jueves, 27 de abril de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 16 Y EPÍLOGO


16

 

Sosteniendo la cuerda del tiempo

 

El viaje a Britnadel fue muy emocionante. Aunque a Agnes la aterraba profundamente montarse en un avión y permanecer durante tanto tiempo alejada de la tierra, vivió aquella experiencia con una ilusión que hacía mucho tiempo que no le invadía el alma. Saber que Artemisa, Casandra y Lili viajaban con ella le permitía olvidarse levemente de sus más intensos miedos. Además, percibir la emoción que se desprendía continuamente de los ojos de Lili la convencía de que realizar cualquier esfuerzo devastador merecía la pena si existían instantes tan perfectos y excelsos.

Llegaron a Britnadel cuando la tarde se esforzaba por deshacer la fuerza de aquel día estival. Lili miraba entusiasmada a su alrededor sin perderse ni un solo detalle que formaba todo lo que veía y sentía, todo lo que creaba aquel entorno tan nuevo; el cual era el escenario de aquella vida que había comenzado para ella.

Todavía quedaba un mes para que se iniciasen las clases en el instituto en el que Lili estudiaría; el cual era el mismo en el que Artemisa trabajaba. Aquello les ofrecía a las dos la posibilidad de confiar plenamente en que aquella vida sería sencilla y muy hermosa. Además, casualmente, Artemisa sería la profesora de biología de Lili. Aquella realidad le hacía sentir tanta ilusión que se creía incapaz de expresarla.

Mientras Casandra y Lili no encontraban un lugar idóneo en el que pudiesen vivir, se hospedaron en el templo, donde Lili, sin esperárselo, conoció a algunas aprendizas que se convertirían en las mejores amigas que jamás pudo haber tenido.

Además, gracias a que el templo estaba rodeado por una naturaleza inmensamente potente y mágica, Lili aprendió a interpretar el lenguaje del viento, el del agua, el de las plantas, el de la noche, el del sol... Fue tan feliz durante aquel tiempo previo a iniciar su nueva vida que no podía creerse que aquellos momentos formasen parte de la realidad.

     Esto es un sueño —le comunicó a Artemisa una noche en la que se hallaban caminando juntas por aquel bosque que Artemisa adoraba tanto; el cual Lili también había comenzado a apreciar casi sin esfuerzo. Era una intensa y mágica noche de plenilunio en la que el plateado fulgor de la luna deshacía cualquier haz de sombras que desease acumularse entre los árboles—. Jamás creí que fuese tan sencillo tañer y respirar la felicidad. Gracias, Artemisa.

     No debes darme las gracias a mí, sino...

     ...a la Diosa, sí, lo sé; pero la Diosa te ha puesto en mi camino para que me lleves hasta aquí —le comunicó con devoción, deteniendo su paso y tomando con fuerza las manos de Artemisa.

     Ay, me recuerdas tanto a mí cuando conocí a Gaya... Yo también le dediqué las mismas palabras en infinidad de veces —le contestó emocionada. La luz de la luna se reflejaba en las delicadas lágrimas que le inundaban la mirada.

     Extraño muchísimo a Gaya, pero sé que ella sigue conmigo —le aseguró sonriente mientras abrazaba muy cuidadosamente a Artemisa.

     Creo que todas sentimos lo mismo —intervino de pronto Agnes. Su súbita aparición les hizo reír a las dos—. ¿Sabéis que es posible percibir su voz en el viento cuando éste sopla con fuerza?

     Y cuando me baño en el río me parece que ella me abraza —prosiguió Lili emocionada—. Gaya me entendió como nadie lo había hecho hasta entonces. Me habló tantas veces de vosotras que empecé a quereros sin conoceros apenas.

     La vida es un mágico sueño ideado por el alma más bondadosa, amorosa y sabia —declaró Casandra apareciendo de repente ante ellas.

     Es un mágico sueño del que no tenemos por qué despertar —confirmó Agnes acercándose más a Artemisa.

     Ésta es la realidad. El sufrimiento, la tristeza, la maldad y la incomprensión son parte de la vida, pero no definen nuestro camino —indicó Lili con inteligencia—. Al menos, yo no deseo que creen mi camino.

     Y no lo crearán si lo anhelas —le aseguró Agnes feliz.

Se hallaban las cuatro bajo la intensa y plateada luz de aquella poderosa luna llena que presidía el cielo de una de las noches más hermosas que vivían desde hacía mucho tiempo. De pronto, cuando el silencio se apoderó de la conversación que mantenían, fueron conscientes de cuánto valor tenían aquellos instantes.

     Hermanas —susurró Artemisa tomando con fuerza la mano de Lili y la de Agnes—, este momento es irrepetible y único. Aunque no lo hayamos decidido ni previsto, nos hallamos inmersas en un mágico y sencillo ritual a través del que podemos hacernos las promesas más inquebrantables de nuestra vida. Ahora, bajo esta potente luna llena, rodeadas por el poder de los bosques, prometámonos que siempre nos mantendremos unidas, siempre, apoyándonos en todo lo que necesitemos, ayudándonos y comprendiéndonos con el corazón. Lili, a ti te prometo ser tu maestra en todo lo que desees aprender. Agnes, a ti te prometo que nunca te sentirás sola ni desprotegida mientras me quede aliento y que te amaré hasta el fin de mis días. Casandra, mi querida hermana de sangre, a ti te prometo lealtad eterna y siempre serte sincera. Y a ti, Diosa, que estás en esta bellísima y vigorosa luna, en las estrellas que la cercan, en las sombras de la noche, en estos ancestrales árboles y en la magia que nos late en el alma, te prometo ser siempre tu más fiel servidora y llevar tu voz y tu nombre siempre amparados en mi corazón.

Artemisa hablaba con una emoción que volvía trémula su tersa voz, pero se expresaba con una seguridad y una fortaleza que a las tres mujeres que la escuchaban les llenaron los ojos de lágrimas.

     Yo también quisiera prometeros algo —prosiguió Agnes con timidez—. Le prometo a la misma vida que siempre seré fuerte y que nunca me rendiré. La Diosa me dio muchísimas oportunidades para ser feliz y ser yo misma, por lo que no debo desaprovecharlas nunca. A ti, Artemisa, te prometo que jamás te faltará aliento mientras yo exista, ya sea en la vida o en la muerte; que siempre serán mis brazos el hogar que puede protegerte; que te seré fiel y leal hasta que no quede vida en ninguna parte. A ti, Lili, te prometo guiarte siempre que lo necesites y alejarte del mal si éste te amenaza. A ti, Casandra, te prometo ser tu hermana en la fe y en el amor. Siempre te cuidaré... Y debo prometerme a mí misma que no permitiré que nada me abata —declaró con una voz queda—. Por último, a ti, mi Gran Madre, te prometo que mantendré en mi corazón la fe más fuerte e invencible. Y también me gustaría prometerle a esta isla que es nuestro hogar que nunca la abandonaré y que, si alguna vez lo hago, únicamente será para regresar a mi amada Galicia. Me gustaría volver algún día y lo haré junto a vosotras, si deseáis acompañarme.

     Me conmueve tanto que hayas hecho esas promesas tan importantes... Y por supuesto que iré contigo a dondequiera que vayas —le comunicó Artemisa presionándole la mano—. Es tu turno, Casandra.

     Yo tengo que prometer muchas cosas. A mí misma me prometo que nunca más permitiré que nadie me reduzca a cenizas ni me intimide, que lucharé por mantener viva mi identidad cueste lo que me cueste y que jamás volveré a ser tan débil. Te prometo a ti, mi amada hermana, que nunca más te dejaré sola cuando me necesites, que celebraré contigo tus más intensas alegrías y te consolaré en tus momentos más difíciles. A ti, Agnes, te prometo ser una guía cuando te desorientes y no juzgarte nunca más. Confiaré en ti siempre, aunque haya instantes en los que te pierdas en la desesperación. A ti, Lili, te prometo convertirme en la hermana que nunca has tenido para ser un ejemplo para ti.

     ¿Deseas prometerle algo a alguien más? —le preguntó Agnes con mucha cautela.

     Sí, creo que sí —contestó con vergüenza—. Hace mucho tiempo que no hablo con Ella y...

     No te preocupes por eso. Siempre te escuchará, siempre te amparará y siempre te protegió —le aseguró Agnes con amor.

     Es imposible no creer en Ella cuando me rodea una magia tan intensa y cuando me anega el alma un poder tan grande. Diosa, a ti te prometo no volver a perder la fe nunca. Te prometo que lucharé por mi vida, por mis creencias y mis valores. Perdóname, Madre.

     ¿Yo también puedo hacer mis promesas? —quiso saber Lili con timidez.

     Por supuesto que sí. Es más, debes hacerlas —le contestó Artemisa satisfecha.

     Prometo estar siempre abierta a todo el conocimiento que pueda llegar a mí. Prometo agradecer siempre las bendiciones que la Diosa me envíe. A todas vosotras, prometo seros vuestra alumna más atenta. Seré también vuestra amiga más leal y sincera y en mí podréis encontrar siempre que lo necesitéis a una amorosa hermana.

     Qué bonito, Lili —le sonrió Agnes cariñosamente.

     Creo que deberíamos concentrar todas nuestras buenas energías en una gran esfera de luz y después lanzarla al cielo para que se mezcle con el alma de la Diosa. Ella también se merece recibir esta fuerza tan mágica —pidió Artemisa con inocencia y mucho amor.

Aquella noche era el verdadero inicio de aquella vida que al fin se impregnaría de magia, de luz y amor. No quedaba ya ni el menor rastro de todo ese sufrimiento que había intentado destruirlas. Poco a poco, quienes debían forjarse un destino en aquella realidad tan mística encontraron las señales que podían guiarlas hacia la estabilidad más inquebrantable.

Casandra pudo abrir una herboristería en Britnadel; la cual prosperó gracias, nuevamente, a la ayuda de Agnes; quien también se encargaba de revelarles el futuro a quienes se hallaban perdidos en su propia vida a través de los Arcanos o de otros métodos que ella dominaba a la perfección.

Además, Casandra todavía no había perdido esos herbolarios que había abierto en Lindanivia. Se encargaban de esos negocios algunas de las mujeres que habían formado parte de la comunidad La llama de Ugvia. Así pues, Casandra gozaba del sustento económico necesario para poder comprarse una sencilla casa en Britnadel. Lili vivía con ella, la ayudaba incluso a que su vida fuese mucho más grata y mágica.

El tiempo pasaba, pero a ninguna de las que formaban aquella tierna realidad les importaba. Aquello era la muestra más clara de que habían encontrado al fin la paz; esa paz que habían estado a punto de perder definitivamente en más de una ocasión.

La vida en el templo todavía era dura, pero ninguna de las sacerdotisas ni de las aprendizas que allí habitaban se desalentaba, al contrario; unían sus fuerzas para luchar por aquella vida mística y mágica que tan felices les hacía a todas. Además, las ideas que Artemisa había traído a aquella morada dotaron de muchísima más sencillez cada ritual, cada momento, cada existencia. Fueron unos años muy prósperos que Artemisa jamás podría olvidar, ni siquiera cuando se hallase pronta a iniciar el camino hacia la muerte.

     Deseo que toda esta paz, toda esta magia y esta inmensa luz se transmitan al mundo que queda más allá de esta orilla, de estos árboles y de este interminable cielo para que nuestra Madre Tierra se cure de la grave enfermedad que sufre —declaró Agnes una noche en la que se hallaba paseando junto a Artemisa por la vera del mar—. Si tan sólo pudiésemos enviar nuestro poder a toda la Tierra...

     Tengo la esperanza de que, algún día, la Madre reaccionará y se curará; pero tal vez no estemos ya aquí para verlo.

     O tal vez existamos en otra vida muy distinta a ésta.

     No creo que sea mejor que ésta, que es la más maravillosa que jamás pude imaginarme —le indicó deteniendo su paso y abrazando suavemente a Agnes mientras perdía la mirada por el eterno baile de las olas—. Hace más de seis años que llegué al templo y creo que en esta noche se han unido todas las emociones preciosas que me han anegado el alma durante todo este tiempo.

     Y esas emociones nunca te abandonarán.

     No, si sigues conmigo, a mi lado, dándome tanto amor y tantas razones para vivir.

     Tú eres mi vida.

     MI vida está en ti tal como ahora tenemos a nuestro alcance el tacto del agua.

     Sé mágica siempre para que pueda creer en la vida. Te quiero con toda mi alma, Artemisa.

     Yo también te quiero, Agnes —musitó muy queda y amorosamente; tras lo cual, comenzó a besarla con muchísima ternura.

La infinitud existía. Se hallaba en ese instante, en la hermosura de las promesas que se dedicaban, en el amor que las unía, en esa vida que en realidad era un hermoso sueño que duraría hasta el fin de las horas.

     Quiero vivir para siempre así, aquí, en este lugar tan mágico, junto a ti, hasta que se me agote el aliento —le reveló Artemisa con una voz impregnada de emoción.

     Y lo harás, cariño, te lo aseguro. Estoy convencida de que éste será nuestro hogar durante mucho tiempo; aunque me gustaría pedirte algo...

     Lo que quieras.

     Me gustaría mucho regresar a Galicia, aunque sólo fuese una vez, para reencontrarme con los recuerdos más tiernos de mi infancia. Necesito estar en mi tierra amada y sentir su magia.

     Lo haremos cuando lo desees.

     Y también me gustaría pedirte que, si notas que mi muerte se halla cerca, regreses conmigo a esa tierra y me entierres allí. Amo esta isla y será mi hogar hasta que mi alma lo desee; pero quiero morir en Galicia, Artemisa. Prométeme que me llevarás de nuevo allí cuando mi vida esté a punto de expirar, por favor —le solicitó con mucha ternura y nostalgia. Artemisa intuyó que, tras aquella súplica, había certezas y pensamientos que Agnes se había sentido incapaz de transmitirle.

     Lo haré, te lo prometo. No te preocupes por nada, amor mío.

     Estar lejos de Galicia me duele mucho, pero cualquier emoción asfixiante se vuelve tenue si me hallo a tu lado. Por favor, si alguna vez te pido que me permitas regresar, no me lo impidas.

     No lo haré, Agnes.

Y así fue. Artemisa no solamente ayudó a Agnes a volver realidad sus más tiernos deseos, sino también a encontrar la belleza de cada instante, a hundirse plenamente en las hermosas emociones que le llenaban el alma. Aquella isla mágica y poderosa fue su hogar gran parte de su vida. Las acogió durante mucho tiempo, en todo momento, todos los días y todas las noches que allí vivieron. Salvo el anhelo que Agnes sentía de regresar a la tierra que la había visto nacer y crecer, ya no quedaba en el mundo nada que las instase a abandonar aquella naturaleza tan pura, tan exuberante y vigorosa.

Agnes y Artemisa fueron avanzando en la vida mientras conocían y se despedían de esas mujeres que llegaban a aquel lugar inspiradas por el deseo de aprender, de cultivar el alma, de ser más libres. Muchas fueron las experiencias que pertenecieron a esos años que la vida les regaló; los cuales parecían parte de un sueño inocente, puro y místico que jamás nada podría resquebrajar. No obstante, todos esos momentos y esos recuerdos se mantendrán flotando en el silencio hasta que alguna vez decidan huir del corazón y del alma que los conserva para posarse en las palabras que los volverán tangibles y asibles.

 

Epílogo

 

Habla Artemisa...

 

Hay existencias que se dividen en etapas inconexas, muy distintas las unas de las otras, y que se pierden en la nada sin haber explosionado en luz y paz; pero también hay vidas que parecen un sueño tenido en la vigilia. Sea como fuere, ninguna vida está totalmente exenta de sufrimiento y oscuridad. Siempre hay recuerdos estremecedores que pueden abatir la dulzura que se desprende de los momentos más felices y resplandecientes.

Yo puedo asegurar sin equivocarme y sin arrepentirme que mi vida ha sido y es un sueño. Es cierto que también me golpeó el desaliento más profundo y devastador en infinidad de ocasiones, pero siempre encontré motivos para seguir creyendo que la magia no se había desvanecido por completo. Sentir que mis días pertenecieron a un esplendente sueño me permite declarar que siempre hay que luchar por conseguir hallar nuestro verdadero camino. Merece muchísimo la pena desgarrarnos la piel si es necesario para extraer del pasado, del presente y del futuro esa existencia que hemos venido a vivir, pues, cuando logremos hallar esa senda que es nuestro hado, la dicha que se experimenta es tan potente que deshace cualquier duda, cualquier sombra que pueda desorientarnos en nuestro propio mundo.

La vida es un camino que muchas veces se desvanece en las sombras del futuro, que de repente se vuelve incierto y parece que desaparezca para siempre, pero inesperadamente resurge de la nada y se yergue hasta el cielo, creando nuevas sendas que se vuelven resplandecientes ante nuestros ojos. La vida es una continua lucha, pero también un reguero de sensaciones, de bendiciones y de innegables sonrisas.

Y, desde que Agnes y yo unimos nuestro destino, mi vida siempre fue y será siempre ella. Entre sus brazos encuentro la continuación del camino de mi existencia. Agnes es para mí como el faro que, en mitad de la noche oscura, en el bravo y enfurecido mar, guía a los barcos que siempre se hallan al borde del abismo. Es la luz que me llama, que me insta a avanzar, a vivir, a respirar. Jamás se me ocurrió dejarla atrás. Abandonar a Agnes sería como deshacerme de mi propio cuerpo y permitir que mi alma vagase desorientada para siempre en el mundo de la muerte, sería como fenecer en vida, como arrancarme el corazón y enterrarlo en las profundidades más oscuras del mar.

Un sinfín de experiencias ya quedaron atrás, formando el paseo de los recuerdos, la semilla de lo que viviremos en el futuro. En nuestra memoria se albergan sentimientos y momentos que construyeron nuestros días y nuestras noches. Nunca podremos olvidarlos, pues de ellos se formaron todas las razones para continuar existiendo en este mundo.

Vivimos durante muchos años en la isla que tanto nos acogió, que fue el escenario de los momentos más felices de nuestra vida, de todas nuestras luchas, de nuestras lágrimas, de nuestros sueños; pero ahora, cuando ya apenas nos quedan días por recorrer, cuando la senda de nuestro destino está a punto de hundirse en el fin, esa isla que tanto nos amó, que tanto amamos, queda muy lejos de nuestros ojos, de nuestra voz y de nuestras manos. Y no queda lejos porque la suerte nos haya distanciado de ella, sino porque, hace algunos años, nos marchamos de allí persiguiendo un sueño, buscando un anhelo imperecedero. Y partimos del templo de Hécate porque hay deseos que nunca mueren, que permanecen hundidos en lo más profundo de nuestra alma, recordándonos que todavía palpitan con fuerza pese al paso del tiempo, haciéndonos saber que nunca se desvanecerán, y recordándonos, día tras día, anochecer tras anochecer, que nos hallamos lejos de lo que amamos realmente, de lo que nos acogió y nos enseñó a vislumbrar los matices más bonitos, pero también los más melancólicos de la vida.

Agnes y yo vivimos en Galicia desde hace varios años. Nos mantenemos comunicadas con las sacerdotisas del templo, siempre volvemos a la isla cuando nos necesitan; pero, en esta tierra tan llena de amor, de nostalgia, de magia, encontramos un hogar que se convirtió enseguida en nuestro mundo. Agnes nunca dejó de ansiar regresar a la aldea que la vio nacer, crecer y aprender a amar la soledad. Su aldea estaba prácticamente abandonada y nosotras, con mucho esfuerzo y constancia, hemos logrado entregarle mucha vida. Somos muy felices en estos lares cuyos matices y texturas, cuyos olores y sonidos se avienen tanto con nuestra alma. Hallamos en este lugar un sinfín de experiencias que nos unieron mucho más profundamente.

Y lo más importante, lo más esencial, es que, al fin, desde que Galicia nos arropó en su seno, en su mágica historia, en sus imperecederas leyendas, Agnes jamás volvió a padecer esas crisis que tanto la desestabilizaban. Hace mucho tiempo que el pánico no la aferra del alma como antaño, que la tristeza no se apodera de ella hasta arrebatarle el aliento. Creo poder afirmar sin equivocarme que, si ella hubiese retornado mucho antes  a su tierra amada, se habría curado sin que nadie se lo esperase, ni siquiera ella misma. Y es que hay almas que están completamente adheridas a la tierra, como si estuviesen hechas de la misma materia que forma el suelo de los campos y la madera de los árboles, como si el aire que recorre los caminos de esos bosques impregnasen irreversiblemente el alma de quien los ama.

Estoy segura de que en esta vida hay muchos más misterios de los que jamás podremos resolver, y el amor que el alma siente por la tierra es uno de ellos. Es un amor que se vuelve agonía con la distancia, que se convierte en una lumbre que devora cualquier haz de paz, que puede ser incluso una enfermedad, una perenne tristeza que solamente se desvanece si la tierra vuelve a abrazar esa alma que la necesita, que tanto la añora. Y, aunque se hallase y se halle rodeada por la magia más hermosa, por la naturaleza más poderosa, Agnes no pudo, ni puede ni debió vivir jamás en otro lugar. Arrancarla de Galicia fue lo que verdaderamente la enfermó, y eso es algo que nunca podremos negar, por mucho que traten de convencernos de que ella siempre fue demasiado diferente. Sí, lo fue, pero porque amaba de veras, porque estaba en la vida sabiendo por qué había venido al mundo, porque nunca dudó de cuál era su verdadero hogar y porque el vínculo que la une a su tierra nació mucho antes de estos días, de este camino que hemos recorrido juntas.

Creo que, si pudiésemos prestarle un poquito más de atención a la voz de nuestra alma, escuchando sus anhelos, sus sueños, sus nostálgicos sentimientos, tal vez seríamos capaces de curar muchas más heridas, tal vez podríamos sanar las que más sangran por dentro de nosotros.

Tampoco dejé de escuchar nunca la voz de mi fe; ésa que siempre me unía a la Madre más grande que jamás pudo existir ni existirá jamás. La Diosa fue siempre mi guía, fue quien me orientó en las noches más densas y en los días más brumosos. Jamás dudé de su amor, de su sincero cariño. Si llegué a este mundo hace más de setenta años, es porque Ella así lo decidió, fue porque debía permanecer enlazada a su mágica presencia hasta el fin de mis días.

Mi vida es ahora el reflejo de la luna menguante. Ya soy anciana. Me tiemblan las manos cuando sostengo el Athame para trazar el círculo mágico. Cuando me dirijo a la Diosa en cuerpo y alma, a veces se me olvidan las palabras que tengo que dedicarle. Apenas tengo ya apetito y me cuesta muchísimo recolectar las verduras y las frutas que nosotras mismas cosechamos; pero Agnes y yo nos ayudamos, la una compensa las carencias de la otra y en estos tiempos en los que la vida se vuelve nieve nos encontramos en la paz, en la serenidad del fin.

Agnes todavía se halla a mi lado, viviendo cada instante que la Diosa nos regala, apreciando cada bendición que Ella nos envía desde el cielo, desde la tierra, desde su vientre ígneo y desde la humedad invencible del agua. Todavía nos protegemos, nos apoyamos, nos escuchamos cuando lo necesitamos. Nunca se quebró el precioso lazo que nos unió hace ya tantos años. Puedo asegurar sin equivocarme que fue, es y será para siempre la persona que más he amado en mi vida, que más he respetado, en la que más he confiado, por la que más me he desvivido. Y es que, cuando el amor es verdadero, nada ni nadie podrá deshacerlo jamás, como ese amor que le profesamos a la Diosa; el cual también ha vencido las dificultades con las que la misma vida ha hecho temblar nuestra calma. Nunca hemos perdido la fe en nuestra Madre y tampoco en nosotras mismas, en la magia de nuestra alma, en la magia de la vida.

Es cierto que, antes de vivir en Galicia, tuvimos que enfrentarnos a momentos terribles en los que parecía que la locura nos separaría sin remedio, pero supimos afrontarlos y vencerlos. Agnes ha luchado siempre por mantener la calma que le permite ser ella misma. Aprendió a reconocer sus sentimientos, a vivir con sus terribles recuerdos, a avisarme mucho antes de que otra crisis la atacase. Supimos pugnar juntas contra esos delirantes instantes e incluso llegó un día en el que ya no los temíamos, en los que podían ser parte de nuestra vida; pero nunca, nunca nos hemos dado la espalda. Siempre nos hemos mirado profundamente a los ojos para experimentar los sentimientos que a la otra le invadían el alma, siempre nos hemos tomado de la mano con fuerza cuando necesitábamos ayuda para caminar, siempre hemos sabido escucharnos y comprendernos, amarnos en el silencio y en la quietud, en la euforia y en la meditación.

En Galicia encontramos también un hogar que siempre restó apartado del resto del mundo. Ha sido desde entonces para nosotras un refugio que nos protegía de la maldad, de la miseria... No obstante, aunque hayamos vivido alejadas de esa realidad terrible de la que siempre deseamos escapar, conozco los hechos más horribles que han torturado y torturan a nuestra Madre Tierra. No puedo ignorar que nuestro amado planeta todavía está enteramente enfermo. Esa enfermedad que ataca a la naturaleza cada vez se extiende con más fuerza e ímpetu. La modernidad avanza sin que nadie se detenga un momento a preguntarse qué ocurrirá cuando de veras todos los árboles hayan muerto, cuando todos los ríos se hayan secado, cuando el aire se haya contaminado irrevocablemente, cuando las plantas ya no puedan crecer entre el pavimento de las ciudades. La aldea en la que vivimos parece formar parte de otro mundo; al cual no llega ni el feroz aliento de la polución, en el cual los árboles pueden crecer y respirar profundamente, en el cual fluyen los ríos y mora el silencio. La inmensa paz que inunda esta eterna morada sigue trayendo nuevos visitantes, pero la norma del respeto nunca se ha quebrado y no permitiré que nadie lo haga mientras me quede aliento.

Sería muy bello volar hacia otro lugar para ignorar que algún día este planeta morirá definitivamente, pero no podemos retirar la mirada de lo que más nos duele. He colaborado en muchísimas asociaciones que protegían los bosques, que pugnaban contra la modernidad para que no se destruyesen los árboles, que intentaban devolverle la salud a nuestra Tierra; pero esta lucha no tiene fin porque la mayoría de personas que habitan en este mundo no son conscientes de cuánto valor tiene lo que están destruyendo, que piensan que la vida solamente consiste en poseer una inmensurable riqueza material que, en realidad, no tiene prácticamente sentido, pues, cuando nuestra vida termine, esa superficialidad también se perderá en el olvido. Ésta no os salvará de la muerte, por mucho dinero que hayáis podido conseguir en vuestra existencia.

Yo sólo deseo que la humanidad aprenda a vivir en paz, que no haya más miseria, más guerras, más destrucción. Soy consciente de que éste es el sueño de muchísimas personas. Sé que, si nos unimos, podremos lograr deshacer la maldad; pero necesitamos ser fuertes, muy fuertes, para que nuestra voz se oiga a través del tiempo y la distancia. Sin embargo, mi voz ya no puede sonar tan alto, sólo susurrar mediante las palabras o el viento.

Te insto a que te detengas a preguntarte qué es lo que más valor tiene para ti, en qué quieres ocupar tu tiempo, cuáles son tus sueños, qué camino deseas recorrer en tu vida y junto a quién anhelas transitarlo y sobre todo quién eres. Hazte estas preguntas cuando cumplas años, cuando la misma vida te recuerde que existes para dotar de sentido todos tus instantes. Encuéntrate en lo que más paz te inspire, en lo que más ames, en lo que más adores y quieras cuidar. Hasta la vida más pequeñita y aparentemente insignificante puede volvernos grandes, puede hacernos sentir dichosos por poder observarla. Piensa en una mariposa volando al atardecer. Piensa en sus iridiscentes alas, cómo brillan bajo los últimos rayos del día, cómo su diminuto y frágil cuerpecito se pierde en la inmensidad de las primeras sombras de la noche. Imagínatela volando en un lugar sólo reinado por el silencio, en el que sopla una brisa muy queda y fresca que mece con mucho cuidado las ramas de los árboles. Piensa en ese horizonte dorado que separa el cielo y la tierra, en el que se posan esos sutiles destellos que se desvanecen en el oeste. La mariposa sólo vive unos instantes, pero su vida está dotada de sentido. No permitas que te apaguen antes de que resplandezcas.

Sé delicado y tierno con cada vida. Sé paciente y espera las palabras de quienes confían en ti. No soy quién para darte consejos, únicamente anhelo transmitir las sugerencias más sencillas que la vida me ha entregado. Acaricia con mucha suavidad, abraza con fuerza y besa con el corazón. Nunca sabrás cuándo llegará el último beso, el último abrazo, la última caricia. Toma fuerte de la mano a quien desee apoyarse en ti y mira con profundidad a quien busque en tus ojos la luz de la vida.

Somos seres muy mágicos. Sólo tenemos que creérnoslo. Y, para demostrar que lo somos, no es necesario saber invocar a los elementos. A través de una palabra hermosa, de un abrazo cariñoso, de un silencio que arrope a quien nos hable, a través de una sonrisa y sobre todo a través de nuestro amor, podemos convencer al mundo entero de que somos personas con un alma muy mágica y luminosa.

Cuando llegue el último instante de mi vida, partiré en paz y conforme, pues sé que he hecho todo lo que debía hacer, he dicho todo lo que debía decir, he luchado por lo que deseaba y he sido feliz. Me siento realizada, aunque también he tenido siempre el corazón lleno de nostalgia, nostalgia por los que se fueron, por las vidas que se mezclaron con la mía y ahora yacen en el silencio, por los tiempos felices...; pero la melancolía es un sentimiento precioso que nace de saber que fuimos dichosos, que el pasado fue hermoso, que tenemos muchos motivos para sonreírle a lo que se marchó para siempre. Vive de tal forma que puedas sonreír a la muerte diciéndole: ya puedes abrazarme, ya no me queda nada más por hacer en esta vida.

Sólo deseo morir entre los brazos de la persona que más me ha amado, que más me ha respetado y adorado en mi vida. Junto a ella, no tendré miedo al vacío, a la nada, a la espera hasta la próxima existencia. No obstante, sé que ella partirá antes que yo, y ser consciente de que Agnes me abandonará antes de que mi aliento expire me entristece hasta asfixiarme, pero también me consuela saber que no tendré que vivir mucho más tiempo después de su marcha, no tendré que soportar más la vida... porque vivir sin Agnes no es vivir. Es sobrevivir.

Quizá algún día se desvelen todas esas experiencias que formaron nuestros años, pero creo que por el momento ya hemos hablado suficiente. Que el respeto y la tolerancia reinen en tu corazón, que el amor te guíe y que siempre encuentres la paz en cada rincón del mundo. Recuerda que la paz sobre todo nace de tu alma. Vive conforme con lo que eres y no permitas que nadie silencie tu voz, ni desprecie tus sentimientos ni te haga creer que no merece la pena existir. La vida es un regalo mágico que se nos entregó sin ningún motivo. Ésos son los regalos que más felices nos hacen. Demuéstrate a ti mismo que tener vida te hace feliz.

Y cree, sobre todo cree, cree en lo que te pida el alma, en lo que pueda darte paz. Después de tantos años sirviendo y amando a la Diosa con todo mi corazón y toda mi alma, sé que, al final, nuestra fe es una parte innegable de nuestro ser. Nuestra fe nos condiciona, nos forma, nos hace ser quienes somos. No importa si te cuesta tener fe. Sí, sí la tienes. Mira en tu interior. La tienes, pero no has sabido oír su voz ni comprender sus palabras. Descubre cómo puedes invocarla, a qué puedes destinarla. Incluso la fe en uno mismo es tan válida como cualquier otra. Ésa es la fe que te hará avanzar por la vida. Llega hasta el fin de cada instante, exprime cada sentimiento y cada pensamiento. Eres especial, muy especial, y cada persona tiene su voz. Todos tenemos derecho a ser respetados y amados, sobre todo la naturaleza, pues, así como nunca permitiríamos que hiriesen o golpeasen a la mujer que nos ha dado la vida, también tendríamos que impedir que maltratasen a la que es la madre de todos y de todo. Amémosla, escuchémosla, puesto que, cuando al fin logren silenciar para siempre su voz, jamás, jamás podremos recuperarla. Si la naturaleza muere, se detendrá irrevocablemente el ciclo de la vida, la rueda del año, la espiral interminable de la existencia.

 

FIN

 

jueves, 20 de abril de 2017

CALDEROS DE MAGIA Y LUZ: CAPÍTULO 15. RECUERDOS INSANOS


15

 

Recuerdos insanos

 

Casandra y Artemisa llegaron al hospital al cabo de media hora. Mientras caminaban por las calles de Lindanivia, permanecieron sumidas en un silencio profundo que ninguna de las dos sabía cómo quebrar. Al fin, cuando estaban a punto de atravesar la calle que conducía al hospital, Casandra le comentó a su hermana intentando expresarse con dulzura y suavidad:

     Me pregunto si es sencillo vivir con Agnes. Creo que ha defendido tanto a César porque se siente identificada con él. Ella también padece una enfermedad terrible que puede descontrolarla y volverla violenta.

     Agnes ya está curada, Casandra —le advirtió Artemisa sobrecogida.

     No es cierto, cariño. No sigas engañándote. No está curada. Nunca lo ha estado, y lo sabes.

     Sí lo está. Además, no se vuelve violenta cuando...

     No me mientas, Artemisa. Sí puede llegar a ser violenta, aunque su agresividad no se refleje en golpes ni en palabras hirientes, sino en acciones ocultas. Acuérdate de lo que te hizo, Artemisa.

     Este tema me duele mucho. No me gusta recordar lo que ocurrió entre nosotras. Es más, creo que no fue suya la culpa de que me enfermase tanto. Yo tenía mucho miedo y caí en una depresión horrible que me arrebató las ganas de vivir, y no pienso que eso fuese sólo responsabilidad de Agnes.

     ¿Estás escuchándote, Artemisa? Estás justificando a Agnes tal como yo puedo llegar a defender a César.

     ¡No es lo mismo! —exclamó Artemisa horrorizada—. Además, Agnes jamás, jamás me ha tratado mal desde que la salvé de ese lugar horrible en el que estaba muriendo. Nunca me ha insultado, ni desafiado ni dedicado una mirada estremecedora. Agnes me quiere como nadie lo ha hecho antes y como nadie lo hará jamás. Me respeta más que a sí misma y me adora.

     No lo niego, pero todavía está enferma, Artemisa. ¿No te ha contado lo que le ocurrió cuando te marchaste?

     Creo que éste no es el mejor momento para mantener esta conversación.

     Te mereces conocer lo que sucedió, Artemisa.

     ¿Acaso no puedes pensar en ti ni siquiera ahora?

     Lo cierto es que quiero huir de este momento, por eso me refugio en cualquier conversación que me aleje de esta horrible realidad.

     Casandra, sí quiero que me cuentes todo aquello que Agnes no desea revelarme, pero no puede ser ahora.

     Lo haré después. Artemisa, gracias. Gracias por acompañarme en estos momentos.

Artemisa no le contestó. Entraron juntas en el hospital y buscaron a las enfermeras que estaban encargándose de César, quien estaba alojado en una habitación pequeña en la que solamente había una cama, una silla y un diminuto cuarto de baño.

Casandra les explicó a las enfermeras lo que había ocurrido aquella tarde. Les reveló que César era adicto al alcohol y les suplicó que lo ayudasen, que lo protegiesen y que hiciesen todo lo posible para curarlo. Aseguraba que César era un buen hombre que precisaba de una atención personal que ella no podía ofrecerle.

Después de que las enfermeras le asegurasen a Casandra que se encargarían de todo lo que ella les pedía, Casandra se dirigió hacia la habitación en la que César se hallaba. Artemisa la acompañó, pero permaneció aguardando a su hermana en la puerta de aquella estancia, atenta a cualquier palabra inoportuna que pudiese emanar de los labios de aquel hombre enfermo.

Sobrecogida, escuchó la terrible conversación que mantuvieron. César se expresaba con la voz anegada en arrepentimiento y horror y Casandra trataba de serenarlo con palabras dulces y pacientes.

     Por favor, amor mío, no me abandones. Sé que lo que ha ocurrido esta tarde es espantoso, pero te juro que yo no podía controlarme. Esa bruja me ha provocado con esa mirada endemoniada. Alojamos en nuestra casa a una mujer peligrosa, Casandra. Agnes es malvada y no es de fiar, créeme. Esos ojos... eran los propios de un demonio o de una loca, te lo aseguro. Y es que está loca, Casandra. Tú misma me lo dijiste.

     No hables mal de Agnes, por favor.

     Y no te imaginas la maldad que emanaba de ella. Por favor, tienes que creerme. Ella me ha provocado, me ha vuelto violento. Yo apenas había bebido, te lo prometo, Casandra. Ella me ha enfurecido con esos ojos hipnóticos. Tiene un poder especial que puede descontrolar a cualquiera.

     No quiero que me mientas, César. Antes de que Agnes te provocase, tú ya te habías comportado pésimamente con mi hermana. No puedo creerte. Sé que Agnes es inquietante, pero no puedes convencerme de que tan sólo con una mirada te haya vuelto tan agresivo. Has estado a punto de matarla.

     ¡Tu hermana también ha estado a punto de matarme! —gritó César con impotencia.

     Mi hermana no quería matarte, sólo reducirte o que perdieses el conocimiento.

     No quiero ir a la cárcel. Si me encierran a mí, ¡también tendrían que detener a esa bruja y quemarla o encerrarla en un manicomio! ¡Está loca, Casandra! ¡Y tu hermana también es peligrosa!

     No irás a la cárcel, sino a un centro en el que te ayudarán a curarte. Estás enfermo, César.

     Casandra, por favor, no te marches. No me abandones. Eres lo único que tengo y no pienso permitir que esas brujas me alejen de ti.

     No me alejaré de ti, pero no seguiremos viéndonos. Estaré pendiente de tu curación.

     Por favor, Casandra, no me abandones. Si me dejas, no tengo motivos para curarme —lloró con frustración.

     No le guardes rencor ni a Agnes ni a Artemisa. Ellas no tienen la culpa de tu enfermedad. Además, que las culpes de lo que te sucede es una muestra de que necesitas buscar un responsable de tu ira. No podemos seguir viéndonos, César. Me has hecho vivir un infierno.

     No vayas con ellas, por favor. Te estropearán el alma. Ya sabes que a ti el Señor te espera.

     A mí no me espera ni me esperará ningún señor en lo que me resta de vida —se prometió con rabia.

     Casandra, por favor... ¿De verdad vas a abandonarme?

Mas Casandra no lo escuchó. Se levantó de donde estaba sentada y salió de aquella habitación llorando en silencio, con impotencia y mucho dolor. Artemisa la aguardaba en el pasillo dispuesta a acogerla entre sus brazos cuando se reencontrasen, pero Casandra pasó por su lado ignorando su presencia. Artemisa la siguió sin decirle nada, vigilándola por si aquel llanto le arrebataba la poca calma de la que gozaba.

Salieron del hospital cuando aquella terrible tarde estival se había cubierto de sombras. Los últimos rayos de sol se mezclaban con el matiz azulado con el que el ocaso teñía el cielo. Soplaba, además, una suave brisa refrescante que atenuaba el calor que se acumulaba en las calles.

Casandra caminaba con rapidez y decisión. Parecía como si no se acordase de que Artemisa iba tras ella. Al fin, cuando llevaban más de diez minutos andando sumidas en aquella soledad tan tensa, Casandra se volvió hacia su hermana y, con los ojos llorosos, le pidió:

     Perdóname, Artemisa. Nunca he sido sincera contigo. Lo siento mucho.

     ¿A qué te refieres?

     Incluso he llegado a tenerte envidia —le confesó con mucha vergüenza.

     ¿Por qué?

     Porque sé que el amor que os une a ti y a Agnes es puro y sincero, porque eres feliz, porque te sientes plena, porque, aunque ahora te hayas rendido al fin a ese sentimiento que siempre le has profesado a Agnes, nunca has necesitado a nadie para creerte realizada.

     Tú tampoco, cariño.

     No es verdad. Yo siempre he buscado la aprobación de los demás y sobre todo la de la Diosa; en quien hace tiempo que me cuesta creer. Me gustó mucho presenciar tu nombramiento como suma sacerdotisa, pero, Artemisa, tras viajar tanto y descubrir tanta miseria, llegas a dudar de que exista un alma superior que nos cuide.

     Es cierto que el mundo está lleno de pobreza, miseria e injusticias; pero la Diosa no tiene la culpa, sino quienes pueden remediar esas situaciones tan tristes y no lo hacen, Casandra.

     Incluso estaba empezando a creerme todo lo que César me contaba sobre su dios.

     Cree en lo que más feliz te haga, pero nunca dejes de ser tú misma, cariño.

     Me costará reponerme de este golpe. Yo creía que mi amor lo curaría —le reveló llorando desconsoladamente—. Lo quiero mucho, Artemisa. Lo amo con locura.

     Tengo la esperanza de que pronto se curará y podréis ser felices.

     No lo sé. Yo no estaré aquí para verlo. Me marcharé, Artemisa. Quiero iniciar una nueva vida lejos de aquí. No quiero vivir en un lugar que me recuerde constantemente a él.

     ¿Y adónde irás?

     A Britnadel. Si me lo permites, me alojaré en tu templo hasta que encuentre un trabajo estable y un lugar donde vivir.

     Por supuesto que te lo permitiré, cielo.

     Gracias, Artemisa. No me he portado bien contigo.

     No es cierto. No has hecho nada malo. Ahora, vayamos a casa. Estoy preocupada por Agnes.

Caminaron rápidamente por las calles de Lindanivia; las que estaban invadidas por la mágica fuerza del ocaso. Casandra apenas miraba a su hermana, sino que se mantenía sumida en un silencio que Artemisa sabía que la protegía; pero, al cabo de unos largos momentos, le confesó de repente:

     Estuvieron a punto de internarla de nuevo. Si no llega a ser por mí, ella todavía estaría allí.

     ¿Te refieres a Agnes? —le preguntó con miedo.

     Sí, por supuesto. Después de permanecer más de tres meses sumida en una profunda depresión, tuvo un brote psicótico muy grave. Aseguraba que en todas partes había personas que querían hacerle daño. Una noche, a las tres de la madrugada, llamó a la puerta de mi casa, reclamándome desesperada. Aseguraba que la perseguían, que deseaban encerrarla. No pude calmarla, ni siquiera me permitió que le diese alguna medicina natural que la ayudase a sosegarse. Me acusaba de que quería reducirla para hacerle daño, para maltratarla. Lo único que se me ocurrió fue telefonear al hospital y enseguida se la llevaron.

Casandra nunca podría olvidar aquella noche espesa de junio en la que Agnes había llamado a la puerta de su casa con desesperación y timidez. Se levantó rápidamente, sin ni siquiera preguntarse quién requería su atención con tanta urgencia. Una vocecita en su interior le advertía de que debía abrir la puerta cuanto antes.

Cuando lo hizo, se encontró con Agnes. Enseguida se percató de que Agnes estaba totalmente desestabilizada. Temblaba brutalmente y tenía la mirada anegada en terror y desesperación. La tomó de las manos y la hizo pasar a su casa mucho antes de que Agnes pudiese dirigirle la primera palabra que desvelase lo que le ocurría. No le dio tiempo a preguntarle nada. En cuanto cerró la puerta, Agnes empezó a hablarle muy rápidamente en gallego. Sus palabras se atropellaban y a Casandra le costó mucho comprender lo que le acaecía; pero las pocas frases que consiguió entender le advirtieron de que Agnes había perdido irrevocable y peligrosamente la sutil calma que había dominado su vida:

     Axúdame! Axúdame, por favor! Non deixan de perseguirme! Veñen a atraparme de novo! Non queren que eu estea aquí! Perseguíronme ata túa casa e a ti tamén queren facerche dano! Espertáronme e queren atraparme! Non deixes que me leven alí outra vez, por favor, por favor! Non permitas que me encerren! Teño moito medo!

     Agnes, no tengas miedo. Yo te ayudaré, no te preocupes —le advirtió Casandra presionándole las manos con mucha suavidad. Sabía que cualquier gesto brusco podía intensificar el profundo pánico que Agnes sentía—. Ven, vayamos a mi alcoba y durmamos las dos. Ven conmigo.

No obstante, las dulces palabras de Casandra no serenaron a Agnes ni un ápice; al contrario, la alteraron muchísimo más. Agnes se desasió rápidamente de las manos de Casandra y empezó a gritar totalmente aterrorizada. Trató de escaparse de la vera de Casandra dándose la vuelta para empezar a correr, pero al encontrarse con la pared del salón su pavor se volvió insoportable y desgarrador. Se volteó y, mirando desolada a Casandra, continuó exclamando en gallego:

     Soltádeme, por favor! Eu non fixen nada! Eu non lle fixen dano a ninguén! Eu non quero facerlle dano a ninguén! Por favor, soltádeme! Deixádeme en paz! O único que queredes é facerme dano! Deixádeme volver á miña casa, por favor! Quero regresar á miña casa! Quero volver a Galicia! Deixádeme volver a Galicia, por favor! Levádeme alí, á miña casa, á miña terra. Déixame! ¡Non me toques! —le rogó a Casandra golpeándola en las manos cuando ella se las aferró de nuevo con cariño.

Casandra trató de agarrarla de los brazos, pero Agnes se había vuelto ágil e impulsiva y consiguió escapar de sus manos. Corrió hacia el pasillo y, completamente desorientada, miraba a su alrededor en busca de algún lugar en el que pudiese esconderse, pero no encontró ningún rincón que le pareciese protector.

Entonces Casandra se dirigió rápidamente hacia el botiquín para alcanzar alguna medicina natural que pudiese serenar a Agnes. Se encaminó hacia el pasillo, en medio del cual Agnes se había quedado totalmente paralizada, respirando con dificultad y con los ojos desorbitados por el pánico, y le acercó a la nariz el botecito que contenía las hierbas cuyo olor podían calmarla mínimamente; pero Agnes se retiró con rapidez de ella y, con muchísima impotencia, exclamó aún en gallego:

     O único que queres é durmirme para encerrarme, para levarme alí! Tampouco podo confiar en ti! Artemisa, por favor, non me fagas dano! Eu confío en ti! Eu confiaba en ti! Non me fagas dano! Non lle digas a ninguén que te amo! Creme, por favor! Eu só quero estar contigo! Non me deixes soa!

     Agnes, no soy Artemisa. Soy Casandra. Agnes, por la Diosa, mírame. Yo soy tu amiga —le pidió tomando a Agnes de la cabeza y hundiéndose en sus aterrorizados ojos—. Yo no quiero hacerte daño.

     Non é verdade! Ninguén me quere! Todos odiádesme! Agora xa veñen eses enfermeiros que queren matarme! Están detrás de ti! Telos detrás e non deixan de mirarme con odio! Non! Non! Por favor, deixádeme!

Agnes gritaba totalmente descontrolada por un terror impar e inagotable que estaba destruyéndola profundamente. Casandra, entonces, la tomó con fuerza del brazo derecho y la arrastró hacia su alcoba, donde la encerró y la condujo hacia su cama. Agnes se sentó allí todavía temblando y pidiendo a gritos que la dejasen en paz.

Los movimientos acelerados y bruscos de Casandra asustaron muchísimo más a Agnes, pero eran los únicos con los que más o menos ella podía controlarla. Cuando Agnes se hubo sentado en su cama, entonces Casandra descolgó rápidamente el teléfono que había en su mesita mientras sacaba de un cajón una pequeña libreta en la que tenía apuntados algunos números útiles y marcó el del hospital del cual Artemisa había rescatado a Agnes hacía prácticamente un año.

Fue un acto totalmente impulsivo. Fue el miedo a no saber controlarla ni calmarla lo que la obligó a realizar aquella acción tan triste. Fue lo único que se le ocurrió hacer. Agnes ni siquiera se percató de que su libertad estaba desvaneciéndose. Solamente intuía que sus miedos estaban convirtiéndose en realidad y aquello la aterraba tanto que, inesperadamente, perdió el conocimiento. Casandra la acogió entre sus brazos y, mientras le acariciaba los cabellos, le susurró con mucho cariño:

     Lo siento mucho, Agnes. Perdóname. No sé cuidarte, lo lamento profundamente. Artemisa sí sabía cómo serenarte, pero ella no está aquí y no creo que regrese. No sabrá nunca que has vuelto allí porque ni siquiera te escribe para preguntarte cómo te encuentras. Perdóname. Mañana iré a verte, te lo prometo.

Se llevaron a Agnes cuando la madrugada se había convertido en un momento espeso y silencioso que parecía indestructible. Casandra ni siquiera fue capaz de contarles a los enfermeros que habían venido a buscarla lo que había ocurrido. Ellos conocían a Agnes y no necesitaban preguntarle nada. Agnes no había recuperado todavía el conocimiento cuando la tumbaron en la camilla de la ambulancia y le inyectaron alguna medicina que dominase el acelerado ritmo de su corazón.

Casandra la vio desaparecer siendo incapaz de preguntarse qué le sucedería a Agnes a partir de aquellos momentos. Rogó conocer la forma de comunicarse con su hermana. Artemisa debía saber lo que había sucedido; pero era imposible encontrarla. Ni siquiera les había escrito y aquello le hacía sentir una rabia tan inmensa que no podía evitar maldecirla con toda su ira y con una frustración que le llenaba los ojos de lágrimas.

Se adentró en su hogar tratando de serenarse. Aún le parecía oír los desesperados gritos de Agnes quebrando el silencio de la noche. Se preguntó cómo era posible que una persona recuperase la calma después de haberla perdido de ese modo tan espeluznante y estremecedor y también si Agnes podría recordar esos momentos tan terribles que la habían destruido tan irrevocablemente. No pudo evitar que se apoderase de ella un llanto profundo y desgarrador; el cual le hizo descubrir que, sin que se lo esperase, se había encariñado muchísimo con Agnes. Decidió que iría a visitarla a la mañana siguiente. No podía dejarla sola, ella también no.

     A la mañana siguiente, fui a al hospital y descubrí que la habían dormido y atado —prosiguió Casandra con mucha tristeza—. Me horrorizó verla así, tan frágil, y por eso me la llevé a mi casa, Artemisa. La cuidé hasta que se recuperó; pero la profunda depresión en la que había caído tras tu marcha se agravó mucho. Todos pensamos que jamás se curaría de esa destructiva tristeza. No se levantaba nunca, no quería saber nada de la vida, no le hallaba sentido a nada... Incluso intentó suicidarse varias veces. Gilbert y yo la ayudamos todo lo que pudimos y más o menos conseguimos que recobrase esas ganas de vivir. Trabajar en la herboristería le permitió volver a confiar en sí misma y en la vida.

Artemisa no era capaz de decir nada. La culpa más feroz gritaba en su alma, desvaneciendo cualquier emoción positiva que pudiese consolarla. Jamás se imaginó que su marcha pudiese hundir tanto a Agnes. No obstante, también era consciente de que Agnes siempre había sido una persona muy débil a la que era muy sencillo abatir. No sabía si se arrepentía de haberse ido, dejándola tan triste y desamparada, pues también la serenaba saber que nunca más volvería a abandonarla. Siempre estaría a su lado, apoyándola, ayudándola, siendo su equilibrio, su aliento y su energía vital.

     No te cuento todo esto para hacerte sentir culpable, hermana, sino para que seas consciente de cuán grande es la responsabilidad que tienes con Agnes. No está bien y siempre tendrás que cuidarla mucho. Es más, a medida que vaya cumpliendo años, es muy posible que su enfermedad se agrave. ¿Estás dispuesta a permanecer a su lado siempre sabiendo lo peligrosa que puede llegar a ser?

     Agnes no es peligrosa —la contradijo con mucha tristeza.

     ¿Quién te asegura a ti que un día no se despertará creyendo que el mundo entero está en su contra, incluso tú misma, y quiera atacarte? Ser amiga de serpientes venenosas le ofrece la posibilidad de defenderse de cualquier peligro inexistente que ella detecte. ¿No te inquieta saber que tiene al alcance de sus manos la oportunidad de vengarse de su sufrimiento de un modo tan sencillo?

     Sé que no lo hará. Ya la he ayudado bastantes veces cuando ha sufrido un ataque de ese tipo. He sabido tratarla y calmarla. Además, ella ahora está bien. En el templo es muy sencillo ser feliz.

     Pero nunca podrás estar segura de que para siempre se mantendrá estable.

     No hay que perder la esperanza. Además, yo estaré con ella siempre, ayudándola. Siempre la amaré.

     ¿Se medica?

     ¿Acaso tiene que hacerlo?

     Por supuesto, Artemisa. Por favor, no niegues más lo evidente. Agnes es esquizofrénica y bipolar y tiene trastornos de personalidad. ¡Es totalmente necesario que se medique!

     Ella no está enferma porque haya llegado así al mundo, sino porque la forma en que siempre la trataron la turbó irrevocablemente. Yo sé que ella está bien.

     Está enferma, Artemisa, y lo estará siempre, por mucho que te cueste aceptarlo.

     Su enfermedad no quiebra toda la magia que hay en ella.

     Eso es cierto —reflexionó Casandra con ternura. Supo que, aunque no estuviese de acuerdo con la actitud de su hermana, no debía seguir hablándole de un tema tan delicado que, en esos momentos, tanto les dolía tratar. Así pues, con fascinación, le comunicó—: Es curioso que a ti siempre te haya amado. Aunque al principio creía que te odiaba, enseguida se percató de que hacerte daño la hundía y sus sentimientos hacia ti cambiaron. No obstante, lo que es cierto es que se enamoró locamente de ti en cuanto te conoció. Jamás se había enamorado antes, por lo que aquellas emociones la desorientaron tanto que no sabía cómo debía actuar.

     ¿Cómo sabes todo eso?

     Porque ella misma me lo ha contado.

     El amor que ella siente es inmutable y no se desvanece nunca pase lo que pase, al contrario de lo que se espera de las personas que sufren este tipo de trastornos.

     Sólo ruego que ahora se encuentre mejor. No me ha gustado nada la mirada que tenía cuando se ha encerrado en la habitación...

     ¿Así que tú también te has dado cuenta de que no estaba bien? —le preguntó nerviosa.

     Por supuesto que sí.

     ¿Y la hemos dejado sola? —exclamó Artemisa asustada.

     No creo que haya hecho nada grave.

     No, por favor, no —rogó Artemisa casi sin poder hablar.

     Lo que ha ocurrido hoy la ha desestabilizado mucho, pero no creo que haya decaído tanto.

     Cuidémosla, por favor. Tenemos tiempo hasta el domingo para que se recupere.

     Sí, eso es cierto —musitó Casandra sobrecogida—. Tú ya me dirás lo que tenemos que hacer.

     No será nada complicado, ya verás.

Habían llegado ya a la casa de Casandra. Entraron intentando no hacer ruido, pero Agnes enseguida salió a saludarlas antes de que pudiesen preguntarle dónde estaba. Artemisa se percató de que Agnes estaba muy nerviosa. Su mirada aparecía esquiva, le temblaban las manos y no podía expresarse con claridad. Además, de vez en cuando oteaba a su alrededor en busca de algo que ninguna de las dos hermanas podía imaginarse, como si tuviese miedo a que alguien la observase desde las sombras. No había encendido ninguna luz, aunque apenas quedasen destellos resplandecientes en el cielo.

     Agnes, cariño —la apeló Artemisa tomándola delicadamente de las manos. Se estremeció al notar que las tenía excesivamente frías—. Ven, vayamos a mi alcoba.

     No, Artemisa. Ahí no podemos ir —le susurró con una voz anegada en tensión.

     Sí, sí podemos.

     ¡No, no! —gritó Agnes desasiéndose rápidamente de las manos de Artemisa y corriendo hacia el sofá. SE sentó allí y se cubrió el rostro con las manos. Cuando Artemisa se agachó delante de ella, Agnes se lanzó a sus brazos temblando brutalmente mientras le decía—: ¡Quiso atraparme, Artemisa! ¡No se lo permitas!

Artemisa sintió un terror gélido y una punzante impotencia cuando se percató de que Agnes había perdido la razón y la frágil calma que había mantenido casi intacta en su alma durante tanto tiempo. Se culpó de que Agnes estuviese sufriendo aquel estremecedor ataque de pánico. Creyó que podría haberlo evitado no habiéndose marchado con su hermana al detectar que Agnes no se encontraba bien, deshaciendo su intenso horror mucho antes de que éste la dominase. Artemisa sabía que, antes de que Agnes padeciese aquellos accesos de psicosis, gozaba de unos efímeros instantes de cordura en los que era posible sosegar sus descontrolados sentimientos impidiendo que éstos deviniesen en los más desgarradores y destructivos.

     ¿De quién hablas, Agnes? —le preguntó Casandra con serenidad.

     Había que aguantarla para que no se cayese y yo no fui capaz de tocarla. Produjo un ruido horrible al chocarse contra el suelo y se hizo añicos. Yo no tenía la culpa, yo no tuve la culpa, pero el mal se respiraba. Por favor, Artemisa, apaga esas velas que lleva. No permitas que me la derrame, aquí no. Enseguida vendrá y se volcará en mí, me forzará y me arañará porque no quiero, yo no quiero que me toque. ¡No dejes que me atrape!

     Agnes, Agnes, mírame, cariño —le pidió Artemisa tomando la cabeza de Agnes entre sus manos, pero le resultó imposible hundirse en su mirada—. Nada de lo que temes va a ocurrir, te lo prometo.

     ¿De qué habla, Artemisa? —quiso saber Casandra sobrecogida.

     Está confundida por recuerdos muy antiguos. Agnes, todo eso que tanto miedo te da forma parte del pasado, cielo. No es real, Agnes, no lo es.

     Pero la cruz se cayó y se partió. Aseguran que ha sido culpa mía, que yo la quebré con mi magia oscura.

     ¿Qué cruz, Agnes? —la interrogó Casandra con miedo. Agnes no le contestó y Casandra le insistió—: Dime, Agnes, ¿de qué cruz hablas?

     De ésa enorme, la de madera oscura. Me da miedo ese símbolo. Es muy grande y me atemoriza porque está ahí presente recordándomelo todo.

Casandra se alejó rápidamente de ellas y se dirigió hacia su alcoba. Regresó a los pocos segundos con los ojos totalmente desorbitados, con una mirada tan cargada de miedo que Artemisa no fue capaz de comprender lo que estaba ocurriendo.

     La cruz que había en mi dormitorio está hecha pedazos. Agnes, ¿has sido tú?

     ¡Yo no fui! —gritó Agnes con impotencia separándose de los brazos de Artemisa y levantándose de pronto—. ¡Yo no la toqué siquiera! ¡Estaba en mi habitación cuando oí un golpe muy fuerte que me asustó mucho! No quiero que venga para que me acuse. ¡Yo no hice nada!

     Está bien, Agnes. Nadie te acusará ni está acusándote, cariño —intentó tranquilizarla Artemisa, pero Agnes había perdido la poca calma que la había dominado y temblaba de pánico cada vez más brutalmente—. Agnes, nadie te lastimará, te lo prometo.

Tanto Casandra como Artemisa sabían que Agnes no podía escucharlas ni tampoco reconocerlas. Para ella habían desaparecido todos los matices de su vida presente y su mente había viajado hasta el pasado más lejano, anegándose en los recuerdos más horribles de su existencia; de la existencia de aquella mujer que en aquellos instantes había perdido por completo la paz y la razón. La prueba más evidente de que Agnes no se encontraba junto a Casandra y Artemisa era que empezó a hablar en gallego, exclamando súplicas que a las dos hermanas les costaba mucho comprender. No obstante, pese a que sus palabras fuesen confusas y su forma de expresarse fuese prácticamente hermética, podían entender todo lo que emanaba de sus labios.

     Virá e outra vez quitarame a roupa para tocarme! Eu non quero sentir as súas violentas mans! Mai, por favor, non me deixes aquí! —suplicó perdiendo el equilibrio y cayendo de rodillas al suelo mientras un llanto feroz y devastador la agitaba sin piedad—. Fíxoo sempre que me deixabas soa con el!

     Artemisa, ¿la entiendes bien? —Artemisa asintió casi paralizada—. Artemisa, creo que lo que dice no se trata de un miedo del pasado. Artemisa, cuando se calme, tienes que preguntarle qué le ocurrió en su infancia.

     No puedo creérmelo —susurró Artemisa horrorizada, notando que las ganas de llorar más intensas se apoderaban de ella—. No puede ser verdad.

     Agnes, escúchame —le pidió Casandra agachándose enfrente de ella y tomándola de la cabeza—. A tu lado solamente estamos Artemisa y yo. Nosotras te queremos de verdad y nunca permitiremos que nadie te haga daño. Ven, bonita —le dijo mientras la abrazaba. Agnes empezó a llorar desconsoladamente entre sus brazos—. Cálmate. Nadie te atacará. Sí, así, llora si lo necesitas. Venga, venga... tranquila, Agnes.

     Por la Diosa, ¿qué le hicieron? —musitó Artemisa empezando a derrumbarse. Se sentó en el sofá y permaneció luchando contra su poderoso llanto para poder entregarle a Agnes todo el sosiego que pudiese caberle en el alma.

Agnes permaneció llorando durante unos largos y difíciles minutos que parecían haberse vuelto eternos. Artemisa y Casandra se miraban de vez en cuando, intentando transmitirse ánimo mutuamente. Sólo encontraban apoyo en esas miradas que ambas se dedicaban con tanto cariño y complicidad.

Al fin, Agnes se aquietó entre los brazos de Casandra. Dejó de llorar lentamente y se quedó serena y detenida, sin ni siquiera suspirar profundamente. Cada vez respiraba con más calma hasta que, inesperadamente, se quedó dormida apoyada en el pecho de Casandra.

     Ayúdame a llevarla a su habitación —le pidió a Artemisa con una voz queda.

     No, no nos separemos de ella todavía. Acomodémosla aquí a mi lado —le contestó Artemisa con cariño—. No puedo dejar de pensar en lo que exclamaba —le confesó a su hermana con un hilo de voz cuando ya tuvo a Agnes dormida entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho. Hablaba con distancia, como si estuviese ausente, mientras la acariciaba en los cabellos con mucha ternura—. ¿Qué crees que hay de verdad en lo que gritaba?

     Todo, Artemisa, todo —respondió Casandra estremecida—. No entiendo por qué la cruz que César colgó en nuestro dormitorio está hecha pedazos en el suelo, pero eso es lo que menos me importa ahora. Los miedos de Agnes están basados en recuerdos horribles, hermana.

     Tenemos que hablar con ella para que desahogue todo lo que siente, pero ahora no me creo capaz de despertarla.

     No la despertemos. Creo que, cuando sufre estas crisis, lo mejor es que duerma.

     Sí, eso es cierto. Además, siempre le ocurre que se queda dormida...

     Artemisa, ha sido un día horrible —la interrumpió Casandra llorando de pronto con profundidad y desesperación—. Yo sabía que este momento podía llegar, que alguna vez ocurriría lo inevitable, pero no me imaginaba que sería tan pronto. Perdóname. Me siento culpable por lo que os ha sucedido. No debería haberos dejado solas con él, pero tampoco sabía que iba a venir antes de tiempo. Maldita sea, ¿cómo es posible que las cosas puedan salir tan mal?

     Quizá lo que te diga ahora te resulte muy cruel, pero es mejor que haya ocurrido ahora, Casandra. César podría haberte hecho un daño irreversible si no reaccionabas. No te preocupes por lo que nos ha sucedido a nosotras. Tampoco hemos sabido dominar la situación. Agnes ha perdido el control de sí misma y yo tampoco podía pensar en lo que hacía.

     Agnes me da mucha pena, Artemisa, y César también —le desveló casi sin poder hablar—. Que alguien viva así, sin nunca estar seguro de que su calma será duradera, sabiendo que en cualquier momento todo lo que es se desmoronará y se convertirá en lo opuesto a lo que desea ser... debe de resultar tan difícil, tan horrible...

     Pero César se curará, Casandra.

     O no. Puede que nunca consiga superar esa adicción. Ya la padecía cuando lo conocí, pero me prometió muchísimas veces que lucharía por curarse porque aseguraba que yo me merecía tener a un hombre perfecto a mi lado. Y él se minusvaloraba tanto, se quería tan poco... Yo no he sabido ayudarlo, Artemisa, y me sentiré culpable por ello hasta el fin de mis días. Era bueno, es un hombre bueno que la mala suerte ha destruido.

     No pierdas la esperanza, cariño.

     No estaré aquí para presenciar su recuperación. Ya no me siento capaz de mirarlo a los ojos conociendo lo que ha sucedido, recordando lo que os ha hecho. A Agnes la aprecio, es innegable, y me duele muchísimo que la haya atacado con tanta crueldad y frialdad, pero no soporto saber que a ti también te ha hecho daño, cariño mío. Nunca he cuidado bien de ti, nunca. Eres mi hermana pequeña y no he sabido darte lo que te mereces. Debería haberme convertido en una madre para ti y, sin embargo...

     Te culpas de hechos que no son responsabilidad tuya, Casandra. Tú eres mi hermana y siempre te querré con todo el corazón pase lo que pase.

     Perdóname, Artemisa —sollozó con un desconsuelo gélido que a Artemisa le partió el alma.

     No te tortures de ese modo, por favor.

     Eres tan buena, tan noble, tan afable, tan paciente y sabia... A tu lado me siento tan ignorante, tan poco culta, tan histérica... Incluso a veces he detectado rencor e intolerancia en mi corazón; sentimientos que en el tuyo jamás se albergarían.

     Cada una es como es y lo que hemos sufrido en la vida también condiciona nuestra forma de ser.

     No me justifiques.

     No estoy haciéndolo. Lo único que quiero es convencerte de que no te guardo ni el menor ápice de rencor y que deseo que hoy empiece un nuevo camino para ti, en el que yo estaré a tu lado siempre que lo necesites. Te quiero mucho, hermanita mía.

     Gracias, Artemisa. Ay, no me merezco que me quieras tanto.

     Por supuesto que sí te lo mereces. Qué tonterías dices —se rió Artemisa con cariño.

     Gracias, cielo. Yo también te quiero con locura.

Deseaban abrazarse, pero ninguna de las dos se atrevía a turbar la quietud de Agnes, así que sólo se limitaron a mirarse y a sonreírse con un amor que no les cabía en el alma. Aunque aquel día hubiese sido duro y la tarde que había precedido a aquel momento hubiese resultado la más delirante que vivían en mucho tiempo, ambas sintieron que la vida resplandecía de repente con una fuerza deslumbrante y que las sombras que habían deseado enturbiar el brillo de sus almas se desvanecían, convirtiéndose en la estela de un pasado que nunca regresaría.

Permanecieron conversando con calma hasta que se hicieron las diez de la noche. Agnes no se movió ni un ápice. Durmió profunda y seguidamente hasta que Artemisa decidió que había llegado el momento de encerrarse en su alcoba. Intentó despertarla con mucha ternura, pero Agnes no reaccionaba.

     Agnes, Agnes —la llamaba cada vez más inquieta—. ¿Por qué no se despierta, Casandra?

     Está muy agotada, pobrecita. Llevémosla a tu habitación. Duerme con ella, Artemisa.

Trasladaron a Agnes a la alcoba que Artemisa ocupaba. Cuando la acomodaron en aquel lecho tan confortable, Agnes se aferró con fuerza a la almohada; lo cual serenó a Artemisa, pues había llegado a creer que Agnes no estaba dormida, sino sumida en una inconsciencia destructiva.

Casandra se despidió de su hermana dándole un abrazo muy fuerte y cariñoso que a ambas les llenó el alma de felicidad y conformidad. Lo que Artemisa no sabía era que su hermana le estaría eternamente agradecida por haberla ayudado tanto a escapar de una vida delirante que ya había empezado a destruirla.

Le costó mucho dormirse, pues continuamente recordaba lo que había ocurrido aquella tarde y se preguntaba también qué tipo de recuerdos guardaba Agnes en su memoria. No podía conciliar el sueño, ya que en su mente resonaban sin cesar todas las palabras con las que Agnes había desvelado sus más profundos miedos.

Sin embargo, el cansancio anímico que la atacaba la llevó lentamente hacia el mundo de los sueños. Soñó que viajaba sola en un barco que atravesaba el mar más nocturno e insondable. Estaba asomada a una barandilla toda adornada con símbolos sagrados y en el cielo no se divisaba ni el menor rastro de las estrellas, como si una capa de nubes densas cubriese la totalidad del firmamento. No se veía más allá de aquellas aguas y ni siquiera existía el horizonte que separaba el mar y el aire. No obstante, se sentía tan en calma que incluso deseó, en el mundo onírico que la había acogido, que aquel sueño durase para siempre. El barco navegaba con mucha tranquilidad, con una suavidad muy tierna que la sumía en un sosiego muy cálido.

Le gustaba cerrar los ojos y sentir únicamente la caricia del viento que causaba el movimiento del barco; el que se mecía cada vez con más lentitud, como si las olas lo acogiesen. Respiraba profundamente, notando que el cuerpo se le llenaba del exquisito olor de la soledad, de la noche, de las nocturnas aguas que surcaba sin tregua. No sabía adónde tenía que llegar, pero no le importaba que aquel viaje durase hasta el fin de la eternidad.

De repente, cuando más relajada se encontraba en aquel sueño, notó que alguien la llamaba con mucha ternura. En aquel onírico momento se introdujo una voz suave que la reclamaba con sosiego y mucho amor. Abrió los ojos lentamente, percibiendo que a su mente le costaba desprenderse definitivamente de las imágenes y las sensaciones que habían formado aquel precioso sueño, y entonces descubrió que quien la apelaba con tanto primor era Agnes. Aunque ninguna luz quebrase la profunda oscuridad que las rodeaba, sabía que Agnes la miraba y que incluso la veía a través de aquellas espesas sombras.

     Agnes —la llamó risueña. El sueño que había tenido le había llenado el alma de paz y había deshecho las asfixiantes sensaciones y las incómodas emociones que le habían invadido el corazón antes de dormirse; las mismas que le habían impedido sumirse en la inconsciencia cuando ella deseaba—, ¿estás bien, Agnes?

     Artemisa, cariño, perdóname. No sé si tendría que haberte despertado —titubeó Agnes con culpabilidad.

     Por supuesto que sí, cielo. ¿Cómo te encuentras?

     No lo sé. Ahora estoy tranquila, pero también muy confundida. No puedo recordar lo que ocurrió esta tarde. Sé que tuve una recaída que...

Artemisa notó que Agnes se sentía avergonzada y triste. Se expresaba con timidez e inseguridad y de su voz se desprendía un denso desconsuelo que volvía frágiles todas sus palabras. Su actitud conmovió profundamente a Artemisa, pero también le hizo experimentar una punzante intranquilidad contra la cual trató de luchar para poder entregarle a Agnes el sosiego que ella tanto necesitaba.

     Sí, has tenido una crisis muy fuerte, pero lo importante es que ya te encuentras mejor —la animó mientras le acariciaba los cabellos.

     ¿Tú cómo estás?

     Estoy ahora más calmada.

     Artemisa, necesito decirte algo. Quizá te parezca una tontería, pero me parece que Casandra debería saberlo.

     ¿De qué se trata?

     Por favor, cuando puedas, asegúrale a tu hermana que la Diosa siempre la ha protegido. Por eso está viva. Ella nunca la ha dejado sola, aunque Casandra ya no confíe tanto en Ella. Sé que a ti te creerá más que a mí.

     ¿Cómo lo sabes? —le preguntó sobrecogida.

     Porque cuando os fuisteis al hospital habló conmigo.

     ¿Has celebrado algún ritual?

     Sí, pero no me ha dado tiempo a invocar a los cinco elementos. La Diosa me ha hablado antes de que llamase al aire. Además, tampoco me acuerdo muy bien de todos los momentos que viví esta tarde. Sólo puedo evocar con nitidez las palabras de la Diosa.

     ¿Y qué te ha dicho?

     Me ha pedido que os transmita que jamás os dejará sola y que no permitirá que nadie os haga daño. Además, me ha prometido que nunca os desprotegerá.

     ¿Y a ti? ¿A ti te protege, Agnes? —Agnes no contestó, así que Artemisa le insistió—: ¿Tú sientes que a ti te proteja?

     Sí, por supuesto, Artemisa. Esta tarde la notaba conmigo. Por eso he sido capaz de detener la furia de ese monstruo que tanto daño estaba haciéndote.

     Pero después la has provocado de nuevo.

     No, se la ha provocado él solito. Artemisa, si alguien consigue llenarte el alma de emociones terribles, es porque en realidad ya las albergabas en tu interior antes.

     Agnes, cielo, quiero que me hables con franqueza. Hay muchas cosas que me gustaría preguntarte.

     Ahora mismo no puedo hablar, Artemisa —le musitó con una voz trémula—. Sólo necesito que me abraces y me asegures que todo estará bien, que mi enfermedad no nos separará, por favor —le rogó empezando a llorar.

     Por supuesto que nada nos separará, amor mío —le prometió mientras la rodeaba muy tiernamente con los brazos—. ¿Por qué crees que me alejaré de ti?

     Porque no estoy bien, porque te obligo a cargar con sentimientos que no tienes por qué soportar, porque estoy enferma, porque estoy loca —reconoció con horror y mucha culpabilidad.

     No vuelvas a decir eso nunca más. No me obligas a nada, que te quede claro, y quiero que sea la última vez que dudas de que voy a estar contigo siempre, siempre, siempre, amor mío. Te quiero con tanta fuerza que sería capaz de dar la vida por ti. Te ayudaré a luchar contra todo lo que te aterre, te lo prometo.

     Tengo mucho miedo a perderte. Me vuelvo tan irracional... Durante esos momentos no sé quién soy y después, cuando recupero la calma, no recuerdo nada de lo que ha ocurrido, nada de lo que he dicho ni hecho.

     Pero sí guardas en tu mente recuerdos que te torturan muchísimo, ¿verdad?

     ¿Qué me sucedió esta tarde? —le cuestionó con mucho miedo.

     ¿Qué es lo que recuerdas?

     Cuando la Diosa ha dejado de hablar conmigo, me he tumbado en mi cama y entonces he escuchado un ruido muy fuerte, como si algo muy grande cayese al suelo y se rompiese a pedazos. Me he asustado mucho, pero me he atrevido a ir al lugar del que ha procedido ese ruido y me he encontrado con la cruz que hay en la alcoba de tu hermana hecha añicos en el suelo. TE lo juro, Artemisa, yo no he hecho nada.

     Te creo, vida mía. Se habrá caído, y punto. Me di cuenta de que el clavo que la sostenía estaba separándose cada vez más de la pared, como si la cruz pesase más de lo que éste podía soportar.

     A partir de ahí no sé lo que ha ocurrido. Recuerdo muy vagamente que habéis llegado vosotras, pero no sé...

     Estabas muy asustada, pidiéndonos que no te acusásemos de algo que había ocurrido, suplicándonos que impidiésemos que te hiciese daño, que te tocase...

     No, no, no, no —negó Agnes horrorizada.

     Cálmate, cariño. Dime, ¿qué te hicieron, amor mío? Cuéntame lo que necesites. Yo estoy aquí contigo.

     Eres tan valiente...

     No, te equivocas. Eres tú quien tiene una valentía invencible. Cuéntame cuáles son esos recuerdos tan terribles que te atacan. Te vendrá bien hacerlo.

     No puedo, Artemisa.

     Sí, por supuesto que puedes. Libera todo lo que sientes, cariño.

     Te aseguro que no puedo, Artemisa. Hay muchos recuerdos de mi infancia que sólo afloran cuando tengo esas crisis tan horribles.

     Hacía mucho tiempo que no te sobrevenía un brote así.

     En el templo me encuentro siempre bien, Artemisa.

     Pues eso es muy importante; pero, dime, ¿de veras no recuerdas nada de lo que nos pedías?

     No. Artemisa, esos curas malditos que trataron de curarme me hicieron cosas horribles, pero, por favor, no me pidas que te las cuente.

     ¿Lo recuerdas, entonces?

     Muy vagamente; pero sí puedo acordarme muy bien de todo lo que me hicieron cuando pierdo la calma de ese modo. Me gustaría tanto perder esos recuerdos... Si tan sólo fuese posible destruirlos...

     Tenemos que aprender a vivir con lo que nos duele.

     Es cierto.

     Agnes, siento tanto que lo pasases tan mal...

     No llores, por favor. Ahora me encuentro bien, Artemisa.

     Me calma que digas eso.

     Y me encuentro bien porque tú conviertes en un remanso de paz cualquier lugar. Si no fuese por ti... yo no sé dónde estaría, Artemisa.

Aún continuaban abrazadas con mucha ternura. Artemisa fue consciente, rápida e intensamente, de cuánto valor y significado tenía aquel abrazo que las unía. Las palabras que Agnes acababa de dedicarle habían profundizado y embellecido su sentido. Sí, sí era posible construir un remanso de paz en cualquier lugar si podían abrazarse así, con tanto amor, con tanta dulzura.

     Siempre lucharé por hacer del mundo un lugar acogedor para ti —le prometió mientras la apretaba suavemente contra su cuerpo—. Mi Agnes... Mi dulce Agnes... No se imagina nadie la suerte que tengo de conocerte bien, de saber lo mágica y valiosa que eres.

     Artemisa —susurró emocionada—, tú eres mucho más mágica que yo. Tú eres siempre luz.

     No lo creo. También tengo mis momentos de oscuridad.

     Es comprensible. Si no los tuvieses, sería imposible que tu luz poseyese sentido; pero yo soy mucho más oscura y apenas brillo.

     Eso no es verdad, Agnes, y lo sabes.

     Siempre he sido muy oscura.

     ¿La noche es menos hermosa que el día por ser oscura?

     No, al contrario...

     Tú sí tienes mucha luz, vida mía, pues me deslumbras continuamente. Tienes un alma tan llena de bondad, de sabiduría... Esta tarde me has dado una gran lección.

     ¿Cuál?

     Me has hecho entender que no es adecuado ni conveniente juzgar a nadie sólo basándonos en sus terribles acciones, pues siempre hay alguna razón que las impulsa. No sé si alguna vez será consciente de lo que has hecho, pero me gustaría que César supiese que no lo encerrarán en la cárcel gracias a ti.

     Me da pena la gente que está enferma. Yo también lo estoy y...

     Pero tu enfermedad no se asemeja en absoluto a la suya.

     También pierdo la noción de mí misma.

     Yo siempre estaré a tu lado para devolvértela.

     ¿Y qué ocurrirá si algún día no consigo recuperarla y me pierdo para siempre? —le preguntó horrorizada.

     Eso no va a pasar, Agnes.

     Sí, sí puede suceder, Artemisa.

     No pienses en eso.

     Sólo permíteme que te pida algo. Si algún día ya no regreso, si me pierdo para siempre, si compruebas que por mucho que pasen los días yo no vuelvo en mí, por favor, ayúdame a partir de este mundo.

     No pensemos en algo tan triste. Eso no va a suceder, cielo.

     No puedes evitarlo, Artemisa. Sé que llegará un día en el que desapareceré para siempre, en el que se desvanecerá todo lo que soy, fui y puedo ser. Artemisa, es horrible padecer una enfermedad que destruye tu cuerpo, que te arrebata la energía y que te impide seguir avanzando en tu existencia, es cierto; pero te aseguro que no hay nada más triste que sentir cómo tu mente se hunde en la nada. Cuando pierdes la noción de ti misma, ya no queda nada que tire de ti para rescatarte de esa muerte tan oscura. Deseo que nunca, nunca, nunca tengas que vivir algo así, cariño.

Las palabras que Agnes acababa de dirigirle le sobrecogieron profundamente y, durante unos largos segundos, no supo qué debía decirle. Las certezas que su amada le había revelado le pesaban en el alma como si de veras fuesen tangibles y estuviesen hechas de una materia densa que asfixiaba.

     Quizá deberías permitir que alguien te ayude —le sugirió al fin, con mucho amor y ternura—. Sé que hay terapias para quienes sufren como tú.

     No soy capaz de explicarle mis más profundos recuerdos ni mis más intensos sentimientos a alguien que no conozco.

     Ellos pueden entenderte, Agnes.

     No, Artemisa.

     En el templo, hay sacerdotisas que saben mucho sobre la mente humana. Pueden ayudarte.

     No, no, y menos allí buscaré mi ayuda. Luego, en los rituales, no podrán ver a la sacerdotisa, sino a la mujer enferma.

     Pues entonces en Britnadel. Yo te ayudaré a encontrar a la persona idónea que pueda ayudarte, Agnes.

     Entiendo que necesites que alguien ajeno a nosotras me ayude. No puedes cargar sola con todo esto, y lo comprendo.

     Por supuesto que no lo deseo por ese motivo, Agnes, sino porque ansío que te recuperes, que estés mejor, que al menos intentes luchar de otro modo contra tus crisis. Yo haré por ti todo lo que esté en mis manos para ayudarte, pero tienes que permitir que también te llegue cuidado desde otros lugares.

     Lo pensaré, te lo prometo.

     Que estés bien es lo que más me importa de la vida, cielo.

     ¿Por qué me quieres tanto? —le preguntó conmovida.

     Lo sabes, Agnes. Sabes por qué este amor que nos une es tan fuerte. Sabes que este sentimiento no procede de esta vida.

     ¿Tú también lo piensas? —le cuestionó sorprendida.

     Siempre lo he pensado. Un lazo tan fuerte como el que nos une no puede haber nacido en esta existencia.

     Artemisa, puedo asegurarte que sí estuvimos juntas en otra vida, hace ya muchísimos años. Nos hemos reencontrado vida tras vida, te lo juro.

     ¿Por qué estás tan convencida de algo tan bonito?

     Porque lo descubrí hace muchos años, Artemisa. Lo descubrí mucho antes de encontrarme contigo en esta vida. Gaya intentó curarme mediante terapias que me permitían viajar a mis otras vidas. Gaya afirmaba que mis heridas más profundas tenían su origen en otras existencias. En aquellos remotos instantes, siempre me hallaba junto a otra mujer a la que me sentía inmensamente unida, de la que siempre me separaban sin que ni ella ni yo pudiésemos evitarlo. Y sé que eres tú, Artemisa, eres tú, pues cuando te conocí noté que algunos pedacitos de mi alma se ensamblaban como si tú pudieses sanarme. Por eso siempre tuve tanto miedo a demostrarte lo que sentía por ti, porque no quería que te hiciesen daño... pero sé que todo esto te resulta muy confuso.

     No, no, no me resulta confuso, sino real, Agnes —le negó Artemisa completamente emocionada—. Cuando te miré a los ojos por primera vez, también sentí que ya había estado contigo antes. Me pareció que te conocía mejor que nadie, te lo aseguro. Sin embargo, también sé que te quiero tanto porque me enamoras más a cada instante que compartimos, intensificas este amor con cada caricia que me das, con cada mirada que me dedicas, con tu tierna y tersa voz. Te quiero porque eres la mujer más mágica que jamás he conocido, porque eres muy noble, buena y cariñosa, porque eres imponente y fuerte, porque nunca te rindes...

     Ay, Artemisa...

     Y, además, eres hermosa tanto por dentro como por fuera. Adoro todos los rincones de tu cuerpo, adoro tus ojos, tus labios, tu piel... Te adoro enteramente —le declaró emocionada acercándosele a los labios— y porque cada vez que yacemos juntas me parece que toco las estrellas con los dedos y noto que la magia de la vida me inunda el alma. ¿Te parecen pocas razones?

     No, no —respondió Agnes llorando de emoción.

     ¿Y tú por qué me quieres tanto en esta vida? —le preguntó risueña.

     Porque en ti encontré lo que deseo ser, todo lo que soñé ser, todo en lo que anhelo convertirme; porque siempre veo a la Diosa en ti cuando te miro, siempre la oigo en tu voz, siempre la noto en tus caricias; porque sacas lo mejor de mí, porque contigo soy quien quiero ser, Artemisa, porque me quieres como nadie lo hizo ni lo hará jamás. También porque en ti se concentran todas las virtudes de la persona de la que siempre soñé enamorarme —le contestó casi sin poder hablar.

     Adoro cuando te emocionas tanto. Yo soy muy sensible, pero creo que tú lo eres muchísimo más que yo —se rió también emocionada.

     Gracias por darme la vida, Artemisa. Gracias por instarme a vivir. Gracias por ser la vida misma para mí.

Cuánta fuerza podía caber en aquellas palabras, cuánto amor irradiaban, cuánta ternura y a la vez desesperación se desprendía de su sonar. Artemisa intentó que la emoción de Agnes no se convirtiese en la nostalgia profunda en la que amenazaba con volverse. Era consciente de que aquel momento era único, irrepetible y muy mágico y no deseaba que nada lo turbase.

     Lo que ha ocurrido hoy me ha hecho mucho daño en el alma, Artemisa. Creo que he perdido la calma porque el comportamiento de ese hombre me ha hecho evocar los peores recuerdos de mi vida; pero me gustaría que nada más me afectase, que pudiese rememorar mi pasado sin derrumbarme de este modo. No obstante, no puedo, Artemisa.

     Por eso deseo que te ayuden, porque hay personas que pueden enseñarte a vivir con esos recuerdos.

     Perdóname. Quizá no debería ser tan egoísta. Tal vez debería permitir que te alejases de esta maldita vida, pero soy incapaz de separarme de ti...

     Jamás te imagines que preferiría vivir lejos de ti, Agnes. Aunque nuestra vida sea complicada, es nuestra vida, es la existencia en la que deseo vivir contigo, es el camino que anhelo que recorramos juntas hasta el día de nuestra muerte.

     Que ese día llegue antes para mí. Soy egoísta, lo sé; pero vivir sin ti es morir.

     No pensemos en cosas tan tristes, por favor. Creo que hoy ya hemos sufrido suficiente.

     ¿Te das cuenta de que cuando nos alejamos de nuestro templo nos ocurren hechos horribles? En ese lugar no sufrimos...

     Sí, es verdad —rió Artemisa con inocencia—. Eso indica que nunca más tenemos que marcharnos de nuestro amado hogar.

     Ay, Artemisa... Quería comentarte algo. Me gustaría ver a Gilbert antes de regresar a nuestra isla.

     Sí, mañana lo llamaremos y nos reencontraremos con él.

     Sí, sí... ¿Tienes sueño? —le preguntó muy quedo.

     Un poco, pero...

     Pero ¿qué? —se rió curiosa.

     Pero también siento otras cosas mucho más bonitas.

     ¿Qué cosas? —le preguntó acercándose más a ella, sonriéndole con ternura.

Artemisa no le contestó. Se arrimó más a Agnes y empezó a besarla con muchísima dulzura y delicadeza. Agnes se rindió enseguida entre los brazos de Artemisa, como si hasta entonces en ningún lugar hubiese podido sentirse protegida, y respondió a sus besos con una entrega tan tierna que Artemisa creyó que el mundo que las rodeaba se había deshecho en brumas de oro.

Entonces se perdieron entre aquellas tibias caricias que tanto las unían, en aquellos abrazos que las volvían un solo ser y entre esos besos dulces y apasionados que contenían toda esa lujuria que se les desbordaba cada vez que estaban tan juntas. Pareció como si a aquellos momentos no los hubiesen precedido otros mucho más delirantes y terribles, como si la vida solamente fuese aquel instante tan íntimo, tan anegado en complicidad, cariño y tibieza.

Agnes olvidó las asfixiantes emociones que tanto la habían desestabilizado, que tanto la habían herido en el alma. Sólo existía Artemisa para ella. Artemisa era su presente, su único futuro y su sueño. Cuando se hallaba entre sus brazos, no se acordaba apenas del mundo exterior, no evocaba ningún recuerdo que pudiese hacerle temblar. Artemisa la protegía con aquel inmenso amor y templaba toda su sangre con aquellas caricias tan dulces y delicadas.

Artemisa notó que Agnes estaba tan sensible y receptiva que cualquier caricia la estremecía profunda y tibiamente; lo cual la encendía como si toda ella fuese el pábilo de una vela sagrada. Además, adoraba sentirla tan unida a ella, tan íntimamente entregada a aquel amor que las alejaba de cualquier sensación dolorosa.

Se amaron perdiendo cada vez con más fuerza la noción del mundo que las rodeaba. Esta vez, nadie irrumpió en aquellos momentos tan tiernos, tan preciosos, tan apasionados y desenfrenados. La noche, con su silencio aterciopelado, las protegía y las instaba a creer que aquellos instantes tan mágicos eran eternos. Ninguna de las dos pudo controlar el paso del tiempo mientras se entregaban con tanta desesperación y vida. Perdieron la estela de las horas y se hundieron en un mar desbocado que cada vez las alejaba más de la orilla de la realidad.

Inesperadamente se percataron de que la noche ya había comenzado a mudar en día. Ambas se rieron encantadas cuando descubrieron que habían permanecido durante casi toda la noche hundidas en su amor, en esa entrega que tanta vida les había dado.

Al día siguiente, como si aquellas preciosas horas las hubiesen ayudado a desprenderse de las asfixiantes sensaciones y emociones que les habían invadido el alma, fueron capaces de enfrentarse a los instantes que las sobrevendrían. Algunos de ellos fueron tensos y desesperantes, pero otros irradiaban mucha ternura y mucha magia. Viajaron hacia el pueblo en el que vivía Gilbert para visitarlo en la casa en la que había morado siempre. Gilbert las recibió con tanto amor que no fueron capaces de luchar contra las ganas de llorar de emoción que les anegaron el alma.

Gilbert parecía más envejecido, pero de sus ojos todavía se desprendía esa sabiduría infinita con la que siempre las había arropado. Les habló de su vida, de cómo existía, de lo que sentía. Sus palabras las sobrecogieron a las dos, pero no fueron capaces de desvelárselo.

     Noto que cada vez me encuentro más cerca de la muerte, aunque todavía me quede mucha vitalidad. No tengo ninguna enfermedad que me abata ni tampoco he perdido las ganas de vivir, pero soy viejo ya y los recuerdos me pesan como si tuviesen materia. Además, extraño tanto a Gaya que a veces me parece que he desperdiciado mi vida —les contó mientras tomaban té en su jardín—. Nunca ignoréis vuestros sentimientos. Lo que más me duele es que Gaya se perdió antes de saber cuánto la quería, cuánto la he necesitado siempre.

La voz de Gilbert sonaba trémula, pero hablaba con serenidad y mucha seguridad.

     Lo sabe, aunque ya no puedas decírselo —le aseguró Artemisa emocionada—, pues nuestros seres queridos nunca nos abandonarán, aunque ya no se hallen en este mundo.

     Artemisa —exclamó Agnes cubriéndose los ojos con las manos para ocultar sus lágrimas—, ¿por qué dices cosas tan bonitas?

     Asegura cosas que son ciertas —aseveró Gilbert con un hilo de voz—. Yo a veces siento que Gaya está a mi lado, que no me ha abandonado definitivamente. Sé que en Samhain siempre podré hablar con ella. A veces he podido contactar con Gaya.

     ¿De veras? —le preguntó Artemisa ilusionada.

     Sí. Es ella quien se encarga de desvelarme cómo estáis.

     A veces no somos conscientes de cuánto valor tiene poder hallarnos junto a nuestros seres queridos —indicó Agnes con mucha lástima—. Cuando se van, entonces nos arrepentimos de no habernos aprovechado de su cercanía, de su presencia; pero ya es demasiado tarde para remediar nuestros errores, para perfeccionar nuestros aciertos.

     Me parece que no nos conviene mantener una conversación tan triste —apuntó Artemisa con temor.

     No te preocupes por mí, Artemisa. De veras, estoy bien. Liberar estos pensamientos también me ayuda —la calmó Agnes limpiándose las lágrimas que le resbalaban veloces por las mejillas.

     Pero Artemisa tiene razón. Intentemos alegrarnos un poco. Decidme, ¿Casandra se irá a vivir con vosotras? —les preguntó Gilbert sonriendo forzadamente.

     Sí, pero no vivirá siempre en el templo, sino mientras no encuentre otro lugar donde establecerse —le respondió Artemisa tratando de parecer serena.

     Casandra necesita ayuda de alguien que pueda enseñarle a desprenderse del miedo que la ataca constantemente —reveló Gilbert con sabiduría—. Yo intenté muchísimas veces convencerla de que la vida en la que estaba adentrándose no le convenía, pero nunca me escuchó. Yo siempre supe que César no era un buen hombre y que podía hacerle mucho daño, pero Casandra estaba hechizada por ese amor y no podía conocer la realidad. Me alegra que al fin haya escapado de esa terrible existencia a la que ese hombre estaba condenándola.

     Yo sólo espero que en el templo recupere la calma que le falta —deseó Artemisa con nostalgia.

     En el templo es imposible no ser feliz —aportó Agnes con cariño—. En esa isla nunca he sufrido ninguna crisis que...

     ¿De veras? —le cuestionó Gilbert esperanzado.

     Sí, de verdad. Me he reencontrado conmigo misma, le he hallado sentido a ser como soy y quien soy.

     Me alegro muchísimo por ti, Agnes.

     La primera crisis que he tenido en mucho tiempo me sobrevino ayer —le explicó agachando la mirada.

     ¿Y ahora cómo te encuentras?

     Muy sensible y susceptible —le respondió cerrando con fuerza los ojos—. Además, perdóname por si te resultan muy chocantes mis palabras, sé que ésta es la última vez que nos veremos, Gilbert —le desveló con la voz quebrada.

     Yo también lo sé, Agnes. No tengo nada que perdonarte. Tu poder de adivinación es muy fuerte y sé que siempre aciertas —la serenó Gilbert con mucho sosiego y paz—. No regresaréis a Lindanivia en muchísimo tiempo y, cuando lo hagáis, yo ya me habré ido.

     No comprendo por qué nuestra vida es finita —protestó Artemisa con mucho dolor, llorando profundamente sin que pudiese evitarlo—. No entiendo por qué tenemos que despedirnos de quienes amamos, por qué no podemos estar juntos siempre.

     Es el ciclo de la vida, Artemisa, y tú deberías aceptarlo más que nadie —se rió Gilbert con mucha ternura.

     Sí, acepto que la vida sea este ciclo interminable, pero no soporto saber que un día perderé la oportunidad de volver a hablar contigo o de mirarte a los ojos siendo consciente de que nos hallamos en el mismo mundo. Ese tipo de certezas me disuade de querer vivir mi propia vida, de alejarme de lo que amo para...

     No, no, Artemisa. Tú no puedes hacer tu vida a merced de lo que dure la de los demás. Tú tienes que caminar por tu destino tal como necesitas hacerlo. Yo nunca me olvidaré de ti. Jamás te guardaré rencor porque no vivas junto a mí los últimos momentos de mi existencia —le aclaró Gilbert con sabiduría y mucha fuerza.

     Lo sé, pero...

     Anda, ven, pequeña —le pidió muy amorosamente. Artemisa se levantó de donde estaba sentada y se abrazó a Gilbert llorando con mucho sentimiento—. Ay, Artemisa, cuánto te he querido siempre, hija mía. Eres una bendición; la bendición más bonita que pudo llegarnos a Gaya y a mí.

Aquellas palabras profundizaron mucho más el llanto que la atacaba. Artemisa se percató de que necesitaba llorar por todo lo que la había afligido en el pasado, por todas esas certezas dolorosas que se encerraban en su corazón, por toda la tristeza que había experimentado a lo largo de su vida y por los hechos espantosos que la habían golpeado hacía apenas unas horas. Cualquier pensamiento ahondaba la ansiedad que le hacía llorar tan desconsoladamente, cualquier recuerdo la apuñalaba como si fuese una espada que deseaba partirle el corazón en mil pedazos. Acordarse de Gaya, de todo lo que había vivido con ella y Gilbert, de todas esas ocasiones en las que había podido demostrarles cuánto los quería y no lo había hecho por hallarse sumida en la más absoluta desesperación y sobre todo de todas esas acciones hermosas con las que ellos habían tratado de sanarle el alma la empequeñecía tanto que se creía propensa a desaparecer.

     Venga, venga, no quería ponerte tan triste —se rió Gilbert con cariño mientras la mecía entre sus brazos—. Agnes, ¿cómo podemos convertir su llanto en risa?

     Déjala llorar, Gilbert. Lo necesita. ha vivido momentos muy tensos y no se ha desahogado todavía —le comunicó Agnes con mucho amor.

     Llorar es la mejor forma de limpiarnos el alma.

     Sí, por supuesto —sonrió Agnes con nostalgia.

Aquel momento parecía insufrible y uno de los más tristes que vivían juntos desde hacía muchísimo tiempo, pero, cuando Artemisa se sintió más calmada, luchó por convertirlo en el más hermoso y mágico. Tras separarse del pecho de Gilbert y limpiarse las lágrimas, les pidió:

     Perdonadme. Sí necesitaba desahogarme. Tengo una presión en el alma que me impide respirar con serenidad. Lo que le ha ocurrido a mi hermana me destroza el corazón. Gracias por ser pacientes conmigo. Ahora me gustaría solicitaros algo. Ya sé que hace quince días de Lughnasadh, pero sería precioso que celebrásemos los tres un ritual muy especial a través del que pudiésemos pedirle a la Diosa que nos dé fuerzas para enfrentarnos a la vida y para ser más sabios. ¿Qué os parece? Sé que el sol brilla con intensidad, pero eso no debe detenernos, al contrario, su poderoso fulgor debe impulsarnos.

     ¿Quieres que lo celebremos aquí, en mi jardín? —le preguntó Gilbert esperanzado.

     Sí, aquí mismo, entre estos olivos —le respondió ella sonriéndole con mucha luz.

     Me vendrá tan bien... —musitó Agnes con felicidad—. Hace casi una semana que no nos comunicamos tan íntimamente con la Diosa. Ayer yo lo intenté, pero fue tan extraño...

     ¿Por qué? —se interesó Gilbert.

     Porque, en lugar de ser yo quien intentaba comunicarse con la Diosa, parecía como si fuese Ella quien quisiese desesperadamente contactar conmigo.

     Es posible que a veces sí sea Ella quien aguarde impaciente el momento de hablar con nosotros. Vayamos, entonces —indicó Gilbert alzándose de la silla que ocupaba—. Preparémoslo todo.

     No es necesario que erijamos un altar muy complejo. Nos basta con la presencia de los árboles, de la tierra, del aire y de la fuente que susurra en este jardín para comunicarnos con los elementos y con la Diosa —pidió Artemisa sobrecogida—. Celebremos un ritual como lo hacíamos antaño.

     Sí, sí, por favor. Me atrae mucho la idea —sonrió Agnes luminosamente.

     Pero sí traeré las velas correspondientes y el tambor —aseveró Gilbert.

Gilbert regresó portando cuatro velas y una imagen preciosa de la Diosa que Artemisa reconoció enseguida. Aquélla la había moldeado ella cuando apenas llevaba dos meses transitando el camino de la iniciación.

     ¿Todavía la guardas? —le preguntó sorprendida y conmovida.

     Por supuesto que sí. Es uno de los regalos más bonitos que me han hecho nunca, sobre todo porque me lo entregaste a través de Gaya cuando ni siquiera me conocías.

     Ay, qué bien —se rió Artemisa emocionándose de nuevo.

     Qué fácil será conectar hoy con la Diosa si tienes los sentimientos tan a flor de piel —sonrió Gilbert con cariño.

     ¿Quién quiere dirigir el ritual? —preguntó Agnes mirando de soslayo a Artemisa.

     Pienso que debería hacerlo la suprema sacerdotisa que tenemos a nuestro lado, ¿no crees? —le cuestionó Gilbert también observando a Artemisa de reojo.

     Exactamente. Artemisa...

     Ay, no sé si podré hablar con claridad. Estoy muy emocionada. Esta mañana, además, es tan bonita y este lugar, tan propicio y mágico...

     Siente la llama de la vida en ti, Artemisa, y sigue su reclamo —le aconsejó Gilbert con sabiduría.

     Late en ti como lo hace en el cielo —prosiguió Agnes con fe.

     Sí, lo sé. Formemos el círculo mágico —ordenó emocionada. Cuando lo hubieron hecho, entonces prosiguió—: Cerrad los ojos. Ahora, inspirad, espirad... Sentid cómo se adentra en nuestro ser todo el poder que nos rodea. Imaginaos que en el centro de nuestro cuerpo nace una pequeñita esfera de luz que empieza a descender por nuestras piernas, que se adentra en la tierra y baja y baja hasta el centro de la Madre... muy lentamente... Sentid el fuego que late en su vientre eterno y poderoso...

Fue una meditación tan hermosa y sincera... Sintieron que les había permitido conectar con la fuerza primigenia de la que había brotado la vida, el universo, la tierra y todas sus bendiciones.

La voz de Artemisa sonó tersa y potente en todo momento: durante aquella preciosa meditación que los conectaba con la energía vital que yace en cada cuerpo y en el mismo universo, durante las invocaciones a los elementos y a la Diosa y al Dios...

     Necesitamos desprendernos de las energías que nos asfixian antes de recibir las que nos permitirán ser fuertes —indicó con pausa mientras tomaba el tambor que había traído Gilbert y comenzaba a recorrer el círculo mágico en el sentido contrario a las manecillas del reloj, percutiendo el instrumento con lentitud y mucha fuerza—. A través de la respiración, desprendámonos de la tensión que nos oprime, de esos pensamientos oscuros que nos impiden atisbar el fulgor de cada momento... Sentid cómo nos abandonan, cómo se pierden en la inmensidad del aire, cómo se adentran en la tierra y cómo su aliento ígneo los devora.

El sonido poderoso del tambor les golpeaba en el alma, destruyendo las tensiones que los asfixiaban. Agnes se sobrecogía profundamente al oír tras de sí esa voz ancestral que la instaba a deshacerse de lo que más le pesaba. Luchó contra el ímpetu de las energías oscuras que provenían de su pasado hasta que, al fin, notó que el alma se le llenaba de luz, de fuerza, de esperanza.

     Ahora, siguiendo el ritmo del tambor, cantemos, hermanos —ordenó Artemisa solemnemente—. Cantémosles a los elementos... «Tierra, aire, fuego y agua, seguidnos en la vida; morad en nosotros... Agua, fuego, aire y tierra, sed nuestro aliento, nuestro ímpetu, nuestra sangre y nuestro cuerpo. Invadidnos, tierra, aire, fuego y agua... Sed la fuerza, sed el camino, sed el espíritu...»

Mientras cantaban, Agnes fijó la mirada en la figura de la Diosa que las velas rodeaban. Le pareció que la luz del sol se aquietaba y se atenuaba para que sólo gritase el fulgor de esos pábilos que temblaban al contacto con la suave y casi imperceptible brisa que Artemisa causaba al moverse alrededor del círculo. Ya lo recorría en la dirección de las agujas del reloj, pues sabía que todos se habían desprendido ya de esas tensiones asfixiantes y estaban dispuestos a recibir todas las bendiciones que la Diosa les enviaba.

Agnes captó que la figura de la Diosa se engrandecía ante ella, como si cobrase vida. De sus pequeños y oscuros ojos brotó una luz cálida que la envolvió, que le hizo sentir protegida. Notó el influjo que dimanaba su presencia, su mágica presencia. Percibió que la voz de Artemisa y la de Gilbert se alejaba de ella y que el mundo material que la rodeaba se convertía en aire, sólo existiendo entonces el poder de la Diosa; el que se le transmitía al alma a través de esa figura que representaba su fe, su más amada divinidad.

«Sé fuerte, Agnes. La fortaleza forma tu camino. Nunca te rindas. Lucha, lucha por lo que eres. No permitas que el mal te abata, que la oscuridad te devore ni que tus recuerdos te venzan. Siempre has llevado el nombre que te entregaron al nacer porque debes ser tú siempre, siempre, a través de las edades y de los días, de cada instante y cada noche. Yo siempre estaré en ti, contigo, a tu lado, a través de las bendiciones que inundan tu vida. Son muchas, nunca lo olvides. Te doté de magia y dones preciosos porque tienes que existir plenamente. Nunca te olvides de ti, de lo grande que es tu alma, y así vivirás siempre en calma».

Sabía que aquellas palabras brotaban de lo más profundo del alma de la Diosa. Mientras las escuchaba sobrecogida y estremecida, le pareció que el mundo real se había desvanecido. No oyó los cantos que todavía entonaban Gilbert y Artemisa, solamente existió para ella la voz pétrea y solemne de la Diosa inundándole toda el alma.

Regresó de pronto a aquel pleno momento cuando la voz de la Diosa se hubo desvanecido, dejándole en el alma un vigor que no había experimentado nunca antes. Miró a su alrededor con lentitud y profundidad, empapándose de la belleza que la rodeaba, que formaba aquellos instantes. Artemisa se hallaba a su lado, mirándola brumosa, pero fijamente, siendo consciente de que Agnes acababa de recibir uno de los mensajes más bonitos e importantes de su vida. Agnes le sonrió transmitiéndole mucha conformidad y felicidad con aquel gesto tan luminoso y puro.

     Agnes, canta ahora lo que te pida el alma —le ordenó Artemisa con mucha ternura.

A través de la presencia de los cuatro elementos, del espíritu de la naturaleza y el de la Diosa y de los cantos que entonaron, aquel precioso ritual les entregó un sinfín de energías resplandecientes e invencibles que los ayudaron a creer que la vida no era nada dura, que siempre estaría llena de bendiciones. Bailaron y cantaron exhalando con cada movimiento de su cuerpo y con cada palabra que lanzaban al aire aquella felicidad que aquellos momentos les habían regalado.

Cuando el ritual llegó a su fin, se sentaron en la hierba riéndose de felicidad. El sol brillaba con una fuerza invencible, los deslumbraba e incluso les templaba la piel más de lo necesario; pero se sentían tan en calma que nada podía turbar la magia que los inundaba.

     Me gustaría contaros algo —les expresó Artemisa con esperanza—. Es cierto que en todas las tradiciones wiccanas a las que he pertenecido sólo pueden guiar un ritual quienes sean sacerdotes o sacerdotisas, pero estoy pensando en cambiar un poco la forma de organizarnos en el templo. Pienso que toda persona está dotada de una magia especial que la sabiduría volverá cada vez más fuerte. Además, hay veces en las que yo, por ejemplo, no siento que disponga de la firmeza suficiente para dirigir un ritual. Por eso creo que todas las que viven con nosotras deberían tener la oportunidad de colaborar en cualquier ceremonia, aunque no se hayan convertido en sacerdotisas.

     Sí, es una idea preciosa. Hay muchas tradiciones que funcionan así —le aseguró Gilbert ilusionado.

     Se lo comentaré a todas cuando lleguemos —resolvió Artemisa feliz.

     Artemisa, me gustaría pedirte un favor —le reveló Gilbert pacientemente.

     ¿De qué se trata?

     ¿Te acuerdas de Lili?

     Por supuesto que sí.

     Verás, Lili y yo nos telefoneamos muchísimas veces a la semana. Me cuenta todo lo que vive, cómo se siente y lo que desea. Me asegura que extraña a Gaya con toda la fuerza del mundo y que, desde que se marchó, su vida se ha vuelto mucho más difícil que nunca.

     ¿Por qué? —le preguntó con culpabilidad.

     Ya sabes que su madre es católica.

     Sí.

     Y que Lili posee dones especiales que debe esconder. Tiene dieciséis años, pero es una de las niñas más inteligentes y maduras que he conocido nunca. Ayúdala, Artemisa. Lili no deja de preguntarme por ti.

     Pero ¿cómo podría ayudarla? Es menor de edad y...

     Está encarcelada en esa casa en la que nadie la entiende. Las personas cuyo destino es servir a la Diosa tienen que volar lejos del lugar en el que han nacido y han crecido si éste no puede ofrecerles la libertad que requieren. Artemisa, debes visitarla para hablar con ella e intentar convencer a su madre de que la deje marchar.

     No creo que sea tan sencillo —aportó Agnes con nostalgia.

     Lili nunca está feliz, Artemisa. Se siente como un pájaro al que le han cortado las alas y lo han encerrado en una jaula inquebrantable.

     ¿Puedo llamarla ahora por teléfono?

     Sí, creo que estará en casa. No tiene amigos, apenas se habla con nadie. Sólo se relaciona con su madre, quien no la entiende en absoluto y la obliga a creer en esa religión a la que ella no le encuentra sentido. Si no la rescatamos, se marchitará para siempre e incluso es posible que la envíen a algún lugar en el que la destruirán irrevocablemente.

     ¡No podemos permitirlo! —exclamó Agnes sobrecogida.

     La telefonearé ahora —resolvió Artemisa levantándose de donde estaba sentada.

Gilbert la acompañó hasta la sala en la que tenía el teléfono y la dejó a solas para que pudiese hablar con serenidad. Mientras Gilbert no regresaba, Agnes conversó silenciosa y fervorosamente con la Diosa, agradeciéndole que se hubiese comunicado con ella con tanta nitidez y que le hubiese transmitido tanta energía a través de sus palabras.

Hallarse en aquel jardín, en aquella casa tan preciosa, la incitaba a recuperar recuerdos dolorosos en los que no se atrevía a pensar, pero parecía como si las palabras que la Diosa le había dirigido la hubiesen dotado de una valentía especial que la instaba a hundirse en aquel pasado tan triste. Se veía a sí misma conversando con Gilbert sobre sus turbados pensamientos, sobre sus inestables sentimientos, sobre el poco deseo de vivir, de ser ella misma. También evocó aquellos largos y vacíos meses en los que su vida se apagaba imparablemente, en los que solamente existía sumida en una noche interminable cuyas profundas nieblas le devoraban el alma. Apenas se acordaba con plenitud de aquellos instantes, pues la mayoría de ellos los había vivido bajo la confusión y la tristeza; pero estaba segura de que habían sido terribles no solamente para ella, sino sobre todo para quienes la querían y se preocupaban por su bienestar. Qué lejos quedaba aquella época tan horrible, tan absorbente, tan desesperante...

«¿Cómo es posible que todavía siga aquí, viva, siendo yo misma?», se preguntó conmovida cuando la fuerza de aquellos tristes recuerdos la invadió por completo. «¿Cómo es posible que no me haya perdido definitivamente? Quizá no me haya perdido porque la vida es un regalo que todavía tengo que aprovechar. No puedo rendirme nunca. No, no me rendiré jamás, y mucho menos si tengo a Artemisa conmigo», se prometió a sí misma notando que el alma se le llenaba de fuerza, de ganas de vivir, de luchar por sus sueños.

Cuando Gilbert regresó a su lado, Agnes le reveló lo que sentía y lo que pensaba. Gilbert la animó a que nunca se olvidase de aquellos sentimientos y pensamientos tan alentadores, pues eran la base de su vida, la tierra de su existencia, el aliento que ella necesitaba para ser feliz.

Artemisa se sentía bastante nerviosa. No deseaba que al teléfono contestase Mónica, sino Lili. Al oír la voz de Lili, sus nervios se atenuaron y fue capaz de conversar con ella muy cariñosa y calmadamente:

     Hola, Lili. Soy Artemisa. ¿TE acuerdas de mí? —le preguntó sonriéndole con mucha luz.

     ¡Artemisa! —exclamó Lili ilusionada—. ¿De veras eres tú?

     Sí, claro que sí.

     ¡Por fin! No te imaginas cuántas veces rogué que contactases conmigo. ¿Dónde estás?

     En casa de Gilbert.

     ¡Ay! ¡No me digas que estás tan cerca!

     Sí, sí —se rió Artemisa con dulzura.

     Si tomo el autobús de las doce, apenas tardaré media hora en llegar hasta allí. Aguárdame, por favor, por favor —le suplicó desesperada y entusiasmada.

     De acuerdo. No tengo prisa, así que ven cuando puedas.

     Gracias, Artemisa. Necesito hablar contigo.

     Yo también.

Lili había crecido más de lo que Artemisa se esperaba. Ya no era aquella niña menuda que podía esconderse entre la gente sin que nadie captase su presencia. Era mucho más alta y, aunque todavía seguía poseyendo esa delgadez que le hacía parecer frágil, de todos los rincones de su cuerpo se desprendía mucha seguridad y fortaleza anímica. No obstante, sus ojos irradiaban impotencia y parecía como si le pesasen los párpados. Artemisa se sobrecogió cuando detectó la pena que invadía el corazón de aquella niña tan inocente que había crecido entre negaciones y prohibiciones que estaban a punto de arrebatarle la ilusión de vivir.

Además el vestido rojo que portaba le hacía parecer más elegante y poseer más edad de la que tenía. Aún llevaba ese flequillo recto que remarcaba la forma rasgada de sus ojos oscuros y tenía el cabello muy largo y liso. Cuando sonreía, aquella sombra de tristeza que impregnaba sus ojos se desvanecía y parecía como si el mundo entero le resultase un lugar acogedor y mágico. A Artemisa el aspecto de Lili le recordaba muchísimo a Neftis, pero no fue capaz de confesárselo a nadie.

     Artemisa —la apeló sonriente cuando la tuvo al alcance de sus manos—, cuánto me alegro de verte, de veras.

Artemisa la abrazó con mucha ternura y timidez. Era la primera vez que la rodeaba con sus brazos y creía que todavía no le correspondía mantener tanta cercanía con ella, pero también debía reconocer que era el único apoyo que Lili tenía en esos momentos.

Lili se perdió en el abrazo que Artemisa le daba con tanta sinceridad. Hacía muchísimo tiempo que nadie le entregaba una muestra de cariño tan hermosa. Supo que la última persona que la había abrazado así había sido Gaya. Su recuerdo le llenó los ojos de lágrimas, pero luchó contra el llanto que deseaba apoderarse de ella para que la magia de aquel momento no se ensombreciese.

     Necesito hablar contigo. He convencido a mi madre de que me permita viajar a Britnadel para cursar allí el bachillerato y después la carrera universitaria que deseo estudiar.

     ¿Y ha aceptado bien que quieras irte? —le preguntó Gilbert con cautela. Temía que Lili no estuviese diciéndoles la verdad.

     No. Hemos tenido una discusión muy fuerte, pero al final he logrado que entienda que la única que puede vivir mi vida soy yo y que nadie puede disponer mi destino como más le plazca. Sé que el lazo que me une a mi madre se ha resquebrajado, pero confío en que con el tiempo consiga desprenderse de esa incomprensión que la controla y al final pueda perdonarme.

     ¿Y de qué vivirás? —quiso saber Artemisa.

     Aunque se haya enfadado tanto conmigo, me ha prometido que todos los meses me ingresará la cantidad de dinero suficiente para que pueda pagarme el alquiler de una habitación y todo lo que necesite allí para vivir. Cuando haya terminado mis estudios, entonces, si me lo permites, Artemisa, me trasladaré a tu templo.

     Sí, antes no creo que puedas. Debes tener dieciocho años para iniciar el aprendizaje necesario.

     Quiero ser bióloga —les confesó con esperanza e ilusión.

     Nadie te lo impedirá. Es más, si necesitas cualquier cosa, yo te la ofreceré —le prometió Artemisa con mucho cariño—. Yo trabajo en Britnadel, así que podremos vernos todos los días si lo deseas.

     Por supuesto que sí, aunque me gustaría pedirte algo.

     ¿Sí?

     Me gustaría que, aunque no viviese en el templo, me guiases en este camino, en el camino de la Diosa.

     Por supuesto que sí —le sonrió Artemisa satisfecha.

     Tienes mucho poder, Lili, y eres una persona muy mágica —la halagó Agnes con ternura—. Me recuerdas a mí cuando todavía no había perdido la inocencia.

     Creo que no la has perdido definitivamente, Agnes —observó Lili mirándola profundamente a los ojos.

     No estoy segura de que tus palabras sean totalmente ciertas, pero gracias por dedicármelas. Me has acariciado el alma con ellas —sonrió Agnes con timidez.

     Acabo de tener una idea preciosa —les declaró Artemisa a todos con mucha ilusión—; aunque primero debería hablar con Casandra para saber si está de acuerdo.

     ¿De qué se trata? —quiso saber Gilbert. Agnes ya se imaginaba lo que Artemisa estaba a punto de comunicarles.

     Mi hermana Casandra también tiene que iniciar una nueva vida en Britnadel. Aunque me haya pedido que le permita alojarse en el templo, se me ocurre que puede vivir con Lili.

     ¡Sería maravilloso! Casandra me parece una mujer muy buena y fascinante. Además, mi madre la conoce y confía en ella —indicó Lili esperanzada.

     ¡Pues no se hable más! Además, a mi hermana también le vendrá bien vivir contigo. También puede enseñarte muchísimo. Es muy sabia, aunque no se lo crea.

     Gracias, Artemisa —le dijo Lili abrazándose a ella con mucha fuerza—. Eres adorable y logras con mucha facilidad que la vida sea sencilla.

Partirían dentro de dos días, así que debían apresurarse por preparar todo lo que necesitaban para que Lili y Casandra viajasen con ellas a Britnadel. Aquel viaje que las esperaba a todas era en realidad el inicio de una nueva vida que sería mucho más hermosa y sencilla que la que dejaban en Lindanivia; aunque también estuviese anegada en momentos complicados que podían convertirse en unas sombras devastadoras. Sin embargo, las ilusiones y las esperanzas que les anegaban el alma a todas eran en realidad los pasos que les permitirían caminar por aquella época que se abría ante ellas. La esperanza es la fuerza más relevante, la que puede guiarnos e incluso arrastrarnos hacia nuestro verdadero destino.