Haciendo de la soledad un hogar
El otoño siempre llena toda alma de una
inquebrantable nostalgia. Parece como si la tristeza que vuelve decadente la
apariencia de los bosques se nos adentrase en el corazón y derruyese los muros
que resguardan el caudal de desaliento que siempre intentamos retener en
nuestro interior. Cuando las noches se tornan más ágiles y largas, cuando el
día muere antes y cuando de los árboles caen esas hojas que antes habían sido
el reflejo de la vida más intensa, entonces notamos la finitud de la vida,
percibimos que sí existe un fin tras cada momento, tras cada existencia. Sin
embargo, esa añoranza que llueve del otoño también nos hipnotiza. Nos resulta
tan hermosa que de repente nos descubrimos ansiando que aquel estado de quietud
dure para siempre. La dulzura del aire que sopla desnudando las ramas nos
incita a meditar, a hundirnos en la inspiración para que ella nos guíe a través
de la creatividad.
Y era exactamente lo que Agnes sentía cada
vez que llegaba el otoño. Era la segunda vez que compartía con Gaya, Gilbert y
Némesis los matices más hermosos de esa decadente estación. El primero que
había vivido en el hogar de Gilbert había sido hermosísimo, había estado
anegado en aprendizaje, en ilusión y esperanza; pero, cuando de nuevo aquel
tiempo decreciente lo inundó todo, cuando las hojas caducas ya alfombraban el
bosque y los días se acortaban sin cesar, Agnes notó que las heridas que en el
alma tenía hendidas vociferaban con fuerza, recordándole que jamás podría ser
feliz ni vivir en paz mientras se hallase lejos de su tierra.
Permaneció, durante aquel otoño y gran
parte del invierno, sumida en una nostalgia que apenas le permitía hablar. Se
pasaba los días caminando por el bosque, lejos de cualquier mirada que pudiese
acogerla. Némesis era la única que la acompañaba. Agnes no permitía que nadie
más se acercase a ella. Creía que ninguna de las personas que la conocían se
merecía percibir la intensa desolación que le inundaba el corazón. Némesis sí
podía soportar sus emociones, sí las resguardaba en sus ojos hipnóticos. Cada
vez que la miraba, Agnes notaba que le transmitía energía y valentía, que le
pedía que fuese fuerte y no se rindiese nunca.
El frío del invierno ya se acomodaba cada
vez con más intensidad entre los troncos de los árboles. Diciembre se acercaba
amenazadora y silenciosamente, tornando mucho más gélido cada amanecer y volviendo
intransitable cualquier atardecer. A Agnes nunca la había incomodado el
invierno, pero en aquella ocasión sentía que el helado aliento de aquellos días
tan grises la intimidaba inevitablemente.
Sin embargo, aunque las mañanas fuesen
frías y distantes, Agnes salía del hogar de Gilbert junto a Némesis para
caminar durante horas por el bosque que resguardaba el pueblo en el que vivían.
La naturaleza la ayudaba a serenarse y a confiar en la vida. Parecía como si la
quietud que envolvía los árboles absorbiese las asfixiantes sensaciones que
tanto la paralizaban y le impedían respirar tranquilamente.
Fue en una de aquellas mañanas ya tan
claras e invernales cuando Agnes, entre los árboles, vislumbró la silueta de
una pequeña construcción de madera que parecía invitarla a resguardarse en su
interior. Se detuvo para observarla desde la distancia y entonces se percató de
que parecía abandonada.
Némesis se hallaba a su lado, esperando a
que Agnes decidiese por dónde deseaba seguir caminando; pero, cuando se percató
de que se había quedado tan quieta, la miró con interés y curiosidad.
—
Mira aquela
casiña, Némesis —le ordenó con cariño agachándose a su lado—. Parece una cabana abandonadiña. Ven, imos
achegarnos.
Cuando Agnes y Némesis se hallaron
enfrente de aquella pequeña casita que las plantas tanto protegían, Agnes notó
que de su interior emanaba una fuerza que la atraía. No dudó ni un momento de
que aquél era el lugar donde tenía que vivir, donde podría morar en calma.
Cuando se imaginó habitando en aquel bosque tan denso y hermoso, los nervios
más feroces se le aferraron al estómago. Hacía muchísimos años que ansiaba vivir
lejos de los ruidos de las ciudades y de cualquier persona que pudiese
incomodarla con una mirada inquisidora y reprobable.
No podía negar que en el hogar de Gilbert
se sentía muy protegida y podía vivir serenamente, sin miedo a que nadie la
hiriese; pero ya no deseaba seguir dependiendo de él, ya no quería que él
siguiese entregándole todo lo que ella necesitaba sin darle nada a cambio. Tenía
veinticuatro años. Creía que ya había llegado el momento de vivir sola, sin
temer que la tristeza o el miedo le arrebatasen la calma de sus días. Además,
sabía que nunca estaría sola habitando en medio de los árboles. Némesis y la
naturaleza, con todos sus elementos y sus sonidos, serían su más inquebrantable
compañía.
Agnes quería a Gilbert y a Gaya con una
fuerza inmensurable y era precisamente aquel amor el que la instaba a vivir
lejos de ellos. Sabía que, si habitaba eternamente en el hogar de Gilbert,
nunca podrían respirar en paz. Siempre estarían pendientes de sus sentimientos
y de sus pensamientos y no deseaba que la existencia de aquellas dos personas
tan buenas se tiñese de tanta preocupación. Anhelaba que fuesen libres en sus
propios días y en sus mágicas noches.
Nunca los abandonaría. Los visitaría
varias veces a la semana y compartiría con ellos los rituales que celebrasen en
medio del bosque; pero ella anhelaba volar en su vida, sentirse capaz de ser
libre sin que nadie le cortase las alas y comprobar si podía depender de sí
misma.
Se alejó de allí notando que su deseo de
vivir en medio de los árboles gritaba con mucha más fuerza que nunca. Era tan
intenso que ni siquiera ella misma podía explicar por qué anhelaba con tanta
fuerza morar en un lugar en el que la soledad gritaba tan ensordecedoramente.
Lo único que experimentaba eran aquellas ansias de alejarse de cualquier
persona que la conociese, de estar irrevocablemente sola, únicamente acompañada
por la presencia mágica de Némesis. Aunque estuviese inmensamente unida a Gaya
y a Gilbert, tenía que reconocer que continuamente se esforzaba por abrirles su
corazón, por comportarse con ellos con una dulzura indestructible, cuando, en
muchísimas ocasiones, no deseaba más que permanecer en silencio, sin mirar ni
hablar a nadie.
Cuando llegó al hogar de Gilbert, él salió
enseguida a recibirla. Agnes notó que los ojos serenos de aquel hombre al que
ella quería tanto estaban anegados en preocupación y nervios. Agnes advirtió
que estaba muy asustado e inquieto. Ansió preguntarle por qué se sentía tan
intranquilo, pero él le habló antes de que ella pudiese pronunciar la palabra
más sutil:
—
Agnes, ¿podemos hablar un momento? —Cuando Agnes
le asintió con la cabeza, entonces Gilbert le comentó con cariño—: Gaya me ha
explicado que deseas vivir sola en medio del bosque. ¿Crees que eso te ayudará
a encontrarte mejor?
—
Precisamente quería contarte que vi una cabaña
abandonada en medio de los árboles. Está cerca del lago y también la protegen
las montañas. Es un lugar muy bonito y sé que allí podré reencontrarme conmigo
misma —le contestó intentando expresarse con serenidad.
—
¿Y de veras crees que vivir sola es lo que más
te conviene, Agnes?
—
Sí, sí lo sé; pero tampoco puedo asegurarte por
qué estoy tan convencida de que renaceré si me rodea la soledad. Gilbert, yo os
quiero muchísimo, de veras, os quiero como hacía mucho tiempo que no amaba a
nadie; pero no puedo permitir que continuamente os volquéis en mí. No soporto
saber que os preocupáis tanto por mi bienestar y por mis sentimientos.
—
Agnes, nosotros te queremos como si fueses hija
nuestra. No pienses que nos causas molestias. No es así, Agnes. Lo único que
deseamos es que estés bien. Nos apena percibirte tan triste.
—
Gilbert, te aseguro que yo lucho día tras día
contra este horrible desaliento. Me esfuerzo por apreciar, en medio de estas
sombras, los matices más hermosos de cada instante. No quiero rendirme. Quiero
pugnar por mi vida. Sé que la vida es hermosa, aunque me sienta tan triste.
Tengo por dentro siempre una morriña que no me deja respirar, pero no deseo que
ésta me abata. Anhelo vivir en paz, sin que nada me asuste, sin temer
incesantemente que me arrebatarán todo lo que yo amo; pero no puedo controlar
los sentimientos que me anegan el alma. Estos parecen tener vida propia —le
confesó a punto de ponerse a llorar—. Sí, me encantaría vivir en esa cabaña. No
quiero que sigas alojándome en tu casa porque me da vergüenza que continuamente
te esfuerces por darme todo lo que necesito. No quiero causarte más molestias.
Nunca me merecí que me tratases tan bien. Y no quiero seguir aprovechándome de
tu inmensa bondad.
—
Agnes, yo te alojo en mi casa porque te quiero
mucho, porque te quiero como si fueses mi hija, ya te lo he dicho. Y en ningún
momento he tenido la sensación de que te aproveches de mi bondad, al contrario,
continuamente nos agradeces todo lo que te damos.
—
Pero no puedo permanecer aquí toda mi vida.
Deseo comprobar si soy capaz de vivir soliña, si de veras puedo depender de mí
misma.
—
Está bien, Agnes. En primavera te ayudaré a
trasladarte a esa cabaña que has visto.
—
Es muy bonitiña, Gilbert. Es muy pequeña y
acogedora, pero necesita que la retoquen un poco.
—
Empezaré a condicionarla cuanto antes para que
en primavera...
—
No, no puedo esperar tanto. Tengo que empezar a
vivir allí cuanto antes.
—
Creo que lo mejor será que aguardes la llegada
de la primavera. Los inviernos en este lugar suelen ser muy fríos y secos.
—
Pero el invierno me ayudará a aprender con más
rapidez a depender de la naturaleza para vivir.
—
Agnes, vivir en una cabaña en medio del bosque
no es sencillo. No tendrás ni agua ni luz, tendrás que aprovechar el agua de un
lago que queda cerca de la cabaña, tendrás que alumbrarte sólo con velas cuando
sea de noche, tendrás que aprender a cultivar tus propias verduras, tendrás que
buscar la forma de conservar tus alimentos y, créeme, a veces eso es demasiado
complicado; pero no debes temer por nada. Nosotros te daremos todo lo que
necesites.
—
Sé que hay personas que viven aprovechando la
luz del sol. ¿No podrías instalarme allí una placa solar?
—
Creo que no está permitido tener placas solares
en este país, pero podría probarlo.
—
De acuerdo. De todas formas, no me importa
carecer de todas esas comodidades. La casa de mi avoíña era tan antigua que
tampoco tenía agua corriente. Extrajo siempre el agua de un pozo que tenía en
el patio. Yo estaba acostumbrada a verla bañarse y cocinar con esa agua. Salía
tan fresquiña, estaba tan deliciosa...
—
Sí, todavía quedan muchísimas casas antiguas que
no tienen agua corriente, pero, una vez nos acostumbramos a ella, cuesta mucho
vivir sin ese privilegio.
—
A mí no me importa hacerlo. Además, me di cuenta
de que la cabaña tenía una chimenea. Podré cocinar en la lareira, como mi
avoíña, que tenía una cocina muy grande en la que elaboraba los platos más
deliciosos que yo probé en mi vida.
—
Te creo, Agnes —le sonrió con felicidad y
añoranza—. Está bien. Confío en ti.
—
Además, no es necesario que continuamente me
proporcionéis todo lo que necesito para vivir. Yo misma puedo comprar todo lo
que requiera.
—
Sí. No olvides que todos los meses percibes una
pensión que te permite vivir con lo necesario.
La certeza de que, dentro de poco, al fin
viviría en medio del bosque como tanto había deseado la alentaba, la ayudaba a
ignorar la voz de la intensa tristeza que gritaba en su alma. Ni Gaya ni
Gilbert comprendían por qué Agnes prefería habitar rodeada por la soledad más
indestructible en lugar de compartir sus días con ellos, habitando en un hogar
que podía protegerla continuamente; pero ninguno de los dos fue capaz de
preguntárselo. Eran conscientes de que los deseos que Agnes sentía no habían
nacido en esa existencia, sino que provenían de otros momentos muy lejanos en
los que Agnes había sido mucho más libre. Ninguno de los dos podía negar que
aquellos deseos no eran sino el recuerdo de aquellos bellos tiempos en los que
la vida no había sido una tortura para ella. Eran el anhelo de recuperar lo que
había tenido hacía siglos.
Aunque el invierno reinase cada vez con
más fuerza, Agnes no perdía la esperanza de que en su vida al fin amanecería.
Ella pugnaba día tras día contra el desaliento. Ni siquiera comprendía por qué
el alma se le había llenado de tanta pena teniendo a su alcance todo ese amor
que durante años le había faltado, si su vida no era tan oscura como lo había
sido en el pasado, si ya no estaba tan sola como antes. No obstante, por más
que se lo preguntase a sí misma, no lograba encontrar las razones que le
hiciesen comprender por qué le resultaba tan difícil percibir el brillo de cada
momento.
Se esforzaba también por esconderles sus
sentimientos a Gilbert y a Gaya. Tenía miedo a que, si la percibían todavía tan
desalentada, creyesen que no estaba preparada para vivir en aquella cabaña que
Gilbert estaba condicionando para ella. Por eso les mentía continuamente. Les
aseguraba que se sentía cada vez mejor, aunque no fuese cierto, aunque tuviese
todavía el alma anegada en nostalgia y miedo.
No obstante, aunque Agnes les insistiese sin
cesar en que ya se sentía capaz de vivir en aquella morada tan antigua, Gaya y
Gilbert no le permitieron comenzar a habitar allí hasta que llegó la primavera.
Agnes tuvo que aguardar a que el frío del invierno se dignase desaparecer y a
que los árboles comenzasen a llenarse de esas hojas verdes y fuertes que
indicarían el renacer de la naturaleza.
Marzo llegó con ansias, con un ímpetu que
a Agnes le impregnaba el alma de energía. El jardín de Gilbert se había llenado
de flores preciosas que exhalaban un exquisito aroma a vida. El cielo se volvió
azulado, los atardeceres se esforzaban para brillar más y luchaban contra el
ocaso para que la noche no les arrebatase su fulgor.
Una mañana, Gilbert le anunció a Agnes que
al fin había llegado el momento de trasladarse a su nueva morada. Hasta
entonces, Gilbert no le había permitido acercarse a aquella pequeña casita. No
quería que Agnes descubriese la forma como él estaba remodelándola. Anhelaba
sorprenderla justo cuando tuviese que empezar a habitar allí. No obstante,
aunque se esforzase por volver realidad los deseos de Agnes, Gilbert no estaba
de acuerdo con ella. No creía que lo que más le conviniese fuese vivir tan sola
y tan lejos de ellos; mas en ningún momento se atrevió a contradecirla. Pensaba
que, si le impedía ser libre como ella deseaba, los terribles sentimientos que
le anegaban el alma se intensificarían volviéndose incluso destructivos.
Gilbert y Gaya la ayudaron a trasladarse a
aquella pequeña cabaña que parecía tan acogedora. Gaya también temía que la
soledad en la que Agnes estaba a punto de adentrarse le destruyese mucho más el
alma, pero tampoco se creía capaz de objetarle nada. Al fin y al cabo, era su
vida. No podían cortarle las alas. Ya había permanecido durante muchos años
encerrada en un lugar en el que no podía respirar. Ambos pensaban que era justo
que ella se encontrase a sí misma, que experimentase, que viviese, que buscase
la compañía en sus propios sentimientos.
—
Es preciosa —susurró Agnes cuando los tres se
hubieron adentrado en su nueva morada—. Gilbert, la convertiste en el lugar más
acogedor del mundo.
Aquella entrañable cabaña era pequeña,
aunque muy acogedora. Agnes creyó que se trataba de la morada más confortable
de la tierra. Adoraba el silencio que la rodeaba, la quietud que impregnaba
cada uno de sus rincones y también la distribución con la que Gilbert la había
organizado. Se componía de dos estancias divididas por una cortina de tela
gruesa y oscura.
El salón era amplio y luminoso. Junto a la
puerta, había un gran ventanal por el que se adentraba nítida e intensamente la
luz del día. Lo que más le gustaba a Agnes era saber que aquella ventana estaba
orientada al este. Podría disfrutar del fulgor del sol desde que el amanecer
invadía el cielo.
Además, Gilbert había equipado aquel hogar
con los muebles necesarios. Había algunos estantes adosados a las paredes, una
mesa de madera oscura y dos sillas que parecían bastante cómodas. En la pequeña
estancia que estaba separada del comedor por aquella aterciopelada cortina,
había una cama confortable, un gran armario y una mesita también de madera
oscura.
—
Qué bonita es la lareira —les musitó con
felicidad y añoranza—. Se parece un poquiño a la que tenía mi avoíña en su
salón, aunque aquélla era mucho más grande.
—
¿Sabes encender el fuego, Agnes? —le preguntó
Gilbert colocando unos cuantos leños en la chimenea.
—
Sí, sí sé. Mi avoa me enseñó.
—
Creo que sabe muchas más cosas de las que
pensamos —se rió Gaya acariciando los lisos y nocturnos cabellos de Agnes.
—
¿De veras te sientes capaz de vivir tan sola?
—
Sí, Gilbert. Y no estoy tan sola como dices.
Viviré con Némesis y también me acompañará esta naturaleza tan poderosa.
Necesito habitar en un lugar como éste. Yo no puedo vivir en un pueblo o en una
ciudad.
—
Si te sientes sola, si crees que no eres capaz
de habitar rodeada por tanto silencio, por favor, regresa a mi casa. Siempre
tendrás las puertas abiertas. Siempre tendrás un hogar en mi morada, Agnes —le
pidió Gilbert conmovido—. No tienes por qué esforzarte por convencernos de que
puedes vivir sin depender de nadie. Nosotros ya confiamos plenamente en ti;
pero, si anhelas vivir aquí tan sola porque así crees que debes hacerlo, está
bien; pero no lo hagas para demostrarle nada a nadie, ¿de acuerdo?
—
No lo hago por eso —musitó Agnes con los ojos
lacrimosos—. Lo hago porque siento que llegué a esta vida para habitar en un
lugar así, porque no puedo morar en otra parte. Perdonadme. No quiero
defraudaros —les solicitó arrancando a llorar dulcemente.
—
En absoluto nos has defraudado, Agnes, al
contrario, nos has demostrado que eres mucho más valiente de lo que pensábamos
—le aseguró Gaya abrazándola con muchísima ternura.
—
Gracias, muchísimas gracias por todo lo que me
dais, por todo lo que hacéis por mí. No sé cómo podré devolveros todo lo que me
entregasteis. Nunca dudéis de que también existo para ayudaros en todo lo que
necesitéis. Os quiero muchísimo, muchísimo —les dijo con la voz quebrada,
llorando cada vez con más intensidad—. Si no fuese por vosotros, yo estaría
muerta. Yo ni siquiera respiraría si no me hubieseis rescatado. Os estaré
eternamente agradecida, os lo prometo.
—
Lo hemos hecho guiados por nuestro corazón.
Alguien como tú no se merecía desaparecer sin haber vivido apenas —le respondió
Gilbert con mucho cariño. Gaya también anhelaba contestarle, pero el nudo que
de repente se le había formado en la garganta le impedía hablar—. Nunca más
vuelvas a creer que estás sola.
Agnes se abrazó con mucha fuerza a Gilbert
tras separarse con timidez de los brazos de Gaya. Después, cuando los tres se
prometieron que nunca se abandonarían sucediese lo que sucediese, Gilbert y
Gaya se marcharon bajo la luz de la mañana. Los dos tenían la sensación de que
estaban dejando sola a Agnes en un lugar que turbaría para siempre la voz de su
alma, pero tampoco se les ocurría cómo impedir que aquello aconteciese. Intuían
que se había abierto ante ellos un futuro incierto que ni siquiera podían
imaginarse.
Cuando Gilbert y Gaya desaparecieron,
Agnes notó que crecía por dentro de ella un alivio interminable y una ilusión
que hacía muchísimos años que no experimentaba. Creía que jamás había notado
aquella emoción con tanta potencia. Al fin, al fin había conseguido cumplir uno
de sus deseos más antiguos. Incluso cuando vivía todavía en Galicia había anhelado
habitar rodeada solamente por la naturaleza más poderosa. Había llegado a creer
que jamás podría volver realidad aquel sueño, pero al fin éste se había
materializado ante sus ojos. Nada ni nadie podría arrancarla ya de aquel
hermoso presente.
Miró a su alrededor siendo consciente de
que todo lo que percibían sus sentidos le pertenecía, era tan real como su
cuerpo. Némesis compartía con ella aquel instante y captaba a la perfección las
emociones que anegaban el alma de su amiga. En esos momentos incluso lamentaba
no poder hablar. Ansiaba felicitar a Agnes por ser tan valiente, por luchar siempre
por ella misma, por su propia vida.
—
Némesis,
esta cabana é o noso novo fogar. É moi bonitiño, verdade? —le preguntó agachándose enfrente de ella y
acariciándola con mucha dulzura—. Neste
lugar poderemos ser libres para sempre, Némesis.
Agnes se hundió sin regreso en la mirada
de su amiga para descubrir si ella también se sentía tan feliz y conforme.
Cuando la miró, tuvo la sensación de que Némesis, con sus ojos hipnóticos y
dorados, le confesaba: «Este lugar me gusta muchísimo, Agnes. Estaba deseando
que nos trasladásemos a esta cabaña. Siempre deseé vivir contigo a solas, sin
que nadie nos molestase. Aquí te sentirás bien siempre y yo nunca permitiré que
nadie vuelva a hacerte daño.»
Agnes no dudaba de que los sentimientos
que Némesis le transmitía a través de sus hermosos ojos eran tan reales como
los árboles que las protegían. Notó que el alma se le llenaba de las mismas
emociones que a Némesis le invadían el corazón y entonces fue consciente de
cuánto valor tenía aquel momento. Némesis y ella compartían el amor que le
profesaban a la naturaleza y estaban seguras de que en aquellos lares podrían
habitar sumidas en una calma inquebrantable.
Agnes se alzó del suelo y miró de nuevo a
su alrededor. Luchaba continuamente por convencerse de que aquel momento no era
un sueño, de que todo lo que vivía formaba parte de su presente. El sentido de
aquellos instantes era tan importante y brillante que notaba que la deslumbraba.
Agnes había sido muy feliz viviendo junto
a Gilbert, pero siempre había sabido que aquella casa tan hermosa no podía ser
su hogar. Ella había nacido para habitar en una cabaña como aquélla en la que
se hallaba. Siempre se había sentido distinta, siempre, independientemente del
lugar en el que se encontrase o junto a quien estuviese. Y, en esos momentos,
cuando solamente la acompañaba Némesis y el poder de los árboles, comprendió,
con mucha más fuerza que nunca, el porqué y la finalidad de su modo de ser.
Siendo tan especial, nunca sería capaz de vivir junto a los demás.
Agnes prefería que su vida se tiñese de
soledad. Aunque le gustase compartir experiencias con sus seres queridos,
siempre ansiaba que aquellos momentos se terminasen, siempre ansiaba regresar a
su soledad. Era en la soledad donde más protegida se sentía, y no se trataba de
una soledad similar a la que se le había aferrado al alma mientras la
mantuvieron encerrada en aquel horrible hospital. Aquella soledad era
completamente destructiva. Aquella soledad manaba de hallarse inmensamente
lejos de los bosques, del aliento del viento, del sonido del agua y de la
presencia de la Madre Tierra.
Comenzar a vivir en aquella cabaña tan
mágica fue mucho más sencillo de lo que Agnes se esperaba. Día tras día
descubría que era mucho más fuerte y valiente de lo que creía. No se acobardaba
cuando debía buscar el agua que sustentaba su vida, cuando tenía que esforzarse
por prender la lumbre, cuando debía cocinar las verduras que Gaya y Gilbert la
ayudaban a conseguir. Incluso ellos dos le enseñaron a cultivar sus propios
alimentos y la acompañaban al pueblo cuando debía comprar lo que necesitaba.
De vez en cuando, también la visitaba
alguno de los miembros de El fuego de Hécate. Seguía compartiendo con ellos los
rituales que se celebraban en el bosque y algunas tardes a la semana acudía al
hogar de Gilbert para conversar con él y con Gaya hasta que la noche se
apoderaba del firmamento. Entonces regresaba a su cabaña sin sentir miedo ni
inseguridad. La oscuridad no la asustaba. Nunca había temido la noche. Los años
que había vivido en Galicia le habían enseñado a desenvolverse cuando las
sombras más gritaban y a desplazarse por el bosque guiándose por el sonido del
viento y la posición de las estrellas.
De repente, los días se tiñeron de
entusiasmo y viveza. Agnes abría los ojos mucho antes de que el primer rayo de
sol cruzase el firmamento y entonces se disponía a prepararlo todo para vivir
las horas que la esperaban al otro lado de aquellos instantes. Empleaba gran
parte de su tiempo en cultivar la tierra, en prestarles atención a las plantas
que ella misma cuidaba y también en descubrir todos los rincones del bosque que
rodeaba y protegía su cabaña. Némesis nunca la dejaba sola. Incluso la guiaba
entre los árboles y la llevaba a lugares en los que Agnes nunca había estado.
Ambas se comprendían en los silencios que las comunicaban y se sobrecogían al
percibir la interminable belleza que impregnaba aquellos lares.
Cuando la tarde comenzaba a morir en
brazos de la noche, Agnes entonces se sentaba junto a la lumbre y estudiaba
todo aquello que aún le quedaba por aprender. Deseaba conocer todos los matices
de la naturaleza que la rodeaba, pero también anhelaba descubrir otras
historias, otras vidas. La lectura la arrancaba sin regreso de su presente y le
prestaba unas alas inquebrantables que le permitían recorrer el mundo de la
ficción sin acordarse de lo que formaba sus días. Regresaba de aquella
dimensión cuando las estrellas susurraban sus quedas canciones. Entonces se
bañaba bajo la luz de la luna y bajo la mirada de aquellos lejanos astros.
Adoraba sumergirse en el lago que quedaba a tan sólo veinte metros de su
cabaña. Cuando el agua la abrazaba con tanto cariño y dulzura, Agnes creía que
la vida nunca volvería a parecerle dura ni insufrible. Ni siquiera sentía la caricia
del frío aliento de la noche. En aquel lugar, la primavera templaba cualquier
brisa, cualquier sombra, cualquier suspiro.
Agnes también lavaba su ropa en aquellas
purificadoras aguas; las que siempre eran nítidas. En aquellos lares, solía
llover con muchísima frecuencia. Aquellas tormentas limpiaban el lago, lo
dotaban de mucha más magia. El caudal del río que lo alimentaba siempre era
poderoso y discurría con una fuerza indestructible.
Agnes vivía sin recordar apenas los peores
instantes de su vida. A veces se preguntaba cómo era posible que su alma, la
que estaba tan inmensamente herida, pudiese anegarse en tanta dicha y
felicidad. Sí, era feliz, era al fin feliz. Ni siquiera la entristecía
acordarse de Galicia. En muchísimas ocasiones, le parecía que había regresado
al bosque que tanto amaba y que, en lugar de hallarse tan separada de ella,
vivía en su magia, en su poderosa historia. Le resultaba imposible creer que su
hogar se encontrase tan lejos de la tierra que la había visto nacer.
Aunque compartiese muchas de sus horas con los miembros de El fuego de
Hécate, vivía en soledad la mayor parte de sus días. Estudiaba concentrada y
atentamente libros que Gilbert le proporcionaba y que, más tarde, ella también
empezó a conseguir por su propia cuenta. Investigaba acerca de los efectos de
las plantas medicinales, cocinaba explorando la combinación de distintos
alimentos para descubrir platos exquisitos y sobre todo se esforzó por
conseguir perfeccionar sus técnicas de meditación para poder comunicarse cada
vez con más nitidez y exactitud con la Diosa.
Agnes también aprendió a administrar mucho mejor sus bienes materiales;
los que eran más bien precarios, pero sus esfuerzos lograron convertirlos en
una segura protección. Impedía que Gilbert siempre la ayudase a adquirir todo
lo que necesitaba. Aprovechaba con lógica y concisión la pensión que recibía
todos los meses, pero también intentaba ahorrar todo lo que le fuese posible
para poder entregarle aquella cantidad de dinero a Gilbert y Gaya en el caso de
que ellos lo necesitasen.
De ese modo tan hermoso y luminoso empezó a transcurrir el tiempo. La
primavera se convirtió en un verano esplendoroso sin que Agnes apenas lo
advirtiese. Se hallaba tan sumida en su vida, en su rutina y en sus quehaceres
que casi no percibía el paso de los días. Sólo presentía si llovería o el sol
reinaría con una fuerza devastadora. No le costaba detectar los cambios que se
producían en la naturaleza.
El otoño regresó de forma rezagada. Era el tercer otoño que Agnes
vivía en aquellas tierras, pero, cada vez que el verano comenzaba a morir entre
los brazos de la decadencia, le parecía que nunca había presenciado unos
cambios tan hermosos en la naturaleza. El alma se le volvía pequeña cuando
observaba cómo el atardecer se deshacía en haces de luz dorada que se
reflejaban en las hojas caducas. Podía permanecer durante largos minutos
fijándose en cómo los árboles se deshacían de su fronda y estallaba ante ella
una tormenta de hojas secas que producían un sonido muy quedo al chocarse
contra la tierra.
A Agnes el otoño siempre la sobrecogía profundamente. Nunca pudo
comprender por qué aquella estación la intimidaba tanto, por qué la muerte de
la naturaleza le hacía sentir tan desvalida. Le parecía que el mundo se detenía
cuando el otoño se apoderaba de cada rincón, de cada lugar, de cada suspiro de
vida que la tierra dimanaba. Incluso tenía la sensación de que tras aquellos
momentos ya no quedaba nada más. El corazón se le impregnaba de una melancolía
que le dolía como si de veras fuese una herida tangible horadada en lo más
hondo de su alma.
Y descubrió que el otoño, viviendo ella en un lugar tan solitario y
hermoso, tenía muchísima más fuerza que nunca, era mucho más precioso y
nostálgico que el que podía detectar en cualquier otra parte del mundo, salvo
en Galicia, donde el otoño era una vida más que moraba en aquellos mágicos
bosques. El otoño, en aquellos lares, estaba hecho de sensaciones, de texturas
y de olores que no existían en las demás estaciones del año.
Hasta que el otoño llegó, Agnes había vivido sumida en unos días
anegados en aliento, en felicidad y en esperanza. Apenas había oído en su
interior la voz de sus más tristes recuerdos. Ni tan sólo se había acordado de
que, hacía casi un año, el desaliento había deshecho todos sus sueños. No
obstante, aunque lo adorase con todas las fuerzas de su alma, cuando el otoño
llegó al fin, aquella energía que le permitía enfrentarse a cada una de las
horas que componían sus días se desvaneció casi sin dejar rastro.
En su interior se desbordó de nuevo el río de nostalgia que siempre le
inundaba el alma cuando el otoño la envolvía. Aunque tratase de sonreírle a
cada nuevo día y a cada uno de los atardeceres que vivía, notaba que el corazón
le dolía como si tuviese clavada una afilada espada. Cuando perdía los ojos por
la áurea belleza del ocaso, percibía que aquella intensa añoranza que apenas le
permitía respirar se volvía intensamente fuerte, como si la decadencia del
otoño la alimentase.
Así pues, sin que nadie pudiese preverlo, Agnes se encerró muchísimo
más en sí misma. Solamente salía de su cabaña para caminar por el bosque con la
aspiración de que la calma que teñía aquella naturaleza le acariciase el alma, cuando
tenía que lavar su ropa o cuando tenía que recoger más agua. Dejó de visitar a
Gilbert y a Gaya y permanecía durante todo el día leyendo.
Ni siquiera ella pudo prever que su ánimo cambiaría tan radicalmente.
Cuando descubrió que la tristeza había vuelto a adueñarse de su corazón y de
sus pensamientos, la desesperación más asfixiante se le esparció por todo el
cuerpo. Había llegado a creer que se había alejado de su enfermedad, que se
había curado incluso; pero el otoño le demostró que jamás podría desprenderse
de aquellos estremecedores desequilibrios anímicos.
Durante aquel tiempo oscuro y decadente y a la vez dorado y
profundamente hermoso, Agnes se sintió mucho más frágil que nunca. Parecía como
si se hubiesen marchado para siempre de su alma todas aquellas sensaciones
bellísimas que la impulsaban a vivir. Se sumergió sin regreso en una tristeza
que la tornó pausada, queda, inaccesible.
Némesis nunca la dejó sola. Siempre la amparó con sus bellos ojos.
Agnes notaba que su querida amiga la acompañaba y le entregaba aquel aliento
que a ella tanto le faltaba. Y sin embargo era aquello lo que más la conmovía y
la desolaba. No podía evitar que el llanto más desgarrador y profundo se
adueñase de todo su ser cuando percibía la inmensa ternura con la que Némesis
la amparaba.
Agnes podía haberles pedido ayuda a Gilbert y a Gaya, pero no deseaba
molestarlos ni incomodarlos con sus terribles sentimientos. Prefería permanecer
encerrada en aquella soledad que tanto la protegía; la que, sin que ni siquiera
ella misma se lo esperase, agravó sin remedio los síntomas de su extraña
enfermedad. Aquella soledad agudizó las facetas más oscuras de su carácter e
intensificó la timidez que Agnes experimentaba cada vez que se hallaba ante
alguna persona desconocida. Destruyó por completo la sutil seguridad que hasta
entonces le había permitido relacionarse con Gilbert, con Gaya y con los demás
miembros de El fuego de Hécate.
Aquella soledad tan profunda e inquebrantable también tornó mucho más
extrema su sensibilidad y volvió más frecuentes sus cambios de humor. Sin
embargo, Agnes apenas le otorgaba importancia a aquella realidad. Aunque nunca
se dignase visitar a quienes la conocían y la querían, se esforzaba por vivir
cada día con la misma intensidad. No dejó de alimentarse como le ocurría
siempre que la tristeza la invadía, no se abandonó como lo hizo cuando estuvo
encerrada en aquel horrible hospital y fue capaz de seguir cuidándose porque
Némesis le rogaba continuamente que se quisiese a sí misma. Némesis, con su
hipnótica mirada, la convencía de que no debía permitir que el desaliento la
abatiese.
En cuanto Gilbert y Gaya se percataron de que Agnes llevaba sin
visitarlos desde hacía más de dos semanas, acudieron enseguida junto a ella. Fue
precisamente el día de su cumpleaños cuando se internaron en aquella soledad en
la que Agnes tanto se protegía.
Era veintiséis de octubre. Agnes no había olvidado que aquel día ella
cumplía veinticinco años, pero, cuando Gaya y Gilbert la felicitaron con un
cariño y una felicidad indestructibles, se percató de que apenas le había
otorgado importancia a aquel hecho. Ambos le regalaron libros muy interesantes
sobre naturoterapia. Sin embargo, aunque Agnes se esforzase por parecer serena
y feliz, tanto Gaya como Gilbert se percataron de que Agnes tenía el alma anegada
en desaliento; pero no fueron capaces de preguntarle por qué sus ojos
irradiaban tanta tristeza. Los asustaba la respuesta que Agnes pudiese
ofrecerles.
Agnes era consciente de que Gaya y Gilbert habían adivinado que ella
les escondía sus verdaderos sentimientos; pero no le importaba que conociesen
lo que sentía y pensaba. A partir de aquel momento, supo que lo mejor que podía
hacer era ocultarles a todos los que se relacionasen con ella las intensas
emociones que le invadían el alma.
Cuando ella se reunía con los miembros de El fuego de Hécate, se
esforzaba inmensamente por disimular sus sentimientos y sus emociones, los
disfrazaba de conformidad y los escondía tras sonrisas luminosas y miradas
calmadas que a todos les hacían creer que Agnes se encontraba perfectamente;
mas, cuando la soledad la rodeaba de nuevo, Agnes se internaba en una tristeza destructiva
que, la mayoría de veces, desvanecía el ánimo con el que ella se enfrentaba a
la vida y la convencía de que, en realidad, todas las personas que la
acompañaban en aquel presente la despreciaban y eran amables con ella porque
les inspiraba pena y compasión y no porque el corazón les ordenase que
actuasen con tanta franqueza. Aquellos pensamientos tan horribles y
desacertados la lanzaban a un abismo de desesperación del que le costaba
muchísimo escapar. Permanecía más de tres o cuatro semanas sin hablar con
nadie, sólo interactuando con Némesis y con la naturaleza que protegía su
hogar.
Gilbert siempre la visitaba cuando se apercibía de que llevaba más de dos
semanas sin verla. Cuando Agnes sufría aquellos desánimos tan intensos, faltaba
a los rituales que de vez en cuando celebraban para renovar sus energías y no
buscaba a nadie. No se la encontraba por el bosque ni tampoco Gaya sabía de
ella. La preocupación que experimentaba por aquella mujer tan frágil lo instaba
a atravesar la considerable distancia que separaba sus hogares y a presentarse
en aquella cabaña que tanta vida ya tenía para comprobar si Agnes estaba bien.
Su morada quedaba a más de dos horas de su casa, pero a Gilbert no le importaba
tener que caminar tanto. Lo hacía más de cuatro veces a la semana y además
adoraba con todo su corazón el paisaje que debía atravesar.
Los árboles más ancestrales creaban una muralla que cercaba la cabaña
de Agnes, amparándola de cualquier mirada indiscreta. Además la proximidad del
lago que le proporcionaba a Agnes el agua que necesitaba para vivir llenaba de
humedad cada rincón del BOSQUE. La humedad parecía una presencia tangible más
que formaba aquella naturaleza. Parecía posible acariciarla y estrujarla con
los dedos. El olor de la humedad era tan intenso que a veces incomodaba, pero,
sin embargo, Agnes lo amaba con toda la fuerza de su alma. Era una compañía más
para ella.
Aunque el lugar en el que se encontraba su hogar fuese oscuro y algo
tenebroso, la cabaña de Agnes resplandecía. Durante los primeros años en los
que ella habitó allí, de aquella morada se desprendió una luz muy acogedora y
especial. Era el puro reflejo del alma de aquella mujer tan mágica y frágil. Si
a Agnes la atacaba la tristeza más profunda e intensa, aquella pequeña casita destilaba
desconsuelo y abandono.
Gilbert recordaría siempre una mañana invernal en la que visitó a
Agnes. Llevaba sin verla más de tres semanas y ni siquiera estaba seguro de que
Agnes se hallase en su misma realidad. Durante aquel tiempo, había tratado de
convencerse de que Agnes se había alejado de ellos porque necesitaba
reencontrarse consigo misma o porque precisaba de la soledad para estudiar
aquellos conocimientos que tanto anhelaba descubrir. Sin embargo, Gilbert
también era muy intuitivo y podía adivinar, sin que nadie se lo comunicase ni
se lo insinuase, que Agnes no lo había buscado durante aquellas semanas porque
de nuevo la tristeza se había apoderado de su corazón.
Mas no era solamente la tristeza la que se había adueñado del alma de
Agnes, absorbiendo las preciosas energías que le permitían enfrentarse a cada
nuevo día, sino sobre todo la nostalgia, esa nostalgia que se derramaba con
tanta potencia del recuerdo de su tierra. Durante las últimas semanas, Agnes
había soñado con Galicia prácticamente todas las noches y se había despertado
notando que el corazón le dolía como si de veras tuviese allí hendida una
herida sangrante para la que no existía cura. Lo único que experimentaba
entonces eran unas irrefrenables ganas de llorar que podían alejarla durante
horas de su realidad. Cuando aquel poderoso llanto la invadía con tanta fuerza,
Agnes sentía que una mano desgarradora y férrea le apretaba el pecho,
impidiéndole respirar.
Némesis nunca la dejaba sola. Escuchaba todo lo que su amiga
necesitaba comunicarle, se apoyaba en su hombro para convencerla de que nunca
la abandonaría, incluso la instaba a salir de la cabaña para perderse unos
instantes por el precioso bosque que las protegía... Aunque estuviese tan
inmensamente triste, Agnes percibía todas las emociones con las que Némesis
trataba de animarla.
Agnes no entendía por qué extrañaba tanto el lugar donde había nacido.
Creía que, viviendo en medio de aquel bosque tan mágico y acogedor, la intensa
morriña que siempre le latía en el alma se atenuaría, silenciada por el poder
de la naturaleza que la resguardaba; pero entonces recordaba todo lo que había
descubierto gracias a las sesiones de hipnosis con las que Gaya la había
tratado. Cuando rememoraba los detalles de sus antiguas existencias, comprendía
que la voz del lazo que la unía a Galicia no podía callarse nunca, jamás se
silenciaría, pues nacía del tiempo y todos los momentos que ella había vivido
en aquellos lejanos lares. No importaba si habitaba en el rincón más hermoso y
mágico de la tierra. La distancia que la separaba de Galicia era mucho más
destructiva que cualquier rechazo, que cualquier herida.
Sin embargo, aunque aquella intensa nostalgia le arrebatase el brillo
de sus expresivos ojos, Agnes no quería pedirle ayuda a nadie. Prefería
encerrarse en sí misma y aguardar el momento en el que su pena comenzase a
desvanecerse. Sabía que éste acabaría llegando. Se negaba a creer que aquel
desconsuelo duraría para siempre. Sería paciente, si era necesario, y no
permitiría que aquella honda añoranza contaminase las vidas de quienes la
conocían.
La mañana en la que Gilbert se atrevió a quebrar la distancia que la
separaba de Agnes era muy gris, fría, era lejana como un recuerdo punzante. No
llovía, pero el cielo estaba cubierto de nubes amenazadoras y gruesas que
parecían tangibles. La naturaleza se hallaba sumida en un silencio que ni
siquiera el viento se atrevía a quebrar. Gilbert caminó entre los árboles
teniendo continuamente la sensación de que la tristeza que había inundado el
alma de Agnes también se había esparcido por el bosque.
Cuando al fin llegó a la cabaña en la que vivía Agnes, se encontró
repentinamente con Némesis, quien lo miró con los ojos anegados en súplicas.
Gilbert se estremeció cuando advirtió con tanta nitidez que aquel animal tan
inteligente estaba pidiéndole ayuda desesperadamente. No osó preguntarle nada a
Némesis. Sólo se limitó a acercarse a la puerta de la cabaña. Llamó con mucho
cuidado, como si temiese que su presencia quebraría el último ápice de paz que
guarnecía el alma de Agnes.
Cuando ella abrió la puerta de su casa, Gilbert enseguida se percató
de que sus expresivos y nocturnos ojos aparecían anegados en desconsuelo y
desesperación. Le sonrió amigablemente, pero Agnes no correspondió a aquel
amoroso ademán. Parecía como si Agnes no hubiese aprendido nunca a realizar
aquel tierno gesto. No obstante, Gilbert reparó en que de los ojos le emanaba
gratitud y alivio.
—
Hola, Gilbert —lo saludó intentando parecer conforme y calmada, pero
Gilbert notó que estaba muy nerviosa—. Pasa, por favor —le pidió retirándose de
la puerta. Cuando Gilbert se adentró en aquella cabaña tan entrañable, se percató
de que la invadía una frialdad extraña, como si en aquel lugar se hubiese
introducido el gélido aliento del invierno—. Némesis, ven ti tamén. Non esteas fora. Fai moito
frío, bonitiña —le
solicitó a su amiga con mucho cariño. Cuando Némesis se hubo acomodado en un
rincón de aquella acogedora estancia, entonces Agnes, mirando con timidez a
Gilbert, le rogó—: Gilbert, perdóname por no haber asistido a Yule. No me
encontraba bien y preferí quedarme en casa. Sé que no es conveniente que
alguien que tiene el alma tan llena de tristeza comparta con vosotros una
celebración tan especial.
Agnes se expresaba con temor y mucha timidez. Se había detenido
enfrente de la chimenea y removía distraídamente, con una cuchara de madera, el
contenido de una olla. Gilbert la observaba con detenimiento y culpabilidad. Se
preguntó por qué no había ido a visitarla antes, qué le había impedido
acercarse a ella, por qué se había mostrado tan despreocupado. No obstante,
sabía que Agnes no le guardaba rencor por haberla dejado sola durante tantos
días. Aún así, sintió la imperiosa necesidad de pedirle perdón. Agnes parecía
tan triste que Gilbert sabía que cualquier palabra alentadora y hermosa le
acariciaría el alma.
—
Perdóname a mí, Agnes. Tendría que haber venido a visitarte antes. No
sé por qué no lo he hecho. Me inquietaba mucho tu ausencia, y, sin embargo, no
he sido capaz de comprobar cómo te encontrabas. A veces no soy consciente de
que necesitas tanta atención.
—
Yo no necesito tanta atención como piensas —lo contradijo Agnes con
una voz teñida de impotencia. Gilbert adivinó que las palabras que acababa de
dirigirle la habían ofendido profundamente.
—
No quería decir que seas una persona dependiente, pero no te conviene
que te dejemos tan sola.
—
No te preocupes tanto por mí, por favor. No merece la pena que se te
llene el alma de sentimientos que pueden turbar la calma de tu vida. ¿Quieres
quedarte a comer conmigo? Estoy haciendo guisado de lentejas y creo que está
saliéndome bastante bueno —le preguntó cambiando radicalmente de tema y
dedicándole una mirada extraña.
—
Sí, comeremos juntos, pero bajo una condición. —Al ver que Agnes le
retiraba la mirada, le pidió—: Quiero que me confieses cómo te sientes y qué
piensas. No es conveniente que te guardes tus pensamientos y tus sentimientos.
Necesitas conversar con alguien y yo estoy aquí para escucharte, ¿de acuerdo?
Agnes tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volteó rápidamente para
que Gilbert no se percatase de que había empezado a llorar, pero aquel ademán
inocente y tan lleno de timidez la delató mucho más que las lágrimas que ya le
resbalaban por las mejillas.
—
Agnes, dime qué te ocurre, por favor —le pidió acercándose a ella y
tomándola de los hombros. Agnes ya suspiraba de tristeza y desesperación—. No
estás sola, Agnes. No te alejes de quienes podemos ayudarte. No seas tan cruel
contigo misma.
Inesperadamente, Agnes se lanzó a los brazos de Gilbert llorando
desconsoladamente. Hacía mucho tiempo que no la veía llorar así. La acogió en
aquel abrazo como si Agnes se hubiese convertido en el ser más indefenso y
frágil de la Tierra. Permaneció en silencio, permitiéndole que llorase todo lo
que ella necesitaba, acariciándole de vez en cuando la cabeza y dejando caer
algunos besos entre sus cabellos; los que olían a flores silvestres.
Al cabo de unos largos minutos, Agnes dejó de llorar lentamente y se
alejó de Gilbert. Tenía las mejillas sonrojadas y perladas por esas lágrimas
densas que arrastraban al emanarle de los ojos todas esas emociones terribles
que le presionaban el alma.
Agnes se sentó en una silla y se limpió las lágrimas con un pañuelo de
tela. Gilbert no dejó de mirarla en ningún momento. Aguardaba a que Agnes
quebrase aquel tenso silencio con las confesiones que él sabía que tanto
necesitaba hacerle.
—
Perdóname, Gilbert. Lo único que te causo son problemas y preocupaciones
—susurró con una voz frágil.
—
No tengo nada que perdonarte, Agnes —le aseguró sentándose a su lado—.
Por favor, dime por qué estás tan triste. Yo sabía que te habías alejado de
nosotros porque no te encontrabas bien.
—
Ni siquiera yo misma sé por qué me siento tan desanimada —le contestó
intentando expresarse con claridad, pero todavía no había conseguido deshacerse
de las ganas de llorar que la atacaban—. Lo único que sé es que no quiero
oscurecer el brillo de vuestra vida con mis absurdos sentimientos. Vosotros ya
me ayudasteis suficiente. No es necesario que perdáis vuestro valioso tiempo
dedicándome una atención que ya no me merezco.
—
Agnes, pero ¿por qué dices eso? —le preguntó completamente conmovido y
sobrecogido.
—
Gilbert, no me digas nada más. No quiero que me recuerdes que nunca podré
ser feliz y que jamás conseguiré que mi vida sea sólo luz. Yo soy una mujer muy
oscura que se merece morar lejos de cualquier mirada.
—
Agnes, estás muy equivocada.
—
No, no lo estoy. Tengo que vivir soliña, lejos de cualquier caricia,
porque soy distinta, porque siempre supe que había llegado a esta vida para
habitar rodeada por el abandono más absoluto. Y no intentes convencerme de que
en tu casa tengo mi hogar, porque no quiero que sea cierto, Gilbert. No quiero
que me des tu energía, no quiero que desperdicies tu tiempo hablando conmigo.
Vete, por favor, y déjame sola, para siempre. Olvidaos de mí, vivid como si yo
no existiese —le rogaba sin prestarles atención a las palabras que
pronunciaba—. Os quiero muchísimo y es precisamente el amor que siento por vosotros
el que me insta a alejarme de vuestra vida. No deseo que ésta se torne oscura
por culpa mía.
Agnes se expresaba con un desconsuelo que a Gilbert lo desolaba
profundamente. Deseó serenarla, deseó arrancarle del alma aquellas horribles
certezas que tanto la destruían y la hundían, pero en aquellos momentos se
sentía como si se le hubiesen olvidado todas las palabras que conocía.
—
Agnes, Gaya y yo te queremos de verdad, con todo nuestro corazón, y es
totalmente injusto que creas que perdemos el tiempo intentando ayudarte —le
confesó confundido y nervioso.
—
Muchas veces pienso que queréis ayudarme porque os inspiro lástima y
porque os compadecéis de mí y no porque sea vuestro corazón el que os pida que
lo hagáis. Me cuesta creerme que alguien pueda quererme de veras, que yo pueda
importarle a alguien.
—
¿Y por qué te resulta tan complicado aceptar que sí es posible que te
quieran? —le cuestionó con mucha ternura.
—
Porque soy despreciable, porque siempre me sentí rechazada por las
personas que me conocían, porque ni siquiera yo misma me soporto.
—
Es el desaliento que te invade el alma el que te insta a creer
certezas tan horribles, pero nada de lo que dices es verdad, Agnes, y en el
fondo de tu corazón lo sabes. ¿Qué ocurre entonces con Némesis?
—
El amor que los animales te entregan no se asemeja en absoluto al que
pueden darte las personas. El amor que sienten los humanos es moldeable, puede trocarse
en odio sin que nadie pueda evitarlo. En cambio, un animal te respetará y te
querrá siempre, ocurra lo que ocurra. Además, Némesis y yo ya nos conocíamos
desde hacía mucho más tiempo.
—
Sí, es posible, pero te aseguro que el cariño que Gaya y yo sentimos
por ti es totalmente sincero.
—
No lo será para siempre —musitó con mucha lástima.
—
No pienses en el futuro. No merece la pena que te desanimes imaginando
lo que todavía no ha ocurrido.
—
Perdóname, Gilbert. Yo os quiero mucho. Sois la familia que siempre
deseé tener, pero no estoy bien. Siento emociones que no puedo controlar.
Incluso hay momentos en los que experimento muchísimo rencor por el mundo, por
las personas que me hicieron daño y que me destrozaron el alma. Muchas veces me
descubrí imaginándome que me vengaba de todos ellos.
—
Nunca debes hacerlo, Agnes. Recuerda que...
—
Sí, sé que, si intento herir a alguien, ese mal que yo cause regresará
a mí multiplicado infinitamente; pero no me importa. No me importa sufrir más,
no me importa morir, si realmente creo que no me merezco estar aquí. Tampoco
entiendo por qué estoy viva otra vez. Ya viví suficiente...
—
Agnes, no vuelvas a decir algo así.
—
Perdóname, Gilbert. Quizá no sea la mujer que te esperabas que fuese.
Tal vez no sea tan mágica y luminosa como pensabas.
—
Sí, sí lo eres, pero ahora la tristeza te impide percibirlo.
—
Tengo mucho miedo a decepcionaros, Gilbert. Además, todas las noches
sueño que regreso a Galicia. No puedo arrancarme del alma la nostalgia que
siento por mi tierra. Tengo muchísima morriña y no lo soporto. No puedo
soportarlo.
Agnes había comenzado a llorar desesperadamente de nuevo. Gilbert no
se atrevía a acercarse a ella para consolarla, pues la forma en que le había
hablado lo había sobrecogido profundamente. Además, Agnes plañía con una
desesperación propia de alguien que tiene el corazón completamente destrozado
por una decepción insoportable.
—
A veces pienso que lo mejor que puede ocurrirme es que la muerte me
arrastre hacia el olvido. No me merezco vivir si no puedo gozar plenamente de
las bendiciones de la vida. Perdóname, por favor, perdóname. Creo que no
tendrías que haberme rescatado de ese hospital, sino dejarme ahí, pudriéndome en
ese maldito sanatorio.
—
No digas esas cosas, por favor, Agnes. No es cierto nada de lo que
afirmas. No nos decepcionarás jamás, por muy mal que te encuentres, te lo
aseguro, y no es justo que seas tan cruel contigo misma —le pidió Gilbert
acercándose al fin a ella y acariciándole la cabeza—. Es comprensible que
sufras estos desánimos tan profundos. Son parte de la enfermedad que padeces,
pero tienes que convencerte de que todos los pensamientos terribles que te
invaden el alma cuando la tristeza te domina son falsos. Ninguno de ellos
coincide con la realidad en la que vives.
—
Me cuesta mucho convencerme de que lo que siento y creo no es real,
pues la desesperación y el desconsuelo que me invaden son tan terribles y potentes
que se apoderan irrevocablemente de mi mente y de mi alma y no puedo pensar con
claridad.
—
Pues, cuando te sientas así, lo que tienes que hacer es acudir a mi
hogar y no estar sola. La soledad agrava esos sentimientos y esa tristeza tan
destructivos.
—
No es justo que torture a nadie con mis horribles sentimientos ni que
tengas que cargar con mi malestar siempre que me desaliento. Además, noto que me
vuelvo arisca, irritable e incluso agresiva. Ninguna palabra que me dediques
sonará bien para mí y detectaré una amenaza hasta en el lugar más acogedor.
—
No importa, Agnes. Lo que no es justo es que vivas sola esos momentos
tan espantosos y desalentadores. ¿Me has entendido? —Agnes asintió levemente
con la cabeza—. No vuelvas a padecer sola estas recaídas, por favor.
No obstante, Agnes nunca buscó el amparo de Gilbert cuando recaía en
aquellas crisis tan oscuras y desalentadoras; las cuales cada vez se tornaban
más insufribles, graves y peligrosas. Agnes se encerraba en sí misma, se resguardaba
en su cabaña y nadie sabía de ella durante semanas. Incluso, cuando intuía que
Gilbert la visitaría, salía de su hogar y se escondía entre los árboles o
caminaba y caminaba hasta que se alejaba de aquel rincón que tanto podía
ampararla y de aquel hombre que la comprendía mucho mejor que nadie. No deseaba
que los demás detectasen el desconsuelo que se le desprendía de los ojos y de
su tersa y suave voz.
Y así fue pasando el tiempo. Cuando se encontraba feliz y animada,
Agnes compartía con los demás miembros del aquelarre los rituales que
celebraban en cada equinoccio y solsticio. Aquellos Sabbats le llenaban el alma
de energías renovadas, de magia y esperanza. Eran un bálsamo de fuerza, de
dulzura y de ilusión. Adoraba que Gaya guiase aquellos rituales con su amable y
entrañable voz; la que se volvía vigorosa y clara cuando invocaba a los
elementos y a los dioses. Agnes encontraba en las palabras mágicas que ella
pronunciaba el sentido de su vida. Si podía vivir aquellos momentos tan
preciosos y espirituales con personas que creían como ella, merecía la pena
existir en una vida tan complicada.
Cuando celebraba con El fuego de Hécate aquellos rituales tan
preciosos y mágicos, le parecía que en realidad su alma sólo estaba hecha de
luz, de felicidad y de bienestar. Conseguía olvidar los terribles sentimientos
que ensombrecían sus días y volvían terroríficas sus noches. Se adentraba en
otro mundo mucho más acogedor, resplandeciente y cálido cuando danzaba junto a
los demás miembros del aquelarre o cantaba con ellos aquellas canciones que
atraían el poder de la Diosa y el de los elementos. La realidad en la que
existía se deshacía y únicamente quedaban para ella aquellos momentos tan
anegados en energías poderosas.
Al regresar a casa, le contaba a Némesis todo lo que había vivido durante
la ceremonia con un entusiasmo muy tierno. Némesis creía que aquellos rituales
al fin lograrían curar el alma herida de su mejor amiga; pero la oscuridad era
imprevisible y siempre lograba cubrir el brillo de aquellos momentos tan
inmensamente hermosos.
Sin embargo, Agnes se esforzaba sin cesar por captar la fuerza de la
vida hasta en los instantes más brumosos. Sentir que Némesis siempre se hallaba
a su lado, alentándola con su poderosa presencia, la instaba a creer que en
realidad sí merecía la pena existir. Además, Némesis le infundía valor con sus
ojos hipnóticos y dorados. Cuando se hundía en aquella mágica mirada, a Agnes
le parecía que el mundo se detenía y que todas aquellas emociones que la
desalentaban formaban parte de una pesadilla de la que Némesis podía rescatarla
con sus vigorosos ojos.
Y así continuó transcurriendo el tiempo. Los días para Agnes eran
brillantes y a la vez brumosos, como si ni siquiera la naturaleza supiese con
qué luz debía resplandecer o con qué sentimientos debía expresarse. La voz del
bosque que rodeaba la cabaña en la que vivía junto a Némesis susurraba
continuamente la melodía de la vida, del discurrir de las noches, y el
ininterrumpido murmullo del agua conseguía sumirla en una calma de la que no
deseaba escapar.
Captar con tanta nitidez el paso de las estaciones la alentaba y a la
vez la sobrecogía. Ser testigo de cómo la primavera llegaba venciendo la
terrible frialdad del invierno la intimidaba al tiempo que le llenaba el alma
de dicha y esperanza. Agnes creía que, así como la naturaleza también resurgía
de su gélido letargo, en su alma también podía alborear, disipándose entonces
las sombras que habían ocultado el sentido de su existencia.
Agnes adoraba el otoño y el invierno, pero notaba que su espíritu se
avenía en exceso con el estado de ánimo de la naturaleza. Le parecía que
siempre se hallaba inmensa e irrevocablemente conectada con el alma de la Madre
Tierra. Experimentaba en su ser la decadencia del otoño y la soledad gris y
fría del invierno. Cuando al fin la primavera comenzaba a asomarse tras las
montañas y a llover de los crecientes atardeceres, advertía que en su corazón
también florecía la vida.