He de irme ya.
— Qué
lástima. Tengo la sensación de que necesitas hablar con alguien. Yo...
— Lo
mejor será que no me mires ni me dirijas la palabra. Lo mejor será que vivas
como si yo no existiese, Artemisa —le pidió intentando que la profunda tristeza
que le golpeaba el corazón no deshiciese la seguridad con la que deseaba
pronunciar aquellas palabras tan duras; pero su voz sonó anegada en lágrimas e
impotencia.
— ¿Por
qué? —le preguntó Artemisa intimidada.
— Déjala
marchar, Artemisa. Agnes no se encuentra bien —le solicitó Gaya con una voz
maternal.
Entonces Artemisa soltó la mano
de Agnes con lentitud y frustración. Agnes sintió al instante un agresivo frío
recorriéndole todo el cuerpo; pero no permitió que aquella punzante sensación
la detuviese y se alejó de allí mucho antes de que pudiese notar que Artemisa
todavía la miraba. No obstante, antes de que Agnes desapareciese entre los
árboles, Artemisa, con mucha dulzura, le pidió desde la distancia:
— Me
gustaría que asistieses a mi ritual de iniciación, Agnes.
— Lo
más probable es que no vaya —se rió Neftis. Agnes creyó percibir hostilidad y
desprecio en su voz.
No quiso seguir oyendo la voz
de Artemisa, no quería percibir el tono dulce y nostálgico con el que se
dirigía a ella. Anheló poder borrar de su memoria aquellos instantes que, pese
a haber sido tan inmensamente hermosos, la habían desestabilizado tanto; de un
modo que no conocía.
Artemisa notó un extraño vacío
cuando vio desaparecer a Agnes por aquel frondoso camino. Permaneció mirando
cómo se marchaba hasta que ya no pudo captar su mágica imagen. No comprendía lo
que le había ocurrido con Agnes, pues era la primera vez que sentía unas
sensaciones tan insólitas. Además, la había intimidado mucho percibir la
tristeza que anegaba los profundos y expresivos ojos de aquella mujer tan
especial. Había experimentado el potente anhelo de protegerla de cualquier emoción
asfixiante y de aquel dolor que parecía que le ardía en el alma; pero Agnes se
había mostrado tan esquiva, tan huidiza... Entonces se acordó de que Gaya le
había explicado que Agnes estaba enferma. Aquella certeza le rasgó el corazón y
le despertó una repentina pena que estuvo a punto de deshacer la tibia
hermosura de aquella mañana primaveral.
— Artemisa
—la apeló Gaya con mucho cariño—, intenta que no te afecten las reacciones de
Agnes. Recuerda que...
— Pero
se sentía demasiado triste. Seguramente le ha sucedido algo que le ha
destrozado el alma. Estaba a punto de ponerse a llorar —indicó Artemisa
sobrecogida.
— Le
ha ocurrido que ha descubierto que Gaya le ha mentido piadosamente durante
meses —indicó Neftis recelosa y tiernamente.
— ¿Cómo?
¿Por qué? —le preguntó Artemisa sorprendida.
— No
creo que éste sea el mejor momento para hablar de esto —aseveró Gaya intentando
parecer serena.
— No
es justo lo que le habéis hecho —musitó Penélope con pena—. No es justo que
hayáis jugado con los sentimientos y las ilusiones de alguien que tiene el alma
tan herida. Y tampoco creo que haya sido conveniente confesarle la verdad
precisamente ahora. Gaya, deberías haber hablado con ella a solas y no delante
de nosotras.
— Sí,
tienes razón, Penélope —musitó Gaya trémulamente—. No sé por qué me he
equivocado así.
— No
entiendo nada —protestó Artemisa riéndose nerviosa.
— No
es necesario que entiendas nada. Venid. Tomemos té en mi casa —las invitó Gaya
huyendo rápidamente de aquellos punzantes momentos.
Artemisa intentó olvidarse de
lo que había ocurrido con Agnes y de la confusa conversación que Gaya había
mantenido con Neftis y Penélope para poder compartir nítida y plenamente sus
momentos con aquellas tres mujeres que la miraban con tanto cariño. No
obstante, continuamente el recuerdo de Agnes, de sus profundas e intensas
miradas y de las efímeras palabras que habían intercambiado la alejaba de los
instantes que vivía.
Sin embargo, la hermosa y
cálida amistad que había nacido entre Neftis y ella atenuaba los sentimientos
que le anegaban el alma y le permitía percibir los matices más tiernos de cada
instante. El paso de los días la unía más a aquella mujer que tanto se desvivía
por ella y que tanto se esforzaba por hacerle sonreír y enseñarle todo aquello
que Artemisa todavía ignoraba. Neftis se convirtió de repente en la mejor amiga
que Artemisa había tenido en su vida. Continuamente le apetecía hallarse junto
a ella y compartir la belleza de la naturaleza que formaba su hogar y aquellos
sencillos rituales a través de los que las dos podían conectar con el alma de
la Diosa.
Agnes se alejó rápidamente del
hogar de Gaya. Corrió entre los árboles notando que el cielo, las hojas y las
flores se burlaban de sus sentimientos. Tenía el alma temblorosa como si la
fiebre más desgarradora se hubiese apoderado de su esencia. Apenas podía
comprender los sentimientos que le apretaban el corazón. Lo único que podía
asegurar era que estaba profunda e irrevocablemente decepcionada, tan
decepcionada que casi no cabía en su espíritu tanto desaliento, tanta amargura.
Le costaba mucho respirar,
lloraba sin controlar la fluidez de sus lágrimas, sin prever los sollozos que
deseaban destrozarle el corazón. Corría y corría incapaz de advertir el camino
que seguía, incapaz de reconocer los árboles que la rodeaban. No podía ni
siquiera determinar si se hallaba lejos o cada vez más cerca de su cabaña, pues
el mundo que hasta entonces la había acogido se había vuelto completamente
desconocido.
Entonces se sentó en la tierra
sintiendo que, sin poder evitarlo, el profundo llanto que anegaba todo su ser
se esparcía a su alrededor, expandiéndose por todo aquel bosque. Respiraba cada
vez con más dificultad, le costaba incluso notarse en el mundo. Lejanamente
percibía que temblaba y que tenía muchísimo frío. Deseó que de nuevo la fiebre
destruyese su salud y la arrastrase al fin al mundo de la muerte. Sí, quería
desaparecer. Lo deseaba con una fuerza tan devastadora que incluso su anhelo podría
ensombrecer para siempre la luz del día.
Ni siquiera sabía dónde estaba ni
cuál era el camino que debía seguir para llegar a su cabaña, pero no le
importaba. Deseaba que el anochecer cayese al fin sobre ella y que el frío más
devastador helase su vida hasta convertirla en un fósil antiguo que nadie
pudiese encontrar jamás.
No obstante, de pronto oyó que
alguien se movía cerca de donde se hallaba. No alzó los ojos, al contrario de
lo que su mente le ordenaba, puesto que no quería que nadie descubriese cuán
triste estaba, cuán profundamente mal se encontraba.
Entonces oyó que alguien la
llamaba con muchísima suavidad, como si no quisiese despertarla de un cómodo y
terso sueño. Agnes reconoció enseguida a Gilbert tras aquel tono de voz tan
calmado y cariñoso. Un pequeño ápice de serenidad intentó mitigar la
desesperación que sentía, pero al instante se acordó de lo que había ocurrido
en la casa de Gaya y la certeza de que la habían engañado vilmente destruyó
cualquier susurro de paz que pudiese adentrársele en el alma.
— Agnes,
¿qué te ocurre? ¿Qué haces aquí? —oía que le preguntaba Gilbert—. Ven, te
acompañaré a tu casa.
— Déjame
en paz —le pidió sin controlar sus palabras—. No quiero que me toques ni que me
mires. ¡Déjame en paz, déjame!
— Pero
¿qué sucede, Agnes?
— ¡Me
mentiste, Gilbert! —exclamó descontrolada mirándolo al fin a los ojos—.
¡Descubrí ya la verdad, Gilbert! ¿Cómo es posible que...? ¿Cómo os atrevisteis
a...?
Gilbert se estremeció al oír
las confusas palabras de Agnes; las que apenas podían sonar en medio del mar de
desconsuelo que le había inundado el alma. Se le heló la sangre cuando
descubrió que Agnes tenía los ojos anegados en una desesperación interminable,
cuando fue plenamente consciente de cuán herida y traicionada se sentía.
— No
os lo perdonaré jamás, Gilbert, jamás —sentenció con amargura y muchísima
impotencia, incluso con odio—. Me mantuvisteis engañada durante meses,
jugasteis con mis emociones y mis deseos como os vino en gana y ahora... ahora
sólo... sólo os interesa Artemisa... ¡Nunca me quisisteis de verdad! —gritó
levantándose rápidamente del suelo.
— Cálmate,
Agnes. Por favor, permíteme que te explique...
— ¡No
quiero que me cuentes más mentiras! ¡No quiero escuchar nada! ¡No quiero que me
habléis nunca más! ¡Sois hipócritas, todos, todos, todos, todos! —chillaba cada
vez más descontrolada por su terror y por la inmensa decepción que le ardía en
el alma—. ¡Jamás pensé que pudieseis ser tan crueles conmigo!
— Lo
hicimos por tu bien...
— ¡Mentira,
mentira, mentira! ¡Todo lo que dices es mentira! ¿Qué bien, eh, dime, qué bien?
¿Cuál es mi bien? ¿Mi bien es vivir engañada durante meses creyendo en algo que
jamás se volverá realidad? ¿Ése es el bien que quieres para mí?
— Agnes,
tranquilízate, por favor. No te conviene alterarte tanto —le aconsejó
intentando tomarla de las manos, pero Agnes se las golpeó antes de que pudiese
tocarla—. Agnes, nosotros te queremos muchísimo, de verdad...
— ¡No
es cierto! ¡No me queréis! ¡Nunca lo hicisteis! ¡Lo único que sentíais por mí
era lástima! ¡A mí no me quiere nadie, nadie! ¡No sigas mintiéndome, Gilbert!
¡Y tú no tienes ni idea de lo que me conviene! ¡Si lo hubieses sabido...! ¡Os burláis
continuamente de mis sentimientos y de mis sueños!
Gilbert nunca había visto a
Agnes tan inmensamente enfurecida, tan descontrolada por una rabia que parecía
no tener ni principio ni fin, que se expandía incluso por su alrededor, silenciando
la voz del día, aquietando el viento. Gilbert intentó idear la forma de
sosegarla, pero no se le ocurría cómo podría lograr mitigar su profundísima y
desgarradora ira.
Tuvo la impresión de que, en aquellos
momentos, se le había unido a Agnes en el alma toda la decepción y la
impotencia que había experimentado a lo largo de su vida. No gritaba solamente
la desilusión nacida de descubrir que no podía regresar a Galicia, sino también
la tristeza que le brotaba del corazón cuando se percataba de que la
rechazaban, cuando advertía que las personas que formaban su entorno la miraban
con recelo y desconfianza. Parecía como si todo el dolor que había sentido en
los últimos veinte años de su existencia se hubiese concentrado en aquella
rabia que reverberaba en sus ojos como si fuesen las llamas de un incendio que
estaba devorando todos los rincones hermosos de la Tierra. Gilbert intuyó,
entonces, que aquel incendio que ardía en el alma de Agnes estaba también
derritiendo sus emociones más dulces y resplandecientes.
Entonces tuvo mucho miedo. Supo
que, si la locura volvía a aferrarla de su torturada mente, nadie conseguiría
rescatarla, ya nunca más podrían tomarla de la mano para apartarla de la
insania ni de la desesperación.
— Agnes,
vayamos a tu cabaña —le pidió Gilbert tomándola primorosamente del brazo.
Entonces notó que Agnes temblaba brutalmente—. Ven conmigo.
— ¡No
quiero que me acompañes a ninguna parte! ¡No te creo! ¡Me llevarás al hospital
otra vez...! ¡Es allí donde deseáis que regrese! —gritó apartándose de
Gilbert—; pero escúchame, Gilbert, ¡no conseguiréis encerrarme de nuevo! ¡Me
destruiré antes de que me enviéis allí! ¿Me entendiste?
— Por
la Diosa, ¿qué hemos hecho? —se preguntó a sí mismo notando que los ojos se le
llenaban de lágrimas.
Agnes se alejó de Gilbert mucho
antes de que él pudiese pedirle, una vez más, aunque sólo fuese con sus ojos húmedos,
que no se marchase así, que le permitiese acompañarla a su casa. Cuando la vio
desaparecer bajo la primaveral luz del día, entre aquellos poderosos árboles,
notó que el arrepentimiento más punzante y profundo le agrietaba el alma. No
supo controlar las duras emociones que de repente se esparcieron por todo su
ser y comenzó a llorar en silencio, tratando de luchar contra el desaliento que
aquella situación le había provocado. Era plenamente consciente de que Agnes no
se recuperaría de aquel golpe tan potente que ellos mismos le habían dado en el
corazón. Su alma, ya demasiado herida, se había resquebrajado para siempre.
Entonces se planteó la
posibilidad de llevarla al hospital sin que ni siquiera ella misma intuyese que
estaban arrancándola de su hogar. Sabía que la única forma de lograr enviar a
Agnes a aquel sanatorio era durmiéndola y arrastrándola allí mientras se
hallaba sumida en aquel sueño que no era sino el fin de todo lo que había
tenido. No obstante, se sentía incapaz de actuar con tanta premeditación y
frialdad. Quería muchísimo a Agnes y le dolía infinitamente haberse equivocado
tanto con ella, pero su error ya no tenía solución; y no la tenía porque éste
había quebrado sin remedio la confianza que Agnes le había profesado y sabía
que ya no podría recuperarla nunca más.