martes, 29 de noviembre de 2016

LA LLAMA DE UGVIA: PRÓLOGO Y PRIMER CAPÍTULO


LOS TEMPLOS DEL ALMA

SEGUNDA PARTE

LA LLAMA DE UGVIA

 

 

Ella es la Gran Diosa a la que nadie puede matar porque es inmortal; quizá opte por retraerse en sí misma durante un tiempo, pero existe y existirá siempre.

Marion Zimmer Bradley

Prólogo

 

Habla Artemisa...

 

Hay caminos que no se pueden silenciar. Hay destinos que se forjan desde el principio de una vida y que gritan en el alma de quien debe recorrerlos para que nunca los ignore. Hay hechos que nos llevan a momentos que creemos una casualidad, pero en realidad no son más que los peldaños que ascienden a la cima de nuestra plenitud y las piezas que conforman el puzle que es nuestra existencia.

Podemos existir de forma pausada, caminando por la vida de puntillas, sin intentar adentrarnos en las faces más profundas de la existencia; pero entonces no descubriremos cuánta magia puede caber en un instante, no podremos sentir que cada momento es único y que cada segundo no es sino el preludio de un minuto de gloria y luz; porque la gloria está en la misma vida. La misma vida es gloria y bendición. En la misma vida está ese cielo y ese infierno del que siempre nos hablaron.

Mas hay destinos que se alejan de forma irrevocable de todas esas convenciones que desean construirnos y establecer nuestra vida. No tenemos por qué responder siempre a lo que se espera de nosotros, pues nuestra vida es sólo nuestra y únicamente podemos vivirla nosotros.

Sin embargo, aunque, sin advertirlo, nos alejemos cada vez más de nuestro verdadero destino, siempre regresaremos a él, siempre, impulsados por necesidades anímicas que son un alarido de terror, una súplica emanada de lo más profundo de nuestro ser; ese grito y esa súplica que nos instan a volver a llenarnos el alma de los anhelos que una vez tuvimos.

Sólo hay que confiar en nosotros y sobre todo en quien nos ha dado la oportunidad de vivir para que esos anhelos se vuelvan realidad. Cada ser tiene su realidad y nadie podrá cambiarla.

 

1

 

Caminos cruzados

 

El sol brillaba con fuerza en aquella tibia mañana de verano. Hacía más de una semana que había caído la última tormenta y la tierra parecía haberse cubierto de sequedad y aridez. Unas nubes esponjosas cruzaban con pausa aquel cielo esplendente y azul. Más allá del rincón por el que Artemisa perdía la mirada, resplandecía el eco de una ciudad tranquila. Se oía el lejano fluir de la vida humana, el de los coches e incluso el del barullo que se congregaba en el mercado.

Era jueves; el día en que colocaban el mercado en la plaza mayor de la ciudad de Lindanivia. Artemisa no había asistido esta vez al mercado porque no se encontraba bien. Se había levantado con náuseas y un dolor muy fuerte de vientre. Sabía que no debía preocuparse, pues siempre que la naturaleza le recordaba su condición femenina se enfermaba de ese modo.

Neftis había ido a comprar fruta, verduras y algunos utensilios que necesitaban para Lughnasadh; el ritual que se celebraría aquella noche para pedirle a la Diosa por una buena cosecha y para conmemorar la fuerza del Sol antes de que el Dios empezase a debilitarse. Artemisa rogaba que aquel intenso malestar ya se le hubiese calmado cuando el ocaso rozase el cielo.

Hacía más de un año que, junto a Neftis, había fundado aquel aquelarre y ya eran diez personas las que lo formaban. Neftis y Artemisa eran las sacerdotisas más importantes de aquel aquelarre. El nombramiento de Artemisa como sacerdotisa había tenido lugar en primavera, hacía ya cinco meses, en una ceremonia muy especial y muy mágica que Artemisa nunca podría olvidar. En cambio, Neftis se había convertido en sacerdotisa hacía apenas un mes.

Artemisa se había tornado para todos en una sabia guía espiritual que ayudaba a quienes lo necesitaban a encontrar sus dones y saber desarrollarlos y aprovecharse al máximo de ellos. Muchos creían que debía convertirse en suprema sacerdotisa del aquelarre, pero ella creía que aquella función tenía que desempeñarla alguien mucho mayor que ella, que hubiese vivido muchas más experiencias y que supiese conectarse con más facilidad con el alma de la Diosa.

Lo único que Artemisa no aprobaba era tener que celebrar los rituales en un recinto que Neftis y ella alquilaban a alguien que era su propietario. Pensaba que el único templo en el que debían comunicarse con la Diosa se hallaba en la naturaleza, pero en el bosque que quedaba cerca de donde vivían no era tan sencillo celebrar los rituales sagrados, pues era mucho más transitado que aquél que los había acogido a todos cuando formaban parte de El fuego de Hécate. Por ese motivo, a Artemisa le costaba mucho disfrutar plenamente de los rituales y también creía que la Diosa no oiría de la misma manera sus cantos ni sus ruegos; aunque se protegiesen todos en el círculo mágico.

La ciudad en la que vivían era muy calmada. Apenas la habitaban personas incívicas, apenas se acumulaba el ruido en sus calles y era muy sencillo convivir con los demás, pues por doquier se respiraba un profundo respeto a la forma de pensar y de sentir de cada uno. Se trataba de una ciudad impregnada del olor a tierra mojada y a verdor. Un bosque de pinos, robles y encinas la cercaba. Era sencillo habitar serenamente en aquel lugar. Los edificios que poblaban las calles estaban construidos con belleza. Además, las casas que salpicaban la periferia (las que se encontraban más cerca del bosque) tenían una apariencia entrañable y antigua que sobrecogía a la vez que acogía.

En una de aquellas casas vivían Artemisa y Neftis. Habían decidido compartir un hogar, ya que habitar rodeadas por la soledad más inquebrantable les había impedido renacer y enfrentarse a cada nuevo día con ilusión y esperanza.

Habían permanecido viviendo en otra ciudad mucho menos cuidada y luminosa durante más de dos años. Transcurrido ese tiempo, decidieron que había llegado el momento de comenzar una vida plena, de construirse ese presente que las impulsaría a recuperar la mayor parte de lo que eran; la que se había quedado pendiendo de ese pasado tan impregnado de melancolía.

Se habían distanciado de aquella ciudad cercana al bosque en el que tantas experiencias habían vivido, pero también de las personas que habían formado parte de esa época que había sido para ellas una mezcla de felicidad y tensión. Hacía bastante tiempo que no visitaban a Gaya, a Gilbert y a Agnes. Ya fuese porque la casa en la que vivían quedaba muy lejos de ellos o porque realmente no se atrevían a hundirse en sus ojos por miedo a los recuerdos que de ellos pudiesen emanar, lo cierto era que habían perdido el rastro de esas personas que habían sido tan importantes para ellas. En especial, Artemisa parecía haber quebrado la conexión que la enlazaba todavía a Gaya y a Gilbert y, conforme el tiempo transcurría, menos capaz se sentía de regresar junto a ellos para saber cómo se encontraban, qué había sido de sus vidas. Aunque intuyese que estaban bien, no dejaba de rogarle a la Diosa que los cuidase.

La casa en la que Artemisa y Neftis habitaban era amplia, luminosa y acogedora. La rodeaba un precioso y ameno jardín en cuyo cuidado ambas mujeres habían puesto mucho empeño. Aquel jardín era un puente que las ayudaba a conectar mínimamente con ese pasado que tanta añoranza les hacía sentir al evocarlo. También era una manera de seguir enlazadas a la Diosa y a la naturaleza que tanto necesitaban para poder vivir en paz.

La vida que ambas llevaban era serena. Cada una trabajaba de lo que más le placía. Artemisa era una sabia bióloga que había escrito ya algunos libros acerca de las propiedades de plantas y árboles que todavía no eran muy conocidos por provenir de tierras lejanas. Además daba clases en una universidad cercana a la ciudad en la que habitaba. Neftis disfrutaba mucho ofreciendo lecciones de música y notando que sus alumnos aprendían muy rápidamente con ella. Las dos se sentían muy llenas, pero aquella plenitud no sería tan nítida y completa si no formasen parte de aquel aquelarre que ambas habían creado; llamado La llama de Ugvia.

A Artemisa le habría gustado poder llamar a su aquelarre El fuego de Hécate, en honor a la familia que la había acogido y a Gaya; la mujer con la que más conexión había tenido en su vida; pero era consciente de que aquel nombre formaba parte de un pasado que nunca regresaría. Neftis había descubierto el nombre que debía recibir su aquelarre en una noche de tormenta en la que los rayos cruzaban el cielo, iluminándolo con fuerza e ímpetu como si quisiesen destruir la oscuridad para siempre. Pareció como si la voz del trueno se lo hubiese revelado, pues, justo cuando resonaba aquel potente susurro, haciendo retumbar las paredes del hogar que compartían, se volteó hacia Artemisa y, con un tono solemne, le comunicó:

     Debe llamarse La llama de Ugvia.

     ¿Ugvia? —le había preguntado Artemisa levantando los ojos del libro que estaba leyendo.

     Ugvia es otro nombre que se le ha dado a la Diosa. Proviene de una lengua muy antigua de la que apenas se tienen nociones.

     Me gusta, sí. Además, de alguna forma, todavía estaremos conectadas con El fuego de Hécate.

     Exactamente. No puede haber fuego sin llama, ¿no crees?

Artemisa sonrió con nitidez e inocencia. Neftis también le sonreía y además le dedicaba aquella mirada tan cargada de admiración y protección. Cada vez que Neftis la observaba de esa manera, Artemisa creía que no existía sobre la faz de la Tierra ningún peligro que pudiese acecharla. Aunque no correspondiese al amor que Neftis le profesaba, la quería como no había querido a nadie, como a alguien más importante que una hermana. Estaba segura de que su vida no habría sido tan bella si Neftis no se hubiese hallado a su lado y así se lo había comunicado en más de una ocasión.

De repente, cuando más sumida estaba en esos pensamientos, alguien llamó a la puerta de su casa. Se sobresaltó mucho, pues no esperaba la visita de nadie y tampoco podía ser Neftis quien había llegado, pues ella no terminaría de comprar hasta el mediodía. Se levantó lo más rápido que pudo del sillón que ocupaba y se dirigió con un paso pesado hacia la puerta. El mareo que la atacaba cada vez que se movía más de lo que su cuerpo podía soportar le nublaba la mente y la vista, pero se esforzó por no perder el equilibrio.

Abrió intentando que su rostro no reflejase el malestar que la atacaba. Sabía que estaba pálida y que tenía los párpados caídos como si le pesasen mil toneladas, así que hizo un esfuerzo por abrir los ojos todo lo que le fuese posible.

Tras la puerta, la esperaba una mujer alta, de cabellos tan negros como los suyos, de ojos marrones y grandes que le sonreía con una timidez y una amabilidad entrañables. Estaba ataviada con un vestido rojo que le llegaba a los pies, que no tenía mangas y que se le ceñía a su torso con elegancia para después caerle con un vuelo sinuoso por las caderas. Era un vestido tan bonito que Artemisa se sintió pequeña a su lado. Ella portaba una simple camiseta amarilla y unos pantalones de chándal que no le apretasen el vientre. Se avergonzó al instante y notó que las mejillas le ardían con fuerza.

     Buenos días —la saludó la mujer con dulzura y educación.

     Buenos días —respondió Artemisa sintiéndose incapaz de mirarla a los ojos.

     Me gustaría hablar contigo, si fuese posible.

Lo que más la sorprendió no fue que aquella mujer hablase de ese modo tan franco y directo, sino que la tratase con tanta amabilidad y dulzura, como si en realidad la conociese desde el primer instante de su vida y compartiesen un pasado hermoso y resplandeciente.

Artemisa la invitó a pasar a su casa y la condujo hacia el salón, donde todavía no se habían abierto las ventanas. El olor de la noche se acumulaba en los rincones y parecía como si en el interior de aquella estancia se alojasen los últimos suspiros del ocaso. Artemisa levantó las persianas y abrió los postigos a fin de que el tibio y azulado aire de la mañana se adentrase en aquel lugar y deshiciese el espeso recuerdo de las horas nocturnas.

     Lamento que esté todo tan desordenado. Hace prácticamente una hora que me he levantado —se disculpó Artemisa mientras encendía una barrita de incienso—. Tampoco esperaba a nadie y...

     No te preocupes. No soy nada exigente.

Aquellas palabras la tranquilizaron al instante. Además, aquella mujer hablaba con mucha calma y dulzura, como si en su corazón no se albergase ni el menor rastro de desconfianza ni maldad.

     Mi nombre es Casandra —se presentó la mujer misteriosa mientras se acercaba a Artemisa, quien se había detenido enfrente de una ventana y se había apoyado en su alféizar para recuperar el aliento. Le dolía tanto el vientre que apenas podía concentrarse en lo que estaba sucediéndole—. Me parece que he venido en un mal momento. Perdóname. No tenía ni idea de que estabas enferma.

     Es totalmente comprensible que no lo supieses —le sonrió calmadamente—. No te preocupes por mí. Estoy acostumbrada a enfermarme tanto todos los meses.

     Yo también me pongo muy mala cuando...

De repente Artemisa notó que en la voz de aquella mujer había recuerdos que, aunque le costase rememorar, le hacían sentir un ramalazo de melancolía que la dejaba casi sin aliento. Además, aquellos ojos oscuros, aquella sonrisa, aquella forma de gesticular y de pronunciar cada palabra le resultaban levemente familiares. Aquellas percepciones la desorientaban y de pronto la paralizaron.

     Artemisa, ¿verdad?

     Sí —respondió ella con un hilo de voz.

     Por casualidad, el otro día encontré en internet el anuncio de tu comunidad. Contacté con Neftis a través del correo electrónico que proporcionáis en vuestra página y le pregunté por ti. Le confesé que me interesaba hablar contigo y ella misma me dio la dirección de tu casa. Espero que no te haya molestado.

     Por supuesto que no. Seas bienvenida, pues, Casandra.

     Gracias, Artemisa. ¿Nos sentamos? Percibo que te cuesta mantener el equilibrio.

     Sí. ¿Quieres beber o comer algo?

     No, gracias. Ya he desayunado; aunque sí me gustaría beber un vaso de agua.

Artemisa se dirigió hacia la cocina intentando ocultar su malestar y le sirvió un vaso de agua fresca a Casandra, quien lo tomó entre sus manos como si hiciese mucho tiempo que no probaba el agua. Sin embargo, lo bebió con serenidad mientras de vez en cuando hundía sus ojos oscuros y expresivos en los de Artemisa.

     Creo que lo más conveniente es que te confiese cuál es el verdadero motivo que me ha impulsado hasta aquí.

Tras estas palabras, Casandra se encaminó hacia el salón y se sentó en el sofá. Dejó el vaso de agua (el cual todavía estaba medio lleno) encima de la mesa que había enfrente y entonces le pidió a Artemisa con una mirada solícita que se sentase a su lado.

     Artemisa, tú y yo nos conocemos más de lo que piensas. En realidad, me acuerdo perfectamente de ti desde hace mucho tiempo, aunque tú todavía no sepas quién soy.

     ¿Cómo es posible que nos conozcamos? —preguntó Artemisa totalmente desorientada—. Yo no te he visto nunca.

     Me enteré de que tu padre murió hace unos años... Verás, él también era mi padre —le confesó alzando la mirada y hundiendo los ojos en los de Artemisa, quien era incapaz de reaccionar—. Yo también soy su hija, Artemisa.

Artemisa se había quedado totalmente paralizada. Era incapaz de reaccionar. El corazón había empezado a latirle con una fuerza desbocada. No podía pensar con claridad, ni tampoco podía dejar de mirar a esa mujer que le había dedicado unas palabras tan incomprensibles ni digerir lo que acababa de oír.

     No entiendo nada. Es imposible. Tú no puedes ser mi hermana, porque yo no te conozco de nada —declaró con una voz entrecortada y casi inaudible.

     Artemisa, somos hijas del mismo padre, pero no de la misma madre.

     Nadie me habló de ti nunca, nunca.

Artemisa estaba a punto de ponerse a llorar. Los ojos se le habían llenado de lágrimas y un nudo feroz le presionaba la garganta.

     No creo que tengas motivos para mentirme, pero tampoco puedo creerme lo que dices.

     Efectivamente, no tengo motivos para mentirte. Hace mucho tiempo que deseaba encontrarte. Llevo muchos años buscándote.

     ¿Cómo conocías mi existencia?

     Nuestro padre nunca me ocultó que tenía una hermana mayor.

     Pero...

     Antes de conocer a tu madre, mi padre y mi madre estuvieron juntos durante mucho tiempo; pero debían mantener su relación en secreto porque la familia de mi madre era rica y sus padres no podían permitir que su hija se rebajase a casarse con un hombre tan humilde. Cuando yo tenía cuatro años, mi madre murió. Un día, nuestro padre y tu madre se conocieron y, al parecer, se enamoraron profundamente; pero, en realidad, lo que ocurrió fue que tu padre dejó embarazada a tu madre y, como casi todo el pueblo se enteró de lo que había acaecido, se vieron obligados a casarse. Para entonces, mi madre ya había muerto y yo tuve que vivir con mis abuelos hasta que me hice mayor.

     No sabía nada sobre esa historia... —titubeó Artemisa sobrecogida.

     Intenta recordar, Artemisa. Seguramente, guardas en tu memoria recuerdos que nunca has podido comprender.

Las palabras de Casandra la instaron a volver la vista atrás en el tiempo para hundirse en los recuerdos más antiguos de su infancia. De repente se acordó de que muchas veces, junto a su padre, había ido a un parque muy verde y precioso que ella adoraba con todo su corazón. Cuando apenas tenía cuatro años, su padre le había presentado a una niña de ojos profundamente negros y de cabellos oscuros, seis años mayor que ella, muy bonita y educada, con la que se amigó enseguida, con la que podía permanecer durante horas jugando y conversando. Su padre las observaba desde la lejanía con una sonrisa muy entrañable y con los ojos llenos de luz. Artemisa nunca le había dado importancia a la felicidad que se le desprendía a su padre de todos los poros de su piel, pero sabía que él guardaba secretos que nadie podía conocer. Un día, su madre les prohibió acudir al parque alegando que aquél no era un buen lugar para que Artemisa jugase, ya que estaba lleno de niños que no la respetaban y que podían hacerle daño. Al principio, el padre de Artemisa se había opuesto a las órdenes de su mujer y, a pesar de sus enfados y sus recriminaciones, había continuado llevándola a aquel jardín tan hermoso para que se reencontrase con su querida amiga. No obstante, una tarde espesa de otoño, la madre de Artemisa se había adentrado en el parque para sacar a su hija de allí y arrastrarla hacia su casa. Artemisa recordaba a su madre gritando con rabia e impotencia a su padre, acusándolo de haber malcriado a su hija y de no respetar sus deseos.

Entonces Artemisa entendió que sus padres nunca se habían querido, nunca se quisieron, ni siquiera cuando ella llegó al mundo. En lugar de felicidad y gratitud, lo que provocó su nacimiento fue que sus padres se distanciasen mucho más. Ella era la prueba de que aquellas personas estaban obligadas a vivir juntas sin quererse, sin ni siquiera respetarse. Aquellas certezas le dolían tanto... Le perforaban el alma y el corazón con tanta fuerza que no pudo evitar empezar a llorar desesperadamente. De repente toda su vida se le asemejó a una mentira, le pareció que la había vivido encerrada en una burbuja que continuamente se agrietaba para que se adentrase en ella toda la maldad y la hipocresía del mundo.

     Sabía que podías reaccionar así. No te preocupes. No voy a sentirme mal si lloras. Es comprensible que lo hagas.

     Me siento tan engañada por la vida, por ellos, por todos los que me conocían... —hipaba Artemisa.

     Sí, te entiendo; pero ahora yo estoy contigo y te prometo que nunca te mentiré ni te abandonaré. Seré un gran apoyo para ti. Siempre quise encontrarte. Busqué tu nombre por todas partes, en cualquier registro, en cualquier instituto o universidad. Te he seguido la pista mientras estudiabas biología, pero de repente te perdí y entonces hallé en internet tu nombre mágico y...

     Es un regalo que nos hayamos encontrado.

     Sí. Es un regalo de la Diosa. Yo también creo en Ella. Es imposible no hacerlo viendo las maravillas que tenemos en este mundo.

     Maravillas que los humanos estamos destrozando.

     No te incluyas, pues tú no colaboras en la enfermedad que la Madre padece.

Las dos hermanas conversaron durante toda la mañana, incapaces de pensar en las experiencias tristes que les habían ocurrido a lo largo de todo aquel tiempo. Artemisa se sentía tan a gusto a su lado que ni siquiera se planteaba la posibilidad de separarse de ella. Las horas pasaron mientras ambas se explicaban todo lo que habían vivido desde la última vez que se habían visto y también comentando los momentos preciosos que habían compartido. De pronto Artemisa sintió que la vida la obsequiaba con un regalo muy valioso que no deseaba perder jamás. Haber recuperado a su hermana (la que fue en realidad la única amiga que había tenido en su infancia) era tener ante sí la materialización de la felicidad y la protección.

domingo, 27 de noviembre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: CAPÍTULO 18 Y EPÍLOGO




18

 

Caminos escondidos

 

Siempre es complicado encontrar el empiece de un nuevo camino que nos lleve al comienzo de una época distinta. Siempre cuesta cerrar la puerta que nos separa de nuestra anterior forma de vivir. Siempre queda entreabierta esa misma puerta que puede encerrar nuestros momentos pasados. De esa rendija es sencillo que se escapen los sentimientos que tiñen esos recuerdos. Siempre es doloroso marcharse de un lugar que has amado, que te ha acogido como si se tratase de tu único hogar, sin mirar atrás, tratando de no perder los ojos una vez más por el paisaje que conformaba ese escenario tan querido.

Artemisa se marchó del hogar de Gaya cuando transcurrieron dos semanas de aquella mañana en la que había visto a Agnes por última vez. Gaya le prometió ayudarla en todo lo que necesitase, pero Artemisa no quería aprovecharse más de la bondad de aquella mujer que, sin ser madre biológica de ninguna criatura, había sido para todos esa madre que de verdad quiere, que de veras es capaz de dar la vida por sus hijos. Hubo lágrimas en los ojos de las dos mujeres, hubo lágrimas en el cielo y en las hojas de los árboles, pues estaba lloviendo cuando Artemisa partió de la vera de Gaya.

Neftis también cerró la puerta de su hogar sabiendo que posiblemente no volvería a abrirla nunca más. Cabía la posibilidad de que, algún día, se atreviese a regresar a ese bosque que tantos recuerdos guardaba para ella, pero no lo haría hasta que de su alma se hubiese marchado toda la tristeza que la embargaba en esos momentos.

Qué difícil fue para Artemisa decirles adiós a todos aquéllos que habían sido su familia, pero debía hacerlo si deseaba empezar una nueva vida más allá del dolor y del miedo. El fuego de Hécate le había enseñado mucho, pero sobre todo le había demostrado que, para ser feliz, sobre todo tenía que escuchar a su corazón y darle importancia a la poderosa magia que se encerraba en su alma. Artemisa nunca olvidaría todos aquellos rituales que tan cerca de la Diosa le habían hecho sentir. Nunca olvidaría los maternales abrazos de Gaya ni sus sabios consejos. Nunca se olvidaría de la cadencia lenta y entrañable de la voz de Gilbert ni de la compañía de todas aquellas mujeres que la habían adoctrinado tanto sobre las propiedades de las plantas y de los frutos que la naturaleza nos da, sobre los caminos para llegar a la Diosa, sobre ceremonias místicas...

Neftis y ella eran la muestra de que, más allá de la civilización, al otro lado de la rutina de los días tediosos y de la frialdad de la superficialidad de la realidad, podía existir un hogar para una familia distinta. Eran la muestra de que era posible vivir sin necesidad de poseer tanta riqueza ni tantos artilugios que supuestamente facilitan la vida. Ellas habían sido felices solamente llenando sus días con la magia y el poder de los bosques y habían sabido sobrevivir con lo que la misma Madre les ofrecía.

Les costaría mucho adentrarse en la vida de una ciudad y eran conscientes de que, posiblemente, el alma se les llenaría de tristeza al verse rodeadas de tanta modernidad y de tanto ajetreo, pero también sabían que aquélla era la mejor forma de empezar una nueva vida.

Además, Artemisa precisaba de cuidados que ya nadie, salvo los que entendían de esos temas, podía ofrecerle. Las acciones terribles de Agnes le habían dejado unas secuelas que solamente podrían ser tratadas por profesionales que pudiesen entender tanto la parte física de su ser como la anímica. Requería una rehabilitación especial que la ayudase a perfeccionar la movilidad de su cuerpo y sobre todo era conveniente que alguien la asistiese psicológicamente para que pudiese superar todos esos miedos que aún le latían en el alma.

No obstante, pese a que se sintiesen tristes y excesivamente nostálgicas, la una encontraba en la otra un pedacito de aliento que las impulsaba a caminar hacia ese nuevo futuro.

Neftis tenía una tía soltera que vivía en una ciudad cercana al lugar en el que habían habitado durante tanto tiempo. Celeste era el nombre de aquella familiar que la ayudaría a renacer y a construirse ese nuevo camino. Celeste era una mujer muy paciente que las acogió como si siempre hubiesen sido sus hijas. Artemisa confió al instante en Celeste, pues le transmitió una seguridad inquebrantable y le ofreció una protección que ella necesitaba como necesita el agua alguien que ha vagado por un interminable desierto.

Sin embargo, Celeste tenía una particularidad que las sobrecogía a las dos y que les impedía expresarse con total libertad: creía en una religión muy distinta a la de ellas.

Tuvieron que mentirle muchas veces acerca de sus creencias y de la vida que habían llevado hasta entonces. Sin embargo, Celeste era muy inteligente y podía adivinar que ninguna de las dos le decía la verdad acerca de su pasado; pero no le importaba. Sabía que lo más relevante en esos momentos era el futuro que las esperaba al otro lado de ese presente.

Celeste las trataba con mucho amor, les demostraba que confiaba en ellas y las animaba a que luchasen por su vida. Celeste estaba muy orgullosa de su sobrina y también descubrió que Artemisa era una mujer muy bondadosa que se merecía ser feliz y vivir plenamente cada instante que la vida le regalaba.

La ayudó a proseguir con sus estudios. Artemisa no había podido continuar cursando la carrera de biología porque no había tenido el dinero suficiente para hacerlo. En cuanto Celeste conoció aquella realidad, se esmeró en ayudarla y le proporcionó los medios necesarios para que Artemisa se volcase en su vocación. No obstante, Artemisa no se atrevió a hundirse en aquella atrayente rutina hasta que de veras creyó y sintió que ya se le habían curado las heridas físicas y anímicas que tanto le habían dolido y que tan profundamente la habían torturado.

Durante un año, Artemisa acudió a una terapia que estaba ayudándola mucho más de lo que ella había creído. El psicólogo que la atendía la escuchaba amable y profundamente, sin juzgarla nunca, y comprendía todo lo que ella le explicaba. Le enseñó a aceptar sus límites y a vencer sus miedos.

Al mismo tiempo, Artemisa se esforzó lo indecible por recuperar plenamente la nítida y ágil movilidad de su cuerpo. Al fin, pudo caminar y correr sin dificultad, pudo sentirse de nuevo libre y fuerte.

De ese modo, llegó el día en el que Artemisa se creyó capaz de empezar a construirse su propio futuro. Estaba segura de que nada la detendría, de que al fin habían quedado atrás todos sus miedos, de que la vida le sonreía y brillaba para ella como hacía muchísimo tiempo que no resplandecía. Aunque tuviese el corazón anegado en nostalgia, se sentía esperanzada y muy ilusionada. Neftis también tiraba de ella para ayudarla a caminar por esa nueva época que se abría ante ella.

La ilusionaba inmensamente poder continuar con sus estudios de biología. Siempre había adorado aquella disciplina y, gracias a todas las enseñanzas que Gaya le había entregado, pudo graduarse apenas en un año. Se esforzó por absorber cada teoría que le ofrecían las clases a las que asistía y también se esmeró en investigar acerca de temas que todavía no se hallaban muy estudiados. Además, descubrió que anhelaba transmitir su sabiduría a aquellas personas que, como ella, habían experimentado un amor verdadero hacia la naturaleza y el deseo de conocerla profundamente. Así pues, al cabo de muy poco tiempo, se convirtió en profesora de biología; lo cual la convencía de que al fin había encontrado una razón muy poderosa que la instaba a despertarse todos los días notando que merecía la pena vivir luchando por cada sentimiento y cada pensamiento.

También se atrevió a aprovecharse de los dones anímicos que la Diosa le había ofrecido. No olvidó todo lo que Gaya le había enseñado a hacer. No se alejó de la Diosa ni ignoró los mensajes que Ella no dejaba de transmitirle. Así pues, decidió ayudar a aquellas personas que, como ella, necesitaban encontrar soluciones y tratamientos médicos en la naturaleza; también a las que anhelaban hallar respuestas a sus dudas vitales. Era una pitonisa muy amada y respetada por quienes acudían a ella cuando precisaban de una comunicación íntima con los arcanos y con la Diosa. Eran pocos los que se acercaban a Artemisa con ese propósito, pero quienes lo hacían enseguida confiaban en ella. Artemisa les parecía una mujer muy sabia, paciente y sincera. Artemisa era muy intuitiva y no le costaba en absoluto conectar con el alma de quien le pedía ayuda con tanta desesperación y entrega.

Cuando se hubo recuperado económicamente, buscó un hogar acogedor y no muy grande en el que pudiese vivir a solas consigo misma, con sus estudios y sus poderes mágicos. Mientras tanto, Neftis trabajaba con pasión en la escuela, enseñando música, enseñándoles a los niños a interpretar ese lenguaje universal que es capaz de remover los sentimientos de cualquier alma.

De esa guisa, transcurrió el tiempo. Ni Neftis ni Artemisa dejaron de comunicarse con Gaya y Gilbert. Saber que estaban bien las tranquilizaba, aunque Artemisa era consciente de que aquellas dos personas tan buenas serían capaces de ocultarles sus problemas con tal de no preocuparlas. De vez en cuando, Neftis y Artemisa iban a visitarlos. Lo que más las inquietaba era notar que el tiempo pasaba para ellos, que la vejez se apoderaba cada vez más de su apariencia, pero ninguno de los dos había perdido la mágica energía vital que los había caracterizado siempre ni la amabilidad inmensa que se desprendía de todas sus miradas, palabras y gestos. Para sentirse plenos, colaboraban en causas humanitarias y habían creado una asociación en defensa de los animales y de la naturaleza que les ocupaba gran parte de su tiempo.

Tampoco se alejaron de Agnes. La visitaban varias veces al mes, aunque sobre todo era Artemisa quien se esforzaba por ayudarla y alentarla a que siguiese luchando por su vida. Artemisa era consciente de que Agnes necesitaba aquella atención que ella podía ofrecerle. En algunas ocasiones, Agnes parecía recuperada y, en otras, totalmente perdida. Había días en los que Agnes era capaz de conversar serena y profundamente durante unos largos minutos. También atendía a lo que le contaban y podía recordar, sonriendo tiernamente, los momentos más felices de su pasado. Sin embargo, de repente, aquel bienestar que con tanta dulzura le anegaba el alma se convertía en una inmensa y devastadora tristeza que destruía cualquier ápice de luz que pudiese emanar de sus nocturnos y expresivos ojos. Entonces Agnes se sumía en pensamientos que a nadie transmitía, se internaba en sí misma y era completamente imposible rescatarla de esa distancia que tanto la alejaba de su alrededor. Incluso había instantes delirantes en los que Agnes confundía todos sus recuerdos. Refería acontecimientos que nunca habían ocurrido, aseguraba oír voces que nadie más captaba y notar presencias que para nadie existían.

No obstante, nada resultaba más duro e imposible de controlar que los ataques de pánico que Agnes tenía cada vez con más frecuencia. Parecía como si hallarse encerrada en aquel lugar tan cargado de locura y frialdad fuese la causa de aquellas estremecedoras crisis en las que Agnes perdía por completo la noción de la realidad, en las que deseaba huir de cualquier persona que quisiese ayudarla y en las que gritaba desesperadamente, exclamando que la perseguían seres que sólo ansiaban encerrarla, maltratarla e incluso matarla. Creía que cualquier detalle que formaba su entorno era una amenaza horrible que podía destruirla.

Aquellas terribles crisis podían durar más de una semana. Durante esos días en los que estaba tan susceptible, irritable y aterrada, Agnes tenía prohibidas las visitas. Artemisa trataba de convencer a los médicos y a los enfermeros que cuidaban de Agnes de que lo mejor que podían hacer era no impedir que se viesen, pues estaba segura de que podría ayudarla a comprender que todas las percepciones que captaba no formaban parte de la realidad en la que se hallaba; pero jamás pudo lograr que le permitiesen acompañarla en aquellos momentos tan devastadores.

Entonces Artemisa debía marcharse a su casa sintiendo una inmensa impotencia golpeándole el alma. El corazón se le llenaba de miedo cuando se preguntaba por qué ni siquiera el psiquiatra que trataba a Agnes le permitía verla. Nadie le ofrecía nociones de su estado. Sólo le aseguraban que Agnes debía permanecer aislada de cualquier persona. Se horrorizaba cuando se la imaginaba encerrada en alguna de esas estancias frías y distantes que había en aquel hospital, alejada de cualquier mirada amable, de cualquier ápice de calor humano, de cualquier consuelo. No podía evitar que el desaliento más desgarrador se apoderase de su entereza. Entonces lloraba por ella, por no poder ayudarla, por sentir que ni siquiera los médicos que la cuidaban le entregaban ese cariño y esa comprensión que ella tanto necesitaba.

tras esos destructivos ataques de pánico, Agnes se encontraba mucho más deprimida que nunca, como si ese interminable pavor que la volvía tan frágil la instase a ser mucho más consciente de que jamás conseguiría recuperarse de esos terribles trastornos y que nunca podría vivir en paz, lejos de esas heridas ni de ese desgarrador sufrimiento.

Artemisa dudaba profundamente de que Agnes consiguiese curarse viviendo en un lugar tan distante, tan artificial, tan frío y espantoso. Para ella, aquel hospital no era en absoluto acogedor, los médicos que la trataban no se esmeraban en cuidarla y tampoco la escuchaban ni la entendían como Agnes se merecía; al contrario, Artemisa tenía la sensación de que, cuando Agnes transmitía alguno de sus sentimientos, nadie les otorgaba importancia a sus palabras.

Cuando Artemisa visitaba a Agnes a solas, Agnes le contaba que los médicos la obligaban a ingerir un sinfín de pastillas que ella en realidad nunca se tragaba, pues creía que éstas no la ayudarían en absoluto; al contrario, podían empeorar su estado irrevocablemente. También le explicaba que la trataban con terapias que agravaban mucho más los terribles síntomas de sus trastornos. Tampoco encontraba la paz que necesitaba en las sesiones que realizaba con su psiquiatra, pues siempre le costaba muchísimo hablar de sí misma y no confiaba en que alguien que no la conocía en absoluto pudiese ayudarla.

     Parece como si lo único que les interesase a todos es que Agnes se tome esas malditas pastillas —le comentaba Artemisa desasosegada a Neftis.

     Agnes tiene que medicarse. Nunca se curará si no se toma esas pastillas.

     Esas pastillas sólo la atontan, la adormecen, destruyen sus dones, atenúan sus percepciones. No son esas pastillas lo que Agnes necesita, Neftis.

     Ellos sabrán mejor que nadie lo que hacen, Artemisa.

     No lo creo. ¿No te das cuenta de que cada vez se encuentra peor? Le cuesta mucho atendernos cuando le hablamos, siempre está triste, llora con muchísima facilidad y su llanto es inconsolable... Además, cuando tiene esos ataques de pánico tan terribles, no parece ella, sino una mujer completamente traumatizada por hechos que ni siquiera ella misma recuerda cuando se recupera de esas crisis.

     Le ocurre todo eso porque no se toma las pastillas que le recetan. Si se medicase, ten por seguro que ya se habría recuperado.

     No es verdad, Neftis.

     Artemisa, no debes oponerte a que se las tome. Tendrías que animarla a que se medicase. No la ayudas en nada comportándote así con ella.

     No son las pastillas lo único que me preocupa. Presiento que los tratamientos que le aplican están destruyéndola cada vez más. No sé lo que le harán, Neftis, pero te aseguro que no la ayudan, que ni siquiera la escuchan.

     No te pongas en contra de los médicos ni de los enfermeros, Artemisa. Nadie mejor que ellos sabe cómo tratar a una persona que ha perdido la razón.

     Ella no ha perdido la razón.

     Está loca, Artemisa.

     No es cierto. Necesita mucha ayuda.

     Y se la daremos, pero tienes que protegerte a ti también.

Las confesiones de Agnes desasosegaban profundamente a Artemisa. Además, aunque Agnes fuese sincera con ella prácticamente siempre, Artemisa adivinaba que le ocultaba muchos detalles que, tal vez, fuesen la clave para comprender por qué, en todo aquel tiempo que llevaba encerrada en aquel lugar, su salud anímica no había mejorado ni un ápice; al contrario, ésta empeoraba con cada mes que transcurría. Llegó un momento en el que ni siquiera las visitas de Artemisa y de Neftis la sosegaban y la animaban.

Deseaba ayudarla, pero no encontraba el modo de hacerlo. Trataba de permanecer a su lado todo el tiempo que sus quehaceres diarios le permitían, pero tampoco podía entregarle todas las horas que ella deseaba; lo cual la intranquilizaba mucho más. No poder acudir a su lado cuando sentía que lo necesitaba, cuando presentía que Agnes lo ansiaba, la sumía en una preocupación que la desgarraba.

     Ten cuidado, Artemisa. Me parece que estás implicándote demasiado en ayudar a Agnes.

     Está enferma y muy sola, Neftis. Se merece que la quieran o que al menos intenten acompañarla —le aseguraba Artemisa con tristeza—. Es cierto; estoy volcándome muchísimo en ella...

     Demasiado, Artemisa.

     No creo que sea demasiado. Agnes solamente nos tiene a nosotras, Neftis. Gaya y Gilbert viven muy lejos del hospital en el que está internada. No pueden encargarse de ella.

     Haz lo que te pida el alma, y punto.

Aquel tipo de conversaciones desalentaba mucho a Artemisa, pues sentía que Neftis no la comprendía ni la apoyaba como ella esperaba. No obstante, Neftis siempre intentó acompañar a Artemisa a visitar a Agnes, aunque Artemisa acudía a la vera de Agnes muchas más veces de las que Neftis consideraba necesarias.

Artemisa sentía que Neftis no la comprendía. Incluso había ocasiones en las que notaba que Neftis la acompañaba a visitar a Agnes sólo para satisfacerla a ella, no a aquella mujer que tanto las necesitaba.

Cuando Agnes se encontraba estable (algo que cada vez sucedía con menos frecuencia), les contaba que en aquel lugar no podía encontrar ni el menor remanso de paz que la acogiese y le hiciese sentir fuerte. También les aseguraba que allí era imposible comunicarse con la Diosa, pues aquel edificio estaba sólo rodeado por el pavimento más frío, tampoco le permitían salir de allí para sentir la caricia del aire y mucho menos le facilitaban un rincón íntimo en el que ella pudiese invocar a la Gran madre.

     El recuerdo de la Diosa parece una ilusión en este lugar —les aseguraba con mucha tristeza—. Rodeada de tanta enfermedad, de tantos productos químicos, de estas luces artificiales tan molestas, creo que en realidad la naturaleza no existe y que solamente ha formado parte de un precioso sueño que tuve en otra vida.

Las palabras que Agnes le dedicaba a Artemisa le llenaban el alma de desolación. Sin que nadie lo advirtiese, se esforzaba por traerle velas y otros instrumentos sagrados para que pudiese sentir a la Diosa más cerca de ella, le proporcionaba libros que Agnes leía con entusiasmo y gratitud... Siempre intentó que sus días estuviesen menos vacíos y resplandeciesen un poquito más.

Sin embargo, con el paso del tiempo, Artemisa reparó en que no era solamente la parte espiritual de Agnes la única que estaba perdiendo su luz, sino también la física. Artemisa se sobrecogía siempre que miraba a Agnes y se percataba de que cada vez estaba más delgada y demacrada. Cuando le preguntaba si se alimentaba bien, Agnes le confesaba que se sentía totalmente incapaz de ingerir la comida que le proporcionaban, pues ésta carecía por completo de sabor y textura y era incomestible y nauseabunda. Artemisa intentó traerle a Agnes algunos alimentos que sí la satisficiesen, pero los médicos que se encargaban de ella le prohibían comer cualquier producto que proviniese de fuera. Artemisa nunca comprendió por qué aquellas personas le impedían ayudar a su amiga de ese modo tan inocente que tanto podía animarla.

Cada vez que Neftis y Artemisa visitaban a Agnes, salían de aquel hospital sintiendo una tristeza indestructible. Ambas habían perdido la esperanza de que Agnes se recuperase. Sabían que Agnes no podría ser feliz nunca, pues siempre la perseguiría la sombra de la locura, pero tampoco podía salir de allí si no se curaba de aquellos terribles trastornos; algo que, realmente, ninguna de las dos confiaba en que sucediese.

Con el paso del tiempo, Artemisa se percató de que visitar a Agnes tan frecuentemente la hería en el alma. No podía soportar la inmensa tristeza que se desprendía de los nocturnos y expresivos ojos de Agnes. Tampoco se creía capaz de consolarla cuando Agnes le confesaba lo desalentada que estaba, cuando le aseguraba que jamás podría ser libre porque nunca se recuperaría de su terrible enfermedad, cuando le confesaba que lo único que la mantenía viva eran los momentos que compartían; en los que Artemisa la escuchaba como nadie lo hacía; en los que Artemisa le entregaba, con su mágica presencia, esa luz que Agnes había perdido para siempre.

Artemisa, cuando se hallaba junto a aquella mujer que tanto sufría, experimentaba sentimientos que no podía describir y cuya procedencia no era capaz de determinar. Por un lado, la afligía muchísimo verla tan abatida y decaída y aquella tristeza la instaba a imaginarse sin cesar el modo de sacarla de allí. Estaba completamente convencida de que Agnes jamás podría intentar curarse viviendo en un lugar profundamente impregnado de tantas energías negativas y enfermizas. Por otro lado, esos incesantes pensamientos y esos intensos sentimientos que la dominaban cuando estaba al lado de Agnes la herían dolorosamente en el alma y la acobardaban, le dificultaban mantenerse estable cuando la visitaba.

Así pues, al cabo de un año, Artemisa se percató de que la afectaba inmensamente la preocupación que le provocaba el lamentable estado en el que Agnes se hallaba sumida, el potente deseo de ayudarla, el lazo emocional que las unía y sobre todo percibir que deseaba volcarse cada vez con más intensidad en ayudar a una mujer que posiblemente nunca se recuperaría de la terrible enfermedad que la devastaba. Con cada nueva hora que compartían, Artemisa sentía que el cariño que le profesaba a Agnes se acrecía imparablemente; lo cual la desalentaba en exceso, pues era consciente de que había empezado a querer hondamente a alguien que nunca podría vivir en paz, que, posiblemente, algún día se perdería en el horrible mundo de la insania para siempre. Fueron precisamente esos miedos y el dulce cariño que le profesaba a Agnes lo que la instó a alejarse de ella. Artemisa, sin ni siquiera planearlo, dejó de visitarla. La abandonó en aquel lugar absorbente que jamás podría ser un hogar para ella.

     Artemisa, me gustaría comentarte algo —le solicitó Neftis una mañana mientras se alejaban del hospital donde Agnes se hallaba interna.

     ¿De qué se trata?

     Es un detalle que quizá te parezca nimio, pero a mí me inspira mucha curiosidad. ¿Te has dado cuenta de algo muy importante?

     ¿De qué?

     Los médicos y los enfermeros siguen llamándola Agnes.

     ¿Y qué sucede? —le preguntó con extrañeza.

     Yo creía que Agnes era su nombre mágico y que su verdadero nombre era otro.

     Lo cierto es que yo nunca le pregunté si siempre la han llamado así.

     Cuando interactúas con la sociedad, tienes que olvidarte de tu nombre mágico. Que Agnes sea su verdadero nombre me desasosiega un poco. Ahora que lo pienso... Gaya jamás me comentó que Agnes se llamase de otro modo.

     A mí tampoco.

     Es muy poco común que una wiccana mantenga su nombre al entrar en un aquelarre; pero es cierto que la vida de Agnes es muy misteriosa y enigmática. Ninguno de nosotros ha podido conocerla plenamente e ignoramos muchísimos matices de su pasado.

     Supongo que nosotras también tendremos que olvidarnos de nuestros nombres mágicos —meditó Artemisa transcurridos unos largos instantes—. Ya no deberíamos usarlos.

     No, eso nunca.

     Ahora ya no pertenecemos a ningún aquelarre.

     Pero sigues siendo wiccana, ¿o no? —Artemisa asintió con vergüenza. Entonces Neftis prosiguió—: No entiendo por qué me sales ahora con eso, Artemisa. Además, ¿tú te identificas con tu verdadero nombre? —Artemisa negó con la cabeza, entristecida—. Entonces, no hay nada más que hablar.

     ¿Cuál es tu verdadero nombre? Nunca has querido revelármelo, Neftis —le preguntó intentando desprenderse de la súbita tristeza que se había apoderado ilógicamente de su corazón.

     No me apetece pronunciarlo, así como a ti tampoco te gusta recordar que tienes un nombre tan católico.

     Pero es el nombre que tengo que utilizar cuando hago gestiones horribles y aburridas de las que ningún ciudadano puede escapar. Por favor, dime cuál es el tuyo —le suplicó con una mirada sobrecogida.

     Es un nombre que no me define.

     ¿Y en la escuela cómo te llaman?

     En la escuela revelo mi nombre mágico. Cuando me preguntan por el otro, les confieso que no me siento identificada con él y les pido que me llamen Neftis.

     A mí podrías decírmelo.

     ¿Por qué?

     Creo que nunca podremos empezar una nueva vida si no nos olvidamos de todos los detalles que formaron nuestro pasado.

     Yo no quiero olvidarme de nuestro pasado, de hecho —le indicó Neftis deteniendo su paso y mirándola a los ojos. Se hallaban en un puente que atravesaba un río casi seco. Lado al lado del puente, se podían observar las preciosas afueras de la ciudad en la que vivían—. Así como no podemos desprendernos de nuestras creencias y costumbres, no podemos deshacernos de nuestro nombre mágico; el que la Diosa nos ha enviado a través de alguno de sus elementos. Además, Artemisa, quería proponerte algo.

     Sí, dime.

El viento soplaba con fuerza de vez en cuando, meciendo los oscuros cabellos de aquellas dos mujeres que, aunque tuviesen una vida tranquila y forjada, se sentían perdidas en el agobiante mundo de la ciudad.

     Quisiera volver a fundar El fuego de Hécate.

     No, Neftis, no.

     ¿Por qué?

     Porque me duele mucho, mucho —contestó evasivamente mirando hacia el vacío.

     ¿Te duele?

     Me siento como si quisiese volver a ver a un ser querido que ya no está en este mundo. Es imposible recuperar a quienes murieron, igual que es completamente inviable intentar traer al presente algo que formó parte de otro pasado.

     No es verdad, Artemisa.

     Yo soy feliz como vivo.

     No es cierto. Eres profesora de biología y trabajas en un grupo de investigación que llena tus horas, pero yo sé que no eres feliz.

     Soy feliz cuando la gente acude a mí para pedirme que los cure con hierbas, cuando me solicitan ayuda para comunicarse con un ser que ya se ha ido, cuando me preguntan por el color de sus auras o por su futuro…

     Sí, pero... ¿Sientes a la Diosa cerca de ti?

     A veces; pero sé que siempre está ahí y que sentirla conmigo no depende de si Ella está conmigo o no, sino del estado anímico en el que me encuentre. Además, sigo celebrando rituales íntimos que me conectan con Ella.

     Hay algo que tira de mí cada vez que te miro, Artemisa. Son los recuerdos irrecuperables, es la ilusión por una vida más llena, más bonita, más brillante. Me reprimo siempre que me hallo a tu lado.

     Quizá tengamos que dejar de vernos.

     No, por favor, Artemisa.

     Neftis, yo...

     Por favor, dime qué soy yo para ti. Necesito saberlo.

     Te quiero mucho, muchísimo, y siento algo muy bonito por ti, pero no puedo darte lo que necesitas.

     ¿Me amas?

     A mi manera.

     ¿Y cómo es esa manera tuya?

     Te amo con pureza, con fascinación y con entrega, pero no estoy enamorada de ti, si es eso a lo que te refieres, Neftis —le contestó con mucha delicadeza.

     ¿Alguna vez has estado enamorada?

     Sí, sí lo he estado —respondió Artemisa incapaz de mirar a Neftis a los ojos.

     Ahora lo estás, ¿verdad?

     ¿Por qué lo dices?

     Porque te has sonrojado. Dime, ¿de quién? ¿Y cómo has vivido ese amor?

     He estado enamorada de la lluvia, de un día lluvioso, del otoño, de la Madre, de la naturaleza. Estoy enamorada de la Diosa.

     No me refiero a ese amor. Me refiero al amor que puedas sentir por una persona.

     He sentido el amor de una hija a su madre, de una hermana a su hermana, de una hija a su padre, pero...

     ¿Nunca has amado a un ser humano? No puedo creérmelo.

     Es que no creo que exista un amor más potente que el que podamos sentir por la Madre de todos. No hay amor más puro, más fuerte y hermoso que ése.

     ¿Y de verdad ahora no estás enamorada de nadie?

     Sí, de la Diosa.

     Artemisa, por favor.

     No, por supuesto que no.

     Yo te amo a ti —le declaró Neftis con un hilo de voz—, y eso no me impide amar también a la Madre.

     Yo estoy consagrada a la Diosa, Neftis. Mi cuerpo jamás podrá pertenecer a otro ser humano. Lo siento mucho.

     ¿Ni siquiera permitirás que alguien te bese?

     No lo necesito.

     Estás reprimida: es eso lo que te sucede, y no lo sabes.

     No, Neftis. Tengo muy claro lo que necesito y siento. Y ahora volvamos a casa, por favor. Tengo que preparar un informe…

Neftis cerró los ojos con fuerza, soltó las manos de Artemisa y se apoyó en la barandilla de piedra que las separaba del abismo que las rodeaba. El cielo grisáceo de aquella mañana primaveral tan extraña resaltaba la oscuridad de sus largos cabellos; los que el viento no se cansaba de mecer como si fuesen hojas moribundas. El viento le removía ese flequillo espeso y recto que le protegía la frente y dejaba al descubierto la arredondeada forma de sus cejas negras. Tenía los ojos cerrados todavía. Artemisa supo que estaba reprimiéndose las ganas de llorar. De repente, los abrió y agachó la cabeza para perderlos por la visión cristalina de sus lágrimas. Artemisa se acercó a Neftis y le rodeó la cintura con un brazo para apretarla contra ella. Se imaginó cómo se verían desde el otro lado del puente, desde un lugar lejano: tal vez pareciesen dos motas de polvo opacando el brillo tenue de aquella lluviosa mañana.

     Crearemos otro aquelarre, pero tenemos que contar con Gaya y Gilbert —le susurró en el oído, creando entre ambas un halo de confidencialidad que a Neftis le hizo sonreír. En esos momentos, Neftis parecía una niña que pedía a gritos que la ayudasen a no perder la última estela de su infancia—. Creo que yo también necesito no sentirme sola en esto.

     No, no podemos contar con ellos... Tenemos que ser nosotras sus sacerdotisas. Tenemos que...

     Neftis, ninguna de las dos es sacerdotisa de la Diosa todavía. Yo sólo soy una iniciada.

     Nos convertiremos en sacerdotisas de la Diosa dentro de unos años, pero eso no nos impedirá fundar otra comunidad. Además, para algunas tradiciones, quienes se inician ya son sacerdotisas.

     Pero en la nuestra no es así.

     Está bien; pero no es necesario implicar a Gilbert ni a Gaya en esto.

     No, cielo, no. No podemos obviarlos.

     Ellos formaron su aquelarre cuando lo necesitaron. Nosotras podemos hacer lo mismo. He visto un recinto antiguo que podemos convertir en un templo precioso a falta de un bosque en el que...

     No, Neftis. El único templo que tenemos se encuentra en un lugar creado solamente por la Madre. Además, no quiero arriesgarme a que nuestro rincón sagrado se halle tan cerca de los demás.

     Sí, puede que tengas razón.

     Pero hay que tener paciencia.

     No podemos renunciar a la vida que llevamos. Tendremos que dedicarnos al aquelarre en nuestro tiempo libre, al contrario de lo que hacíamos antes, cuando construimos nuestra vida en torno a nuestras creencias y en ellas nos inspirábamos para sobrevivir.

     Eso es.

     ¿Te atreves, entonces? —le preguntó esperanzada alzando la mirada y hundiéndola en la de Artemisa.

     Sí. Es más, debemos hacerlo —le confirmó tomándola de las manos y presionándoselas con fuerza.

     Gracias, Artemisa, gracias.

     Pero, antes, por favor, dime cómo te llamaban cuando eras niña.

     Me llamaba Mina.

Artemisa rió suavemente. Se esperaba un nombre más insoportable de oír, pero aquél incluso era mágico. Le parecía que podía ser perfectamente un nombre otorgado por la Diosa.

     ¿Y por qué no lo conservas?

     Porque me recuerda a mi abuela. Ella se llamaba como yo y creo que no soy merecedora de llevar su nombre cuando soy tan distinta a ella —le confesó de nuevo con lágrimas en los ojos—. La admiraba tanto...

     ¿Y no crees que sería una forma de rendirle homenaje?

     Sí, muchas veces lo he pensado.

     Creo que tendrías que dejar atrás incluso el nombre de Neftis para poder crear este nuevo futuro.

     No cambiaré mi nombre mágico, igual que tú tampoco lo harás —le sonrió traviesa—. Yo no sabría identificarte con otro nombre.

     No lo haré, te lo prometo.

Se hallaban muy cerca la una de la otra, haciéndose promesas que les permitían notar cómo el alma se les llenaba de luz. Neftis se quedó hundida en los ojos de Artemisa sin atreverse a moverse ni un ápice, pero Artemisa se separó de ella antes de que aquel momento se volviese tenso. Neftis sonrió conforme, aceptando tal vez que hallarse junto a Artemisa sería vivir continuamente instantes como aquél, en el que casi podía tañer la magia de Artemisa y de repente sentir que la perdía.

     ¿Y cómo quieres llamar a nuestro aquelarre? —le preguntó Artemisa intentando sonreír con calma. Notaba que el corazón le latía con una fuerza y una velocidad que la desorientaban.

     Creo que eso no podemos saberlo ahora. Tendremos que esperar a que la Diosa nos lo revele.

     ¿Y cómo podremos encontrar nuevos miembros?

     Eso déjamelo a mí. En internet hay foros de los que forman parte personas como nosotras que se sienten perdidas.

     Sí, es cierto.

     Aprovechémonos de la modernidad para encontrar a nuestros nuevos hermanos.

Artemisa sonrió ampliamente y abrazó a Neftis con cariño y mucha fuerza. Neftis se perdió en la inmensidad de aquel abrazo tan tierno y cerró los ojos rogando que el tiempo dejase de fluir. Artemisa se imaginó envuelta en una visión mágica que se alejaba de ellas como si alguien las observase desde el otro lado del abismo mientras se distanciaba volando de aquel lugar. Se acordó de lo que Agnes le había dicho sobre ser un ángel y entonces pensó que solamente podía serlo si se hallaba rodeada de más ángeles que la ayudasen a irradiar la mágica luz que guardaba en su interior.

     Artemisa, eres tan mágica, tienes tanta luz...

     Neftis, soy mágica y tengo luz solamente si me hallo junto a personas que puedan ayudarme a sacar de mí toda esa magia y esa luz que captáis tanto.

     Yo pienso lo mismo. Entonces nadie silenciará nuestra magia si estamos juntas.

La mañana se doraba sobre ellas. Las nubes que habían amenazado con convertirse en una tormenta imparable se deshicieron en remolinos iridiscentes que dejaron al descubierto un fulgor áureo al deshacerse. El sol iluminó aquel instante como si quisiese fortalecerlo con su potente esplendor. Artemisa sintió una tímida tristeza al notar que las nubes se habían desvanecido, pero también supo interpretar las señales que la Diosa les enviaba desde el otro lado de la materialidad de la vida: aquel sol representaba el amanecer de una nueva época, bella y mágica como lo eran sus almas.

 

Epílogo

 

Habla Artemisa...

 

En la voz del trueno, en el brillo ígneo de los rayos, en la humedad de la lluvia, en el aliento gélido del invierno, en las templadas noches de primavera, en la decadencia del otoño, en la fuerza amarillenta del estío, en la incesante canción de las olas del mar y sobre todo en cada ser vivo, en cada alma y en cada sonrisa luminosa se halla la presencia de la Diosa. La Gran Madre forja para nosotros caminos que se entrelazan, que sostienen nuestros pasos, que guardan nuestros recuerdos; pero sólo puede haber una senda que tire realmente de nuestro espíritu y que nos lleve a la plenitud. No importa dónde la encontremos, cómo la recorramos. Lo único que debe interesarnos es que lo hagamos con amor, con fe, con serenidad y con paciencia, sin herir a nadie, sin faltarle al respeto a ninguna vida, sin gritar ni dañar.

Vivir en calma es muy complicado, sobre todo si en nuestra memoria se albergan recuerdos que nos desalientan, que nos instan injustamente a creer que la vida no es sino un mar de lágrimas en el que acabaremos irrevocablemente hundidos cuando la muerte nos atrape; pero no es cierto. Vivir puede ser imposible si la depresión nos detiene, pero vivir es y será siempre una bendición. Sólo tenemos que aprender a detectar la belleza de cada instante para volverla eterna, para que ésta resguarde nuestras más tiernas emociones y nuestros más intensos sentimientos.

Aquí termina un período de mi vida, pero este fin no es más que el comienzo de otro mucho más largo, del inicio de todos esos caminos que fui recorriendo a lo largo de mi pasado y los que traté de recorrer en mi futuro. Muchos momentos fueron sólo desaliento; pero siempre quedó en mi alma una luz inagotable que me inspiraba, que me alentaba a seguir respirando, a seguir luchando, a seguir caminando por la senda de mi existencia. Esa luz es la fe; no únicamente la fe en la Diosa, sino la fe en el amor, en mis seres queridos, en mí misma, pero sobre todo en la vida. Nunca debemos perder la fe en la vida. Ésta siempre nos sorprenderá cuando menos nos lo esperemos y es la razón más grande que tenemos para no desistir, para sonreír, para no perdernos en la inmensidad del desánimo.

No debemos arrepentirnos nunca de haber querido, de haber amado, de haber aconsejado ni tampoco de haber pedido ayuda. Cada paso que damos en la vida es un aprendizaje, es un maestro que nos enseña a existir, que nos entrega una sabiduría que nuestras experiencias alimentarán hasta el fin de nuestros días.

También, cada persona que se cruza en nuestra vida puede enseñarnos, puede ser un maestro para nosotros; aunque tenga el alma herida y la memoria llena de recuerdos estremecedores. Incluso los espíritus que parecen más torturados y destruidos irradian sabiduría y experiencia.

Aprende de los demás y sobre todo de lo que te rodea, de la vida y del pasado. Espera el futuro con ilusión, no con miedo, pues el miedo sólo atrae más inseguridad, más inestabilidad y más desconfianza. Llénate el alma de luz, de la luz de la magia que puede desprenderse de una mirada tierna, de una voz dulce y suave, de una palabra cariñosa y amable. Siempre hay muchísima luz en nuestro entorno, pues, hasta en la noche más oscura y profunda, brillan las estrellas más lejanas.

 

Continuará en La llama de Ugvia