domingo, 23 de octubre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: CAPÍTULO 10 - MISTICISMO Y TERROR




10

 

Misticismo y terror

 

Beltane se acercaba. Los atardeceres se tornaban rezagados y el día le ofrecía a la noche algunos de sus rayos para que ésta alumbrase el cielo con aquellos fulgores lejanos y azulados. Las noches se habían vuelto más cálidas y más aves nocturnas entonaban melodías misteriosas que le arrancaban suspiros al viento. Los árboles se habían llenado de hojas verdes y fuertes que por el día ofrecían una sombra protectora y por la noche ocultaban de la mirada de las estrellas a quienquiera que se situase bajo sus ramas. Artemisa adoraba aquellas noches tan aromáticas y melodiosas, pero también la inquietaban, puesto que significaban la cercanía de una de las festividades más importantes para El fuego de Hécate. Sería la primera vez que ella celebraría Beltane como iniciada y aquello le hacía sentir unos nervios punzantes que le impedían dormir y comer con serenidad.

La noche anterior a Beltane, apenas pudo dormir y las pocas horas en las que su consciencia estuvo subyugada al poder del sueño tuvo pesadillas que la sobrecogieron hondamente. Soñó que se hallaba junto a todos los miembros del aquelarre, bailando alrededor de la hoguera sagrada, cuando de repente algo voló sobre su cabeza. Miró al cielo y se encontró con un ave negra y enorme cuyos ojos resplandecientes la observaban fija y burlonamente. Entonces se percató de que Agnes había desaparecido y que en el lugar que ella había ocupado solamente se hallaba Némesis. Despertó justo cuando aquella inmensa y amenazante ave se lanzó sobre ella para atacarla.

Su casa estaba sumida en un profundo silencio que nadie, ni siquiera el viento, se atrevía a quebrar. Crujía de vez en cuando algún mueble y aquello la sobresaltaba como si del sonido más estridente y potente se tratase. Se le ocurrió tañer algún instrumento cuyo sonar no molestase a la dormida naturaleza y así tomó una pequeña flauta entre sus manos. Se trataba de una okarina; una flauta ovoide primitiva. La suya estaba hecha de madera; lo cual facilitaba crear sonidos que parecían emanar directamente de los troncos de los árboles. Aquella okarina era un regalo de Gilbert y Artemisa la apreciaba con todo su corazón.

La música, tersa y ancestral, llenó todos los rincones de aquella antigua cabaña y se escapó por las ventanas abiertas para mezclarse con el silencio de la noche. Artemisa estaba segura de que cualquiera podría oír su música dondequiera que se hallase, pues aquella melodía tan sencilla y a la vez profunda parecía nacer de la tierra y de los árboles.

La noción del tiempo desapareció mientras ella le entregaba sus sentimientos a la música y convertía en notas dulces sus emociones y sus sensaciones. Los pensamientos atemorizadores que no la habían abandonado desde la visita de Agnes se silenciaron mientras la música fue el único sonido que Artemisa podía oír; mas, cuando dejó de tocar, volvieron a invadirle la mente, más intensificados que nunca, como si la música y la soledad los hubiesen alimentado.

No podía conciliar el sueño y apenas quedaban unas dos horas para que se deslizase por el cielo el primer rayo de luz del día. Cantaban ya los pájaros más madrugadores y el viento se despertaba perezosamente, soplando con cuidado entre las durmientes ramas de los árboles. Artemisa observaba cómo la naturaleza se desprendía de su letargo nocturno y cómo la oscuridad de la noche se convertía lentamente en fulgores lejanos que apagaban las estrellas más sutiles. Se sintió inmensamente afortunada por poder observar ese instante tan íntimo. Entonces se dijo que merecía la pena sufrir en la vida si podía formar parte de un paisaje tan bello y ameno.

El día llegó solemnemente. El brillo con el que el cielo había destruido la oscuridad de la noche deslumbraba tanto que a Artemisa le costaba caminar serenamente entre los árboles. Debía acudir al hogar de Gaya para ayudarla a preparar las tisanas con las que todos vencerían el cansancio de la noche. Especialmente, Artemisa necesitaba que algunas hierbas deshiciesen el agotamiento que la invadía; el cual tenía sus causas en lo poco que había dormido. Además, estaba confundida y tenía el alma anegada en impresiones y emociones que le costaba identificar.

Gaya parecía tener la mente adherida al pasado. Artemisa notaba que apenas la escuchaba cuando le hablaba y que las miradas que le dedicaba estaban cargadas de distancia y nieblas, como si ella no se hallase en ese instante. No obstante, Artemisa no fue capaz de preguntarle nada. Entendía que aquel día era bastante importante para todos y que era comprensible tener el alma ocupada por pensamientos sublimes.

El día pasó apenas sin sobresaltos. Artemisa ansiaba explicarle a Gaya lo que le había ocurrido con Agnes y su serpiente, pero también entendía que aquél no era el momento de tratar aquel tema tan extraño e incomprensible. Además, las sensaciones y las emociones que le invadían el alma eran tan intensas que a Artemisa le costaría mucho volverlas palabras.

Al fin llegó la noche, acomodándose entre los últimos rayos del sol, Las montañas refulgían bajo el muriente y anaranjado fulgor del ocaso y el bosque susurraba ya las primeras notas de la canción de la noche. Artemisa estaba sobrecogida cuando, junto a Gaya, caminó hacia el lugar en el que todos habían quedado en encontrarse. Le parecía que la noche estaba más callada que de costumbre y que la oscuridad que se había acomodado entre los árboles era totalmente inquebrantable. Pensó que ninguna luz podría atravesarla, como si aquella oscuridad fuese tangible e indestructible como un muro de piedra.

Cuando llegaron al lugar sagrado, ya las esperaban unos cuantos miembros del aquelarre. Artemisa reparó enseguida en que Agnes no se hallaba entre ellos. Aquello la sobresaltó de alivio a la vez que también la inquietaba, pues era muy extraño que Agnes no asistiese a un ritual tan importante.

Estaban preparados todos, menos Agnes; pero su ausencia no detuvo los acontecimientos. Gaya dio un paso al frente y, con una voz solemne, dio inicio al ritual. Las llamas de la hoguera sagrada ya se alzaban hacia el cielo, creando nubes de humo que se mezclaban con la luz de las estrellas, nubes espesas que sin embargo el viento deshacía sin esfuerzo volviéndolas neblinas evanescentes. El color de las hojas cambiaba cuando aquel fulgor anaranjado las teñía y el olor de la noche se tornó mucho más profundo cuando de aquella hoguera emanó la fragancia de las hierbas con las que todos adornaban aquel fuego místico.

Artemisa intentó desprenderse de las emociones que tanto la inquietaban disfrutando plenamente de todos los momentos de aquel mágico ritual, bailando alrededor de la hoguera junto a Neftis y a Gaya, entonando aquellas canciones sagradas y hundiéndose en la belleza de cada instante, pero fue incapaz de silenciar esos pensamientos que tanto la aterraban.

De repente, cuando creían todos que el ritual fluiría sin interrupciones, apareció Agnes junto a su serpiente. Les sonreía a todos con inquietud y a la vez vergüenza. Artemisa se dio cuenta enseguida de que Agnes tenía la mirada anegada en desolación; pero su sonrisa parecía verdadera.

     Feliz reencuentro, hermanos. Perdonadme —les dijo a todos con una voz limpia y despreocupada que contrastaba con las emociones que se le desprendían de los ojos—. He tenido un accidente imprevisto y no he podido llegar a tiempo.

     Sabes que interrumpir un ritual sagrado está prohibido, ¿verdad? —le preguntó Gilbert intentando no parecer severo; pero sus ojos, al igual que los de todos, se habían llenado de miedo e inseguridad.

     Lo sé, pero no quería faltar a Beltane, aunque solamente pudiese participar en el ritual unos instantes.

     El ritual ha sido interrumpido —anunció Gaya con solemnidad—. Eso quiere decir que ya no podemos continuar con él. El ritual ha quedado anulado.

     Vamos, Gaya, no creo que suceda nada malo porque lo reanudemos —rió Agnes incrédula.

     Nunca hemos reanudado un ritual interrumpido.

     No creo que la Diosa se enfade porque lo retomemos; al contrario, la aliviará detectar la magia que podemos enviarle.

     ¿Acaso tú conoces los deseos y los sentimientos de la Diosa? —la desafió Penélope; una mujer muy dulce de cabellos rojizos y ojos profundos y marrones—. Tengo la impresión de que el ritual no te importa nada.

     No es cierto, Penélope —la contradijo Agnes con mucha seriedad. El corazón de Artemisa latía cada vez con más fuerza. Intuía que estaba a punto de suceder algo terrible.

     Lo que debemos hacer ahora es iniciar otro ritual para enviarle amor a la Diosa, y espero que nada vuelva a interrumpir un ritual sagrado —apuntó Gilbert mirando con profundidad a Gaya, quien asintió levemente—. Agnes, colócate en tu sitio y actúa como todos nosotros. Intentemos disfrutar de esta noche de Beltane.

Agnes obedeció a Gilbert. Se dirigió hacia el hueco que le pertenecía con su serpiente enrollada en la cintura. Némesis tenía la cabeza apoyada en el hombro izquierdo de Agnes y dirigía sus ojos hipnóticos hacia Artemisa, quien estaba totalmente sobrecogida por una sensación que le costaba entender. Némesis no retiraba la mirada de sus ojos, y aquello la intimidaba tanto que era incapaz de cantar con serenidad. Gaya pareció intuir su estado y le sonrió con calma, intentando asegurarle con aquella sonrisa que junto a todos ellos no podía sucederle nada malo.

Mas la tensión se respiraba en el ambiente. Parecía flotar en el aire, adherirse a las hojas de los árboles y desprenderse de sus ancestrales troncos. Cantaron y bailaron como si nada hubiese sucedido, como si aquél fuese el primer ritual de la noche, pero todos eran plenamente conscientes de que la Diosa captaba con nitidez todos los pensamientos y los sentimientos que se encerraban en el alma de aquellas personas que creían en la magia brillante de la naturaleza.

El alma de Artemisa, en especial, cada vez estaba más llena de tensión, de miedo, de inquietud. Miraba de vez en cuando a Agnes y, al reparar en que Némesis no retiraba sus ojos de ella y que Agnes también la miraba de soslayo, el corazón empezaba a latirle con una fuerza imparable y terrible. Llegó un momento en el que no fue capaz de seguir cantando, pues se le había formado en la garganta un nudo atroz que le destruía la voz. El ambiente se ennegrecía a su alrededor, el viento portaba emociones estremecedoras y energías densas que ensombrecían cualquier luz que pudiese emanar de aquel momento; el que debía ser bello y armonioso como una canción tierna.

     ¡El ritual no puede continuar! —Exclamó en medio de los cantos, de las danzas, de la hoguera sagrada, de aquella mística noche—. ¡No podemos seguir!

     ¿Qué sucede, Artemisa? —le preguntó Neftis inquieta.

     ¡No podemos continuar!

     No, Artemisa, no permitiré que se interrumpa otro ritual esta noche —aseveró Gaya levemente enfadada.

     Gaya, por favor, créeme. Aquí sucede algo extraño. Lo noto. Noto energías oscuras —confesó con ganas de llorar.

     Artemisa, creo que hoy estás muy susceptible. No has dormido bien y eso se te nota en la mirada. Tienes en el alma emociones intensas que tergiversan la realidad —apuntó Neftis con cariño.

     No es verdad, no es verdad. Percibo que entre nosotros hay una energía muy mala que...

     ¡Basta ya, Artemisa! —chilló Gaya histérica. Ella también estaba descontrolada por algo inexplicable, aunque en esos momentos jamás podría reconocerlo. A Artemisa le hirió profundamente que Gaya, su maestra, su amada sacerdotisa, se dirigiese a ella con ese tono de voz tan ofensivo—. ¡No podemos interrumpir más nuestros rituales!

     Estás delirando, Artemisa —se burló Agnes riéndose sensualmente—. Pareces histérica. Cálmate ya. ¿No te das cuenta de que estás enfadando y faltándole al respeto a nuestra suprema sacerdotisa?

     No me creéis, ¿verdad? —musitó Artemisa con una voz temblorosa.

     No es que no te creamos. Se trata de algo distinto: la Diosa nos envía sus señales y ahora mismo está diciéndonos que haber interrumpido dos rituales tendrá drásticas consecuencias —explicó Agnes con calma.

     ¡No es cierto! La diosa me avisa de otras cosas muy distintas.

     Será mejor que te marches, Artemisa —le indicó Gaya intentando parecer serena, pero estaba temblando de pies a cabeza y eso se percibía en su maternal y dulce voz.

     No quiero dejaros solos.

     Artemisa, yo iré contigo —se ofreció Neftis.

     No es necesario que me acompañe nadie. Si no me creéis, entonces no tiene sentido que siga aquí, es cierto.

Artemisa se alejó del círculo sagrado, rompiéndolo irrevocablemente; lo cual sobrecogió mucho más a Gaya, quien no dejó de mirarla hasta que se perdió tras las brumas de la noche. Artemisa no oyó ninguna palabra que pudiese consolarla. Nadie se refirió a ella ni tampoco a lo que había sucedido. Un silencio denso se había apoderado de la voz de todos ellos y la noche parecía mucho más profunda.

Caminaba intentando prestarle atención al lugar por el que andaba, pero sus intensas emociones apenas le permitían concentrarse en su entorno. Llegó un momento en el que se percató de que no tenía ni la menor idea de dónde se encontraba. Miró a su alrededor y no reconoció los árboles que la rodeaban ni las plantas que brillaban tenuemente bajo la luz de las estrellas. No conocía el camino que podía llevarla a su hogar y aquello la inquietó mucho más. No le habría importado desorientarse cualquier otra noche, pero aquélla era insoportablemente temible, incomprensiblemente aterradora. No se atrevía a seguir caminando por si se perdía mucho más, así que se sentó entre dos troncos y trató de recordar el recorrido que la había llevado hasta allí.

El lugar en el que siempre se celebraban los rituales quedaba a seis kilómetros de su cabaña y el camino que llevaba hasta allí era más o menos sencillo si se memorizaban unas cuantas referencias: Artemisa recordaba que la senda desde su casa al rincón sagrado al principio era recta, después se desviaba hacia la izquierda y conducía hacia un declive rodeado por troncos milenarios y cubierto por ramas gruesas de denso follaje, a través de las cuales era muy complicado ver el cielo. Por último, se debía andar tres kilómetros casi en línea recta hasta llegar a una bifurcación: el camino que quedaba a la izquierda llevaba hacia un lago que todos consideraban místico, el cual se alcanzaba subiendo una inclinada cuesta. El de la derecha sí conducía hasta el valle sagrado, pero se trataba de una senda complicada que costaba mucho recorrer, puesto que estaba llena de raíces, de plantas que había que esquivar y de troncos caídos que se habían adherido irrevocablemente a la tierra.

Artemisa cayó en la cuenta de que no había llegado a la bifurcación y que no había recorrido el camino lleno de raíces y obstáculos naturales. En esos momentos se encontraba sola en medio del bosque sagrado, rodeada por la oscuridad y la nada, por el silencio denso de la noche. Aquello la sobrecogió profundamente y, por primera vez en su vida, se sintió desamparada, no notó la protección de la naturaleza. Estaba sola, tanto física como anímicamente, pues nadie la había escuchado ni comprendido. Gaya le había asegurado muchas veces que ellos entenderían todos sus sentimientos y la había instado a darle importancia a su sexto sentido; al cual siempre debía escuchar. Mas en aquella noche nadie había sido capaz de comprenderla y habían tildado de histerismo sus emociones y sus percepciones.

Lo peor era que, por primera vez desde que había empezado a formar parte del aquelarre, se sentía inmensamente sola. Gaya le había gritado desconsideradamente; algo que la hería en lo más profundo del alma. Se sentía como si el mundo se hubiese agrietado, como si su tierra protectora estuviese derrumbándose a su alrededor y como si el cielo de la noche y de todos los días se desplomase sobre los bosques.

No se dio cuenta de que estaba llorando desconsoladamente hasta que el viento rozó sus cálidas y espesas lágrimas. Entonces reparó en que el corazón le latía muy rápido y que tenía el pecho anegado en una sensación agobiante y asfixiante que estaba arrebatándole el ritmo tranquilo de su respiración. Sintió ganas de gritar, de pedir ayuda, de suplicar que la amparasen, pero no tenía voz, solamente podía sollozar y respirar cada vez más agitadamente.

Todos aquellos pensamientos que la inquietaban regresaron a ella mucho más intensificados que nunca y la agobiaron tanto que no fue capaz de controlar sus deseos ni sus sentimientos. Anheló que el sueño la apartase de aquel momento, pero era incapaz de relajarse. La oscuridad de la noche, densa y profunda, la rodeaba como si de unas garras asfixiantes se tratase y el viento que cada vez soplaba con más fuerza se le asemejaba al rugido de una bestia feroz y destructiva.

De repente, oyó que algo se movía entre las plantas. Aquello intensificó el miedo que se le había esparcido por todo el cuerpo y que le había arrebatado la respiración. No podía ver nada por culpa de las lágrimas, pues éstas le anegaban los ojos y convertían en brumas cualquier imagen difuminada que pudiese llegar a ella. Trató de limpiárselas, pero no podía dejar de llorar, por lo que cualquier esfuerzo por retirárselas era banal. El sonido que había percibido se volvía cada vez más fuerte, como si quien lo causaba se hallase cada vez más cerca de ella.

Entonces el miedo la paralizó, sobre todo cuando notó que alguien le rozaba la espalda y los cabellos y cuando percibió que caía sobre su cuello una respiración lenta que le erizó el bello del cuerpo. Una voz susurrante y poderosa atravesó el silencio de la noche, quebrando la soledad hiriente que la rodeaba, pero se trataba de una voz que la estremeció infinitamente y que profundizó la parálisis que la dominaba. Además, aquella voz contenía unas palabras que era incapaz de aceptar, de comprender incluso:

     Estás aquí, próxima y supuesta sacerdotisa de nuestro aquelarre, mujer que creen valiente que sin embargo es cobarde. Némesis, mírala bien. Es a ella, a ella a quien debes...

     Agnes —musitó Artemisa con una voz temblorosa. Tenía la esperanza de que aquello solamente fuese una broma y que Agnes se compadeciese de ella al oírla tan aterrorizada—, Agnes, ayúdame a volver a mi casa —le pidió con mucho esfuerzo.

     Está asustada, Némesis —susurró Agnes burlonamente.

Némesis contestaba con breves e intensos silbidos que a Artemisa le hacían sentir escalofríos profundos e intensos.

     Dime, Artemisa, ¿de veras estás consagrada a la Diosa, querida?

     Yo...

     Dime la verdad. La Diosa te ha comunicado tu destino, ¿verdad?

     No —respondió Artemisa confundida y cada vez más aterrada.

     No me mientas, cariño. Tienes a Némesis muy cerca de tu cuello, dispuesta a atacarte si me engañas. Ella es capaz de detectar si alguien no dice la verdad.

     No lo sé, de veras. —Artemisa hablaba como si su mente y su voz formasen parte de cuerpos distintos. No era capaz de pensar las palabras que pronunciaba; mas no podía detener su voz tampoco, así que le confesó a Agnes con miedo—: Soy capaz de renunciar a mi destino si me perdonas la vida.

     Sabes perfectamente, querida, que nadie puede escapar de su destino, ¿verdad?

Artemisa notaba que la mirada de Agnes estaba justo enfrente de ella, pero, como tenía los ojos llenos de lágrimas y estaba tan aterrada que era incapaz de percibir nítidamente los detalles de su alrededor, no podía asegurarlo ni tampoco podía hundirse en los ojos de aquella extraña mujer para suplicarle con la mirada que la dejase en paz y que la ayudase.

     Tienes mucho miedo, sí. Cuando alguien tiene tanto miedo, Némesis se excita mucho y yo siento lo que ella experimenta, también. Capto todo tu miedo y eso alimenta mi alma. Dime, ¿sabías que Gaya piensa en ti como su sucesora cuando ella ya no pueda desempeñar las funciones de suprema sacerdotisa?

     No, no.

     Si estás consagrada a la Diosa, serás la próxima suma sacerdotisa de nuestro aquelarre. Sé que sólo te importa tener poder dentro de nuestra familia.

     No...

     Pero creo que ni Némesis ni yo deseamos tener una suma sacerdotisa tan estúpida y cobarde.

     Yo no quiero ser suma sacerdotisa, Agnes.

     Eres débil como una hoja caduca, como una amapola. Vamos a hacer algo: tú me obedecerás en todo y yo te perdonaré la vida. No debes contarle a nadie lo que ha sucedido esta noche. Si lo haces, yo lo sabré, puesto que mi poder de adivinación es indestructible y muy potente. No puedes ocultarme nada, nada, como tampoco puedes engañarme. Venga, Némesis, acompañémosla a casa.

Artemisa notó que Agnes se separaba de ella y que Némesis se lanzaba a los brazos de aquella mujer cruel. Artemisa todavía temblaba brutalmente, pero sintió un alivio inmenso cuando captó que ya no se hallaba acorralada por aquellos dos seres malignos. Se levantó del suelo haciendo un gran esfuerzo y se agarró al tronco de un árbol para recuperar el equilibrio que el miedo le había arrebatado. Entonces se percató de que le dolía el estómago en exceso y que sentía unas incontrolables ganas de vomitar.

     No me encuentro bien, Agnes —protestó antes de que una arcada la retorciese.

     Tendrás que esperarte.

Agnes comenzó a caminar velozmente. Artemisa apenas podía seguirla, pues la oscuridad de la noche era un muro que la separaba de la visión de aquella mujer que tanto la aterraba; pero, con mucho esfuerzo, pudo caminar en pos de ella hasta llegar a la bifurcación que la llevaría hasta su hogar. Estaba temblando muchísimo y las ganas de vomitar que la atacaban todavía no se habían desvanecido, pero fue capaz de soportar su malestar hasta que Agnes, tras una amenazante despedida, se alejó de ella sonriéndole burlona y satisfactoriamente.

     Recuerda que controlo todos tus movimientos y sentimientos. Adivinaré cualquier paso que des en falso, te lo advierto, y también te aseguro que Némesis estará pendiente de todos tus movimientos y acciones. No podrás verla porque es muy inteligente y sabe camuflarse muy bien, así que ten cuidado con lo que haces. Ella y yo hablamos un idioma secreto que nos comunica, por lo que puede confesarme cualquier cosa.

Cuando Agnes y Némesis se marcharon, Artemisa volvió a quedarse sola en medio del bosque; pero, al contrario de lo que le había ocurrido antes, sintió que aquella soledad la protegía inmensamente. Fue capaz de caminar hacia su hogar con una tranquilidad que creía perdida para siempre. Sin embargo, todavía experimentaba unas fuertes ganas de vomitar; de las cuales no pudo seguir huyendo. Antes de ascender el declive que la llevaba a la senda recta que conducía a su cabaña, se inclinó en el suelo y empezó a devolver todas las hierbas que había ingerido aquella noche. Estaba mareada y se sentía tan débil que apenas podía mantener el equilibrio, pero, cuando ya hubo vomitado todo lo que tenía en el estómago, caminó hacia su casa tratando de no perder la compostura y la calma.

Cuando al fin llegó a su cabaña, dio rienda suelta a sus sentimientos y empezó a llorar desconsoladamente. NO podía imaginarse por qué Agnes la odiaba tanto. Entendía que la envidia dominase el corazón de aquella mujer misteriosa y oscura, pero tampoco le parecía una explicación lógica y convincente. No comprendía por qué Agnes le tenía envidia precisamente a ella, que era una mujer cobarde que se sobrecogía incluso al notar la presencia de la Diosa entre los árboles.

Se durmió llorando y soñó que celebraba un ritual sagrado con los miembros de aquel aquelarre. De nuevo una fuerza oscura se repartía por el bosque y los rodeaba como si de unas brumas espesas e indisipables se tratase. Una energía destructiva apagaba la hoguera sagrada y les arrebataba la calma a todos los que participaban en aquel ritual. De aquellas inhóspitas sombras emergió Némesis, erguida como un árbol poderoso, y se lanzó a Artemisa. Justo cuando estaba a punto de clavarle sus mortíferos colmillos, Artemisa abrió los ojos.

El día ya había esparcido su poderosa luz por doquier. El cielo estaba cubierto por unas nubes densas que oscurecían la brillante luminiscencia de la mañana, pero el bosque estaba alumbrado por un fulgor poderoso que hacía resplandecer las flores y las hojas de los árboles.

Notó que tenía el cuerpo entumecido y que le dolía muchísimo el vientre. De nuevo tenía ganas de vomitar. Corrió hacia la parte posterior de su casa y empezó a devolver. Tenía el estómago vacío, por lo que apenas pudo expulsar de su cuerpo aquello que tanto la torturaba. Las lágrimas volvieron a inundarle la mirada y un malestar profundo e intenso se apoderó de ella como si fuese su única realidad. Estaba a punto de desmayarse de debilidad, pero pudo regresar a su cabaña esforzándose lo indecible.

Fue un día espeso como la bruma más densa. Artemisa no podía vislumbrar los momentos futuros que le esperaban más allá de aquellas horas y tampoco era capaz de deslizar los ojos de la memoria por los instantes pasados. Se encontraba mareada, propensa a perder la consciencia en cualquier momento y también incapaz de beber ni comer nada. Vomitaba a cada hora y cada vez se sentía más frágil.

Pasó el día tumbada en su cama, refrescándose la cara con agua límpida, intentando dormir y despegarse de esos pesados momentos, pero no podía escaparse de ese malestar que tanto la hundía y la volvía de polvo.

Incluso tuvo fiebre. Notaba que le ardían los ojos y que las imágenes de su entorno aparecían borrosas e indescifrables. Los sonidos de la naturaleza susurraban muy lejanos, como si formasen parte de otro mundo, y cualquier pensamiento que le anegaba la mente le parecía ajeno a su vida.

Cayó la tarde. Con la llegada del ocaso, se desvanecieron los últimos rescoldos de ánimo que le impregnaban el alma. El sueño la venció y la oscuridad de la noche la sumió en una inconsciencia densa y devastadora.

 
 

martes, 18 de octubre de 2016

EL FUEGO DE HÉCATE: CAPÍTULO 9 - LA NEGRURA DE LA ENERGÍA




9

 

La negrura de la energía

 

De El fuego de Hécate formaba parte una mujer muy misteriosa y oscura con la que Artemisa apenas había intercambiado miradas y palabras. Su nombre era Agnes. Asistía sin falta a todos los rituales y, cuando cantaba, tenía una voz potente que hacía temblar las hojas de los árboles. Neftis le había ofrecido muy pocas nociones de la vida de esa mujer. No le había revelado nunca quién era y tampoco Artemisa se había atrevido a preguntarle nada. Gaya, además, parecía que no se atreviese a hablar de ella y, las pocas veces que lo hacía, Artemisa detectaba que se sobrecogía, como si Agnes la intimidase y la empequeñeciese. No obstante, también advertía que Gaya apreciaba mucho a aquella mujer cuyo carácter nadie parecía conocer plenamente. Uno de los pocos detalles que Gaya le reveló a Artemisa sobre Agnes fue que la consideraba parte innegable de El fuego de Hécate, pues a él pertenecía desde hacía muchos años. Lo único que Artemisa sabía con certeza era que tenía treinta años y que vivía en lo más profundo del bosque, apartada de cualquier vestigio de compañía y sumida en la soledad más inquebrantable. Cada vez que la miraba, intuía que Agnes tenía tras de sí un pasado insoportable y doloroso y que sus recuerdos apenas le permitían sonreír. Siempre estaba seria y distraída, como si le costase prestar atención a todo lo que ocurría a su alrededor.

La misma mañana en la que Gaya había ido a visitarla, Agnes acudió por primera vez al hogar de Artemisa. Agnes llamó a la puerta de su casa cuando Artemisa se había entregado sin regreso a la tarea de crear una figura de arcilla para adornar el altar que le dedicaban a la Diosa en cada ritual. La extrañeza más potente se adueñó de su corazón cuando, al abrir la puerta, se encontró a Agnes ante ella, dedicándole una mirada anegada en timidez y también súplicas.

     Hola, Artemisa. Espero no molestarte. ¿Puedo pasar? Necesito hablar contigo sobre algo muy importante.

     Por supuesto. En absoluto me molestas.

Artemisa apenas podía articular palabras claras. Estaba levemente asustada, pues la visita de aquella mujer tan extraña le parecía del todo inusitada. Agnes, además, físicamente era imponente. Era alta, esbelta, tenía el cabello largo, liso y tan negro como una noche invernal. Sus ojos eran grandes, expresivos y profundos como un lago al que no se le ve la orilla. No sonreía nunca; lo cual le otorgaba a su rostro una solemnidad que a Artemisa le hacía tener escalofríos. Su rostro era ovalado y parecía que la luna le hubiese teñido la piel con su fulgor plateado. Iba siempre vestida de negro, con trajes que ocultaban la mayor parte de su cuerpo. Blancas como el marfil eran sus manos, las que asomaban a las anchas mangas de sus vestidos largos. No obstante, Artemisa también sentía compasión por ella, pues adivinaba que aquel aspecto tan oscuro y apagado escondía un alma llena de una inmensa e indestructible tristeza. Sus pensamientos se fortalecían cuando la oía hablar. Agnes tenía una voz grave, aunque muy dulce, y pronunciaba cada palabra con un marcado acento gallego que volvía potentes todas las consonantes.

     ¿Quieres tomar algo? —le ofreció mientras limpiaba la mesa donde había estado trabajando.

     No, gracias. Ya he desayunado —contestó Agnes distraídamente mientras desplazaba la mirada por el interior de aquel hogar tan acogedor—. Nunca me imaginé que vivieses en un sitio así. ¿Vives bien aquí?

     Sí, perfectamente. Nunca me he sentido tan cómoda como aquí.

     Es muy pequeño, como mi casa.

     Pero acogedor. Siéntate donde desees.

Agnes tomó asiento junto a la ventana y, durante unos largos segundos, permaneció observando el paisaje que rodeaba el hogar de Artemisa.

     Lo cierto es que tienes muy buenas vistas desde aquí.

     Sí, eso es lo mejor —confirmó Artemisa sentándose enfrente de ella—. ¿Qué deseas explicarme?

     Artemisa, no vengo a explicarte nada. Solamente vengo a conocerte. Llevas más de un año entre nosotros y...

     Bueno, hace menos tiempo que formo parte del aquelarre.

     No importa. Llevas más de un año en mi vida, aunque sea de forma indirecta, y no sé quién eres. Ambas adoramos a la Diosa, y sin embargo no sé nada de tu vida.

     Yo tampoco sé nada sobre la tuya —le indicó Artemisa sonriéndole con simpatía, intentando suavizar con aquel gesto la severa y profunda mirada de Agnes, pero consiguió el efecto opuesto. Agnes entornó los ojos como si aquellas palabras le hubiesen herido en el alma—. No quiero incomodarte. Me refiero a que a mí también me gustaría saber cosas sobre ti.

     El único presente que tengo es éste —susurró Agnes con distancia—. ¿Amas a la Diosa desde siempre? —le preguntó cambiando totalmente el tono de su voz.

     Más o menos.

     ¿Qué significa eso?

     Cuando era joven...

     Todavía lo eres.

     Sí, claro. Me refiero a que cuando tenía menos de quince años estaba segura de que quien nos había creado y quien nos cuidaba no era ese dios todopoderoso en el que mis padres me obligaban a creer.

     ¿A ti también te obligaban a creer en esa religión absurda?

     Sí. ¿A ti también?

     A todos los que formamos El fuego de Hécate.

     Yo ansiaba escapar de esa presión…

     Presión... ¿o prisión?

     Ambas —rió Artemisa. Agnes se limitó a esbozar una leve y efímera sonrisa—. Pareces triste.

     No me cambies de tema.

     Creo que es complicado que podamos conocernos profundamente en una mañana tan sólo hablando de nuestro pasado.

     A mí no me interesa tu pasado, Artemisa. De hecho, se puede decir que el pasado no nos importa a ninguno de los que formamos parte de esta familia. Yo ansío conocer qué sientes y piensas sobre la vida y tu presente.

     Me gustaría pasear contigo por el bosque. Es la mejor forma de expresar lo que siento.

Agnes no se opuso. Cuando ambas mujeres se encontraron paseando entre los árboles, Artemisa se fijó en que Agnes, rodeada de tanto verdor y tanta vida, parecía un pedazo de noche abandonado por las estrellas en medio de la luz.

      Quisiera preguntarte cómo te ves en el futuro —le reveló Agnes de repente.

     Huy, no lo sé.

     Tengo entendido que estás consagrada a la Diosa y destinada a ser sacerdotisa —adujo Agnes deteniendo de pronto su paso y mirando fijamente a Artemisa, quien se sobrecogió con intensidad al notar sobre ella esos profundos ojos.

     ¿Cómo sabes eso? No se lo he dicho a nadie —le preguntó extrañamente asustada.

     ¿Sí o no? —insistió Agnes ignorando la pregunta de Artemisa.

     No lo sé —titubeó ella.

     ¿No lo sabes? Eso es que no porque, cuando una de nosotras está consagrada a la Diosa, lo sabe desde el inicio de su vida.

Artemisa se había puesto muy nerviosa. Notaba que le temblaban las manos y las piernas y que no era capaz de pensar con claridad. La imagen de Agnes se le presentaba como una tormentosa nube en medio del resplandor de la mañana y esos ojos profundos y oscuros que la miraban con tanta fijeza se le asemejaban a dos abismos por los que estaba a punto de caer sin regreso. Se asió al tronco de un árbol para intentar serenar su equilibrio, y aquel gesto la delató mucho más que cualquiera de sus palabras.

     ¿Qué te ocurre? —le preguntó con una voz muy dulce—. ¿Tienes miedo a que la Diosa se enfade contigo por no tener claro si quieres consagrarte a Ella? —le cuestionó acercándosele asfixiantemente y aferrándola de la mano que le quedaba libre. Artemisa notó que los dedos de Agnes eran huesudos y tenía la piel tan gélida como el hielo—. Artemisa, yo también estoy consagrada a la Diosa. Somos hermanas en esto.

De Agnes emanaba una energía absorbente que a Artemisa le arrebataba la respiración. Intentó serenarse, pero la cercanía de Agnes le imponía tanto que era incapaz de dominar sus nervios. Además, su voz, esa voz profunda y grave, la arrullaba como si de una nana se tratase. Una vocecita casi imperceptible susurró en medio de sus confusos pensamientos y le advirtió de que Agnes tenía el poder de hipnotizarla si quería. Era fácil hacerlo con esos ojos grandes y oscuros que parecían albergar espirales en lo más hondo de su mirada y con esa voz tersa y potente. Todas las sensaciones que le anegaban el alma la desorientaban inmensamente, pues nunca las había experimentado antes.

     Hermanas... —musitó Artemisa desorientada.

     Somos hermanas, pues todas somos hijas de la Diosa.

     Sí, es cierto.

     No te preocupes. No le diré a nadie que estás consagrada a la Diosa. Será un secreto entre nosotras dos. ¿Te parece bien? O, mejor dicho, entre nosotras tres.

Incitada por esas palabras, Artemisa miró a su alrededor y estuvo a punto de gritar cuando se percató de que, tras Agnes, reposaba serena, alerta y enrollada, una enorme serpiente cuyos ojos parecían tan hipnóticos como los de Agnes. Al darse cuenta de que Artemisa se había asustado tanto al ver a su amiga, Agnes sonrió ampliamente por primera vez delante de Artemisa y, con una voz despreocupada y alejándose de ella para tomar en brazos a la serpiente, le comunicó:

     No temas. Némesis es noble y obediente.

     Las serpientes siempre me han dado miedo.

     No deberían darte miedo. Representan a la Diosa en muchos momentos de la Historia. Además son portadoras de la imagen del bien y del mal, del bien que se enreda en el mal y del mal que se enreda en el bien, todo hecho una espiral de contradicción.

Agnes se expresaba con distracción, como si ya hubiese pronunciado aquellas palabras tantas veces que se había cansado de comunicarlas con serenidad. Artemisa todavía estaba sobrecogida y muy asustada. Aunque supiese que las serpientes eran también hijas de la Diosa y muchas veces representantes de valores profundos y místicos, no podía estar tranquila junto a un animal tan imponente. Némesis la miraba con ahínco y fijeza, como si quisiese escrutar con sus ojos espirales todos los sentimientos de Artemisa. Además, Artemisa presentía que aquel animal era capaz de intuir todas las emociones que le anegaban el alma.

     Debemos marcharnos ya —le comunicó Agnes a Némesis—. Necesitas comer, ¿verdad? —le preguntó acariciándole la cabeza. Némesis cerró los ojos y se recostó en el pecho de Agnes. Con aquel animal entre sus brazos, Agnes parecía la representación de una diosa oscura—. Artemisa, volveremos a visitarte pronto. Por favor, ten preparado algún aperitivo para mi Némesis por si ella viene conmigo.

Artemisa ni siquiera se atrevió a preguntarle a Agnes qué comía aquel animal tan imponente. Agnes y Némesis desaparecieron entre los árboles y debieron transcurrir unos cuantos minutos para que Artemisa se sintiese capaz de soltar el tronco del árbol al que se aferraba. Cuando empezó a caminar por el bosque en dirección a su casa, la invadieron unas insoportables ganas de llorar. No entendía por qué reaccionaba así tras haber estado con Agnes. Era como si ella le hubiese arrancado del alma todas las sensaciones agradables que la naturaleza podía ofrecerle. Empezó a llorar casi ahogándose. Tuvo que detenerse y apoyarse en el tronco de otro árbol porque notaba que aquellos hondos sollozos estaban a punto de arrebatarle el equilibrio.

Entendió de repente que lloraba de pánico. Agnes le había parecido tan imponente que había sido incapaz de actuar, de pensar, de sentir con claridad. Había algo en esa mujer que la anulaba irrevocablemente. Sólo podía recuperarse a sí misma a través del llanto, ese llanto que la agitaba enteramente y que la llenaba de congoja. Tenía la sensación de que estar consagrada a la Diosa era una amenaza para Agnes y que, cuando ella le había declarado que eran hermanas por ser ambas hijas de la Diosa, en realidad estaba comunicándole otra certeza mucho más dolorosa y amenazante. El miedo a aquella mujer y a las sensaciones que experimentaba cuando estaba ante ella la obligó a plantearse la posibilidad de renunciar a su destino y vivir como si no hubiese intuido que su corazón debía ser para la Diosa. No obstante, enseguida se percató de que todos aquellos pensamientos y aquellas posibilidades brotaban de los rescoldos del pavor que le había inspirado la presencia de Némesis y la de aquella mujer nocturna que tenía una mirada tan asfixiante. No era cierto que quisiese renunciar al hado que la Diosa había preparado para ella, pues sabía muy bien que, si lo hacía, se sentiría para siempre perdida en una vida que ya no le pertenecía.

Regresó a su hogar e intentó distraerse moldeando la arcilla, pero todo lo que nacía de sus manos era amorfo y espantoso, así que abandonó aquella tarea y se dedicó a tocar las canciones que aquella noche debía ensayar junto a los demás. Debían tañer unas canciones en honor a la diosa y al Dios, quienes se unían en Beltane en representación de la inmensa fertilidad que reinaba en la naturaleza.