lunes, 23 de enero de 2017

LA LLAMA DE UGVIA: CAPÍTULO 15. PARTIDAS INMINENTES




15

 

Partidas inminentes

 

Imbolc al fin llegó. Artemisa preparó aquella festividad que celebraba el desarrollo de la Diosa como doncella y la cercanía de los primeros brotes de flores con una dedicación que hacía mucho tiempo que no empleaba en la elaboración de un ritual. Sabía que era el último ritual que celebraría con La llama de Ugvia y quería ofrecerles a todos una despedida digna llena de magia.

Aunque tuviese el alma anegada en una sutil esperanza que se acrecería con el paso de los días, lo cierto era que Artemisa se sentía incapaz de intuir lo que ocurriría en su vida a partir de esos momentos. Ansiaba, con toda la fuerza de su alma, formar una nueva vida junto a los miembros que más quería de El fuego de Hécate en aquella casa alejada de la superficialidad de las ciudades; pero una vocecita en su interior le advertía de que, posiblemente, aquél no fuese su verdadero destino. Se percibía desorientada en su propia vida y vivía cada día como si estuviese compuesto de horas intragables y lentas.

Imbolc se celebró con fe, dedicación y amor, mucho amor. Cuando Artemisa concluyó aquel ritual tan mágico compuesto de oraciones poderosas, de bailes y cantos hipnóticos que celebraban el vigor de la Diosa, los miembros de aquel aquelarre le agradecieron todo lo que Artemisa había hecho por ellos, todo lo que les había enseñado. Le aseguraron que siempre la recordarían dondequiera que fuese y le desearon mucha suerte en el camino que estaba a punto de emprender.

Febrero había llegado en un momento oscuro lleno de penumbras, pero Artemisa sabía que aquella época no era sino un amanecer tenebroso que precedía a días repletos de luz y bendiciones. Intuía que estaba a punto de sucederle algo espléndido que cambiaría por completo su vida.

No obstante, antes de que aquello llegase, tuvo que enfrentarse a situaciones que no sabía cómo vivir. La primera de ellas le llegó justo una semana después de Imbolc. Su hermana Casandra la visitó tras mucho tiempo sin hacerlo. Había permanecido muy ocupada abriendo una nueva herboristería en otra ciudad cercana a la que era el escenario de sus días. Además había viajado a otro país para conseguir más productos y cerrar negocios con personas que cultivaban las plantas que a ella le interesaba vender. Estaba tan volcada en aquel proyecto que apenas hablaba con Artemisa, pero la recordaba a todas horas, acumulaba los acontecimientos que le explicaría cuando se reencontrase con ella y siempre la tenía presente, siempre, en cada hoja que veía, en cada acre de cielo que bendecía sus días.

     ¡Feliz reencuentro, hermana! —la saludó Artemisa con mucho cariño mientras la abrazaba emocionada.

     Perdóname por haber tardado tanto en visitarte, pero te aseguro que he estado muy atareada —se disculpó sentándose en el mismo sofá que había ocupado la primera vez que se había adentrado en el hogar de Artemisa—. Tienes que contarme cómo van los preparativos para el traslado a vuestra nueva morada.

Entonces Artemisa cayó en la cuenta de que Casandra no conocía lo que había ocurrido con Neftis. El frío más potente de la vida se le esparció por todo el cuerpo y le arrebató la alegría que había sentido al volver a ver a su hermana. Casandra detectó al instante el cambio que se había operado en las emociones de Artemisa y, con una voz llena de compasión, le preguntó:

     ¿Acaso ya no iréis a vivir a ese lugar?

     No se trata de eso, Casandra. Supongo que sí, que sigue en pie el proyecto, pero tengo que contarte algo...

     ¿Qué ocurre?

     Se trata de Neftis.

     ¿Se ha ido?

     Sí, se ha ido, se ha ido para siempre —le reveló incapaz de retener las lágrimas por más tiempo.

     ¿Qué quieres decir? —le preguntó con un hilo de voz.

     Neftis se suicidó hace una semana.

     ¿Cómo?

Artemisa no pudo contestarle. Arrancó a llorar silenciosa, pero amargamente. Aunque Casandra anhelase desesperadamente pedirle a Artemisa que le revelase todo lo que había ocurrido con Neftis, sabía que debía ser paciente con su hermana y aguardar sin presionarla el momento en que ella se sintiese capaz de seguir hablando; el cual en realidad no tardó mucho en llegar. Trató de entender nítidamente las palabras con las que Artemisa le contaba lo que había acaecido, pero tenía el alma tan anegada en asombro y tristeza que le costaba muchísimo centrarse en escuchar atentamente a su hermana, quien se expresaba intentando que su honda pena no turbase la claridad de su dulce voz.

     Me la encontré muerta en su alcoba. Se envenenó. Me dejó una carta que...

     Artemisa, no puede ser.

     Sí....

     Pero ¿cómo es posible? Hasta lo que yo tenía entendido, ella estaba bien. Es cierto que de vez en cuando se desanimaba mucho, pero nunca me imaginé que fuese capaz de quitarse la vida —declaró Casandra incrédula y muy dolida.

     Nadie se imaginaba que pudiese hacer algo así —le confirmó Artemisa destrozada por un dolor impar.

     Neftis ha muerto —musitó Casandra muy quedo. Parecía como si buscase en aquellas palabras la lógica de la vida, la razón por la que existe y fenece cada ser—. No entiendo por qué se rindió de ese modo. Nosotras la queríamos muchísimo. ¿Por qué ni siquiera pudo encontrar consuelo en nuestro amor? No es justo, no es justo que haya ocurrido esto.

Casandra era una mujer muy fuerte, aunque excesivamente sensible, y siempre intentaba luchar contra el llanto que tan frecuentemente se apoderaba de ella en las situaciones tristes; pero aquella vez la dominaron unas ganas de llorar tan densas e intensas contra las que no fue capaz de luchar. Empezó a plañir en silencio, ocultando tras sus manos temblorosas las lágrimas espesas que le manaban de su mirada; la que siempre estaba invadida de serenidad y comprensión.

Artemisa ansiaba lanzarse a los brazos de su hermana para llorar juntas a Neftis, pero no lo hizo. No se movió ni un ápice de donde estaba. Sabía que, si abrazaba a su hermana, el intenso dolor que ambas experimentaban se volvería insufrible e en exceso desgarrador. Así pues, se mantuvo quieta, aguardando el momento en que Casandra se calmase. Aunque comprendiese que Casandra tenía derecho a interrogarla acerca de lo que le había ocurrido a Neftis, tenía miedo a sus preguntas, a las conjeturas que de sus silenciosas respuestas ella pudiese extraer.

     ¿Y qué te decía en esa carta que te dejó? —le cuestionó tratando de hablar a través de su profunda desolación.

     No me siento capaz de evocar todo lo que me escribió.

     Pero ¿por qué se quitó la vida, Artemisa? ¿Qué ocurrió antes de su muerte? Debió de suceder algo terrible para que llegase hasta esos extremos —meditó Casandra completamente sobrecogida—. Neftis era muy valiente y fuerte. Me extraña tanto que tomase una decisión tan horrible... —Como Artemisa no le contestaba a ninguna de las preguntas que le formulaba, Casandra le insistió—: Dime qué pasó, Artemisa, por favor.

     No puedo, hermana. No puedo, de veras —le respondió llorando desconsoladamente.

     Pero ocurrió algo que desencadenó su suicidio, ¿verdad?? —Artemisa asintió levemente con la cabeza—. Tienes que explicarme lo que sucedió, Artemisa.

     Ahora no, Casandra, por favor.

Casandra estaba tan nerviosa e inquieta que apenas controlaba lo que decía. No valoraba las palabras que manaban rápidamente de sus labios. Ni siquiera era capaz de imaginarse que su agobiante actitud pudiese incomodar y sobrecoger a su hermana, quien lloraba cada vez más deshecha en un llanto terriblemente destructivo.

     ¿Por qué no intentaste comunicarte conmigo para explicarme lo que había ocurrido? Yo habría vuelto de mi viaje para acompañaros en esos momentos tan horribles —le recriminó Casandra a su hermana con impotencia.

     No quería preocuparte. Hallándote tan lejos de estos lares, creía que era injusto que conocieses lo que había sucedido si no podías hacer ya nada para remediarlo.

     Tu deseo de protegernos a quienes quieres y te queremos, Artemisa, provoca que nos mantengas lejos de ti cuando más nos necesitas. Lo que no es justo es que te hayas negado la oportunidad de que yo te consolase. No vuelvas a hacerlo. ¿Me has entendido? —Artemisa asintió débilmente con la cabeza, incapaz de rebatir las palabras de su hermana—. ¿Y cuándo la enterrasteis? —le preguntó desafiante, aunque intentando parecer serena, mientras se limpiaba las lágrimas con rapidez y timidez, como si se avergonzase de haber llorado tan honda y desconsoladamente delante de Artemisa.

     El mismo día —le contestó sin mirarla.

     ¿Cómo? El procedimiento que debe seguirse para enterrar a alguien que no pagaba un seguro...

     Mucha gente no lo paga.

     Artemisa, mírame. ¿Qué hicisteis? —le preguntó con curiosidad. Artemisa supo que su hermana tampoco podía ignorar la voz de su poder de intuición—. Artemisa, dime la verdad, por favor.

     No quiero que hablemos de esto. No tengo nada más que decir.

     Al contrario; debes decirme muchas cosas, Artemisa. Tienes una mirada tan extraña... Artemisa...

     No, Casandra. No quiero hablar de esto.

     Me escondes algo muy grave, hermana, y eso me duele.

     ¡No te escondo nada grave! En todo caso, te oculto información sagrada.

     Artemisa, no puedes hacer lo que te dé la gana con el cuerpo de una persona que forma parte de la sociedad. No sé si me entiendes. La buscarán.

     No la buscarán.

     ¿Dónde la tenéis?

     Está con la Madre.

     Artemisa, esto es muy serio.

     ¿Qué ocurre, Artemisa? —preguntó de repente la voz de Agnes. Al oírla, Artemisa sintió un profundísimo alivio. Casandra advirtió que la mirada de su hermana se había anegado en ternura y una luminosa serenidad que atenuó la potencia de su desolación—. ¡Casandra! ¡Me alegro mucho de verte!

     A mí también me alegra verte, Agnes. Sin embargo, no sé si tendría que haber venido —titubeó Casandra abrazando a Agnes—. Agnes, tú, que eres más juiciosa y razonable...

     ¿Yo juiciosa y razonable? —se rió Agnes despreocupada.

     Quiero decir que no serías capaz de mentir nunca.

     Qué poco me conoces; pero, bueno, no seré yo quien turbe esa preciosa concepción que tienes de mí. ¿Qué deseas?

     Quiero que me confieses lo que ha ocurrido con el cuerpo de Neftis. Artemisa me oculta...

     No temas, Casandra. No le hicimos nada malo, te lo aseguro. Ahora, relájate y toma té con menta junto a nosotras. Vivimos días intensos de preparación y traslado y debemos estar activas y despiertas —la invitó Agnes mientras colocaba un mantel rojo sobre la mesa del salón—. Traeré galletas de limón, también.

Casandra no pudo seguir insistiéndole a su hermana en que le confesase la verdad sobre lo que había ocurrido con Neftis. Almorzaron en silencio y en calma, pero Casandra tenía el corazón anegado en inquietud. La actitud de su hermana la había desasosegado muchísimo, sobre todo porque sabía que, detrás de sus evasivas miradas y de sus poco concretas palabras, se escondía una verdad que ni siquiera a ella, a su hermana de sangre, sería capaz de confesarle jamás.

Artemisa, por su parte, notaba fija en ella la mirada inquisidora de su hermana, aunque Casandra no la observase directamente. No se sentía a gusto a su lado porque era consciente de que no poder decirle la verdad sobre el entierro de Neftis era algo que las distanciaría. Cuando terminó de almorzar, se levantó lentamente y se dirigió hacia el jardín. Necesitaba despejarse y sabía que sólo la naturaleza con su calma brillante podría ofrecerle la serenidad que requería.

Mas sabía que no podía separarse definitivamente de la sensación que le provocaba el estado anímico de su hermana. Sin casi darse cuenta, se acercó a la parte trasera de la casa y se aproximó a una de las ventanas del comedor, por la que se escapaban las voces de Agnes y de Casandra formando una conversación tensa que a Artemisa la sobrecogió más de lo que ya lo estaba:

     Agnes, confío en ti. Eres la única que puede desvelarme lo que Artemisa tanto desea ocultarme. Por favor, confiésame lo que Artemisa no se atreve a contarme. Tienes que decirme lo que ocurrió con Neftis, Agnes. ¿Por qué se quitó la vida y cómo la enterrasteis?

     No puedo hacerlo, Casandra.

     Pero ¿quién os creéis que sois para esconderme algo tan importante? ¿Acaso no me tenéis confianza? ¡Soy la hermana de Artemisa! ¡No es comprensible ni justo que me excluyáis así de vuestra vida!

     Nadie está excluyéndote de nada, Casandra, de veras; pero hay secretos que ni siquiera las hermanas más íntimas pueden compartir. No puedo decirte algo que me han prohibido contar. Lo siento. Jamás sería capaz de traicionar así a Artemisa.

     Lo único que me revelas con tus palabras es que habéis enterrado o incinerado a Neftis sin permiso de nadie, cometiendo de ese modo un delito que está penalizado por la ley. No quiero que os suceda nada malo, pero no puedo protegeros si no contáis conmigo.

     No quiero que hables de esto con nadie.

     Ni siquiera Artemisa es capaz de decirme por qué Neftis se suicidó. Tengo la sensación de que desconozco la mayor parte de los detalles de la vida de mi hermana.

     Has estado fuera mucho tiempo y han ocurrido muchísimas cosas durante tu ausencia.

     Pero, así como yo deseo hacer partícipe a mi hermana de todo lo que he vivido, esperaba que ella actuase de la misma forma conmigo.

     Lamento muchísimo que te sientas tan traicionada por Artemisa —le indicó con culpabilidad, mirándola hondamente a los ojos. Casandra se sobrecogió con intensidad al descubrir que Agnes había intuido a la perfección sus emociones incluso mucho antes de que ella misma las experimentase—. Ya sabes que Artemisa es muy reservada y le cuesta mucho hablar de lo que siente y piensa. Me gustaría seguir conversando contigo durante toda la mañana, pero tengo mucho por hacer, Casandra. Te recomiendo que converses serenamente con Artemisa, sin presionarla ni inquietarla. Todavía está muy afectada por la muerte de Neftis. En realidad, lo estamos todas —susurró reprimiéndose las ganas de llorar—. Que se marchase de ese modo tan súbito e inesperado ha hecho temblar el suelo de nuestra vida y la ha llenado de una oscuridad densa contra la que no cesamos de luchar. Por favor, ten paciencia con Artemisa. Se halla en el jardín. Siempre que nota que algo la asfixia, se escapa a los brazos de esta naturaleza tan llena de calma. Aunque le aterre que puedas formularle mil preguntas incómodas, te necesita, te necesita muchísimo. Te ha necesitado tanto... pero no creo que sea capaz de reconocerlo.

     Sé perfectamente dónde puedo encontrarla —le contestó Casandra con una incómoda hostilidad tiñéndole la voz. Agnes se sobrecogió al oír el modo como Casandra le había hablado, por eso no fue capaz de decirle nada más. Era consciente de que su verborrea le había llenado el alma de nostalgia y desesperación a Casandra y también sabía que había pronunciado todas aquellas palabras impulsada por unos nervios atroces que la habían descontrolado sutilmente—. Te agradezco mucho todo lo que me has dicho. Me has revelado muchísimos detalles de la vida de Artemisa casi sin darte cuenta.

Entonces Casandra se levantó rápidamente de la silla que ocupaba y salió del salón dejando a Agnes con la respiración temblorosa. Se arrepentía de haber sido tan profundamente sincera con Casandra. No comprendía por qué le había revelado todas aquellas certezas sin prácticamente valorarlas en su mente antes de que se le escapasen de los labios, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse de haber obrado con tanta franqueza.

Artemisa estaba paralizada y profundamente impresionada. La forma en que Agnes había hablado de ella la había conmovido muchísimo, pero también le hacía sentir culpable. Había descubierto que Agnes conocía mucho mejor que nadie las emociones que le invadían el alma. Ni siquiera Artemisa había podido reconocerse a sí misma que estaba tan asustada y triste. Había ignorado esos sentimientos por temor a que pudiesen turbar la calma con la que deseaba teñir sus días.

Además, la intimidaba hondamente que la voz de Casandra hubiese sonado tan llena de rabia, rencor e impotencia. Artemisa se sintió culpable cuando detectó todas las malas energías que invadían el alma de su hermana, pero tampoco se atrevía a calmarla.

Fue una mañana difícil y muy triste. Parecía como si la muerte de Neftis hubiese desestabilizado su hermosa relación y quebrado cualquier ápice de paz que podía existir entre ellas dos y en cualquier parte. Artemisa era incapaz de aceptar aquella realidad. Incluso se planteó la posibilidad de que el lazo que la unía a su hermana estuviese debilitándose porque Neftis se había marchado, pues Neftis había sido un pilar fundamental que había sostenido el cariño que la una le dedicaba a la otra. Neftis había compartido con ellas dos demasiados momentos. Su ausencia era como un abismo que cada vez se abría más entre ellas, por el que podían caer todas las ilusiones de la vida y todas las esperanzas que volviesen áureo el futuro que las aguardaba al otro lado de aquellos instantes.

Artemisa notaba que entre su hermana y ella estaba naciendo una barrera muy peligrosa que podía separarlas injustamente y lo peor era que sabía que no podía derribarla, pues la fuerza que le permitiría lograrlo era aquella verdad que jamás le revelaría, ni siquiera aunque su vida estuviese en peligro. Había jurado, cuando celebraron el ritual con el que despidieron a Neftis, que nunca le confesaría a nadie lo que había ocurrido aquella noche y un juramento hecho en un momento tan sagrado era completamente inquebrantable.

     Creo que has oído perfectamente la conversación que hemos mantenido Agnes y yo —le indicó Casandra cuando hubo encontrado a Artemisa. Artemisa no le contestó, sino que permaneció con los ojos entornados, fijos en el suelo—. Así pues, creo que no tengo que preguntarte nada más. Eres libre de revelarme lo que te dé la gana, pero eso sí: no pienses que apruebo tu comportamiento. Me gustaría que fueses más sincera, sobre todo contigo misma, pero, si ni tan sólo puedes reconocerte lo que sientes, no tiene sentido que te suplique que lo hagas ante los demás.

Casandra hablaba sin pensar en las palabras que pronunciaba, sólo guiándose por sus intuiciones y por las energías que se desprendían de Artemisa. Lo que más la irritaba era el silencio con el que su hermana le contestaba; un silencio que no se había apoderado únicamente de su voz, sino sobre todo de su mirada; la que aparecía esquiva y completamente opaca.

Casandra sintió una intensa punzada de dolor cuando también fue consciente de que entre su hermana y ella estaba alzándose una frontera prácticamente indestructible. Cesó de caminar cuando se planteó la posibilidad de que aquélla fuese la última vez que podría conversar cariñosa y entregadamente con su hermana. La quería muchísimo, como nunca había querido a nadie, pero no soportaba que fuese tan poco clara, que fuese tan misteriosa y hermética. No la ofuscaba solamente que le ocultase lo que había ocurrido con Neftis, ni la forma como se habían deshecho de su cuerpo, sino sobre todo que no le confiase sus más íntimos deseos y pensamientos. Reconocía que toda persona tenía derecho a guardarse secretos, pero Casandra siempre había creído que su hermana le hacía partícipe de todas las emociones que le invadían el corazón y, sin embargo, en esos momentos la notaba lejos, cada vez más lejos de ella, de sus brazos, de sus manos y de sus consejos. Artemisa estaba convirtiéndose en una extraña para ella. Incluso notaba que había cambiado, que sus ojos ya no brillaban de la misma forma. ¿Qué hechos habían mutado la nitidez de su carácter? Su hermana era una mujer distinta a la que había conocido hacía ya unos meses.

     Me parece que no te conozco, Artemisa —le confesó con una voz trémula, aunque trató de mantenerla potente y fuerte.

     No estoy pasando por un buen momento, Casandra. La muerte de Neftis me ha destrozado el corazón.

     No es sólo la muerte de Neftis lo que tanto te hace temblar, Artemisa. Hay algo más que no quieres contarme y la verdad es que no entiendo por qué ya no confías tanto en mí.

Artemisa no le contestó, nuevamente, sino que volvió a hundirse en ese silencio inquebrantable que tan inaccesible la tornaba. Casandra trató de conversar con ella acerca de temas que no se relacionasen con los que tanto estaban separándolas, pero parecía como si Artemisa hubiese perdido la capacidad de dialogar calmadamente con alguien. Solamente podía escuchar a su hermana con atención y entrega, pero Casandra notaba que a Artemisa no le interesaban las experiencias que ella le contaba.

     Será mejor que me marche —le indicó Casandra cuando ni siquiera llevaba una hora en la casa de Artemisa.

     ¿Ya te vas? —le preguntó Artemisa con arrepentimiento y miedo. Sabía que su hermana estaba tan desanimada e irritada por culpa de su comportamiento, pero era incapaz de actuar de otro modo.

     No soporto estar más aquí. Lo siento. Llámame cuando de veras desees verme y hablar conmigo, pero hablar de verdad, no dedicarme esta conversación silenciosa que tan poco sentido tiene —le recriminó con hostilidad y frustración.

     Perdóname, Casandra. No me encuentro bien.

     ¿Te piensas que a mí no me afecta la muerte de Neftis? —le preguntó a punto de perder la paciencia. Los ojos le resplandecían de ira y dolor.

     Jamás creeré algo así.

     Ni siquiera te has dignado consolarme. Yo también la quería muchísimo, Artemisa. Eres egoísta como nadie, hermana. No me esperaba que te comportases así conmigo.

     Lamento mucho haberte decepcionado tanto.

     No me has decepcionado solamente porque no quieras confesarme la verdad de lo que hicisteis, sino porque tengo la impresión de que me ocultas muchísimos detalles de tu existencia y porque cada vez te noto más lejos de mí. Ni siquiera estoy segura de que vayas a iniciar esa vida que tanto estáis preparando. Hay algo en ti que me avisa de que te espera otro tipo de destino, una vida distinta.

     Es posible. Lo cierto es que nunca conoceremos plenamente lo que puede ocurrirnos en el futuro.

     ¿Y en el presente?

     ¿Qué quieres decir?

     ¿Sabes lo que te ocurre en el presente? —Artemisa no fue capaz de contestarle. Entonces, Casandra le insistió—: ¿Tienes alguna idea de lo que está sucediéndote ahora mismo?

     No sé a lo que te refieres.

     Eres necia e inmensamente estúpida, Artemisa —le recriminó su hermana con rabia.

     No puedo creerme que estés insultándome de ese modo, precisamente tú.

     Te crees sabia como la más importante sacerdotisa, pero en realidad eres ignorante y ni siquiera sabes interpretar tus emociones. No merece la pena que siga hablando con alguien que se oculta tras una máscara de serenidad y poder. Eres débil como las neblinas de la mañana. Sólo espero que algún día puedas ser como verdaderamente eres.

     No entiendo por qué me dices todo eso —le indicó Artemisa a punto de ponerse a llorar.

     Eres una extraña para mí. Ya no te conozco. Parece como si te hubieses convertido en la mujer que eras para mí antes de encontrarte. No te entiendo, Artemisa. Ya no cuentas conmigo para nada, no me confiesas cómo te sientes, no me explicas tus inquietudes, no compartes conmigo tus pensamientos... Y todo eso me duele muchísimo, Artemisa.

     Hay hechos y emociones que es mejor guardarnos en lo más profundo del alma. Que no te cuente todo lo que me ocurre y todo lo que siento no significa que ya no confíe en ti ni te quiera. Creo que estás tergiversando la realidad; pero no te culparé por ello. El dolor que a ti también te provoca la muerte de Neftis te vuelve incauta en tus palabras.

     ¿Y con quién compartes esos sentimientos y esos pensamientos que tanto te duelen, que tanto te desestabilizan? No me niegues que ahora mismo ni siquiera crees en ti misma.

     Los comparto con la Diosa. Es la única que puede entenderme y ayudarme en esto.

     Es eso precisamente lo que te ocurre; que sólo piensas en la Diosa, que sólo te fijas y te vuelcas en Ella, que te olvidas de que los demás también tenemos derecho a que nos hagas sentir que te importamos. No puede ser que únicamente te dediques a llenar tu espíritu, Artemisa.

     Nada de lo que estás diciendo es cierto. La Diosa es muy importante para mí, es verdad; pero también lo sois todos los que formáis parte de mi vida.

     No lo creo. No es cierto. No me mientas más, Artemisa. Te esfuerzas por convencernos a todos de que la Diosa es lo que más te importa porque en realidad necesitas convencerte a ti misma. A la vez, esas convicciones que te destrozarán para siempre la vida son las que te impiden prestarnos la atención que nos merecemos a los que te queremos de verdad; a las personas de carne y hueso que pueden amarte siempre, siempre.

Aquella conversación estaba volviéndose cada vez más tensa. Artemisa notaba que a su hermana y a ella las alejaban unas manos férreas y pétreas que las golpeaban en el alma. Casandra, al darse cuenta de que Artemisa y ella no podrían comprenderse por mucho que se esforzasen por hacerlo, se despidió de ella y salió del jardín dejándola sola en medio de los árboles.

Aunque la conversación que acababan de mantener su hermana y ella le doliese en el alma, Artemisa agradeció sutilmente que la dejase sola. A pesar de que tuviese miedo a que su hermana se hubiese enfadado definitivamente con ella y que las tensas palabras que se habían dedicado las alejasen para siempre, Necesitaba estar sola para reflexionar sobre todo lo que habían conversado. No podía negar que, desde siempre, se había volcado mucho más en llenar de luz y fe la parte espiritual de su ser y que muchas veces se había centrado tanto en sus rituales, sus creencias y en la Diosa que había descuidado las relaciones con las personas que formaban parte de su vida. Sin embargo, ella creía que, precisamente en aquel entonces, estaba mucho más pendiente que nunca de todos los que requerían su atención. Se había esforzado lo indecible por cuidar a Agnes y para ayudarla a recuperarse, había lamentado y lamentaba con toda el alma la muerte de Neftis, contaba con Gaya y con Gilbert para preparar todo lo necesario para el traslado a su nuevo hogar... Además, ser profesora de universidad la hacía permanecer en continua interacción con los alumnos y los demás profesores.

Además, le resultaba injusto que precisamente su hermana le recriminase que estuviese más pendiente de la Diosa que de nadie cuando era ella quien se marchaba de Lindanivia y no regresaba hasta pasados unos meses, quien no se había esmerado en absoluto en apoyar a Artemisa cuando Agnes estaba recuperándose, quien se había mantenido fuera de casa cuando más se la requería. No obstante, Artemisa jamás sería capaz de reprocharle nada a su hermana, pues entendía perfectamente que a Casandra la agobiaba y la abrumaba en exceso cualquier energía negativa. Comprendía que necesitase alejarse de todo foco de vibraciones desalentadoras y emociones terribles. Casandra era una mujer muy sensible que absorbía cualquier irradiación potente que se desprendiese de las personas y los lugares que componían su entorno.

«Seguramente me reprocha lo que a ella tan culpable le hace sentir —se dijo Artemisa mientras regresaba al interior de su casa—. Ya llegará un momento en el que todas estemos mejor. Además, la muerte de Neftis la ha descontrolado en exceso, aunque se haya esforzado tanto por ocultarme la inmensa tristeza que se ha apoderado de su corazón».

Mas había un hecho que la atormentaba más que ninguno. A través de las hirientes y enigmáticas palabras que Casandra le había dirigido, Artemisa había adivinado que su hermana conocía lo que ella sentía por Agnes. Se preguntó por qué todas las personas que la miraban a los ojos descubrían sus más íntimos sentimientos y sus más intensas emociones cuando ni siquiera ella era consciente de que éstas se le escapaban de los ojos convertidas en destellos de luz y oscuridad. Estaba segura de que no le resultaba complicado ocultar lo que tanto la intranquilizaba y reparar en que los demás podían detectar sus más recónditos secretos la desolaba profundamente.

Agnes se acercó a ella en cuanto la oyó entrar y la miró tiernamente con sus ojos nocturnos y expresivos. Artemisa se sintió inmensamente acogida en aquella mirada tan cálida y dulce. No pudo evitar que la forma en que Agnes la observaba la conmoviese profundamente. Empezó a llorar con desesperación y un desconsuelo estremecedor. Se abrazó a Agnes antes incluso de que Agnes tuviese tiempo para aproximarse a Artemisa y rodearla con sus cariñosos brazos.

     No he sabido consolar a mi hermana. Me ha dicho que soy egoísta y que me he vuelto una desconocida para ella, pero entiendo cómo se siente —le confesó Artemisa a Agnes con mucha pena.

     El dolor nos convierte en personas inexpertas. No te culpes por no haberla calmado como ella esperaba que lo hicieses.

     Creo que el lazo que nos unía se ha quebrado.

     No es cierto, cielo. Casandra y tú os queréis muchísimo. Nada os separará, créeme —le dijo con mucha dulzura mientras la tomaba de la cabeza con sus amorosas manos—. Cálmate, cariño. Llámala esta tarde y hablad serenamente. Ya verás cómo se habrá olvidado de lo que ha ocurrido.

     Está bien.

     No te desalientes tanto, Artemisa. Nada podrá destruir el amor que os tenéis, te lo aseguro.

     Gracias, Agnes. No sé qué haría sin ti —musitó Artemisa esforzándose por mantener los ojos fijos en la hipnótica mirada de Agnes.

     Ni yo sin ti... Ven, vayamos a preparar la comida —le pidió separándose azorada de ella—. Se ha hecho un poco tarde...

Mas Artemisa no pudo conversar con su hermana, pues aquel mismo día ella partió hacia otra ciudad que quedaba un poco lejos de Lindanivia, destruyendo así la posibilidad de que quebrasen aquella tensa situación que tanto las separaba. Entonces Artemisa desistió de intentar comunicarse con Casandra. Decidió que la buscaría cuando regresase de aquel viaje tan inesperado.

Así pues, se centró en curarse las heridas que la muerte de Neftis le había horadado en el alma, en disfrutar de las últimas clases que ofrecía en la universidad y sobre todo en cuidar de Agnes, quien también estaba bastante desanimada por la eterna partida de Neftis. Las dos se esforzaban por llenar de luz todos los rincones de ese hogar en el que habitaban sintiendo que ya no las acogía. Aunque anhelasen abandonar aquella casa cuanto antes, todavía no podían irse de allí, puesto que la morada que compartirían con Gaya y Gilbert aún no estaba lista. Debían aguardar la llegada de Ostara para trasladarse a aquella nueva vida. Agnes, cada vez que pensaba en que se hallaba cercano el momento de iniciar aquel presente que se imaginaba tan mágico y resplandeciente, notaba que las sombras que se habían cernido sobre su alma y sobre la de Artemisa se deshacían.

Fueron transcurriendo los días. Imbolc se alejaba y Ostara se acercaba. Se notaba que la primavera estaba a punto de llegar, pues los días se alargaban cuando el atardecer los dominaba y a la noche le costaba mucho más apoderarse del cielo. Los últimos haces de luz del ocaso luchaban con ahínco contra las incipientes penumbras de la oscuridad y en el firmamento se desempeñaban preciosas batallas fulgurantes que teñían de matices esplendentes todos los rincones del jardín.

Cuando supo que Casandra ya había vuelto de aquel esporádico viaje de negocios, Artemisa intentó, en varias ocasiones, conversar serenamente con ella para convencerla de que seguía siendo esa mujer que ella tanto quería; pero Casandra se mostraba esquiva y reticente a hablar con su hermana. Los diálogos que mantenían estaban llenos de silencios incómodos que a Artemisa le destrozaban el corazón. Por su parte, Casandra creía que no le interesaba tratar con su hermana mientras ella no fuese capaz de reconocerle cómo se sentía en realidad, hasta que Artemisa le demostrase que de nuevo confiaba en ella como antes.

Gaya y Gilbert ya habían dispuesto todo lo necesario para su inminente traslado. Artemisa apenas podía dormir. Que se hallase cercano el día en que abandonarían Lindanivia también significaba que dentro de muy poco tendría que despedirse de la universidad, de sus alumnos y de los profesores que compartían departamento con ella.

Fue una de las primeras mañanas de marzo cuando Artemisa se despidió de todo lo que formaba parte de aquel fragmento de su vida. Nadie aceptó su marcha con complacencia, al contrario, parecía que dejar de ver a Artemisa fuese como si les arrancasen un gran pedazo de sus propias vidas. Artemisa les prometió que nunca perderían el contacto, que se comunicaría con ellos cuando menos se lo esperasen, a través de llamadas telefónicas o cartas que ella les enviaría.

Dejar de dar clases en la universidad y de formar parte del departamento en el que tantas investigaciones había llevado a cabo era el último paso que Artemisa debía dar para cerrar aquella etapa de su vida.

Sin embargo, en el alma de Artemisa había crecido una idea que se intensificaba con el paso de los días, que con el transcurso de las horas se convirtió en una innegable certeza que sería imposible ignorar. Artemisa había percibido que por dentro de ella susurraba una voz que le advertía de que el futuro que ella se imaginaba no era el que en realidad viviría. Impulsada por aquellas sugerencias, meditó profundamente en varias ocasiones para poder comunicarse con la Diosa y así descubrir el significado de aquellas silenciosas palabras que musitaban sobreponiéndose a la voz de sus pensamientos y de sus deseos.

Celebrando rituales íntimos y sumergiéndose en meditaciones hondas que la alejaban de la realidad durante unos largos momentos que no se podían contar, Artemisa fue descubriendo, poco a poco, el verdadero sentido de su futuro. Se sobrecogió cuando al fin comprendió que vivir junto a Gaya y los demás en aquella casa tan hermosa y tan apartada de la mundana civilización no era lo que la esperaba en su hado. La aguardaba un futuro mucho más intenso; un futuro distinto y tal vez muy complicado que, ciertamente, era su verdadero destino.

«Tu destino se halla lejos de estos lares», le reveló sutilmente la Diosa con su voz lejana y a la vez cercana una de aquellas ocasiones en las que Artemisa se sumergía en sus hondas meditaciones para comunicarse con Ella. «Busca en tu interior y encuentra el deseo que late con más fuerza en ti; el que no puedes ignorar, el que aparece en tus sueños más tristes y en los más anhelantes; el que te ha acompañado desde que eras niña».

No podía seguir ignorando la voz de sus sueños, de sus esperanzas y de sus anhelos. Sabía que tenía que buscar el inicio de otra vida muy distinta a la que se había imaginado muy lejos de allí y de todas esas personas que eran su familia. Eran muchos los motivos que la impulsaban a apartarse de ellos. Aún le pesaba en el alma la muerte de Neftis. No había conseguido olvidar que ella no se hallaba ya en el mundo. Se le agrietaba el corazón cada vez que rememoraba el momento en que la había encontrado muerta en su alcoba (un recuerdo que aparecía incesantemente en sus más terribles pesadillas), cada vez que evocaba lo triste que había sido aquella mañana gris y fría de enero en la que su hermana de fe se había marchado tan desgarradoramente del mundo. Aunque Artemisa no le confesase a nadie lo que sentía, lo cierto era que no se creía capaz de sobreponerse a la eterna partida de Neftis, sobre todo porque se culpaba de lo que le había acaecido a una de sus más íntimas amigas. No podía desprenderse de la culpa que gritaba ensordecedoramente en su alma y que le recordaba continuamente todas las lágrimas que Neftis había derramado por causa de esos sentimientos que al final habían acabado destruyéndola.

Artemisa sabía que tenía que alejarse de todos los que habían formado su presente y su pasado para poder renacer, para poder deshacerse de la profunda aflicción que se le había arraigado en el alma desde que Neftis se había marchado. Lejos de allí, de Agnes, de Gilbert, de Gaya, de su hermana y de todos los que componían el aquelarre de La llama de Ugvia, podría encontrar la luz que vencería la oscuridad gélida que se le había cernido sobre su corazón.

Además, no se creía capaz de vivir con el intenso amor que le profesaba a Agnes. Con el transcurso del tiempo, aquel amor que ella consideraba prohibido se intensificaba imparablemente. Le costaba mantenerse a su lado sin lanzarse a sus brazos para apretarla contra sí y llevársela a algún lugar en el que nadie pudiese detenerlas ni recriminarles que se amasen tanto. No soportaba la fuerza de esas emociones tan punzantes que le perforaban el alma cada vez que Agnes la miraba o se dirigía a ella con esa voz tan dulce, tan tersa y poderosa. Se sobrecogía siempre que la tomaba de la mano, siempre que la abrazaba o que se hundía en sus expresivos ojos nocturnos. Luchaba con ahínco contra esos preciosos sentimientos, se esforzaba por aniquilarlos con la temblorosa voz de su razón. No deseaba hundirse en el vigor de esa emoción porque no quería renunciar a su destino y sabía que, si permanecía al lado de aquella mujer tan mística que estaba convirtiéndose en una obsesión para ella, jamás conseguiría vencer sus debilidades; las que ella creía una amenaza a su entereza y a la nitidez de su existencia.

No obstante, aunque Artemisa fuese dolorosamente consciente de que cada vez amaba más a Agnes, no había dejado de tener claro que su destino era estar consagrada a la Diosa. Por eso, luchó por volver realidad aquel deseo al que la Diosa se había referido en tantas ocasiones. Sabía que debía alejarse de allí si anhelaba mantener firme sus decisiones, su propio destino.

Saber que cada vez se hallaba más próximo el momento de separarse de esa vida en la que tanto había anhelado existir le hacía sentir desvalida y a la vez muy ilusionada. Era consciente de que le costaría muchísimo distanciarse de las personas que más quería y que los extrañaría a todos con una fuerza devastadora, pero también sabía que aquél era su hado y no podía escapar de sus cariñosos brazos.

No obstante, aunque ansiase comunicar su decisión cuanto antes, solamente la Diosa conocía el secreto que guardaba en lo más profundo de su ser. Ni tan sólo se atrevía a revelarle a Gaya la verdad de su vida, de su futuro.

Se sentía inmensamente culpable cuando Gaya, Gilbert o Agnes se referían a aquella vida que los esperaba al otro lado de Ostara. Le costaba soportar la ilusión que se les desprendía a todos de su voz, de sus ojos, de las palabras que desvelaban sus más íntimas esperanzas. Agnes era quien más le recordaba los días que faltaban para mudarse a aquel hogar tan mágico. Cuando Agnes le sonreía con tanta luz y amor, Artemisa notaba que el alma se le llenaba de tristeza y desesperación. Aquellas emociones le presionaban el pecho como si se hubiesen convertido en una bola de hierro que la asfixiaba. No podía mirar a Agnes a los ojos cuando experimentaba aquellas sensaciones tan potentes. Agnes se apercibía de que Artemisa no se encontraba bien, pero no se creía capaz de preguntarle nada, pues la asustaba la respuesta que ella pudiese ofrecerle.

     Gaya me ha dicho que al final nos trasladaremos antes del equinoccio de primavera, por lo que celebraremos Ostara en nuestro nuevo hogar. Será el primer ritual que festejaremos allí —le comunicó Agnes una noche templada mientras paseaban por el jardín—. Ciertamente, me da mucha pena abandonar estos lares; pero sé que allí seremos muy felices. No he visto todavía cómo son los bosques que rodean nuestra morada, pero me imagino que son como los que yo amaba tanto cuando era pequeña, por los que siento a veces tanta morriña. ¿Sabes algo, Artemisa? Siempre me figuré que algún día regresaría a mi Galicia querida y mágica, pero también era consciente de que no serían esas tierras las que me verían volver, sino otras que se le asemejarían. No sé si me entiendes —titubeó al advertir que Artemisa no le contestaba ni le demostraba con gestos que la escuchaba.

     Sí, creo que sí. Bueno, más o menos —le reconoció sin mirarla a los ojos. Agnes se había detenido a su lado y la observaba con temor y extrañeza—. Me duele mucho la cabeza, Agnes. Lo siento.

     No es verdad —protestó Agnes con timidez—. Desde hace días, te noto distinta. Apenas hablas conmigo y, cuando me miras, parece que lo hagas con distancia y frialdad. ¿Qué te ocurre, Artemisa? —le preguntó con una voz trémula mientras la tomaba de las manos. Artemisa agachó la mirada, incapaz de soportar aquella situación—. Necesito saber si te sucede algo conmigo.

     Contigo no me ocurre nada malo, Agnes, te lo aseguro. Solamente siento pena por haberme despedido de la universidad.

     ¿Por qué no me dices la verdad, Artemisa? —le cuestionó asustada—. Siempre has sido plenamente sincera conmigo y...

     Agnes, no me preguntes nada más, por favor. De veras, me alegro muchísimo de que sientas tanta ilusión por empezar esa nueva vida que a todos nos espera.

     ¿Acaso a ti no te ilusiona saber que vamos a vivir todos juntos en un lugar tan precioso y mágico?

     No es eso, Agnes. De veras, no me apetece hablar más. Necesito descansar.

     ¿Es por Neftis? —le preguntó con muchísimo primor. Al advertir que Artemisa se quedaba paralizada, Agnes le indicó muy dulcemente—: La muerte de Neftis nos ha destrozado el corazón a todos y nos costará mucho reponernos de ese doloroso golpe que la vida nos ha dado; pero te prometo que nunca te dejaré sola, que estaré a tu lado siempre, apoyándote y escuchándote siempre que lo necesites. Te prometo que juntas superaremos esta tristeza que nos asfixia, Artemisa. Empezar una nueva vida en otro lugar nos ayudará a seguir adelante y yo jamás dejaré de aferrarte de la mano. Jamás perderás el equilibrio mientras a mí me quede aliento.

     Muchísimas gracias por tus palabras, Agnes; pero, de veras, no puedo seguir hablando —la interrumpió aguantándose costosamente las ganas de llorar—. Necesito irme a mi habitación.

Entonces Artemisa huyó de Agnes como si sus manos quemasen, como si con sus ojos hipnóticos, nocturnos y profundos pudiese perforarle el alma. La dejó allí en medio del jardín, temblorosa y triste, y se encerró en su alcoba cuando ya las lágrimas le resbalaban velozmente por las mejillas. Las tiernas y hermosas palabras que acababa de dirigirle ahondaron la desesperación que le invadía el corazón, pues le recordaron, una vez más, que se hallaba cerca el instante de separarse de una de las personas que más quería y más había querido en su vida y le hicieron ser consciente de que ella sería la primera en romper esa promesa que las dos se habían hecho mutuamente de cuidarse en todo momento, de no abandonarse nunca.

Saber que se separaría de Agnes en menos de una semana le destrozaba el corazón y le partía el alma. Además, antes de dejar a Agnes sola en medio del jardín, había advertido que sus profundos ojos nocturnos se habían llenado de lágrimas. Agnes se sentía tristemente impotente por no poder ayudar ni animar a Artemisa. Ella deseaba apoyarla, serenarla y convencerla de que todavía les faltaban a las dos muchos motivos por los que vivir, tal como Artemisa había hecho siempre que ella se había desmoronado.

A Artemisa le costaría muchísimo vivir lejos de Agnes. Sin embargo, aunque marcharse de allí le doliese hondamente, no cambiaría de parecer ni modificaría sus planes. Tenía la esperanza de que, distanciándose de Agnes, podría vencer el potente amor que sentía por ella. Tal vez conseguiría aniquilarlo si no la veía, si no oía su voz (la que tanto la apaciguaba y la estremecía), si no la tenía siempre tan cerca, al alcance de sus manos, de sus brazos y de sus labios.

Fue la última conversación profunda y emotiva que mantuvo con Agnes antes de decidir que había llegado el momento de confesarles la verdad a todos. Lo haría la noche previa a su marcha. No soportaría que los días se les tiñesen de tristeza por culpa de su elección. Prefería desvelarles que se iría justo unas horas antes de que partiese el avión que la distanciaría de su verdadera familia. No era justo que siguiesen creyendo que compartirían aquel futuro con el que tanto habían soñado. Sabía que sería duro, que la decepción más profunda se adueñaría del corazón de todos y que, posiblemente, nadie la comprendería; pero era su vida. Tenía que vivirla como la Diosa lo disponía y era consciente de que era completamente ilícito huir del destino para el cual había nacido.

Los reunió a todos una noche tibia que revelaba la cercanía de la primavera. Ostara se aproximaba y de los árboles que antes habían estado tan desprotegidos comenzaban a brotar los primeros suspiros de esas hojas que los embellecerían. Además, llovía prácticamente todos los días. Aquella lluvia le otorgaba a la tierra la fuerza necesaria para renacer del largo letargo en el que el invierno la había sumido.

Ya habían terminado de cenar cuando Artemisa se dispuso a hablarles con mucha calma, intentando que todas las palabras que pronunciaba les resultasen tiernas y comprensibles. Aunque su voz estuviese impregnada de dulzura y serenidad, lo cierto era que estaba muy nerviosa. Para ella aquel momento significaba no sólo la ruptura definitiva con el futuro que los esperaba a todos, sino también con todos aquéllos que habían formado su vida.

     Os he reunido a todos esta noche no para que celebremos una cena en señal de despedida a este hogar y a esta vida, sino... Veréis...

Casandra miraba a su hermana con los ojos anegados en temor, pero también en certezas que Artemisa no era capaz de interpretar. Intuyó que Casandra presentía lo que estaba a punto de decirles. Agnes no se atrevía a hundirse en la mirada de Artemisa, pues era consciente de que su amiga más íntima se hallaba pronta a desvelar una verdad que haría temblar todo su mundo. Por último, Gaya y Gilbert se mantenían expectantes, con la mirada llena de sosiego. Ambos sabían que cada persona tenía la obligación de corresponder al destino que debía vivir y estaban seguros de que Artemisa ya se encontraba en el empiece del suyo.

     Sé que llevamos mucho tiempo soñando con vivir juntos, en un hogar que se encuentre lejos de cualquier ruido mundano, de cualquier ápice de contaminación, cultivando nuestros frutos, nuestras verduras y nuestro espíritu; pero tengo que confesaros que yo no formaré parte de esa vida por la que, sin embargo, tanto anhelaba luchar.

     ¿Qué quiere decir eso, Artemisa? —le preguntó Agnes con un hilo de voz.

     Significa que me iré lejos de aquí para empezar una nueva vida en otro lugar. He estado investigando por internet y por otros medios si en alguna parte del mundo necesitaban una sacerdotisa en algún templo de la Diosa que pudiese instruir a personas que quisiesen adoptar este estilo de vida y que tuviesen nuestras mismas creencias. He hallado un templo en el que buscan a una sacerdotisa que lleve más de dos años sirviendo a la Diosa. He hablado con ellas y ya está todo preparado para que parta cuanto antes. Viviré en el mismo templo, junto a mis hermanas, en una isla casi virgen y muy mágica, lejos de la superficialidad de la sociedad.

     ¿Dónde está ese templo? —quiso saber Gaya con paciencia. Agnes deseaba formularle la misma pregunta, pero era incapaz de hablar, pues estaba totalmente paralizada y asustada.

     De momento, no puedo decirlo.

     ¿Por qué? —le cuestionó su hermana con la voz llena de decepción.

     Porque lo haré cuando haya llegado allí.

     Pero ¿está muy lejos? —insistió Casandra.

     Sí, bastante. A tres horas en avión y...

     ¿Y te irás sola? —siguió interrogándola Casandra.

     Sí, por supuesto.

     ¿Cuándo te marcharás? —intervino Gilbert.

     Mañana por la mañana.

     ¿Cómo? —exclamó Agnes completamente sobrecogida e incrédula—. ¿Y nos lo cuentas ahora, justo cuando sólo te faltan unas horas para irte?

     No he encontrado un momento mejor para hacerlo.

     Dinos, al menos, cómo se llama ese templo, a qué nombre de la Diosa responde —le pidió Gaya con cautela.

     Serviré a la Diosa a través del nombre de Hécate. Es el templo de la Diosa Hécate.

     ¡No entiendo nada, Artemisa! —le reprochó Agnes intentando no ponerse a llorar—. ¿Desde cuándo sabías que te irías?

     Desde hace más de un mes. En realidad no os lo he dicho antes porque ha sido justo esta semana cuando me han confirmado que me esperan.

     Pero ¿por qué quieres irte? ¿Acaso no estás a gusto con nosotros? ¿Acaso no sientes que aquí tienes tu hogar, que nosotros somos tu familia? —le cuestionó Agnes herida. Artemisa captó que le temblaba la voz y que tenía los ojos anegados en lágrimas—. No puedo creerme que desees marcharte, no puedo creérmelo. Esto no tiene sentido, Artemisa, no tiene ni el menor sentido. No es posible —negaba Agnes reprimiéndose muy costosamente las intensas ganas de llorar que experimentaba; las que no dejaban de golpearla en los ojos y en la voz.

     Siento mucho que te lo tomes así, Agnes.

     ¿Cómo quieres que me lo tome? ¡Me prometiste que estarías siempre a mi lado! ¿Y ahora nos sales con que te marchas a no sé dónde a servir a la Diosa en otro templo? ¿Y qué ocurre con nuestro nuevo hogar? ¿Qué sucede con nuestra Diosa?

     Voy a enseñar a personas que creen en la Diosa. No voy a abandonarla, al contrario, Agnes; la tendré mucho más presente que nunca. En este lugar, cerca de tanta miseria anímica, de tanta contaminación, de tan poca comprensión por parte de la sociedad, es imposible que pueda sentirme siempre junto a la Diosa. Existen muchos lugares del mundo en los que Ella vive con mucha más fuerza y yo necesito alejarme de toda esta farsa para crecer. No puedo estancarme aquí. Además, también ansío ayudar a quienes quieran encontrar a la Diosa y no saben cómo hacerlo, a quienes quieran aprender sobre la tierra, sobre las plantas y los árboles que la pueblan, sobre las propiedades de cada elemento, de cada piedra, de cada mota de aire...

     Todo eso suena muy bonito, pero estás abandonándonos a todos, Artemisa, y eso no lo comprenderé jamás. Lo siento —le declaró Agnes mientras se marchaba hacia su alcoba.

     Agnes, por favor, no te vayas —le suplicó Artemisa con pena.

     Déjala, Artemisa. Ya lo entenderá cuando menos te lo esperes —la calmó Gaya con una voz maternal.

     Es totalmente comprensible que se sienta traicionada —apuntó Casandra rencorosa—. Eres a quien más quiere y no soporta perderte. Yo tampoco me encuentro bien, Artemisa. Deseo que seas muy feliz, pero...

     Vamos a ver. A mí también me entristece que Artemisa se marche; pero es su vida y ella es la única que puede vivirla, punto. No podemos oponernos a que responda al destino que la Diosa le ha otorgado —aseveró Gilbert con mucha calma—. A todos nos sobrecoge y nos apena que Artemisa se vaya, sobre todo porque no sabemos cuándo volveremos a verla; pero ésas no son razones suficientes para retenerla a nuestro lado. Algún día regresará y entonces podremos compartir ese sueño que tanto anhelamos vivir; pero irse es lo que ahora le corresponde hacer.

     Cuando quiera regresar, ya será demasiado tarde —susurró Gaya con lástima—. Lo intuyo.

     No sabemos lo que va a pasar —le aclaró Gilbert.

     Sí, sí lo sabemos —lo contradijo Casandra—. Nada ni nadie dura para siempre; pero ella sabrá lo que hace. Lo siento, pero tengo que irme ya —reveló alzándose de la silla y dirigiéndose hacia el sofá, donde había dejado su abrigo. Cuando se lo puso, se despidió—: Antes de irte, si quieres, Artemisa, llámame para que al menos te diga adiós.

Artemisa no fue capaz de contestar, pues no podía hablar. Un feroz nudo le presionaba la garganta y la cabeza y estaba a punto de estallar en un llanto totalmente anegado en desconsuelo y decepción. Comprendía que a todos les costase tanto aceptar que se iría, pero, al menos, deseaba encontrar un apoyo en aquellas personas que siempre la habían ayudado a sonreír. Si no se lo ofrecían, sus proyectos temblarían hasta desvanecerse.

Cuando Casandra salió de su casa, Artemisa empezó a llorar en silencio, ocultando el rostro tras las manos. Gaya se levantó de donde estaba sentada y se situó a su lado para consolarla. Mientras le acariciaba la cabeza y los cabellos con mucha dulzura, le dijo:

     No te sientas tan mal, Artemisa. Lo que les sucede a tu hermana y a Agnes es que no desean perderte. No quieren que te vayas y además se preocupan muchísimo por ti. Es evidente que aceptan que necesites marcharte, pero no te lo demostrarán tan rápido. Ya verás como mañana ya lo han entendido. Ten presente que la vida para Agnes es inconcebible si no estás junto a ella, pero se acostumbrará a tu ausencia, ya lo verás. Además, no estará sola.

     Aunque comprendo perfectamente que crean que las he traicionado vilmente, me duele mucho que se hayan enfadado tanto y que les haya sentado tan mal —le confesó Artemisa con una voz quebrada—. Además, yo necesitaba que me apoyasen, pues irme me costará mucho y me siento muy insegura. Parece que no lo soy, que nada me supone un esfuerzo y que soy capaz de afrontar cualquier hecho; pero no es verdad. Soy una persona muy cobarde, con muchísimos miedos...

Artemisa lloraba cada vez con más profundidad. A Gaya el llanto de Artemisa la conmovía hondamente y tenía que esforzarse lo indecible por reprimirse las lágrimas. Gilbert, además, las miraba con compasión, como si ambas formasen parte de una escena que sólo podía terminar del modo más triste.

     Ten paciencia con ellas, Artemisa. Cuando una persona se preocupa en exceso por otra, es comprensible que actúe así, con ira incluso, porque es incapaz de aceptar que quien más quiere se alejará de su lado. Ahora, ve a hablar con Agnes. Seguro que está deseando que lo hagas —le propuso Gilbert con ternura.

     Gracias.

     Mientras hablas con ella, yo fregaré los platos. No, no te preocupes —la interrumpió justo cuando Artemisa iba a contradecirla—. Ve a conversar con Agnes.

     Me sobrecoge ir a verla ahora. Me imagino que estará...

     Estará ansiando que vayas a verla —la animó Gaya—. En estos momentos, sentirá estúpidamente que ella no te importa, que eres capaz de abandonarla sin remilgos y que nunca más volverá a verte. Para Agnes, eres un apoyo esencial. Como muy bien ha dicho tu hermana, eres la persona que más quiere, incluso que más ama y ha amado en toda su existencia, y no puede imaginarse la vida sin ti.

     En realidad también estoy huyendo de ella —les reveló con un hilo de voz—. Sé que mi destino es servir a la Diosa y es el único al que quiero responder, pero por Agnes siento algo muy fuerte que hace temblar mis convicciones y no soporto que me ocurra eso.

     Así pues, ¿reconoces al fin que la amas? —le preguntó Gaya con una voz dulce y maternal.

     Sí, la amo, la amo con locura; pero no quiero que ese sentimiento tan fuerte condicione mi vida. No deseo que mi destino se turbe y es lo único que sucederá si permanezco a su lado. Necesito alejarme de este amor tan potente que tanto me hace dudar —les confesó Artemisa desolada y asustada.

     Artemisa, yo comprendo perfectamente que desees consagrarte a la Diosa para siempre —le indicó Gaya sobrecogida—; pero tampoco debes ignorar tus deseos si son ésos en realidad a los que quieres escuchar. No te niegues la oportunidad de ser feliz con ella si es lo que anhelas. Ya te dije hace unas semanas que tratar de destruir el amor que os une te impedirá vivir feliz y en calma, te desolará para siempre y jamás podrás encontrar la serenidad. Todavía estás a tiempo de volverte atrás, Artemisa. Agnes sería capaz de renunciar a sus convicciones por ti si le aseguras que lucharás por vuestro amor.

     No, Gaya, no puedo hacerlo.

     Pero ¿por qué te horroriza tanto estar enamorada de Agnes? Es muy bonito que os améis tanto, Artemisa —quiso saber Gilbert intrigado.

     Ya os lo he dicho antes. No quiero renunciar a mi consagración a la Diosa —respondió intimidada y avergonzada.

     Artemisa, no quiero condicionarte ni tampoco tratar de que cambies de opinión; pero permíteme que te diga que sé que Agnes se deshará si la abandonas. Al menos, llévatela a ese templo tan hermoso que será tu nuevo hogar —le rogó Gilbert con temor.

     No puedo, Gilbert. Necesito alejarme de ella.

     Por un lado, me consuela que tengas tan claro cuál es tu destino; pero, por el otro, no puedo evitar entristecerme cuando recuerdo que ambas os queréis tanto y que viviréis hasta el fin de vuestros días sumidas en la pena de no poder compartir ese amor —intervino Gaya con mucha lástima.

     Sé que, lejos de aquí, la Diosa me ayudará —susurró Artemisa con la voz llena de lágrimas.

     Anda, ve a ver a Agnes.

Lo que Gaya no era capaz de confesarle era que sabía que, tan lejos de ellos, de su hogar, de ese sueño por el que tanto habían luchado y sobre todo tan lejos de Agnes, de la persona que más amaba y amaría, Artemisa se sentiría muy vacía y triste, aunque también presentía que aquel lugar la ayudaría a desprenderse de todas las energías negativas con las que la vida la había golpeado a lo largo de su existencia. Le deseaba lo mejor y sabía que, dondequiera que fuese, si la Diosa estaba con ella, conseguiría ser feliz.

Artemisa se limpió las lágrimas y se esforzó por dejar de llorar. Se dirigió hacia la alcoba de Agnes y se adentró allí con miedo a que su tan íntima amiga la expulsase de su lado, de aquella habitación que tan suya era ya; pero Agnes ni siquiera la miró cuando Artemisa se situó junto a ella. Estaba arrodillada frente a un pequeño altar que había elaborado en sustitución del que había tenido en su santuario. Tenía los ojos cerrados y presionaba con las manos una pequeña y reluciente piedra. Parecía ausente, tan lejana del mundo, de la realidad...

Permaneció mirándola durante unos leves segundos y le pareció que Agnes formaba parte de una realidad fuera del alcance de sus manos. Además, Agnes tenía las mejillas relucientes. Las lágrimas se las humedecían y ya tenía tenuemente enrojecido el contorno de los ojos.

Notó que la profunda tristeza que a Agnes le anegaba el alma se le transmitía a través de la pose que mantenía. Ésta le parecía una postura propia de quien se siente aplastado y derrotado por una fuerza ineludible e invencible. Pensar en que en breve dejaría de verla prácticamente a todas horas le hizo experimentar una repentina punzada de dolor que le aceleró el ritmo del corazón.

De pronto, Agnes abrió los ojos y le dedicó a Artemisa una mirada esquiva que, sin embargo, fue para la sacerdotisa como una espada que le atravesó el alma y le partió el corazón. De aquella mirada no sólo se desprendía tristeza, sino también mucho rencor, rabia y sobre todo una impotencia infinita que no podía caberle a Agnes en su bondadoso corazón. De súbito, Agnes quebró aquel tenso y lacrimoso silencio con una voz susurrante y trémula que a Artemisa le hizo pensar en aquellas veces que Agnes había intentado intimidarla con su presencia:

     Habría sido capaz de vivir eternamente a tu lado sintiéndote sin embargo muy lejos. Podría haberme habituado a tenerte junto a mí y no poder tocarte ni besarte; pero a tu marcha, a tu ausencia... a eso es imposible que me acostumbre, con eso es imposible que pueda vivir, Artemisa.

     Perdóname, Agnes; pero necesito irme. Te prometo que regresaré cuando transcurran tres años.

     No, Artemisa, no. No vas a regresar cuando pasen tres años. No me mientas. No volveré a verte nunca más —le indicó arrancando a llorar amargamente.

     Agnes, eso no es verdad —la contradijo agachándose a su lado. Quiso abrazarla, pero Agnes era escurridiza como el agua y se apartó de ella antes de que pudiese tocarla—. Agnes, la Diosa me ha revelado que solamente estaré fuera tres años, de verdad.

     No me importa. ¡Tres años es mucho tiempo! ¡Y cuando regreses todo habrá cambiado tanto...!

     No habrá cambiado tanto —se rió Artemisa con cariño—. Además, ¿qué crees, que voy a vivir encerrada como una de esas monjas que se clausuran porque sí? No, Agnes. Podréis venir a visitarme siempre que lo deseéis, te lo aseguro. No me voy ni a otro planeta ni tampoco a un lugar inalcanzable.

     Será complicado ir a verte.

     No lo será tanto. Yo también vendré a veros. No vamos a perder el contacto, de verdad.

Aquellas palabras serenaron un poco a Agnes, pero no podía dejar de llorar. Se abrazó al fin a Artemisa deshecha en un llanto que parecía del todo inconsolable. Artemisa la abrazó intentando transmitirle paz a través de sus brazos y de las caricias que le daba en los cabellos, en la cabeza...

     Me he acostumbrado tanto a ti que me creo incapaz de vivir sabiendo que no serás lo primero que vea cuando me levante. No podré hablar serenamente con la Diosa porque en cada palabra que le dedique se hallará toda la añoranza que sentiré por ti. La Diosa me recuerda tanto a ti ya...

     La Diosa tiene que recordarte a la Diosa, a nadie más. Nadie puede estar en Hécate, sólo Ella en sí misma.

     Artemisa, por favor, piénsatelo bien, por favor, por favor. No te vayas si no estás segura, por favor. No me siento capaz de respirar serenamente si no estás a mi lado. Por favor, no te vayas, Artemisa.

Las súplicas de Agnes le destrozaban el corazón, le hacían sentir una impotencia sin principio ni fin y la instaban a preguntarse si de veras tenía sentido marcharse y abandonar a aquella mujer a la que estaba tan irrevocablemente unida; pero era consciente de que aquellas dudas sólo nacían de captar toda la tristeza que se desprendía de los sollozos y de las desesperadas palabras que Agnes le dirigía.

     Si te vas, me quedaré sin alma, Artemisa —le confesó muy quedo y con mucha desesperación.

De repente, Agnes alzó la cabeza y, rápidamente, tomó la de Artemisa entre sus manos. Se acercó más a ella y empezó a besarla sin que Artemisa pudiese prever la reacción de Agnes. No se apartó de ella, pues no podía hacerlo. Aunque tratase de luchar contra las poderosas y cálidas sensaciones que se le habían esparcido por el cuerpo, se derritió entre los brazos de Agnes como si sus besos fuesen una llama vigorosa y ella, un pedacito indefenso de cera delicada. Sabía que aquellos desesperados besos que le entregaba no eran sino una punzante despedida que Agnes deseaba ofrecerle, una protesta a su marcha.

Aunque quisiese mantenerse firme en sus convicciones, no pudo evitar que los besos de Agnes removiesen todo su interior. La abrazó contra sí mientras se apoyaba en la pared para no perder el equilibrio. Agnes se acomodó entre sus brazos mientras intensificaba la pasión con la que la besaba. Enseguida Artemisa notó que lentamente el mundo que las rodeaba desaparecía y que, como si un halo de luz las hubiese envuelto, empezaban a ascender hacia un cielo que no cubría ninguna tierra. A la vez, notaba que la tierra, con su poder pétreo y su ígneo aliento, las llamaba a través del aire para que se conectasen con la parte física de ese mismo mundo que habían abandonado a través de su pasión.

Nunca se habían besado así, nunca. Incluso notaba que Agnes atenuaba la cariñosa y sutil fuerza con la que la aferraba de la cabeza y descendía las manos hacia su cintura para rodeársela con timidez. Artemisa no apartó de su cuerpo esas manos que tanto calor le transmitían y tampoco se alejó de esos labios húmedos que le entregaban unos besos que hacían vibrar todo su ser.

De repente se percató de que por las mejillas le resbalaban lágrimas que no brotaban de sus ojos. Al percibir que Agnes lloraba mientras la besaba, Artemisa no pudo evitar que los ojos también se le llenasen de lágrimas. A la vez que mezclaban la esencia de esos besos tan hermosos y cálidos, sus lágrimas se fundían en una misma lágrima; en unas lágrimas que no eran sino el suspiro de dolor más terrible que podía emanarles del alma.

Al cabo de unos largos minutos, Agnes se apartó de los labios de Artemisa y se dejó caer en su pecho llorando de nuevo con un desconsuelo que podía hacer temblar la tierra. Artemisa también plañía con profundidad y creyó que aquél era el momento más triste que jamás habían vivido. Saber que dentro de muy poco sería imposible abrazar a Agnes la destrozaba, pero también la aliviaba, aunque jamás podría reconocérselo.

     Artemisa, por la Diosa, por favor... Llévame contigo, Artemisa. No me dejes sola aquí, por favor. No podré estar sin ti, no podré vivir sin ti.

     No estarás sola, Agnes —la contradijo entre lágrimas.

     Sí lo estaré, porque tú eres mi vida, Artemisa —sollozaba profundamente.

     Para mí también será muy difícil no verte todos los días ni estar a tu lado; pero permanecer separadas nos ayudará mucho a entregarnos más nítidamente a nuestro destino.

     ¿Es que acaso no me amas, Artemisa?

     Sí, Agnes, pero...

     Dime que me amas, al menos, antes de irte para siempre, por favor.

     Te amo con toda mi alma, Agnes, pero no puedo seguir aquí, junto a ti. Lo siento mucho.

Agnes no le dijo nada más. Aquel momento era un delirio tan profundo como una fiebre intensa y devastadora. Permanecieron abrazándose mientras lloraban hasta que oyeron que Gaya las llamaba desde el salón. Ninguna de las dos se sentía capaz de salir de aquella protectora alcoba, pues los sentimientos que les anegaban el alma eran tan potentes que no podrían hablar con calma ni tampoco mirar a nadie con los ojos impregnados de luz. No obstante, se esforzaron por dejar de llorar y se reencontraron con Gaya y Gilbert.

     Venga, venga —se rió Gilbert dándole golpecitos cariñosos a Agnes en el hombro—, que Artemisa no se va al mundo de la muerte. La tendremos aquí mucho antes de que nos lo esperemos.

     No es cierto, pero estoy cansada de contradeciros a todos —musitó Agnes agachando la mirada. De nuevo los ojos se le habían llenado de lágrimas.

     A mí también me duele que se vaya, Agnes —le confesó Gaya con una voz queda.

     Por favor, no lloréis más delante de mí. Me duele muchísimo captaros tan tristes —les solicitó Artemisa llorando delicadamente.

     Tenemos que demostrarle a Artemisa que nos alegra que haya encontrado su destino. No podemos entregarle como despedida este injusto mar de lágrimas —intervino Gilbert intentando animarlas a las tres, aunque lo cierto era que él también estaba muy triste.

     Tienes razón. Mañana te acompañaremos al aeropuerto, si lo deseas —le ofreció Gaya maternalmente.

     No sería capaz de irme sin compartir con vosotros esos últimos momentos.

     Te ayudaremos a llevar tu equipaje.

     No voy a llevarme mucho equipaje. Viajaré con lo necesario. Gracias, Gaya.

     De acuerdo.

Fue triste y muy difícil vivir aquellos últimos momentos que la separaban de la mañana en que partiría de Lindanivia. Lo que más le costaba era no poder mantenerse en calma junto a Agnes. A ella, cada vez que la miraba, se le desprendía de los ojos una inmensa tristeza que parecía sempiterna y devastadora. Cuando le hablaba, de su voz se derramaban todas esas lágrimas que le inundaban el alma y no podía ni siquiera tomarla de la mano. Artemisa no soportaba percibir todo el desconsuelo que embargaba el corazón de Agnes. Incluso se planteó la posibilidad de pedirles a quienes le habían ofrecido aquel puesto en el templo de Hécate que alojasen a una persona muy especial sin la que se creía incapaz de vivir; pero sabía que en aquel templo solamente había espacio para ella, para nadie más, y tampoco podía olvidar que era precisamente lejos de Agnes donde se hallaba ese destino que ella creía verdadero y único.